Investigamos
Queridísimos reos, les debemos la vida
Verdugos de la oportunidad
Hace cuarenta años, Basilio Martín Patino retrató en su documental Queridísimos verdugos (1973) una lejana España pobre y rural, que, vista a los ojos de hoy, acentúa su precariedad con una imagen desteñida y ocre. Su antigua pátina es resaltada por los acordes musicales de Johann Sebastian Bach, que definitivamente la distancia en el tiempo, mientras a ratos se pierden en el sonido las pastosas voces de sus añejos protagonistas. En ese país lejano había verdugos, y eran tres amigos: Antonio López Sierra, Vicente Copete y Bernardo Sánchez Bascuñana, que, lejos de ocultar su identidad en medievales atuendos con capuchas, habitaban entre nosotros a rostro descubierto, tenían familia, paseaban por la bella Granada, trabajaban eventualmente y, entre tanto, compartían vino y mesa para hablar de los gajes de su oficio. Eran funcionarios de gobierno con todas las de la ley, su quehacer tenía tarjeta de presentación y los acreditaba dentro de la “Administración de Justicia”.
Desde el primer momento, Patino declara su intención de objetividad con la imagen de la realidad que nos presenta en pantalla. Personifica a sus protagonistas, como a cualquier ciudadano, por su documento nacional de identidad, que lleva su huella digital, para darles voz e imagen, para contar una historia única e irrepetible de la verdad de un oscuro oficio. El objetivo es la realidad, aunque frágil y patética, sin los adornos de la ficción. Una realidad pasada, armada a corte limpio y sin efectos visuales, e ilustrada de manera artesanal con fotografías históricas y familiares, recortes de prensa y revistas, carteles propagandísticos de la época y estampas medievales. Un documento histórico de primera mano, pero también una primera mano que se tiende para acercar esta realidad que se vivía en los últimos años del franquismo y que estaba muy lejos de la ficción que había mostrado en El verdugo Luis García Berlanga, con la entrañable pareja del suegro y el yerno (José Isbert y Nino Manfredi), presentada una década atrás, en 1963.
Así, las auténticas “espadas justicieras del derecho” no eran empuñadas por nobles caballeros virtuosos ni sus gestas eran presenciadas por el Rey, como otrora, que debía ver la ejecución de sus súbditos. Los verdugos de esta historia reciente tenían en común su extracción humilde, y los unía una cierta filiación política, a la que habían llegado, más que por convicción, por el azar y la necesidad. Sánchez Bascuñana, patriarca entre los suyos y decano de los verdugos, era un antiguo guardia civil, a quien las dificultades de la vida lo había hecho crecer “derecho como una parra”. López Sierra era un ex convicto, ex miembro de la División Azul, y “trilero” de feria, que llegó al oficio en una depauperada España de posguerra por una oferta de un policía secreto, sin mucho cuestionamiento: “lo mismo que sea verdugo, que sea lo que sea, mientras me dé de comer”. Copete, por su parte, fue legionario, miembro de la Falange en Marruecos y “trapero” que comerciaba en el mercado negro, y, junto con su amigo López Sierra, eran “chivatos” de la policía. Así, en la mayoría de los casos, los verdugos estaban más cerca de los reos, por su extracción social y su pasado dudoso, que de los profesionales de la justicia, que eran sus correligionarios.
Su trabajo tampoco les causaba gran dilema moral, como le ocurría al joven verdugo de Berlanga. Sánchez Bascuñana lo cumplía a rajatabla: “yo no puedo distinguir a nadie, a mí me dictan sentencia y mi obligación es ejecutar”, llegando, incluso, a ejecutar a una prima de su esposa. Para López era “igual que ir a matar a borrego”, y llegó a presumir de su habilidad, tal como lo relata el doctor José Velasco-Escassi, que presenció una de sus ejecuciones, al describir que el verdugo adoptaba una actitud, como Manolete en “el pase del desprecio”, al “no mirar al reo, no mirar en este caso al toro… como brindándonos un poco lo que allí estaba sucediendo”.
Sus instrumentos de trabajo eran discretos, “el garrote” era portable y cabía en un pequeño maletín, tal como consta al ver salir de su casa a Sánchez Bascuñana, que, además, complementaba su atuendo con la majestad de un abrigo largo de cuello de piel, sombrero y gafas de sol. Aunque el misterio de estos maletines ya había sido expuesto en la calle, como trastos inútiles, en la II República española, al abolirse en 1932 la pena de muerte. Así, el garrote aparece como un humor interno, cuyo desequilibrio pareciera marcar los hitos de la historia, es tan español como los toros y el flamenco, y cuyo origen real se debe al Rey Fernando VII, que abolió la pena de muerte en horca y dispuso, en 1820, que se ejecutara a todos los condenados a muerte por garrote, tal como condenó a su hermano: “…he querido señalar con este beneficio la gran memoria del feliz cumpleaños de la Reina, mi muy amada esposa, y vengo a abolir para siempre en todos mis dominios la pena de muerte por horca; mandando que adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas de estado llano; en garrote vil la que castigue delitos infamantes sin distinción de clase; y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble para los que correspondan a la de hijosdalgo”[1].
