OasisCartelEl director surcoreano Lee Chang-Dong empezó su carrera profesional como realizador tardíamente. En sus inicios profesionales estuvo dedicado a la escritura y al teatro. A pesar de ello, desde su magnífico debut con Green Fish (Chorok mulkogi, 1997) hasta su último filme por el momento, concretamente Burning (Buh-ning, 2018), nos ha regalado  seis largometrajes extraordinarios. Para algunos, es precisamente su tercera película, Oasis, la más destacada. Toda su filmografía se caracteriza por una excelente narrativa, con personajes marginales y héroes marcados por un destino trágico. El tono desesperanzado y melancólico se impone en sobrecogedores dramas. Quizás estemos hablando del mayor maestro coreano contemporáneo de un género que se encuentra entre los más importantes del cine de ese país asiático. 

Oasis consiste en una propuesta arriesgada y valiente, alejada de cualquier convencionalismo. Sus protagonistas son dos jóvenes, Jong-Du y Gong-Ju. El primero sufre una leve discapacidad psíquica y la segunda parálisis cerebral. Ambos deberán enfrentarse a un mundo que ni quiere comprenderlos ni los admite de buena gana. Jong-Du acaba de salir de la cárcel tras cometer un homicidio involuntario. Gong-Ju es una mujer a la que nadie le importa más que para aprovecharse de las ventajas económicas o materiales que proporciona su estado. Los dos llegan a conocerse por una serie de circunstancias azarosas e inverosímiles. El chico tiene la peregrina idea de acercarse a la familia del hombre al que atropelló. Ya se imaginarán el recibimiento.

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Lo más grande del filme consiste en la sinceridad y honestidad que transmite. Imbuido en esa actitud, la intención del director resulta clara: no ahorrar nada al espectador, enfrentarle tanto con lo mejor como con lo más perverso. Por ejemplo, hay un intento de violación, una agresión sexual que por sus características produce una repulsión absoluta. Se conforma en una escena estremecedora de difícil olvido y maravillosamente interpretada (como el resto de la obra). El autor se preocupa en no dar tregua mientras conocemos y nos adentramos en la relación que se va estableciendo entre los protagonistas. Desde el desconcierto inicial hasta un final desgarrador e imposible.  

Resultan magníficas las secuencias en las que se perfilan a los que se creen “normales”. Quedan retratados y señalados frente a la alteridad, frente al Otro, frente al diferente. Ya sean discapacidades, religiones, sexo, raza o convenciones sociales; el integrismo, el racismo y la intolerancia se imponen. Una mayoría se ocupa en construir un firme y sólido muro impenetrable para aquellos o aquellas que se perciben distintos e incluso inferiores. Hablamos de entradas o asistencia a restaurantes, a reuniones familiares, a los propios hogares… Miradas y reproches que lo dicen todo sin expresar nada. Nos parece magnífico el atinado retrato que Lee Chang-Dong presenta de una sociedad que solo sabe mirarse al ombligo y que es incapaz de mantener una actitud abierta y comprometida.

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Lo que no se entiende se deja fuera y se margina. No puede hacerse un hueco en el universo colectivo. Desinterés, palizas, abusos varios conforman un auténtico mosaico de un sentir general, ya nos encontremos en Asia, en Europa o en América. El oasis del título, aquello que en un primer momento puede resultar pavoroso, a lo mejor, es capaz de corporeizarse a menos que nos empeñemos. Y así, dibujar un paraíso momentáneo de sensaciones sin que sea necesario que se proceda a su materialización efectiva. La imaginación resulta poderosa y a veces, se erige como el único sustento de algunos para agarrarse a cualquier clavo que no arda o que solo se encuentre ligeramente caliente. 

Oasis se diseña como un drama desgarrador que se acerca sin complejos a dos seres marginales olvidados por una sociedad que los ignora y desprecia. En los veinte años que han transcurrido desde su estreno creemos que no ha perdido ni un ápice de modernidad. Todas y todas seguimos mereciendo una oportunidad o varias, por supuesto. Los personajes principales cuentan en todo momento con una mirada amable y comprensiva del realizador. Lo hace con planos secuencia, con cámara nerviosa y con un tono luminoso y una fotografía que, paradójicamente, disecciona fríamente, sin huir en decantarse por lo onírico cuando la poesía y el amor se imponen. 

Nos gustaría detenernos un instante en la sensacional interpretación de la actriz Moon So-ri como Gong-Ju. No en vano, ya obtuvo el Marcello Mastroianni en el Festival de Venecia. Precisamente, consiguió su primer papel en el segundo largometraje de Lee Chang-Dong, en Peppermint Candy (Bakha satang, 2000), con una breve aparición. En Oasis aborda a un personaje muy complejo que da forma con una intensa expresión corporal. Su talento se desborda para la transmisión de emociones a través del movimiento del cuerpo. Las convulsiones y la ausencia de coordinación de los que hace gala y que son propias de la enfermedad que quiere encarnar conmocionan y precisan que el espectador se arme de fortaleza y se deje arrastrar en una historia de amor fascinante y cautivadora. Además, queremos recordar que la parálisis cerebral  es un trastorno de la psicomotricidad que no conlleva necesariamente discapacidad intelectual.

