Danny Boyle regresa a la gran pantalla tras haber triunfado en todo el mundo con la aclamada Slumdog Millionaire (2008), ganadora de ocho Oscars. Si bien una servidora sigue pensando que Trainspotting (1996) es lo mejor que ha realizado hasta la fecha, hay que reconocer que, a diferencia de ésta, en 127 Horas observamos una clara evolución a la hora de utilizar los recursos cinematográficos más acordes a la historia y al momento del film con el fin de resaltar las emociones de los protagonistas y de transmitirlas a los que estamos absortos siguiendo cada fotograma. No obstante... hay algo que no acaba de cuadrar.
La película está claramente dividida en dos partes. Durante la primera, nos presenta a Aron, absoluto protagonista de la historia. Un chico alegre, extrovertido, tremendamente creído y seguro de sí mismo. Tan seguro, que los fines de semana se va de excursión solo, y sin decir tan siquiera a nadie dónde va. No hace falta, él sabe cuidarse. Un fin de semana de mayo de 2003, Aron decide ir a los barrancos de Utah para recorrer el Blue John Canyon con el objetivo de hacerlo en menos tiempo de lo que indica la guía, buscando rutas alternativas.
La segunda parte se inicia cuando Aron resbala y su brazo queda atrapado entre una roca y la pared del barranco. Aquí empieza la odisea: 127 Horas durante las que tendrá que mantenerse cuerdo para no sucumbir a sus delirios mentales y encontrar la mejor solución para sobrevivir al terrible accidente. Con poca agua y sin comida... Aron deberá tomar una terrible pero única decisión: cortarse el brazo con una cutre-navaja multiusos, sin afilar. La verdad es que en el cine hemos visto historias más claustrofóbicas que ésta, y con soluciones mucho peores... Pero, ¡ah!, la historia de Aron es real. Y esto... es lo que llega a la médula... y nos (debería) dejar clavados en la butaca.
Así, la primera parte del film funciona excelentemente: Boyle consigue transmitir la trepidante acción, gracias a un bombardeo de imágenes con colores excesivamente cálidos y brillantes, muy al estilo de Slumdog Millionaire, y dividendo la pantalla en tres partes, en las que inicialmente (en los títulos de crédito) se nos presentan típicas situaciones de abarrotamiento en calles, salida del metro, etc., combinadas con la casa de Aron, en la que está preparando la mochila para salir de excursión. Poco a poco esta "trilogía" de puntos de vista se acaban centrando en el viaje de Aron (distintos ángulos desde dentro del coche, desde la carretera) hasta que convergen en una única visión: seguimos trepidantemente al deportista con cegadoras e impresionantes vistas aéreas de los rojizos barrancos, y le vemos disfrutar, corriendo, pedaleando, arrastrándose... solo.
La combinación de estas increíbles imágenes con las filmadas desde la cámara de Aron también es un acierto, ya que acaban de situarnos: por un lado, su gusto por las excitantes y peligrosas escapadas y, por el otro, su capacidad por mantenerse optimista y feliz ante la insólita grandeza de la naturaleza. Esta parte pone los pelos de punta porque te entra un "subidón" de adrenalina, aderezado además con una música muy bien escogida (A. R. Rahman vuelve a colaborar con Boyle, componiendo ahora una banda sonora llena de sintetizadores y guitarras eléctricas), que casi no te deja seguir sentado en la butaca. Visualmente excelente y con imágenes potenciadas por un también excelente montaje, esta parte es sin duda lo mejor del film.