Reos de nuestra consciencia
Con Queridísimos verdugos no solamente nos adentramos en las misteriosas vidas de los “ejecutores de sentencias”, representados en este particular trío, sino también en las miserables vidas de los reos ejecutados. Ellos son los eternos ausentes, ya sin voz, y relegados a la memoria de la prensa sensacionalista del momento, que simplemente coronaba con sus apodos los titulares hasta su noticiable desaparición por el “garrote vil”: Pedro Morejón Fernández, “el Mosco”; Ramón Oliva, “Monchito”; José María Jarabo Pérez, “Jarabo”; Pilar Prades Expósito, “la envenenadora de Valencia”; por citar unos pocos, cuyas historias se entrelazan fatídicamente con las de sus verdugos. Siendo un caso aparte, y minoritario, las ejecuciones con marcado carácter político, como las de Joaquín Delgado, Francisco Granado y Salvador Puig Antich. Como corolario, Patino logra seguir de cerca los inútiles ruegos de clemencia de un magistrado y de una madre para su hijo, el soldado Pedro Martínez Expósito, fallecido en 1971, al momento en que se rodaba el documental, quedando luego los ojos abiertos en blanco y negro de Salvador Puig Antich, que nos miran y nos cuestionan, apelando al carácter doloroso que resulta muchas veces el recuerdo.
Queridísimos verdugos se filmó clandestinamente en 1971 como un acto consciente de su director de «no volver a sufrir una humillación increíble por tener que pasar trabajos a aquellos patanes y analfabetos que eran los censores»[2], quienes habían castigado con dureza su película Canciones para después de una guerra (1971). En 1973, el documental estuvo listo para su exhibición, la que evidentemente fue censurada, impidiendo su proyección en España hasta 1977, pasados dos años de la muerte de Franco y con la pena de muerte aún vigente. Su exhibición en el cine Pompeya de Madrid apela directamente a su director, como alma de la obra y visor de la realidad. El periódico ABC etiqueta el documental como “un Patino provocador, tierno, escalofriante, que nos cuestiona como seres civilizados”[3], mientras que Antonio Lara, en El País, abre su crítica de cine así: “Patino nos obliga a cuestionarnos, una vez más, sobre las etiquetas aprendidas y las fórmulas tranquilizadoras, al ofrecernos este filme angustioso e insoportable para conciencias exquisitas que es Queridísimos verdugos”[4].
En 1978, la Constitución Española declara la abolición de la pena de muerte, “salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra”, y en 1995, se lleva a cabo su abolición absoluta, al quedar eliminada del código penal militar. Sin embargo, en el resto del planeta, al día de hoy, más de cincuenta países siguen aplicando la pena de muerte, lo que hace que las apreciaciones de la crítica de hace cuarenta años no pierdan ni una pizca de vigencia. Los verdugos, cumpliendo órdenes o no, siguen matando la mejor oportunidad de vida.
Con los ojos abiertos al porvenir
Lo fascinante del documental, cuando está bien “atornillado” a la realidad, como lo logra Patino, es que la vida de la pantalla sigue su curso fuera de la sala oscura y simplemente hay que tener buen ojo para encuadrarla. Premonitoriamente, los días de estos colegas estaban contados. Bernardo Sánchez Bascuñana murió en 1972, por lo que no pudo ver su debut cinematográfico, que presentó a su sucesor, José Moreno, en nueva hermandad con los viejos verdugos ante la mesa servida. José Copete, en una de esas vueltas que da la vida, fue condenado en 1974 por estupro y fue expulsado del cuerpo de verdugos, falleciendo ese mismo año, mientras que Antonio López Sierra fue el único que sobrevivió de los tres amigos y al estreno de Queridísimos verdugos. Junto con Moreno, fue uno de los últimos verdugos de España, despidiéndose ambos una década más tarde: el joven Moreno fallecía en 1985 y el veterano López, en 1986, terminando así la última casta ibérica de verdugos. En 2006, en Salvador, de Manuel Huerga, el actor Fernando Ransanz interpreta al verdugo «Antonio López Guerra”, como un guiño en la gran pantalla al fallecido López Sierra, cuyo último trabajo fue, precisamente, la ejecución de Salvador Puig Antich.
Sin embargo, como toda historia canónica, Queridísimos verdugos tiene sus secuelas. Una vez avanzada la democracia y superado el oscuro capítulo de la pena de muerte, el documental quedó en el olvido hasta el presente siglo, en que la digitalización facilitó su difusión con la edición de un DVD en 2003. En 2005, Patino recibió la Medalla de Oro de la Academia de Cine, por lo que Televisión Española, la cadena pública, emitió el documental. Y en 2006, Patino estrenó su cortometraje documental A la sombra de la Alhambra, protagonizado por Inés Sánchez, hija de Bernardo Sánchez Bascuñana, que quedó huérfana de niña e ignorante sobre la figura de su padre, ya que la familia corrió sobre su historia un tupido velo, resultando su biografía una gran metáfora de la historia nacional. Inés recorre los lugares de Granada en los que rodó su padre con Queridísimos verdugos, recordando cómo cada vez que llegaba una carta a su casa, su padre tomaba su maletín y se marchaba por unos días.
Queridísimos verdugos: la película completa:
[1] Gaceta de Madrid, número 50, 26 de abril de 1832, p. 205.
[2] Nosferatu abre con Queridísimos verdugos un ciclo sobre cine y derecho, en El País, San Sebastián- España, 18 de enero de 2000.
[3] ABC, Madrid, 29 de abril de 1977, p. 89.
[4] Lara, Antonio: El terror cotidiano: “Queridísimos verdugos”, en El País, Madrid, 22 de abril de 1977.
Paula, tema que sorprende, muy bien narrado.
Gracias, Enrique.
Lo sorprendente es que lo mostrado por Basilio Martín Patino ocurrió hasta hace muy poco en España, y la verguenza es que ocurre todavía en otros lugares del planeta.