Críticas

La plenitud, esos breves instantes

Parthenope

Paolo Sorrentino. Italia, 2024.

ParthenopeCartelUlises, de regreso de la guerra de Troya, se ató en el mástil del barco para poder escuchar el canto de las sirenas sin sucumbir a su influjo. Lo consiguió y estas se arrojaron al mar. Entre ellas se hallaba Parthenope. Su cuerpo fue arrastrado por las olas hasta la playa y allí se le enterró con honores.  Sobre su sepulcro se construyó un templo. Justo en ese lugar nació la ciudad de Nápoles. La última película de Paolo Sorrentino se desarrolla en dicha urbe y se inicia en 1950. Un chiquillo corre hacia la orilla de una playa. Su madre está siendo asistida en un parto. Nace una niña. La progenitora pregunta qué nombre le van a poner. La cuestión se traslada del padre al padrino. Duda, mira hacia atrás, hacia el litoral de Nápoles. ¡Parthenope!, exclama, se llamará Parthenope. Tras Fue la mano de Dios (È stata la mano di Dio, 2021), Sorrentino regresa a su ciudad natal. Y si bien en su ópera prima El hombre de más (L’uomo in più, 2001) la retrató como una urbe gris, turbia e inquietante, en su penúltimo largometraje y en Parthenope resplandece, bañada por el sol en su mayor parte. Ya decía Max Aub: uno es de donde ha hecho el bachillerato.

Desde el nacimiento de Parthenope se recurre a un gran salto temporal, hasta que nuestra protagonista, representada por la debutante Celeste Dalla Porta, cumple los dieciocho años. Dichos saltos se repiten a lo largo del filme, primero en pequeñas dosis que recorren la juventud de la mujer hasta alcanzar de sopetón los setenta y tres, momento de su jubilación. Ese instante en el que parece que todo termina excepto el júbilo futbolístico, tan propio del director, quizás incrustado con calzador. Parthenope nació en el agua y es exhibida por el realizador como una sirena, como una diva, como un ideal, como una fémina escultural que despierta admiración y deseo allá por donde pasa. Y para tal adoración recurre al ralentí, a la congelación de la imagen, a la exhibición del cuerpo sin pudor alguno, en toda su sensualidad y erotismo. Pero no nos engañamos, tanto ellas como ellos que se creen merecedores de la envidia y fascinación ajena se pasean en escena con iguales ínfulas. Nos da la impresión de  que aquí a Sorrentino se le ha ido la mano dibujando a sus personajes demasiado engolados. Se dan a sí mismos excesiva importancia: tan guapos se creen, tan listos, tan inteligentes, tan creativos, tan superiores… La excepción vendría dada por ese entrañable profesor encarnado por Silvio Orlando, único personaje en pantalla, quizás, al que no es difícil detectarle un alma dañada y noble. 

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En realidad, en su medida composición escénica, en su cuidado por convertir cada plano en un verdadero lienzo, Sorrentino siempre ha buscado la belleza. Utiliza verdaderas imágenes-cuadros de gran potencia figurativa en las que la simetría, el virtuosismo y el equilibrio se imponen. Resulta una clara invitación a la contemplación y al deleite. Recordemos aquellas imágenes en las que aparece Parthenope en umbrales como puertas o ventanas, en una dialéctica que claramente divide la oscuridad de interiores y la luminosidad de exteriores, correspondientes, en este caso, a su querida Nápoles (el cartel es fiel ejemplo). El autor juega en todo caso con una tensión permanente en su composición e ingredientes. Así, al igual que adora su ciudad reniega de la misma (magnífica la escena de la diva en la que solo le ha faltado llamar cretinos a sus habitantes); igualmente potencia sus pasiones mostrando dos mundos antagónicos: belleza o riqueza frente a fealdad o pobreza (ese deambular en la oscuridad y miseria por las calles de Nápoles, exhibiendo su lado oscuro), la espectacularidad frente a la  la deformidad grotesca (en pocas dosis pero inmensa), la religiosidad frente al sacrilegio (prescindible la escena de cama en la Iglesia junto a las reliquias del Santo)… En fin, un juego de luces y sombras que utiliza para lo que merece la pena de la vida para el director: la belleza. 