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El autor estremece sin necesidad de recurrir a manipulación alguna. Incluso busca incomodar mientras juzga y acusa a una sociedad incapaz de comprender el amor y la sexualidad en personas con diversidad funcional. Se abandonan estereotipos y autocensuras para sumergirse en la intimidad de seres marginales y en la forma en la que son rechazados por el tejido colectivo. Mujeres y hombres que, además de padecer enfermedades normalmente irreversibles, son condenados a eliminar de sus conductas cualquier comportamiento sexual al ser considerado inadmisible. Pestilentes ansias de establecer criterios culturales absolutos y socializaciones imposibles. 

Nunca es tarde para acercarse a la obra del coreano Lee Chang-Dong. Para nosotros ha supuesto una experiencia deslumbrante. Cualquiera de sus películas merece atenta visión. Una aproximación a tragedias desgarradoras, a soledades forzosas, a dolores insoportables o a pérdidas inasumibles. ¿Quieren bailar? ¿Quieren irse de excursión? ¿Quizás salir a comer o a cenar a un restaurante? Por el momento, solo con el visionado de Oasis lo conseguirán. El autor asiático nos ofrece una buena muestra de que querer es poder. Aunque las adversidades compriman y los espejismos germinen.  

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OdioentrehermanosCartelEl realizador estadounidense Joseph L. Mankiewicz nos dejó, con el filme Odio entre hermanos, otra muestra de elegante inteligencia en una dirección que seduce en su conjunto. Situada temporalmente entre las aclamadas Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1949) y Eva al desnudo (All About Eve, 1950), creemos que el largometraje merece mayor atención y reconocimiento que el recibido. En esta ocasión, cambiando de registro con absoluta naturalidad, marca característica del autor, elabora un drama que combina la tragedia familiar con una historia de amor, además de realizar un retrato social del lugar, el hábitat de sus protagonistas en un determinado momento histórico.

Con el largometraje, Mankiewicz  nos sitúa en Nueva York, en 1932, dentro de la comunidad italiana. Emigrantes con dicha procedencia, todavía de la primera generación, se fueron asentando en la urbe norteamericana a la búsqueda de un futuro que parecía inexistente en su país de origen, fundamentalmente en las regiones del Sur. Aterrizamos en la familia Monetti. La misma está liderada por un progenitor, Gino, de marcado carácter autoritario. Un ser que parece haber alcanzado con sus trabajo e inteligencia el sueño americano. Tampoco es de desdeñar, como buena familia italiana, el personaje de la madre, silenciosa pero no sumisa. Y la pareja tiene cuatro hijos, ya adultos, con caracteres, físico y aficiones muy dispares. 

El filme arranca con Max, uno de los hermanos. Acaba de salir de la cárcel y acude al banco que fundó su padre para rendir cuentas con sus hermanos. Nos referimos a enormes cicatrices o boquetes que se han ido creando y han sido alimentados en el pasado. Se inicia la película en 1939 y Max ha permanecido en la cárcel los últimos siete años. Tras su tirante y estremecedora visita al establecimiento de créditos y préstamos que fundó su padre y a la mansión familiar, se recurre a un elegante flashback para volver al punto de arranque, a 1932, y con ello conocer las vicisitudes de la catástrofe que parece rodear a los Monetti. 

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Demasiados aciertos contiene el filme, como el guion con unos diálogos profusos y afilados o la puesta en escena, siempre acorde con el momento y cosechando el mérito de desprender gran elegancia en su composición. Pero si nos hemos de quedar con uno de los muchos elementos brillantes  de  la película, lo haríamos con la caracterización de los personajes, de casi todos ellos, empezando por el patriarca, Gino Monetti. Está interpretado de forma inolvidable por el excelente actor Edward G. Robinson. El trabajo le valió el premio de Mejor actor en Cannes. Encarna a un hombre de personalidad tiránica, con una concepción muy personal sobre el bien y el mal, lo legal o lo moral. Y ante todo, se subrayan las diferencias de trato y cariño con que se relaciona con cada uno de sus cuatro hijos. No es inocente que exista un busto de Benito Mussolini en el despacho de la entidad bancaria. Con sus manías, una visión capitalista de la economía, sin estudios y habiendo iniciado su camino hacia el poder y la riqueza en una modesta peluquería. Visionario en finanzas, pocas veces se han explicado tan llanamente las diferencias entre los préstamos que generan intereses fijos frente a los que se duplican por sus réditos exponenciales o compuestos. Además de usurero, resulta filantrópico o misericordioso cuando le apetece. En cualquier caso, siempre dueño y señor de sus amores y desprecios. 

Y hablando de amores, debemos pasar a uno de los hijos, al favorito, a Max. Interpretado por Richard Conte, aparece como el único de los chicos que ha triunfado por sí mismo, es abogado, no necesita de la ayuda del padre y tiene su propia clientela. Además de sentirse importante y el más querido, es un hombre con un estilo propio que sabe hacerse de rogar. Desde luego, por falta de autoestima no será. Empujado al éxito, ha sabido responder gratamente a las expectativas creadas. A pesar de la gris actuación de Conte, impasible en sus gestos con independencia de la intensidad del momento, la potencia de un guion siempre atrayente e impredecible consigue imponerse en calidad. 

