Investigamos
Scorsese: El irlandés, o la banalidad de la Mafia
¿Qué tienen de interesante unos tipos cuyo horroroso gusto para vestir y una forma de hablar fanfarrona y desagradable son los atributos más inocentes de su personalidad si los comparamos con el recalcitrante machismo, el no disimulado racismo, el recurso inmediato a la violencia y la extorsión para solucionar cualquier problema y la adhesión trasnochada a unos códigos de honor supuestamente inviolables pero que adaptan continuamente a sus intereses? Difícil de explicar y, sin embargo, estos tipos odiosos protagonizan algunas de las historias más apasionantes que hemos visto en el cine o en la televisión (Tony Soprano es un destilado perfecto de todos esos rasgos y nos tuvo enganchados a la pantalla durante siete años). Coppola contribuyó a crear el mito cinematográfico con la saga de El padrino (The Godfather, 1972, 1974, 1990), pero la elegancia de Marlon Brando y Al Pacino y su tono épico, que contribuyeron a la glamourización de la Mafia, alejan esa obra extraordinaria del verismo que merece el tema. Fue Martin Scorsese, justo un año después del estreno de El padrino, con Malas calles (Mean Streets, 1973) quien se lanzó a explorar un universo, el de la Mafia norteamericana, que ha cartografiado a lo largo de seis películas y que, desde la perspectiva de la última, El irlandés, se pueden ver como una gran obra: Malas calles (1973), con Robert de Niro y Harvey Keitel; Uno de los nuestros (1990), con Ray Liotta, Robert de Niro y Joe Pesci; Casino (1995), con Robert de Niro, Sharon Stone y Joe Pesci; Gangs of New York (2002) con Daniel Day-Lewis, Leonardo DiCaprio y Cameron Díaz; Infiltrados (2006 ) con DiCaprio, Matt Damon y Jack Nicholson; El irlandés (2010) Robert De Niro, Joe Pesci, Al Pacino. Y es pensando en ese tratado en seis volúmenes que empiezo a entender por qué resulta fascinante ver en pantalla a esos tipos a los que en la vida real preferimos tener lo más lejos posible.
La Cosa Nostra, la mafia siciliana, aparece en la transición del feudalismo al capitalismo en una cultura agrícola y sobre todo pastoral, que tiene todos los rasgos de las “culturas del honor”: en ausencia de un poder estatal y un Derecho efectivo, y en una economía en la que el pillaje es habitual, la única fuente de seguridad para el individuo es el clan familiar, al que uno se adhiere por sanguinidad o por clientelismo. Cualquier muestra de debilidad es una invitación al abuso, por lo que la reputación –una imagen de fuerza que infunde respeto– es el bien más preciado. El robo –real, o simbólico mediante el adulterio– de las mujeres propiedad del clan es cuestión de vida o muerte. Bodas de sangre (F. García Lorca, 1931) es un monumento poético a las culturas del honor y no es una ficción, está basada en hechos reales que ocurrieron en Almería, en 1928. La lealtad absoluta al honor del clan es lo que se entrega a cambio de la protección absoluta que dispensa el clan. La ley del silencio y las vendettas que se transmiten por generaciones son formas de esa lealtad aberrante. Desde este punto de vista la Mafia resulta una distopía: la alternativa a una sociedad en la que todos defendamos la dignidad de los demás es una sociedad en la que cada uno defienda a golpes su honor y el de su familia. Sabemos cuál es el pasado –el honor– y cuál debería ser el futuro –la dignidad–, pero esa transición no está garantizada cuando los valores democráticos parecen débiles ante la infiltración mafiosa. Ese universo inquietante, el de un sistema de valores que creemos caduco porque procede de familias de pastores, pero que consigue adaptarse a la modernidad y corromperla es, en mi opinión, lo que ha fascinado a Scorsese durante más de cuarenta años y ha condensado en seis películas. En cuatro de ellas destaca el rostro de Robert de Niro mostrando distintos estados de desarrollo mafioso, como si Scorsese hubiese hecho sin querer –o queriendo– el mismo juego de Richard Linklater en Boyhood (2014) y en la serie de films Antes de … (1995, 2004 y 2013): el incontrolable casi adolescente Johnny Boy de Malas calles (1973), el joven ambicioso Henry Hill de Uno de los nuestros (1990), el maduro Sam Rothstein de Casino (1995) y todos ellos en la larga vida mafiosa de Frank Sheeran en El irlandés (2019), contando desde el geriátrico su historia, sin asomo de culpa. Junto a él ha tenido, en tres de ellas, a Joe Pesci, un actor que se ha ido haciendo grande golpe a golpe; sus infravaloradas dotes interpretativas le han permitido superar la falta de presencia física con una presencia psicológica sin la cual no entenderíamos el moderno cine de gánsters. Joe Pesci encarna a ese tipo bajito al que no puedes rozar al pasar en un bar, porque te rompe una botella en la cabeza y luego te patea mientras estás en el suelo. Es un animal salvaje que solo se amansa cuando Sharon Stone, la Ginger de Casino, se agacha para besarlo. Alguien indispensable en una cultura violenta, es una herramienta y un peligro, como una bomba defectuosa.
