El concepto de aventura nos lleva a tener una visión estructural completa (y a veces compleja) de la acción en tanto unión de segmentos de una historia (de un cuento) cuyo objetivo es entretener al público. Si un espectador se sienta ante una pantalla y decide ver un film de aventura, la motivación que lo empuja a optar por esta decisión es y tiene que ser la de querer pasar un buen rato olvidándose por un momento no tanto de lo problemas del mundo real (¿por qué, efectivamente, hay que hablar de una dicotomía de mundos, como si en el nuestro no fuera posible la presencia de la felicidad?) sino de las limitaciones a las que nos vemos sometidos. El cine, al fin al cabo, representaría una serie de eventos atados por un montaje (a veces excelente) que compone un cuento orgánico, y el género al que pertenecen las diferentes obras nos permiten tener de antemano una categorización que lleva a que nos acerquemos con unos conocimientos previos de la estructura general. Si yo me pongo a ver un film de aventura, entonces, ya tendré unos prejuicios que me ayudarán a descifrar la película (obviamente esto no les puede pasar a quienes no hayan visto en su vida ninguna película).
Lo que a veces pasa es que surgen obras que salen de las limitaciones de producto de género y que, gracias a su eficacia, se convierten en la presencia simbólica del género mismo. Indiana Jones en busca del arca perdida, desde este punto de vista, no es un simple resultado, una parte (quizás poco interesante o, por lo menos, un poco olvidable) de una categoría: todo lo contrario, su existencia es la de un punto fundamental de toda la producción cinematográfica de esta tipología, ejemplo príncipe de lo que significa efectivamente la mezcla de “aventura” y de “diversión”. Y el hecho es que Henry Jones Jr. es un personaje que ha sabido ir más allá de su presencia en la pantalla, figura que se mueve el las luces de los proyectores, traspasando la frontera entre lo real y lo irreal, construyéndose un espacio en el imaginario colectivo. El sombrero y el látigo ya son elementos fetiches, punto de encuentro entre la abstracción de un personaje ficticio y la inmortalidad en la cultura humana (obviamente esta inmortalidad va a tener su merecido final, cuando ya el ser humano haya perdido su espacio en el cosmos, dentro de unos millares de años, pero, ¿por qué nos tendría que importar ahora esto?).
Lo que sí ha funcionado (y funciona) admirablemente es la mezcla de blanco y negro por un lado, y de tonos de gris por el otro. En el primer caso nos referimos a la figura de los enemigos, unos nazis que, por su valor histórico, no presentan ningún matiz que los ponga fuera del área de lo completamente negativo: ellos son el mal, encarnan lo peor de la especie humana, y por esta razón no solo no sentimos ningún tipo de remordimiento cuando los vemos morir, sino que su destrucción completa nos dona cierto tipo de felicidad (no se trata de sadismo, sino de la aceptación del bien que le gana al mal). Sin embargo, Indiana Jones, si bien forma parte del concepto de “blanco” (lo justo, lo bueno, lo moralmente deseable), se sitúa en una complejidad de sombras; el hecho de que tenga sus manchas hace que se revele menos claro, más difuminado, lo cual provoca cierto interés por parte del público. Indiana Jones, por ejemplo, demuestra cierta carencia moral a la hora de elegir entre dejar que los nazis se queden con el arca y destruirla, indicio este de un carácter ético, sí, pero de estilo profesional. Jones es un personaje bueno, entonces, pero cuya curiosidad científica puede poner en peligro todo el mundo.
El aventura, entonces, aquel proceso de movimiento que nos lleva desde las Amazonas hasta los EEUU,desde Mongolia hasta Egipto, todo esto en el contexto del mundo de los años 30 (el ‘36, para ser más exactos, un momento en el que las naciones estaban a punto de dejarse arrastrar por los primeros síntomas de una guerra por venir), se desarrolla en una serie de episodios que ponen en marcha un ritmo siempre veloz pero que nunca va de prisa. El trabajo del equipo Spielberg-Lucas-Kasdan-Kaufman huye, por las razones anteriores, de la suficiencia, de lo “normal” (palabra esta que normalmente define una mediocridad no negativa pero indiferente), y se abre paso a la presencia en la memoria cultural de los nacidos entre los años ‘70 y los ‘90. ¡Qué mueran los nazis, entonces, y qué el nuestro héroe sea definido como bum (un holgazán)! Demostración, esta primera entrega, de que el mundo pulp de los primeros años del siglo pasado puede resurgir, como cualquier otro tipo de producción de la cultura popular, si el astillero que se crea a su alrededor está en las manos de gente no solo capaces sino enamoradas de su forma. Carta de amor por un mundo que ya no existe, ejemplo fundamental de lo que define la palabra “aventura”.