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Nos quedan tres hermanos, el mayor Joe, y Tony, además de Pietro. No ostentan la misma importancia que Max. Ni en el filme, ni en el cariño del progenitor. Joe encarna a un ser resabido, rencoroso por no ser tratado como cree merecer. Relegado casi a las cloacas, encierra un espíritu amargado y doliente. Al pequeño, a Pietro, prácticamente  le conocemos más por su calificativo que por su nombre: “tonto” ( dumb en el original). Estamos ante un joven al que solo le interesa boxear y boxear, aunque además de no ganar,  tampoco cobre recompensa económica alguna. Y nos queda el “tapado”, Tony, un endeble en palabras del padre que, con galanura, se afana únicamente en divertirse e intentar atraer a las mujeres. 

Por último, para terminar con la caracterización de los personajes principales, nos quedan las féminas, no se olviden de ellas. Tienen gran peso en la psicología y evolución de deseos y actitudes en los protagonistas del otro sexo. En cuanto a la madre, ya hemos señalado su carácter silencioso. Pero no se queden con la primera impresión de pareja en la sombra y amansada, dedicada en exclusiva a la cocina y sus espaguetis. Una mujer difícil que sorprende. Y acabamos este apartado destacando a la actriz Susan Hayward entre las féminas que aparecen en el filme, en una gran interpretación. Encarna a Irene, la amante de Max. Y lo hace con oficio, aunque no le ayude un papel que navega entre las aguas de “mujer fatal” y un ser de naturaleza práctica. Del infierno al paraíso, Hayward sabe sacar a flote con finura a su personaje, el peor dibujado de toda la obra. Tampoco le favorece la supuesta historia de amor en la que interviene, lo menos interesante de todo el largometraje. 

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La obra destila carácter en su embestida mixta al cine negro, al psicológico, el drama familiar, la corrupción y el retrato social. Como casi siempre, Mankiewicz deslumbra con incisivos y mordaces diálogos o exclamaciones jugosas. Nunca complaciente, excepto en el desenlace final, cuenta con momentos excelentes. Entre los mismos, destacaríamos la escena de la reunión de toda la familia Monetti, incluidos cónyuges  o parentela presente y futura. Mientras tanto, resuena en el gramófono una ópera de Rossini. En pocos minutos se reflejan los complejos caracteres familiares, la tiranía del patriarca, sus preferencias y animadversiones entre los descendientes y su incapacidad de repartir ni un ápice de la fortuna acumulada mientras quede aliento. Rencor y amargura enquistada desde la infancia que crece y llega a desbordarse. También se aprovecha la escena para saborear la pasta de la “mamma”.  

Brilla el acercamiento a aquellos italianos en América por unas fechas en las que se resistían a abandonar su idioma y cocina. Unos años de pocas risas en Europa, con autoritarismos que acabarían en conflictos bélicos mundiales. Tampoco brillaba mucho el sol en Estados Unidos, lastrado por la depresión de 1929. Una pobreza abocada a sobrevivir con préstamos abusivos, mientras se perpetuaba una sociedad patriarcal que adoraba a las féminas únicamente por belleza y calidad culinaria.

La familia Monetti, retrato de muchas otras. Con padres energúmenos y selectivos, y a la postre, hijos celosos y resentidos. Y como terrible culminación, esa vendetta que se viene saboreando durante demasiados años de discriminación y alejamiento. Podría tratarse de cualquier familia, posea un banco o una peluquería. Años pasen.

   

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No le importó. A Álvaro Brechner no le importó que el autor elegido para su ópera prima fuera Juan Carlos Onetti, el escritor uruguayo reconocido por sus personajes oscuros, sin futuro ni esperanza.

Tampoco le importó respetar la trama de narradores que utilizó Onetti para su Jacob y el otro (1961), donde relata las vicisitudes de un charlatán que recorre pueblos de Latinoamérica promoviendo luchas con su patrocinado, un otrora gran luchador en busca de una gloria que parece ahora como muy lejana. En el cuento, son tres las “voces” que construyen el relato, en la película, solo una, la del propio Brechner.

«Esta novela estaba percutando en mi cabeza desde la adolescencia”, ha declarado su director para explicar su comprometida decisión.

Mal día para pescar  refiere a la temporada de pesca que se repite cada año en Santa María, pero también alude al giro que tendrá la farsa del luchador y su representante, al echar la carnada en el momento y el lugar equivocados.

El príncipe Orsini hace de ilusionista en cada pueblo al que llegan con Jacob Van Oppen, con la misión de promover unas luchas que deberán quedar bien amañadas para que el excampeón no corra riesgos de perder en ningún caso. El premio ofrecido por Orsini es de mil dólares para quien sea capaz de resistir al luchador durante tres minutos en el ring. Pero en Santa María se deberán enfrentar a una amenaza real, porque una obstinada joven convence a su macizo novio para que dispute ese dinero que ella necesita con desesperación y no se dejará amedrantar por Orsini, quien le dice con suavidad, pero con certeza, que Van Oppen le romperá todos los huesos a su novio.

