Investigamos
Nueva York y Martin Scorsese
Son al menos catorce, los films que Martin Scorsese ha dedicado de forma plena a su ciudad, Nueva York, como la carta abierta de un enamorado. Un acto sentimental a las calles que le vieron nacer, lleno de amor y de reproches. Con independencia de la trama central de todas estas cintas, algunas de ellas muy dispares, existe un denominador común en cuanto a su aproximación en la descripción que realiza de la ciudad, basado en una de las grandes virtudes del autor: la recreación de sus atmósferas. He elegido abordar tan solo tres de estos filmes atendiendo a los retratos más distales en los que Scorsese ha reparado, para hablar del fulgor de su ciudad, Nueva York.
Mulberry, Worth, Coss, Orange y Little Water era las cinco calles que demarcaban el barrio marginal de Five Points. En sus pasadizos subterráneos que ascendían hasta la superficie, desembocando en los tenements más pobres, malvivían los proscritos inmigrantes, en su mayoría irlandeses —desterrados por la Gran Hambruna— que una vez perdieron la posibilidad de vivir sin hostigamiento frente a los nativos, controladores del territorio. Una batalla, la perdida por los “Conejos muertos”, marca el inicio del film Gangs of New York (2002). Scorsese nos traslada al Nueva York de 1846, al downtown de Manhattan, el horno donde se forjaría la ciudad, cuando la lucha por el poder se definía mediante las más encarnizabas contiendas que tenían lugar en las calles. Five Points era la puerta del infierno, lugar de miles de acentos, callejón donde los asesinos y los ladrones lograban sobrevivir, ante la ausencia de control policial. Un barrio donde durante el día existían ejecuciones públicas y la noche era momento para el baile y la fiesta. Amsterdam (Leonardo DiCaprio), cual ave Fénix, deja atrás los años vividos en el reformatorio de Hellgate, en la Isla de Blackwell. Territorio que albergaba, además, un hospital destinado a enfermedades contagiosas, un manicomio, una prisión y asilos para los más pobres. Amsterdam cruza el puente de Brooklyn mientras lanza una biblia al río Este, como punto de inflexión. Es su regreso a Five Points, donde Bill “el carnicero” (Daniel Day-Lewis) –quien dio muerte a su padre, el reverendo Vallon (Liam Neeson)- controla el caldo de cultivo de esos cinco puntos cardinales.
Tras varios intentos por amainar las aguas entre bandas, a través de la política en un sistema democrático fallido, en 1860, la ciudad es bombardeada por la marina de los Estados Unidos. La cuidad se desangra, subyugado el último aliento del pueblo y se desintegra, borrando para siempre el rastro de lo que una vez fue. Un cierre honorífico a la ciudad de Nueva York, con el time-lapse en el que los escombros humeantes de una ciudad derruida dan paso a las chimeneas de una ciudad industrial, que se transforma en bloques de edificios cada vez más altos, cada vez más desafiantes, para culminar con la estampa irrepetible del Nueva York previo al 11 de septiembre.
En Taxi Driver (1976) existe una división dualista bien definida que explica la naturaleza de la ciudad a través de los ojos de Travis Bickle (Robert de Niro). Dos identidades como las caras de una moneda, que trastorna los estados anímicos en múltiples personalidades. Nueva York como la alegoría de los mundos opuestos del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.
Estamos en la década de los 70, la ciudad despierta con optimismo y el caos de gente que va y que viene. Negocios por hacer, recados que atender y política que inocula, a través de megáfonos que resuenan en cada rincón, con discursos políticos mil veces entonados para llenar las urnas: “Nosotros somos el pueblo”.
Travis es un taxista a tiempo completo, debido a la soledad e insomnio que padece, sintomatología de las grandes ciudades. Busca compañía y el día es el momento oportuno, cuando el sol resplandece en el cielo y se encuentra con Betsy (Cybill Sheperd), viva imagen de la pureza, ante la primera visión que tenemos de ella, con un vestido elegante, blanco impoluto, idealizada a través de los pensamientos de Travis, que nos llegan con la voz en off. Ella es radiante, como el día en la gran ciudad, su ilusión y escape ante la soledad. El contrapunto ideal que Travis necesita en su vida. Durante el día la ciudad se presenta amable y dinámica, pero cuando la noche hace presencia, el panorama transmuta en sordidez y las relaciones que venían construyéndose, caen en fracaso y desatino.
