Críticas
Lecciones para adultos en 8 bits
¡Rompe Ralph!
Wreck-It Ralph. Rich Moore. EUA, 2012.
Resulta cuanto menos curioso que a estas alturas de la partida (permítaseme la tonta alegoría) no existan películas de animación (comerciales) que toquen, aunque sea de refilón, el tema de los videojuegos. Si bien es cierto que se trata de un fenómeno cultural con una vida relativamente corta, sus acelerados desarrollo e implementación y un par de generaciones de consumidores corroboran su jerarquía en una sociedad basada en modas efímeras, producto del auge de la cultura audiovisual y la interactividad virtual.
Así las cosas, no es de extrañar que ¡Rompe Ralph! focalice su discurso en el inevitable paso del tiempo y el pánico que provoca cualquier tipo de actualización. Esto no significa que su impostada aptitud lisérgica y la simplicidad de su arquitectura narrativa no la conviertan en un producto para ser devorado por los más pequeños, pero el disfrute pleno solo será posible para quien alguna vez coqueteó con los 8 bits. Se trata de un justo y necesario homenaje a los orígenes del videojuego, a la memoria de todos aquellos preadolescentes, hoy en sus veintimuchos o treintaypocos (entre los que me cuento), asiduos de los salones recreativos de los noventa (en España), auténticos santuarios del píxel, cuya percepción variaba según la óptica; antros de perversión para los padres, gozosos objetos de peregrinación semanal (inalterable periodicidad marcada por la paga) para una chavalada que por veinte duros sacaba un inconsciente provecho de una didáctica no reglada, pero repleta de lecciones magistrales: la relación entre vida y dinero, el valor de tener crédito y, sobre todo, cómo encajar la impotencia ante las injusticias. Sin lugar a dudas, el riesgo compensaba.
Para tratarse de un terreno virgen, ¡Rompe Ralph! no profundiza lo suficiente en un guion que no termina de casar con un muy logrado capítulo estético. Sin embargo, cumple con la definición de su propuesta, un delicioso escenario que basa sus potentes golpes de efecto en una ingente colección de guiños al universo arcade, si bien se apoya en el modelo que John Lasseter —productor ejecutivo de la cinta que nos ocupa— diseñó para Toy Story (1995). Todas las máquinas del salón recreativo están conectadas a una regleta eléctrica que hace las veces de centro neurálgico (en forma de estación de tren) de un microcosmos habitado por los avatares de los videojuegos. Esta dimensión virtual presenta dos grandes preceptos sobre los que se sustenta su existencia: los personajes pueden moverse y viajar libremente por la red, pero si mueren en un juego ajeno desaparecerán para siempre, resultado no peor al que se sufrirán si su máquina queda fuera de servicio, pudiendo terminar «desconectados» (leyendas alimentadas por el innombrable Turbo). Además de guardar el orden en un universo imaginario, estas disposiciones pueden funcionar como proverbios aplicables al propio público de la cinta, ya crecido y con responsabilidades que van más allá de mantener a su héroe con vida. Acepta los cambios y adáptate a ellos.
Pero el fan ha venido a empaparse de una intertextualidad consolera inédita en el cine, salvo en contados ejemplos de culto como Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim vs. the World, Edgar Wright, 2010). Como hemos apuntado antes, la gran baza de la cinta se encuentra en esta interminable lista de referencias con conocimiento de causa. El primer aplauso es para la inclusión de las principales licencias de Nintendo (Super Mario Bros., aunque se echa en falta al propio Mario), Sega (Sonic The Hedgehog), Namco (Pac-Man) o Capcom (Street Fighter II), amén de otras marcas que configuran un divertido popurrí de alusiones pop: unas arenas movedizas de Nesquik, la explosiva mezcla de Coca-Cola con Mentos o unas graciosas galletas Oreo que imitan el desfile de los soldados de la bruja del oeste en El mago de Oz (The Wizard of Oz, Victor Fleming, 1939). Al subir de nivel, aumenta la exclusividad de las nociones con la referencia argumental al socorridísimo código Konami (aquel truco que permitía acceder a niveles ocultos o conseguir vidas infinitas), a los molestos glitches (errores de codificación de ficheros que no afectan al uso del juego) y a esos defectos de la jugabilidad que hacen que los personajes «anden contra la pared». Y, por supuesto, no faltan unas bondadosas versiones de títulos míticos: el hijo bastardo de los shoot em up’s Halo y Call of Duty, bautizado como Hero’s Duty, y una deformación del adictivo simulador de carreras Super Mario Kart, en esa apología kitsch de la cursilada y el azúcar que es Sugar Rush (que, por cierto, también incluye un homenaje al minijuego con la construcción de un bólido a base de galletas, siropes y toppings varios).
Paradójicamente, este submundo tontorrón y almibarado (en el que transcurre la mayor parte de la película) activa un gamberrismo latente que transmuta los roles clásicos del cuento de hadas. Se trata de otro intento de apuntalar la idea de la necesidad de la actualización, algo con lo que el filme comulga desde su primer plano. Mientras que el inofensivo prólogo cae simpático, la primera secuencia ya instala un poderoso componente ideológico derivado del paso del tiempo: una terapia de grupo con los malos más conocidos de los videojuegos, que ya han aprendido a resignarse y a aceptar su rol en la comunidad virtual.
El único desnortado que reniega del papel que le ha tocado desempeñar es Ralph, villano del juego Repara Félix Jr. (obvio homenaje al legendario Donkey Kong). Será Vanellope von Schweetz (hasta el nombre da grima), una princesa destronada, una outsider infantil en la línea de las televisivas Punky Brewster y Pippi Långstrump, quien se erija como el contrapunto esencial para la redención de Ralph. También el tiempo ha convertido los videojuegos en entretenimientos violentos, donde las chicas son guerreras y los malos no son tan crueles.
La motivación real de la cinta de Moore, más allá de importar la naturaleza del medio, a través de una galería de leyendas urbanas y expresiones clásicas («¡qué gráficos tiene!»), onomatopeyas familiares y motricidades pixeladas, reside en el inconsciente de esa filosofía del engaño que se convino en llamar American way of life: el reconocimiento como fin ulterior, el triunfo entendido no como realización personal, sino como causa de la loa ajena. Las condecoraciones distinguen al que vale del perdedor, que es desechado; «solo los chicos buenos pueden ganar medallas», dice uno de los vecinos del edificio de Repara Félix Jr.. Aunque la idea subliminal parezca apuntar al mal como mecanismo imprescindible para el equilibrio de la realidad, el bonito escaparate virtual de nostalgia retro se encarga de disimularla. Al otro lado del charco, los videojuegos de ayer y de hoy conviven en armonía —y libre competencia— y todavía se puede jugar una partida con un cuarto de dólar.
Tráiler:
Ficha técnica:
¡Rompe Ralph! (Wreck-It Ralph), EUA, 2012.Dirección: Rich Moore
Guion: Phil Johnston
Música: Henry Jackman
2 respuestas a «¡Rompe Ralph!»