La película logra respetar satisfactoriamente la atmósfera y los retratos que propone Onetti en su cuento, presentando a unos personajes que no se resignan a un presente que les resulta esquivo y aunque estén atrapados en sus propias contradicciones se empeñarán hasta el final para lograr su objetivo, lo que genera una incertidumbre que se hace cada vez más intensa hacia el final.

Es una combinación de varios géneros, el western, por sus personajes gastados e inescrupulosos, el cine negro, con su femme fatale incluida, y la comedia, anclada en los insólitos encuentros de personajes que resultan verosímiles en la ficticia Santa María. Todo esto mezclado sin ningún escrúpulo.

Dentro de esa mezcla se abre el universo decadente y psicológico que propone la literatura de Onetti. Son personajes que tuvieron un pasado de esplendor y que aún sueñan con recuperar aquellas glorias, pero están sumergidos en atmósferas cargadas de humo, obligados a alojarse en moteles lúgubres que ni siquiera están seguros de poder pagar…

Según declaró el propio director, la idea inicial fue hacer un nuevo cortometraje (ya había demostrado su idoneidad cinematográfica en este rubro), pero luego se animó a “dejar crecer” el relato. Para esto, agregó o profundizó algunas situaciones que en el cuento están apenas insinuadas, como son las escenas del “gigante” recorriendo las calles del pueblo, invitando a todos los sanmarianos a los entrenamientos en el Teatro Apolo, donde intentará impresionarlos con su musculatura, augurando un final muy incierto para el desafío planteado, para compartir después un popular juego de bingo, con la ilusión de recibir un golpe de suerte en sus vidas.

Pero estos agregados del realizador están en total sintonía con la literatura de Onetti, porque allí perduran la desesperanza tan anidada en el presente de todos los personajes.

La “recreación” de Santa María, la ciudad mítica creada por Onetti, está lograda con base en los bucólicos escenarios ambientados en un Uruguay donde el tiempo parece detenido. El clima “western” está dado por los dos forasteros que llegan a Santa María para enfrentar su destino final. Es un lugar donde permanentemente se puede ver el amanecer y el atardecer, un ambiente crepuscular que refuerza la idea del western, apoyado además, en una fotografía expresiva y cautivante que ayuda a subrayar aún más la decadencia latente de toda la historia.

Una mención particular la merecen las muy buenas interpretaciones, entre las que destaca el escocés Gary Piquer en su papel de Orsini, convincente en cada tarjeta empresarial que entrega, donde destaca su condición de “Príncipe” de la República de Siena, una invención muy onettiana. Piquer fue además, coguionista de la película, lo que sin duda lo ayudó para lograr esta interpretación tan convincente.

Jacob Van Oppen es interpretado de manera ejemplar por el actor finlandés Jouko Ahola, quien viene del ámbito del deporte. Fue dos veces el “Hombre más fuerte del Mundo” en esas competiciones típicamente americanas, en la que arrastran camiones o levantan pesas de 400 kilos. Fue así que Werner Herzog lo descubrió y lo eligió como protagonista de su película Invencible. Accedió al pedido de Brechner de engordar 15 kilos para interpretar a este personaje y aprender lucha libre durante cuatro meses con el campeón finlandés de esta disciplina.

Antonella Costa es una actriz ítalo-argentina que aparenta tener más fortaleza que cualquiera de los hombres de la película, resulta tan desafiante para “el Príncipe” como convincente para hacer subir al cuadrilátero al padre del hijo que está esperando, obsesionada por el premio que, entiende, le va a dar la chance de “ser alguien”.

César Troncoso, que con los años se está convirtiendo en el actor fetiche del cine uruguayo, se apoya aquí en gestos mínimos y diálogos certeros para interpretar, de manera muy eficiente, al director del diario de Santa María.

Todos los personajes secundarios (así como los extras que colman el Teatro Apolo) impregnan a la obra de una autenticidad envolvente y están en sintonía con lo que podríamos llamar la representación del universo onettiano. Sin duda, la tarea del casting fue encarada con mucho empeño, pero además todas las caracterizaciones (vestuario, maquillaje, objetos, entornos) resultan muy acertadas.

La banda sonora también se destaca por todo lo que aporta. Tanto la singular versión de Lili Marleen (tema tradicional alemán popularizado en la década de los 40 por la mítica Marlene Dietrich), como la popular canción napolitana Funiculí Funiculá, expresan las distintas facetas y los estados emocionales de los dos personajes: Jacob y el otro.

En definitiva, una película sobre el ocaso y la añoranza de tiempos mejores, con dos personajes entrañables, una mujer decidida a todo para lograr su objetivo y el director del diario del pueblo, que combina sabiamente la dosis perfecta de ingenuidad y picardía típicas de la idiosincrasia uruguaya, de la que tanto se ocupó Onetti en su literatura.

Es posible distinguir con claridad la existencia decadente, la soledad y el engaño como los elementos en común entre los personajes del texto literario original y esta obra cinematográfica.

En el final de la película, quedará algún lugar para la esperanza, algo que quizás no fue lo que quiso proponernos Onetti en su cuento, pero por eso mismo ya dejamos claro que Álvaro Brechner no tuvo escrúpulos en seguir sus propios instintos y dejar un poco de lado al propio Onetti, para lograr -paradójicamente- interpretarlo de una manera maravillosa.

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Cartel de la película Orfeo negroEsta preciosa película contribuyó a popularizar en el mundo la música brasileña.  Los autores de su música son autores de dos temas que se interpretan con gran calidad en el filme, que llegarían a ser clásicos A felicidade, de Jobim, y Manhã de Carnaval, de Bonfá. Es una de esas películas en las que brilla, además de la música, la poesía, expresadas ambas en muchos de los diálogos y escenas. Seguramente ello tiene que ver con el hecho de que se basa en una obra teatral del poeta y músico Vinícius de Moraes, que es una adaptación del mito de Orfeo al ambiente de carnaval.

Vale la pena mencionar acá el a la vez romántico y trágico mito de Orfeo y Eurídice, y lo hago en tono poético:

Orfeo, joven apuesto
artista de la lira, sus hermosas melodías
maravillaban y embrujaban a dioses y a humanos.

Eurídice, hermosa joven
sucumbió al encanto de su canción
y se enamoró de Orfeo. Se casaron felices y confiados.

La fortuna inclemente
en forma de envidiosa serpiente
picó a la hermosa, al poco tiempo, y ella murió.

Orfeo, en angustiosa pena,
bajó hasta el profundo inframundo
para rescatar y salvar a la amada de la muerte.

La encontró, la tomó en sus brazos,
y con sus tristes cantos convenció al dios Hades
para volver con ella al mundo de los vivos y de la dicha.

Una fatídica condición
impuso Hades. Orfeo no debía mirar
a la amada, hasta que la luz de la tierra la bañara.

Una traicionera sombra
apenas si cubría el pie de la bella
cuando la miró el amado. Y así, todo fue oscuridad y muerte.

Orfeo, triste y derrotado,
murió en alguna de tantas luchas y batallas.
encontrando a Eurídice por fin en el reino de la eternidad.

 

La película fue muy aclamada. Ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1959, y en 1960 los premios Oscar y Globo de Oro a la mejor película en lengua extranjera. Está escenificada totalmente en el ambiente del Carnaval de Río de Janeiro, tal como se vive ardorosamente en los barrios populares de las colinas cercanas al Pan de Azúcar, habitadas en su mayor parte por personas de herencia africana, ricas en tradiciones musicales. La danza y el movimiento corporal protagonizan la cinta, tanto o más que las personas y llevan a los espectadores a experimentarlos cercanamente, dada la excelente fotografía, la forma en que se encuadran los paisajes con las personas, y la naturaleza de los diálogos. Las pequeñas historias entrelazadas con la trama principal son como versos de un gran poema musical, coreografías de una danza continua, pegajosa y emocionante.

Fotograma de Orfeo negro

Orfeo, que así se llama el protagonista, es alegre, trabajador, amoroso y enteramente musical. Todos le quieren y le admiran. Unos niños del barrio, que lo idolatran, creen que sus canciones hacen salir el sol. Y es que en verdad Orfeo se levanta a cantar al amanecer, y sus cantos, durante las fiestas tradicionales de febrero, son mañanas de carnaval, que interpreta desde las colinas, con el sol naciente, a lo lejos, surgiendo más allá de las míticas playas de Río. Eurídice, que así se llama también la hermosa protagonista, es una joven que viene del campo a la ciudad, huyendo de una fatídica amenaza, a visitar a su prima, en el barrio de Orfeo. Como era de esperar, se enamora de Orfeo al oírlo cantar con su guitarra, en una suave voz, romántica y dulce, adornada con las miradas risueñas y confiadas, de él y de ella. Surge, inevitable, entre ello, el sol naciente del amor.

Orfeo negro, fotograma

Naturalmente no debemos narrar la trama que se desencadena, carnavalesca, alegre y trágica, que como en el mito griego, conduce a la felicidad y a la muerte, a un viaje al inframundo como se recorre en las prácticas de santería de los negros, a mujeres serpientes que pican azotadas por los celos. Lo que sí debemos hacer, es recomendar que visionen este clásico que ha resultado de la colaboración entre Brasil Y Europa. Podrán ver de cerca el mundo del carnaval, el mundo popular, las casas de las gentes, sus costumbres, las comparsas, las competencias entre ellas, la forma en que todos en el barrio viven esos momentos únicos y el impacto que ello tiene en sus vidas. Y seguramente podrán acercarse al amor que nace al calor de la música sentida, que se enciende en los corazones de los enamorados.

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Cartel de OrianaAlgo que hace fascinante a Oriana (1985) son las diversas películas que pueden descubrirse en ella. El filme por el que Fina Torres ganó la Cámara de Oro en el Festival de Cannes, basado en un cuento de la escritora colombiana Marvel Moreno, relata el recuerdo de la protagonista de lo que sucedió en el fin de su infancia, cuando tuvo su primera experiencia con los misterios del amor. Pero eso se combina con una historia del género del misterio en una casa antigua, llena de ruidos extraños, en la que merodea el que parece ser un fantasma, con un armario que guarda un cofre con pistas y objetos del pasado que son desenterrados. Hay también una relación incestuosa y dos asesinatos, y el lugar común del cine de terror de las fotos con los rostros borrados. Junto con eso están los problemas de las diferencias de sexo, de raza y de clase social, que se conjugan en una crítica del poder patriarcal con referencias a la Venezuela de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935).

Oriana tiene además un sentido simbólico, que se hace evidente en la ausencia de explicaciones para la llegada de la María adolescente a la hacienda en la que vive su tía. Es un relato alegórico de iniciación sexual como el cuento de Moreno, en el que el personaje de Oriana es la iniciadora, la que pone frente a la joven las pistas para que llegue al descubrimiento del amor. Finalmente está la referencia al Amadís de Gaula, el libro de caballería español (1508). De allí no sólo viene el personaje del título sino además el Doncel del Mar, que arroja luz sobre el joven misterioso con el que descubre el amor María. También es la base de la contraposición simbólica entre los caminos para encontrarse a uno mismo que abre el amor, que son algo que está relacionado con el mar en el filme, y los asuntos de la propiedad y de la tradición, que están ligados a la tierra.

La historia comienza con la noticia de la muerte de Oriana y el regreso de María a la que fue la casa de su tía en Venezuela, la cual ha recibido como herencia. Llega acompañada de su marido francés, habla español con marcado acento, y dice que no recuerda dónde está la casa y que tampoco conoce a Sánchez, el sirviente que acude a recibirla. María no sólo es una mujer que parece haber ido perdiendo la lengua materna y los recuerdos de la adolescencia: una secuencia anterior al viaje, que muestra a la pareja en la cama, así como la actitud de ambos en el automóvil y al llegar, ponen de manifiesto que el matrimonio está minado por el hastío, lo que incluye la pérdida de interés sexual. Es como la pareja de Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954), filme en el que el viaje a una propiedad heredada en otro país desencadena una crisis que lleva a replantearse su vida a la protagonista. Al igual que ocurre en la película de Roberto Rossellini con la visita de la señora Joyce a una catacumba llena de huesos y el descubrimiento de los restos de una pareja romana, abrazada al morir en la erupción del Vesubio, la muerte, en este caso de la tía Oriana, llama a hacer inventario de lo vivido. Lo señala Igor Barreto en el comentario del filme publicado en la revista venezolana Imagen (“Apuntes de un espectador de Oriana”, diciembre de 1985).

fotograma de OrianaEl llamado a recuento pone de manifiesto que algo falta en la vida de la María adulta. Se evidencia igualmente en su rigidez corporal y en la poca expresividad de sus gestos. También en su manera de vestir de mujer casada y de posición acomodada. Pero al entrar en la casa ella comienza a recordar, y a transformarse también, como lo presagian los acordes que suenan cuando cruza el umbral. María sorpresivamente sabe dónde está escondida la llave del piano, puede tocar las notas de una pieza que trató de enseñarle Oriana, y recuerda cuál era el cuarto de la tía, entre otros detalles que se van revelando en su recorrido por la casa.

El recuerdo de lo ocurrido en la hacienda hace que se descubra el parecido de la María del presente con la Oriana del pasado. Entre la historia de ambas hay, además, un paralelismo en lo que respecta a su iniciación sexual en la hacienda, aunque tienen distinto desenlace. En una secuencia del comienzo, cuando María entra al cuarto de la tía, su punto de vista se confunde con el de ella, y ese pasar de una perspectiva a la otra se mantiene a todo lo largo del filme. Pero en la secuencia del comienzo se adopta el punto de vista de Oriana en planos que se sabe que son subjetivos por el montaje, a diferencia del que muestra lo que ve María en el automóvil, cuando llega a la hacienda. La perspectiva de la tía es impersonal, lo que sugiere que en la identificación con ella también hay un principio de distanciamiento. Eso le da objetividad a su historia, aunque sea la narración de lo que María entiende que ocurrió.

El correlato de ello es que en lo que le sucedió a Oriana, a diferencia de lo que experimentó la muchacha, no hay cabos sueltos como la llegada sin explicaciones a la casa, ni ruidos extraños ni la presencia de un hombre que es como un fantasma. Causó una catástrofe, lo que también lo diferencia de la historia de María. Significó para la tía asumir las consecuencias de ser quien quería ser y amar a Sergio, un muchacho de condición social inferior y de color de piel diferente, en otras circunstancias históricas. Eran hermanastros, por lo que el desafío constituía, por violar un tabú, algo abominable. Oriana hurga profundamente en las llagas de una sociedad racista al plantear la pregunta de si el establecer relaciones con personas de estatus y características diferentes no es visto como algo tan contrario al orden natural como acostarse con un hermano. Sugiere que el racismo puede manifestarse como una repulsión análoga en su intensidad a la que rodea el incesto. En consecuencia, superarlo puede ser más difícil que lo que la racionalidad ingenua supone. Ese es el planteamiento social de un filme que a primera vista pareciera no ser expresión de tales inquietudes, y como respuesta, el fruto de esa unión resulta ser en la película perfectamente natural, a pesar del temor científico.

Oriana de Fina TorresAbominable es también que Oriana se haya descubierto a sí misma, con sentimientos, una sexualidad y una necesidad de pareja que buscan realizarse en un mundo que estaba bajo dominio masculino. La tiranía se manifiesta en el hecho de que el padre está autorizado a cruzar las barreras infranqueables para la joven. Engendró a Sergio con una mujer desconocida pero de las mismas características que hacían del joven un amor prohibido para Oriana, y lo trajo a vivir con sus hijas legítimas. El retrato que hay en la casa, que lo representa con una banda que lo distingue como jerarca político o militar, vistiendo liquiliqui, un traje típico de Venezuela, redondea la crítica del hombre fuerte: es el que establece con su poder un “orden” político, social y sexual al cual no está sujeto. No se trata, además, de un poder masculino en general, sino el de un hombre en particular, que somete a otros hombres. Sergio, el hijo ilegítimo, lo sufre tanto como Oriana porque su presencia en la hacienda es un capricho. Se hace manifiesto en la secuencia en la que el padre le dispara a una lata que él sostiene en una mano. De esa manera le hace ver que podría matarlo en cualquier momento.

Un juego infantil de Oriana, en cambio, consiste en apuntar a su padre con un revólver. Eso también es significativo para el distanciamiento entre la María adulta y lo que recuerda de su tía, desde la perspectiva de una mujer que después vivió lejos de ese lugar. El conflicto de Oriana con su padre no sólo se expresa como rebeldía sino también como intentos de copiarlo. Su resistencia a llorar lo demuestra, y ver que no lloraba es algo que hacía feliz a su padre. El hombre fuerte era aficionado a cultivar flores, un rasgo que desentona con la dureza que manifiesta en el retrato, y Oriana también siguió sus pasos en ello. La admiración de la adolescente por la tía da un giro hacia la crítica en esos detalles, que hacen ver la profundidad de su prisión: aunque pudo librarse del encierro al que la castigó su padre, se quedó en la hacienda, cultivando más el resentimiento que el recuerdo de su único amor. Los objetos que elaboró Sergio para ella están abandonados o enterrados, pero Oriana no deja que falte nunca, frente al retrato que infunde miedo de su padre, un ramo de las flores que él odiaba.

La esencia del giro que se da en Oriana al problema del encontrarse a uno mismo es apropiarse de aquello que hay de herencia en la persona que se desea ser, sin terminar prisionero del pasado, como la tía, y sin hacerle trampas, como Oriana dice que hacía la madre de María. Una dificultad es que eso no sólo requiere voluntad de cambiar sino también del destino que lleva a María fuera del país de hacienda, a Francia, y que la trae de vuelta por la muerte de su tía. La valentía necesaria es la de hallarse de nuevo, en una iniciación como la que propició en la adolescencia su tía, al juntar otra vez lo que se había dispersado en el olvido y que vuelve por razones tan misteriosas como fue la experiencia de descubrirlo. “Ellos regresarán si los quieres de verdad”, le dice la tía a la María adolescente, en referencia a los recuerdos. Pero agrega que cerrando los ojos se ven mejor, porque para ella sólo puede ocurrir en la memoria, sin que su vida cambie. El caso de María es diferente: la autenticidad es lo que puede ser recompuesto cuando el destino lo propicia, a pesar de los cambios y también por causa de ellos. Es como en la novela de caballería, en la que el Doncel del Mar se convierte sucesivamente en Amadís, Beltenebros y el Caballero de la Verde Espada para volver a ser Amadís al final, aunque Oriana deja el final abierto en lo que respecta al amor.

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PerdicioncartelEl director austriaco Billy Wilder, en lo que sería su tercer largometraje americano como realizador, se atrevió con el recién nacido cine negro, en su película Perdición, tomando como punto de partida una novela de James M. Cain, a través de un guion elaborado por Raymond Chandler, y por él mismo. El filme destaca, principalmente, en sus afilados diálogos, por la interpretación de Barbara Stanwyck como una pérfida mujer fatal, que nos atreveríamos a incluir entre las mejores (desde luego, no será por falta de competencia), y también sobresale el largometraje por su fotografía, ese blanco y negro de claroscuros que llega a envolver la obra de una densa áurea, en un tono brumoso de pesadilla, acompañada de un ritmo ágil, seco y preciso, que arranca de la sombra de un hombre con muletas, que se va acercando a la cámara, hasta llegar a engullirla.

La historia se inicia en sus momentos finales, cuando Walter Neff (Fred MacMurray), tambaleándose en la noche, llega a su lugar de trabajo, una compañía de seguros en donde desarrolla funciones de vendedor, y a través de un dictáfono, aparato de grabación interna que por cierto, visto en la actualidad, parece salido de una caverna, se dispone a narrar a su compañero y amigo Barton Keyes (Edward G. Robinson), jefe de siniestros de la empresa, los desagradables y terribles acontecimientos ocurridos desde finales del mes de mayo de 1938, cuando conoció a Phyllis Dietrichson (Barbara Stanwyck), hasta ese mismo instante, 16 de julio del mismo año. En ese primer momento, Neff ya confiesa que los actos criminales que ha realizado los ha cometido por dos motivos: por dinero y por una mujer, y no ha conseguido obtener el dinero ni tampoco a la mujer.