Travis recorre las calles de Nueva York, desarmado física y moralmente, sin importarle adentrarse en las alcantarillas más pestilentes, aunque al terminar la jornada deba limpiar el asiento trasero de sangre y semen. La noche neoyorquina a través de los retrovisores de su taxi, miradas ávidas del fulgor pasional se encuentran y se tocan, mientras la ciudad pasa, oscura, solo iluminada por los destellos de otros vehículos, la latencia de los semáforos y sobre todo, los rótulos luminosos de establecimientos que no cierran. Luces que tiñen la ciudad de un rojo burdel, el color más adecuado.
En Al límite (Bringing out the Death, 1999), el paramédico Frank (Nicolas Cage), a bordo de su ambulancia, reflexiona sobre la gente de Nueva York, “la ciudad con más fantasmas por kilómetro cuadrado”. Esos con los que se encuentra cada noche cuando acude a las llamadas por homicidios, suicidios y sobredosis. Las mismas figuras a las que Travis se refiere cuando surca con su vehículo las humeantes calles de las ratoneras más profundas y piensa en los maleantes, putas, cabrones, asaltantes, proxenetas y toda la suciedad que él limpiaría de un plumazo. Su ramalazo más misántropo ante lo que considera la escoria de la ciudad, tal vez sea la peor secuela del trauma que le ha causado Vietnam. En contraposición, su lado filantrópico, heroico y kamikaze, cuando conoce a la jovencísima Iris (Jodie Foster). Esta es la confrontación de la profunda conciencia Nueva York/Travis.
La transformación de Travis, se inicia con un momento clave, cuando este deja el subsuelo –donde la cámara le acompaña, incesante, hombro con hombro, a ras de calle- para conseguir las armas apropiadas en la misión que se cierne en su cabeza. Desde una habitación de un hotel, por primera vez, vemos la ciudad desde las alturas. Es la visión del esplendor de una ciudad que se abre hasta el cielo.
La verdadera mutación de Travis, representada con esa cresta en la cabeza y el look de veterano de guerra, tiene lugar en Colombus Circle, lugar desde el que se miden las distancias de la ciudad, que separa las calles más señoriales del lado más natural y silvestre de la ciudad con Central Park. Tras la desilusión sufrida con Betsy, entiende que no tiene nada que perder. Ella es simplemente una más. Es el momento de ajustar cuentas con la inmundicia y no es posible hacerlo quedando indemne. Una vez concluida su particular vendetta, cuando la sangre ha sido derramada, él se recuesta en un sofá junto a la aterrorizada Iris. En este momento la cámara se distancia de él. Desde un plano cenital, recorre la estampa congelada del interior del hotel en retroceso hasta la calle, donde los vecinos se agolpan alrededor de los coches policiales. Un lugar intermedio, alejado de las subjetividades, entre el cielo y el infierno de la ciudad.
¿Quien llama a mi puerta? (Who´s That Knocking at My Door?, 1967), el primer largometraje de un jovencísimo Scorsese, marcó el comienzo de una serie de films cuyo interés radicaba en el retrato de la vida en el asfalto de la ciudad de Nueva York, haciendo protagonista de sus historias a gente curtida en el hábitat en las aceras, entre los que se encuentran algunos de los títulos más destacados de su filmografía: Malas calles (Main Streets, 1973), Toro Salvaje (Raging Bull, 1980), Historias de Nueva York (segmento Life Lessons, 1989) y Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990). Por primera vez, en el año 2013, Scorsese decidía romper el ancla con los subsuelos neoyorquinos y dejar a un lado las historias de los bajos fondos de Nueva York, para adaptar las obras autobiográficas The Wolf of Wall Street y Catching the Wolf of Wall Street del magnate de las finanzas Jordan Belfort. Leonardo DiCaprio interpreta al famoso corredor de bolsa cuya actividad, en la década de los noventa, tuvo una notable repercusión. El lobo de Wall Street comienza con un spot publicitario de la empresa Stratton Oakmont, Inc. que Belfort creó tras el desplome de los mercados de valores en todo el mundo, aquel lunes negro de 1987. La simbología de Wall Street, con sus famosos estándares, protagonizan las primeras imágenes de la película. La estatua de George Washington, próxima a la fachada de la bolsa de Nueva York, la escultura del toro, en referencia al optimismo de los inversores sobre el futuro del mercado y en contraposición, el oso y el sentimiento pesimista de los más conservadores frente a los movimientos de la bolsa. Este es el emporio donde cada día los brókeres hacen malabarismos con cantidades ingentes de dinero, moviendo tratos ente bancos, grandes inversores, aseguradoras y empresas, mientras las cifras de sus cuentas bancarias ascienden, al mismo ritmo que su adrenalina, el estrés y el desgaste ocasionado por la presión del pie sobre el acelerador de sus Ferrari y el de sus propias vidas.
El inocente y honrado Belfort llega por primera vez a Wall Street en autobús, del que se baja no sin antes despedirse de su mujer con un romántico beso. Un adiós para siempre a su vida previa al instante en que cruza las puertas del recinto financiero. Las calles de Queens que le vieron crecer y las cuatro paredes de su humilde apartamento donde vivía con sus padres, quedarán como mera anécdota tras su vertiginoso cambio de rumbo.
En su primer encuentro con el magnate Mark Hanna (Matthew McConaughey) en el restaurante de lujo Top of the Sixes, aprende no solo el rito de marcar el ritmo con el puño en su pecho sino también a saber qué tipo de estupefacientes le serán imprescindibles para adecuarse a su nuevo nivel de vida, que muy pronto le llevará a entrar en el emblemático edificio Equitable de Broadway con paso firme y creyéndose el auténtico amo del mundo. Su aprendizaje sobre Wall Street le lleva más allá de las oficinas. El mundo de la prostitución y los excesos van en el mismo pack.
La historia de Belfort es la perfecta concepción del sueño americano. En sus discursos circenses para la plantilla de su empresa, no duda en avivar el ánimo colectivo, ensimismado por el ansia de poder, mediante la alusión a la isla de Ellis, principal aduana para la entrada y atención de emigrantes desde 1892 a 1954, desde donde se divisa la Estatua de la Libertad, al sur de Manhattan. Su antorcha servía de guía para los barcos, en su entrada a la ciudad. Era el icono del anhelo de libertad y la esperanza de abrir la puerta hacia nuevas oportunidades, en el camino de la épica estadounidense.
Pronto le esperarían las mejores fiestas, el listado del cóctel de drogas que llega a consumir en un solo día, “suficientes como para anestesiar a todo Manhattan, Long Island y Queens en todo un mes”, una segunda esposa sex symbol y las propiedades más caras del mundo en la mejor zona de Long Island. El declive, a solo un paso. Scorsese deja caer la cámara al suelo cuando Belfort es detenido mientras graba un spot para televisión en el que oferta “seminarios de persuasión directa”, en uno de los helipuertos de Manhattan. El sueño americano del que Belfort alardeaba se convierte en pesadilla y ese mito promocional de un estado de bienestar se desvanece, cuando la indomabilidad de su personaje desaparece en tan solo unos segundos.
Los films anteriormente citados, basculan entre los diferentes estratos sociales, la idiosincrasia de los distritos más importantes y las épocas que han definido a la ciudad. Sin embargo, Scorsese nunca ha querido asomarse al Nueva York de la actualidad, sobre el que se siente ciertamente desubicado, como en ocasiones ha declarado. Su visión es la de un nostálgico que ha quedado adscrito a la estela del recuerdo de una ciudad gloriosa, con sus luces pero sobre todo con sus sombras.
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