El único momento en que vemos dudar a Frank es cuando debe elegir entre su lealtad a su jefe “natural”, Russell Buffalino (Joe Pesci), y la que debe a su amigo Jimmy Hoffa (Al Pacino), el carismático sindicalista que se ha convertido en un inconveniente para la Mafia. Un dilema que en la película está retratado como solo Scorsese y sus dos actores fetiche podían hacerlo. Russell pide a Frank que solucione “definitivamente” el problema de Hoffa, es decir, que lo elimine y cuando lo hace sabe lo que significa para Frank: Hoffa, que no confía en nadie, en él sí confía ciegamente y ahora toca traicionar esa confianza. ¿Por qué? “Obedeces órdenes, haces lo que debes y se te recompensa”. Cuando tiene lugar esa conversación entre Russell y Frank bastan unas pocas líneas, porque todo el trabajo anterior del cineasta nos ha conducido a entender la tragedia de ese momento y porque dos actores en estado de gracia saben explicarlo sin casi mover los músculos de su cara. Una escena repleta de sabiduría fílmica.
Al final de su vida, Frank, que se ha quedado completamente solo, es muy consciente del precio que ha pagado: perder el respeto de su hija. La mujeres en las películas de la Mafia de Scorsese son personajes secundarios, quizá con la excepción de Ginger, el papel de Sharon Stone en Casino. Casi todas son cómplices pasivos que se adaptan como pueden a una cultura muy masculinizada, falsamente retratada a veces como un matriarcado. En El irlandés, sin embargo, nos encontramos con algo novedoso, mujeres que tienen la opción de escapar al chantaje intrafamiliar, que se resumiría así: no critiques mis actos, porque gracias a ellos vives como vives. La mirada de Peggy, la hija de Frank, que desde pequeña tiene una repulsión instintiva hacia los códigos mafiosos, atraviesa toda la película y es el contrapunto al relato en primera persona de Frank, un autorretrato en el que no hay culpa ni expectativas de redención, aunque sí deja entrever un extraño orgullo: el de haber sido fiel a unos principios que le han alejado de todo vínculo que no sea de poder.
Pero al principio de la película hay una escena que pasa casi inadvertida: Frank recuerda su participación en la Segunda Guerra Mundial, cuando le ordenaban llevar a prisioneros alemanes al bosque, obligarlos a cavar sus tumbas y ejecutarlos, cosa que él hacía sin miramientos (“nunca entendí por qué tardaban tanto en cavar sus tumbas; quizá esperaban que cambiásemos de idea”). Luego lo asocia con sus principios como gángster: “era como en el Ejército: obedecías órdenes, hacías lo que debías y te recompensaban.” Esos recuerdos definen perfectamente a Frank y explican lo que será su vida: un tipo eficaz que sabe obedecer sin cuestionar las órdenes; su única decisión importante es a quién servir, a partir de ahí delega toda responsabilidad en su jefe. Aunque se suele relacionar la teoría de la banalidad del mal que desarrolló Hannah Arendt en su libro sobre el proceso a Eichmann (Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, 1963) con el nazismo, genocidios como el del régimen de Pol Pot o formas de crueldad más “políticas”, creo que se adapta perfectamente a la criminología de la Mafia. Y aunque no me consta que Scorsese haya querido hacer expresamente un desarrollo de la teoría de la banalidad del mal en El irlandés, porque no he encontrado ninguna declaración sobre ello, creo que es una idea central de la película y que es el punto de llegada de Scorsese sobre el tema. Como si desde la perspectiva de su larga carrera de cineasta contemplase la crueldad que ha retratado en sus películas y dijese: más allá del comportamiento florido e incluso carismático de algunos personajes y de lo emocionante de algunas situaciones, más allá incluso del atractivo paradójico de los que viven al margen de la ley (esa cosa tan aburrida) la realidad es que son tipos banales que obedecen órdenes, que hacen cosas terribles para medrar en un sistema jerárquico que disfraza de lealtad algo que solo es sumisión.