Viñetas y celuloide
¿Quién es Shang-Chi?
Las cosas, poco a poco, vuelven a la normalidad. La gente regresa a los cines, con cierta reticencia, en la enésima crisis que las salas afrontan y que para muchos significa, otra vez, el final de un modo de ver películas. Aún así, con el futuro incierto para el negocio, los taquillazos también reclaman su trono a pesar de las circunstancias. Entre otros habituales de las cifras de escándalo, Marvel y su cada vez más extenso cosmos planta en la cartelera un nuevo reclamo para el público. Para la ocasión, y como impulso para la nueva fase de la productora, han apostado por un personaje que no cuenta, precisamente, con millones de fans alrededor del mundo. Al contrario, nuestro protagonista de hoy es más bien de perfil bajo, producto de una época muy determinada de la historia de la casa de las ideas, auténtico título de culto para los lectores de cómics.
Shang-Chi es el nuevo héroe. A priori, no parece tan carismático, ni tan reconocible, como alguno de sus ilustres predecesores. Pero hubo una época en la que este guerrero marcial fue sinónimo de vanguardia y experimentación, en lo que al mundo viñeta se refiere. Así que retrocedemos a principios de la década de los 70 del siglo XX para contestar a la pregunta que no pocos espectadores se estarán haciendo… ¿Quién es Shang-Chi?
En los 70, Marvel se encontraba en plena ebullición creativa. Las circunstancias obligaban, puesto que los superhéroes, pilar fundamental de las ventas de la editorial, habían dejado de llamar la atención del público. Tal era el desinterés que indispensables como X-Men habían cerrado por falta de ventas. Había que buscar nuevas fórmulas que reconciliasen a los lectores con las viñetas, lo que dio lugar a uno de los momentos más creativos y locos de la larga trayectoria de Marvel. Cómics de toda clase y temática llegaron a los puntos de venta. Una cosa unía a todos estos experimentos: observar que es lo que quería el público en otros medios.
Con esta premisa, dos autores de Marvel se fijaron en el fenómeno televisivo de la época, y el consiguiente interés por las artes marciales que suscitó dicho éxito. Kung Fu, la serie protagonizada por David Carradine, inspiró a dos de sus incondicionales, el escritor Steve Englehart y Jim Starlin, para crear a su propio luchador. El avispado editor Roy Thomas, cabeza pensante de Marvel en aquellos tiempos, no dudó en dar el sí a la propuesta, pero bajo condiciones.
Resulta que, poco antes, Marvel se había hecho con los derechos de varios personajes provenientes de la literatura pulp. Entre otros, el mismísimo Conan, (cuyos cómics resultaron otro gran éxito y la resurrección del interés por el bárbaro) o Fu Man Chu. Para dar salida a estas adquisiciones, Thomas pidió a los dos creativos que introdujesen el cosmos alrededor del malévolo genio criminal en su nuevo título.
El villano creado por Sax Rhomer, conocido por el gran público por las películas con Christopher Lee, se incrustaba en el universo Marvel gracias a las piruetas del mercado. Shang-Chi se presentaba al mundo como hijo del malvado doctor, entrenado como auténtica arma viviente por los mejores asesinos de su padre. Durante años vivió convencido de que Fu Man Chu era un salvador de la humanidad, pero tras varios desengaños descubrió la auténtica naturaleza de su pérfido progenitor. Asqueado por las manipulaciones y la influencia que ejerció sobre él, Shang-Chi se une a los enemigos de su padre, capitaneados por el aventurero Denis Nayland.
En sus aventuras, Shang-Chi se muestra como un taciturno filósofo, que prefiere la paz y la no violencia a pesar de sus destructivas habilidades. Espíritu en eterno conflicto, puesto que las maquinaciones de su padre le obligan a abandonar el camino de la paz y ejercer la violencia para la que fue entrenado, lo que somete al héroe a terribles dudas y contradicciones internas.
La libertad creativa era la nota dominante durante aquellos años en Marvel, y la experimentación estaba a la orden del día. La llegada del guionista Dough Moench y del artista Paul Gulacy elevó las cotas de la colección a auténtico delirio pop, sobre todo por el increíble trabajo de Gulacy sobre el tablero de dibujo. Para empezar, Moench revitalizó al personaje, dejando de lado la eterna confrontación de juegos de engaño y muerte contra Fu Man Chu. Inspirado por otro gran éxito del cine de artes marciales, Operación Dragón (Enter the dragon, Robert Clouse, 1973), potenció las aventuras de espionaje sofisticado, un aire de James Bond a la franquicia, que junto al potencial de los secundarios que rodeaban al héroe dejó para el recuerdo una serie de cómics que se salían de la media.
Por su parte, Gulacy se mostró como heredero del ingenio e imaginación de Steranko. Cada entrega de Shang-Chi era puro movimiento, ruptura con la norma, tensión visual. El dramatismo de los guiones de Moench encontró la perfecta ejecución en el ágil trazo de Gulacy.
Moench continuó muchos años al frente de Shang-Chi, acompañado de excelentes dibujantes, aunque siempre a la sombra de la magia que resultó de la química con Gulacy. De hecho, la colección regular de este maestro del Kung Fu se dilató en el tiempo hasta 1983, momento en el que los superhéroes habían vuelto con total contundencia y los cómics de artes marciales caían en el olvido. Desde entonces, espíritu en crecimiento (que es lo que significa su nombre) se ha movido entre las bambalinas del inabarcable universo Marvel, pero jamás recuperando la gloria pasada.
Es más, la pérdida de Marvel de los derechos de Fu Man Chu provocó que, durante muchos años, fuese imposible la reedición de la época clásica del personaje, lo que hizo que muchos lectores potenciales nunca pudiesen acceder a esas míticas historias del origen del artista marcial por antonomasia de La Casa de las Ideas (con permiso de Iron Fist).
La magia del cine ha conseguido que el gran público se fije en este héroe perdido en el mar de nombres de la viñeta. Tanto es así que, cómo no, las aventuras cinematográficas de Shang-Chi ya son un éxito de taquilla, incluso en unas circunstancias tan adversas como las actuales. La apuesta de Marvel de situar como punta de lanza de su nueva etapa a un personaje casi desconocido por el espectador ha sido un movimiento afortunado.
Eso sí, que nadie espera muchas similitudes respecto al taciturno y meditativo héroe de los cómics y su homólogo cinematográfico, más allá de su habilidad marcial y puntos en común con su origen. El Shang-Chi que hemos visto en la pantalla es bastante más amable y pizpireto que el eternamente en conflicto interior hijo de Fu Man Chu. De hecho, la magia y la mitología oriental que adorna la película protagonizada por Samu Liu brillan por su ausencia en las aventuras originales de Englehart o Moench.
Pero esos son cosas menores. El cine y el cómic en el universo Marvel son caminos muy distintos, aunque se miren mutuamente. El caso es disfrutar de estas aventuras mastodónticas y exageradas, porque el cine también puede ser una montaña rusa muy divertida.
No todo van a ser partidas de ajedrez con la muerte.