En su impresionante destreza técnica, el autor italiano busca el significado de la existencia sublimando la realidad hasta alcanzar en la ficción una hermosura abstracta. Con ella no intenta buscar más sentido que una adoración y el deleite puro que se desborda en los encuadres y movimientos de cámara, acompañados del ritmo musical preciso. Y no solo eso, sino que traslada la melancólica sensación de que esa belleza ya se ha roto, de que ya se ha resquebrajado, de que ya se ha perdido en los recovecos de la memoria. Le pasaba a Jep Gambardella en La gran belleza (La grande bellezza, 2013) o a Fred Ballinger y Mick Boyle en La juventud (Youth / La giovinezza, 2015). También sucederá aquí con Parthenope. Asumiendo la banalidad que domina la realidad de este mundo, vacío de trascendencia, se acoge a la ficción descubriendo esa belleza con el ardid de su filmación. Lo decía Jep como remate de La gran belleza: “In fondo, è solo un trucco”. 

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Parthenope no ha salido de la nada. En su filmografía, Sorrentino venía en busca de una imagen que flotara y se encarnara en una mujer blanca, joven, de cuerpo etéreo, un ídolo que se esculpe desde la distancia y lo sacro. Hasta ahora, su más completa formalización se encontraba en el primer amor de Gambardella, en Elisa de Santis. Precisamente, el italiano se ratifica aquí en que considera que el pecho de la mujer es una de sus partes más sagradas. Elisa se lo mostraba a Jep como el objeto inalcanzable de una diosa (“Adesso voglio farti vedere una cosa”). Y también Parthenope concede esa gracia suprema a aquellos mortales tocados por la varita mágica. Vivimos en la actualidad en un nuevo cine de la crueldad, una fealdad sofisticada repleta de violaciones, asesinatos, decapitaciones en primer plano, infanticidios o mutilaciones. Y es posible que esta obra de Sorrentino no haya sido bien entendida por aquellos que perciben la belleza como un ataque producto de la sociedad de consumo, dominada por un materialismo manipulador.

Parthenope decide estudiar arqueología, aquella ciencia ocupada en la antigüedad mediante el análisis de sus vestigios. Otro de los temas capitales para el realizador consiste en el paso del tiempo, en su fugacidad. Esta película es buen ejemplo de cómo nos sorprende el destino marchitándonos en la vacilación. Malversamos nuestro tiempo de forma gratuita. Pero el tiempo seguirá la marcha empezada sin detenerse en su carrera. Y mientras andamos preocupados u ocupados en otros menesteres la vida se apresura, la juventud se acaba y llegará el final al que nos tendremos que someter, inexorablemente. Ya hablaba Séneca de la malversación del tiempo, aquel que el personaje del escritor John Cheever, interpretado por Gary Oldman, no quiere hacer perder a Parthenope. “El futuro nos tortura y el pasado nos encadena. He ahí por qué siempre se nos escapa el presente” (Gustave Flaubert). El acto de fumar ha sido tradicionalmente usado como un símbolo de la fugacidad de la existencia,  así como su reducción a cenizas. Nuestra diosa acapara muchos de los planos sosteniendo un cigarrillo en su boca o entre sus dedos. 

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Sorrentino es consciente de que la ruina es el resultado de sumarle al esplendor el paso del tiempo. Lo que destruyó fortalezas, castillos, ciudades o civilizaciones no hará excepción con nuestros cuerpos, que también serán escombro algún día. Y su cine se ocupa de dejar constancia del paréntesis entre dos nadas, entre el nacimiento y la muerte, entre la cuna y la sepultura de Quevedo. Sus personajes se resisten a ajarse, como Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses de Billy Wilder (Sunset Boulevard, 1950). Cualquier recurso es bueno para huir de la desproporción de cuerpos, de carnes flácidas, de la calvicie, del exceso de grasas, de las arrugas. Todo vale, ya sea tintes, cirugías plásticas, pelucas o bótox. La obsesión por la juventud y los intentos patéticos de una vejez diferida se encuentran entre las obsesiones del director. Y la nostalgia se sitúa invariablemente asociada a la trágica conciencia de lo irreversible. El cine de Sorrentino es fiel reflejo de la plenitud de antaño y la desolación del presente. Y consigue hacer suyo dicho arte elevando a principio sagrado el siguiente lema: la eternidad dura lo que dura el instante.

Tráiler:

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Ficha técnica:

Parthenope ,  Italia, 2024.

Dirección: Paolo Sorrentino
Duración: 136 minutos
Guion: Umberto Contarello, Paolo Sorrentino
Producción: Coproducción Italia-Francia; The Apartment, Saint Laurent, Numero 10, Pathé, PiperFilm, Logical Content Ventures, Canal+, Ciné+
Fotografía: Daria D'Antonio
Música: Lele Marchitelli
Reparto: Celeste Dalla Porta, Gary Oldman, Stefania Sandrelli, Luisa Ranieri, Silvio Orlando, Isabella Ferrari, Peppe Lanzetta, Silvia Degrandi, Lorenzo Gleijeses, Daniele Rienzo, Dario Aita

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