Y entonces entramos en la segunda parte, el terrible accidente. Los hermosos paisajes y trepidantes movimientos de cámara pasan drásticamente a convertirse en primerísimos planos de Aron y la estrecha ubicación en la que ha quedado atrapado. Con muy poca luz, casi puedes notar la textura de la roca, lo fría que está. En este punto todo el peso de la película recae en James Franco, que consigue salvar algunos pasajes del guión que se nos antojan muy poco creíbles, no porque no se lo imaginase el verdadero Aron (en esa situación, seguro que las alucinaciones eran de todo tipo), sino porque no enganchan, no nos ayudan a sucumbir en ese sentimiento de angustia y perdemos la conexión con el relato. Es decir: si durante toda la primera parte nos habíamos sentido como el propio Aron, la concepción de la segunda nos aleja del personaje, cuando en teoría tendría que ser al revés.
Y, ¿por qué nos sucede esto? No, no es porque inconscientemente nos queramos alejar de lo que le está pasando. Rodrigo Cortés lo consigue en unas condiciones similares a las de 127 Horas con su Buried, al meternos en un ataúd junto al protagonista. El acierto de Cortés es no salir de ahí: no evocar ni intentar que conozcamos algunos pasajes del pasado del protagonista. El presente está ahí, enterrado.
Se entiende la intención de Boyle de hacernos ver que una de las formas de evitar caer en la locura es pensar en los mejores momentos de su vida, en darse cuenta de que le gusta tener gente alrededor, en la ex-novia, a la que hasta ahora no quería reconocer que seguía queriendo... Pero en estos momentos, el tempo del film se hace mucho más lento de lo que podría ser, nos aleja de la "acción" y simplemente nos presenta una terrible historia, al estilo de como podríamos estar absorbiendo la de ¡Viven! (Frank Marshall. 1993) pero en un espacio confinado y con un único protagonista. Las escenas de recuerdos o de algunas alucinaciones no encajan, llegando al punto de antojarse demasiado excéntricas (la secuencia del montaje tipo programa de la televisión, con presentador e invitado interpretado por el mismo Aron, sólo la salva, repito, un James Franco que le ha sabido dotar a todas estas vueltas de tuerca -pasadas de rosca- de un toque humano e inclusive sereno que salva las escenas) y alargando un previsible -por conocido- final sin aportar demasiado.
Por otro lado, una de las escenas más brillantes de la película se encuentra en esta segunda parte: la terrible decisión que acaba tomando el protagonista tras tener una alucinación sobre su futuro (enmarcado en el entorno de la cueva, estas secuencias sí funcionan muy bien en la pantalla, porque las personas, las situaciones que imagina no las puede separar del horror del momento, y las sitúa inevitablemente junto a él, en el fondo de la cueva). Impactante y muy bien complementada con la música de Rahman, creo que nunca se me olvidará cómo suena un nervio. Gracias a Dios, o a Boyle, el desenlace vuelve a hacernos sentir dentro de la película, con un esperanzador final que nos hace pensar que la vida es maravillosa, y que no importa lo que tengamos que hacer para seguir disfrutándola. Quizá este precipitado "redescubrimiento" de la película nos hace olvidar los momentos del aburrimiento de antes, y nos hace decir que la película es, si no excelente, notable.
No es lo mejor del 2010, pero sí puede considerarte dentro de un Top 20. Eso sí: no se puede negar que al director se le ha ido un poco la mano al querer dotar a la historia de un trasfondo humano y de comunidad (por eso se inicia y acaba con imágenes de personas, por eso Aron consigue tener fuerzas tras verse -o, mejor dicho, visualizarse- apoyado por toda la gente que conoce) que no le corresponde: hubiese sido mucho más efectivo centrarse en relatar el poder de superación que todos llevamos adentro, pero que no deja de ser, lo siento mucho, egoísmo puro. Disfracémoslo como queramos.
Ficha técnica:
127 Horas (127 Hours), EEUU, 2010
Dirección: Danny Boyle
Producción: Christian Colson, Danny Boyle, John Smithson
Guión: Danny Boyle (basado en el libro de Aron Ralston)
Fotografía: Enrique Chediak, Anthony Dod Mantle
Montaje: John Harris
Música: A.R. Rahman
Interpretación: JJames Franco, Amber Tamblyn, Kate Mara, Clémence Poésy
Trailer: