Críticas
Los motherfuckers las prefieren rubias
Spring Breakers
Harmony Korine. EUA, 2012.
Cada vez son más habituales las películas decididas a confirmar –y no a denunciar– las despreocupadas (y preocupantes) rutinas de una gran parte de la juventud actual (mundial, aunque los españoles seguro nos llevamos la palma) que, si bien no goza del beneplácito de un entorno laboral cohibido por la agresividad de la crisis económica, no mostrará verdaderos síntomas de conciencia hasta que no le falte el plato en la mesa. Por si fuera poco, esta chavalada utiliza la juerga como singular pretexto para el descanso de su protesta silenciosa. El consumo de drogas y la actitud rebelde eran actos contestatarios de los jóvenes hace décadas; ahora son una vía de desconexión –o de prolongación de un pasotismo que no conoce límites–. A la fuerza, los narcóticos y la música electrónica se han proclamado desenfadados iconos del lifestyle de toda una generación. Bien lo sabe el cine.
Mucho antes de que se armara todo el jaleo, Harmony Korine ya había empezado a desarrollar lo que hoy es un obsesivo empeño en radiografiar las circunstancias que configuran este desenfreno como opción vital. El guión de Kids (Larry Clark, 1995) fue el germen de una escandalosa tesis sobre la adolescencia en el cambio de siglo que se prolongó en Gummo (1997), su debut cinematográfico, y que, quince años más tarde, ha alcanzado su última expresión en Spring Breakers con la inyección impostada de una metafísica vacua y arrogante. Las tribulaciones de una pandilla de jovenzuelas imprudentes con la libido por las nubes constituyen la premisa perfecta para diseccionar la necedad, no necesariamente implícita en una etapa atiborrada de cambios, evoluciones y novedades orientados a satisfacer los bajos instintos en una dislocada búsqueda de la felicidad. La insolencia se viste de etiqueta con unas formas de largo alcance (el plano secuencia del atraco al bar se debería empezar a estudiar en todas las escuelas de cine) y el mundo se deforma a un ritmo lisérgico: firmemente instalada en el principio del «todo vale», la cinta se adjudica la improbable evolución de las estrategias narrativas de la serie B tradicional. Porque Spring Breakers no solo no se toma en serio a sí misma, sino que tampoco lo hace con un espectador que debe digerirla desde una distancia en el tiempo suficiente para poder considerar los estragos de un bad trip.
La licencia juvenil que implica sexo e intoxicación ha sido uno de los temas favoritos de la comedia americana durante varias décadas. Hasta que uno de sus principales valedores, Todd Phillips, transformó ese material objeto de risa fácil en una reflexión autoparódica y ambigua sobre la tecnología al servicio del hedonismo en Project X (Nima Nourizadeh, 2012), con una profunda carga psicológica y ciertos coqueteos con el terror. La comparación con este ejercicio de incuestionable eficacia subraya el desliz de la cinta de Korine: el divertimento autocomplaciente incluye en el diseño una práctica muy arriesgada, la de cubrir con una gruesa capa de trascendentalismo lo que solo es una paja mental. Así, Spring Breakers se balancea bruscamente y sin profilaxis entre el deleite del espectáculo y la tolerancia de la idiotez por parte del espectador. La congestión de sentimientos encontrados que van de la hipnosis a la repugnancia puede acabar demasiado saturada, incluso para aquel que advierte la intención del director.
Sé que no soy el único todavía aturdido por esta tormenta de sensaciones varios días después de ver la película. Pero, quien va a ver a Korine sabe a lo que atenerse. Por lo que, salvo el pajillero que predijo el festival de culos y tetas o los padres que fueron testigos junto a sus hijos de la degeneración y/o morbo que rezuman las niñas Disney (otra intencionada bravata), todos habremos sabido indagar en detalles que hagan de este filme algo más que una calentorra y repetitiva ensalada de letanías a ritmo de house (que ojalá hubieran imitado el cariz onírico de Bertrand Bonello en Casa de tolerancia /L’Apollonide –2011–, por poner un buen ejemplo). Por eso, ahí va una teoría que elucubra sobre la ideología subliminal que cimienta ese caos desprovisto de convencionalismos y moralidad: primero, la acción más evidente, el director se desprende de los prejuicios puritanos norteamericanos y sus dogmatismos, personificados en Faith (Selena Gomez); más tarde, en una secuencia calcada, hace volver a casa a su mujer en la vida real (Rachel Korine), a quien despoja de su máscara de chica mala para demostrar que en realidad es una pija tonta del montón; así, Alien, el alter ego de Korine en la cinta, se entrega a la meticulosa corrupción de las muchachas aptas (Vanessa Hudgens y Ashley Benson), a la rendición ante la carne rubia y golfa (bitches, para los amigos) hasta que la muerte les separe.
Y es que Alien (James Franco) funciona como un punto de inflexión imprescindible para que el director termine de mostrar todas sus cartas: las chicas son detenidas en uno de sus incontables desmadres y lo que se antojaba una versión soez de Sucker Punch (Zack Snyder, 2010) –trocando aquel falsario belicismo que justificaba la gratuidad erótica por un intimismo igualmente tramposo–, pasa súbitamente a ser una Tournée (Mathiew Amalric, 2010) malrollista del exceso (que claudica en la bochornosa secuencia del piano). El mensaje en blanco de Spring Breakers trascenderá en el icono cuasi cómico del bikini, grial del audiovisual que está por llegar, una ciencia líquida, precipitada y no siempre consecuente, pero inteligente a la hora de sugerir ídolos fantasmáticos.
Ya todos desnudos, no valen las medias tintas. La desagradable percepción de un videoclip de fuentes heterogéneas estirado hasta el infinito, que presuntamente hubiera querido captar a la generación MTV (su imaginería cool generó adeptos incluso antes del estreno), tuerce hacia una sola certeza, la de encontrarse frente a una pieza de arte de discurso único y perecedero: imágenes volátiles que ilustran la doctrina de una época al tiempo que hilan un manifiesto asequible y trivial. Spring Breakers promueve una moda de corte industrial, es un artefacto extremo y digno del reconocimiento de la crítica, resuelto con una caligrafía críptica, pero legible, que preconiza la excitación aleatoria de las pasiones (del asco a la delicia inenarrables, como ya hizo hace poco Holy Motors –Leos Carax, 2012). Si Hollywood se ha hartado de triunfar con americanadas (Argo –Ben Affleck, 2012– es su más reciente ejemplo), aquí se ha establecido un nuevo paradigma, el turno del alarde nihilista, de la pirotecnia sobresaliente que dota a la pantalla de un insólito poder abductor que magnifica la experiencia cinematográfica (vista en casa, esta película sería un verdadero muermo). Nos guste o no, Harmony Korine es un valor todavía latente, uno de esos jóvenes y frescos cineastas que tanto hacen falta y que podrían llegar a cambiar no solo la manera de hacer cine, sino también la propia definición del medio.
* Lee la Contra-Crítica, por África Sandonís
Ficha técnica:
Spring Breakers , EUA, 2012.Dirección: Harmony Korine
Guion: Harmony Korine
Producción: A24 / Hero / MJZ / Muse Productions / O'Salvation / Annapurna Pictures
Fotografía: Benoît Debie
Música: Cliff Martinez, Skrillex
Reparto: Selena Gomez, Vanessa Hudgens, Rachel Korine, Ashley Benson, James Franco, Heather Morris, Emma Holzer, Ash Lendzion, Josh Randall, Gucci Mane
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