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Siete años en el Tíbet: triunfar, ese juego de tontos
La vida es un viaje en el que el tiempo va transcurriendo inexorablemente. De ello nadie puede escapar. Ni siquiera los héroes, muchas veces socialmente colocados en una posición suprema que los ubica con el poder de ser ejemplos a seguir. Las razones por las que se los admira pueden ser de lo más diversas. Lo que sin dudas sucede con estos personajes es que generalmente provocan polémicas, ya que así como muchos son amados, otros son odiados, curiosamente, por los mismos motivos. El héroe del cine es el que ocupa el centro de la historia. Es el que hace traccionar la historia, quien le da sentido y quien ocupa la posición opuesta al antagonista, aquel que tratará por todos los medios de destruir el objetivo de nuestro amado héroe cinematográfico. Esta dualidad héroe-villano constituye la base de la cultura occidental que siempre mide toda cuestión con la vara de bueno-malo. Allí es donde toma forma la personalidad de Heinrich Harrer, un joven austriaco simpático, pero a su vez engreído, teniendo todas las cualidades indicadas para convertirse en ese personaje idolatrado.
Así es como nuestro héroe se convierte en objeto de propaganda del partido nazi, debido a sus laureles olímpicos. La principal misión que tendrá asignada será escalar el monte Nanga Parbat, acción que al nazismo luego le servirá para demostrar la valía de sus héroes al pueblo alemán. Harrer, casi sin quererlo, se embarca hacia la India, más precisamente hacia la región controlada por los británicos, con el objetivo de demostrarle a su pueblo que es capaz de concretar todo lo que se propone.
Luego de haber logrado el objetivo, y herido después de sufrir una caída, Harrer y su equipo son capturados por militares británicos, enterándose en ese momento que la Segunda Guerra Mundial había comenzado. Allí son enviados a un campo de concentración, donde luego de intentar escapar en reiteradas oportunidades por sus propios medios, descubren que la mejor manera sería haciéndolo en equipo. Una vez que él y su grupo han escapado de los británicos, decide nuevamente tomar su propio camino y se abre de los demás. El egoísmo es algo de lo que el personaje no puede escapar, ya que a pesar de la adversidad, y habérsele demostrado las ventajas de trabajar en conjunto –tanto al momento de escalar, como al escapar-, lo primero que decide hacer es partir solo y buscar su propio camino.
Al arribar al Tíbet, se comprueba un claro contraste entre las vidas de sus habitantes y la posición del campeón austriaco: pronto choca con la forma de vida de los tibetanos, acostumbrados a la existencia espiritual y los designios del Dalai Lama. Allí, Harrer no puede enarbolar sus logros olímpicos para impresionar a los demás. Cuando intenta presumirlos ante la sastre Pama, obtiene de ella una respuesta que hará explícita la temática del contraste ego-espiritualidad que propone la cinta.
Este es el primer “accidente” de nuestro héroe occidental, dispuesto a demostrarse por encima de los demás mediante el triunfo. Sucede actualmente con las injustas guerras, donde aquella nación con mayor poderío bélico es quien vence y, por ende, la que ostenta una mejor situación económica y territorial. Nuestro campeón olímpico llega con el propósito de ser uno de esos ejemplos a seguir que Hitler utilizaría para darle esperanza al pueblo. De esta manera, Harrer arriba al Tíbet creyendo que en ese ámbito será venerado aún más que en su país, sufriendo así la caída que da vida al eje sobre el que gira el viaje que aborda el austriaco al inicio de Siete años en el Tíbet.
Sin embargo, con una visión un tanto occidental, el Dalai Lama se muestra interesado por curiosidades de la vida cotidiana en países de Occidente, como por ejemplo las historias de Jack el Destripador, conocer el funcionamiento de un ascensor o cómo se conduce un vehículo. Esta caracterización del Dalai Lama, como un niño ávido por saber sobre la cultura occidental, podría ser contrastada con esa cuestión intrínseca del cine hollywoodense, que desde su posición de omnipotente es capaz de alterar realidades para adaptarlas a su principal objetivo, el entretenimiento. Sería lo mismo que cuestionarse el look del William Wallace de Mel Gibson en Corazón Valiente: su apariencia es más cercana al de su papel en Mad Max, que a la realidad histórica que retrata.
Basada en una historia real, la versión fílmica de Jean-Jacques Annaud de Siete años en el Tíbet es una adaptación de la novela original, escrita por el mismísimo Heinrich Harrer, protagonista principal del relato. Tomando los conceptos de Santos Zunzunegui, quien afirma que el cine es un arte impuro, llegamos a la conclusión de que estamos ante lo que él considera la forma más compleja de “doble escritura”. Se debe partir de la escritura original de la novela para luego adaptar el guion a las necesidades del film.
Regresando a la cuestión que enfrenta Harrer al sumergirse en ese extraño mundo donde todo aparenta ser diferente, donde la gente se rige por sus creencias espirituales, podremos apreciar una progresiva adaptación del austriaco a este nuevo entorno. Dicha adecuación a este ambiente desconocido le toma su tiempo al campeón olímpico, no olvidemos que son siete los años que Harrer pasa en esta aldea tibetana. Estos años que transcurre junto al Dalai Lama constituyen una suerte de viaje espiritual, en el que se ve accidentalmente involucrado, una aventura que lo lleva a cambiar su propia percepción de las cosas. Diferente es la aclimatación de su compañero Peter, al punto de que se casa con la sastre tibetana y es absorbido por su cultura, teniendo la oportunidad de regresar.
El desapego, el abandono y el arrepentimiento son cuestiones de las cuales el personaje principal no podrá despegarse. Desapego y abandono que llega de la mano de un Harrer joven y aventurero, capaz de dejar a su mujer embarazada para embarcarse en tamaña responsabilidad, haciéndole caso a la adrenalina de un nuevo desafío, sin importarle sus consecuencias. Pero progresivamente comienza el proceso de arrepentimiento, cuando recibe la carta de su esposa, diciéndole que va a rehacer su vida, y luego cuando una de sus cartas al pequeño Rolf es respondida por su madre con un mensaje de rechazo, indicándole que se aparte de sus vidas.
Si observamos con detenimiento el inicio de Siete años en el Tíbet, en el momento de la aparición del personaje de Brad Pitt en escena, este llega a una estación de Graz, ampliamente decorada por estandartes nazis y la majestuosidad que caracterizaba al aparato de propaganda del partido alemán. Esta escena, donde Harrer parte hacia su nuevo desafío, contextualiza el espacio-tiempo contemporáneo de la historia y lo que vendrá luego, un escalador arrogante que sufre dos caídas: la primera, que ocurre en la montaña, donde se quiebra una pierna, y la segunda, que es la que lo lleva a ser capturado por los militares británicos. Paradójicamente, todos estos acontecimientos son los que lo conducen a la búsqueda espiritual de la que participa junto al Dalai Lama. Y si hablamos de arrogancia, podemos realizar un paralelismo entre esta majestuosidad representada al inicio de la cinta y el inicio de otra obra maestra del cine: Citizen Kane. Orson Welles se encargó muy bien de marcar esta característica de Kane, mediante la utilización de otros recursos –similares a los que utilizara Quentin Tarantino para caracterizar al héroe nazi que interpreta Daniel Bruhl en Malditos Bastardos-, poniendo al personaje principal en una posición en la que una mínima caída será fatal para su héroe.
Los siete años que transcurren a lo largo de esta historia no son un lapso de tiempo cualquiera. Uno no puede permanecer indistinto al contexto de lo narrado. El relato se inicia mientras Hitler está en la cúspide del poder alemán, pasa por el comienzo de la Segunda Guerra Mundial y termina en la posguerra. Los tres momentos históricos mencionados constituyen un eje fundamental del desarrollo de la historia, en el que solo mencionaré cómo los primeros dos afectan a Harrer: considerando que si el régimen de Hitler no hubiera enviado al héroe austriaco a su aventura, nunca hubiera sido capturado por los británicos (que dicho sea de paso, lo capturan por el estallido de la Segunda Guerra Mundial) y al escapar, no hubiera iniciado el viaje espiritual al chocar con los tibetanos. Pero estas cuestiones funcionan como disparadores de la real temática de la película, formada por la dicotomía oriental-occidental. El choque contra ese mundo totalmente diferente con el que se encuentra Harrer será el gran desafío que tendrá el austriaco al llegar al Tíbet, y alcanzarlo será entonces su mayor victoria.
Se señalan puntos que llaman la atención en una película muy llamativa, que nos pone a pensar