Perdicionfoto1Estamos ante la comisión de un asesinato desde su misma concepción, siguiendo los actos de su ejecución y culminando en las consecuencias posteriores. Tres actos perfectamente diferenciados, que se siguen con un largo flashback, interrumpido en ocasiones con la voz en off del protagonista, y algunas imágenes del mismo en el presente. La acción se desarrolla en la ciudad de Los Ángeles, con predominio de dos interiores: el primero, la casa de estilo hispano de Phyllis, con esa escalera que nos separa del deseo, y un salón funcional, en donde las sombras destacan, aunque para ello haya que jugar con cortinas o persianas, dando un aspecto entre lóbrego y tenebroso al lugar; y el segundo interior, la propia compañía de seguros, situada en un edificio, entre dos plantas. En la primera, y rodeando a la que está en el piso inferior, se encuentran los despachos de los más afortunados de la empresa, los que han conseguido un reconocimiento y cierto éxito en su trabajo, y en la planta inferior, sin esconderse como fracasados del sueño americano, aparecen muchos empleados en un decorado con sala única, que recuerda a la oficina de Jack Lemmon en El Apartamento (The Apartament, 1960), también de Billy Wilder y también una compañía de seguros, pero esta vez en Nueva York.

Perdicionfoto2Barbara Stanwyck realiza una interpretación soberbia, dominante, con esa mirada perversa, esa media sonrisa malévola que no esconde ni en los peores momentos, con una tranquilidad frente a las adversidades, propia únicamente de verdaderas arpías, podrida por dentro, como ella misma reconoce, consciente de su poder sexual y de su ambición ilimitada. Mención especial y destacada merece esa horrenda peluca rubia que le endosaron durante toda la película, lo que, además de fría y calculadora, le hace parecer ordinaria. Fred MacMurray solo había actuado en comedias hasta ese momento, pero dentro de un punto de ligereza en la interpretación, concuerda con ese carácter de hombre dominado por su pasión sexual, por sus ambiciones económicas, débil y engañado recurrentemente, aunque pretenda o alguien le diga, Edward G. Robinson concretamente, que es el menos tonto de entre los tontos. Dominada por una tigresa sin escrúpulos, el fetichismo es el que hace saltar la electricidad en un primer momento, esa pulsera que rodea el tobillo de Phyllis, mientras desciende por la escalera con sus tacones, y cubierta con el atuendo con el que rápidamente se ha vestido, tras haber estado ocupando su tiempo con un “baño de sol”. Por su parte, Edward G. Robinson, eficaz y hasta dulce interpretando a un concienzudo empleado que va tras el fraude, tanto con su inteligencia, como con sus estadísticas y sus presentimientos (llámese enanito que lleva dentro). Merece destacarse la relación especial que se establece entre los dos protagonistas masculinos, ese trato de maestro/alumno, y a la vez padre/hijo, relación mostrada con cariño y afecto, que se termina materializando siempre en el encendido de la cerilla con los dedos, aunque en la última escena la habilidad cambie de personaje, mientras a lo lejos escuchamos las sirenas de los coches.

Perdicionfoto3Los diálogos, como ya se ha adelantado, resultan directos, sensuales, atinados y provocativos; sirva como muestra cuando parece que se ha rebasado el límite de velocidad del estado, comparándolo con el rápido acercamiento personal, o se visita a alguien para devolverle el sombrero que no llevamos. E igualmente destacan presagios, como considerar que ya estamos muertos porque no escuchamos nuestras pisadas, o la asociación del asesinato con el olor de la madreselva.

Creemos que nos enfrentamos a una obra absolutamente inspirada, en donde no le sobra nada, ni tampoco le falta el final que ya tenía preparado y filmado Billy Wilder, con el protagonista en la cámara de gas, apéndice en realidad innecesario a la vista de los acontecimientos. Estamos ante un filme que juega con el realismo, al que su autor ha pretendido dar aires de noticiario, y de veras que lo ha conseguido, con ese polvo que parece suspenderse en las habitaciones cerradas, o ese supermercado repleto de latas en donde pretendía esconderse la pareja protagonista. Por cierto, a causa de las restricciones de alimentos en plena Segunda Guerra Mundial, y a pesar de contratar a guardias de seguridad para que se apostaran en la puerta del comercio, desaparecieron una lata de melocotón y cuatro pastillas de jabón, auténticas, claro. En cuanto a otras anécdotas, es famosa la puerta del apartamento de Neff, que milagrosamente se abría hacia afuera. Billy Wilder se dio cuenta del error una vez filmado, consideró que no quedaba desacertado, y no quiso corregirlo.

Perdicionfoto4La obra, además de resultar una crítica sobre la búsqueda suprema norteamericana del sexo y el dinero, nos deja reflexionando sobre dónde tienen el cerebro algunos hombres, porque basta con ponerse una pulsera en el tobillo y lanzar cuatro ácidos comentarios para hacer de ellos meros muñecos, y comparsas de caprichos y conveniencias. Parece que estamos ante una película de siempre y para siempre, un entretenimiento repleto de veneno, de vertiginosas acciones que no necesita de ninguna cámara en mano nerviosa para interesarnos y asombrarnos. A pesar de la voz en off de Walter Neff que va salpicando todo el relato, y en consecuencia, narrándonos los acontecimientos desde sus propias sensaciones, temores y miserias, el realizador parece que no siente empatía con ninguno de sus personajes, acaso con el triste jefe de siniestros, y nosotros, como espectadores, tampoco. Quizás, es posible, que a todos nos entre cierto pesar si nos detenemos en esa pobre huérfana, Lola, que se quedó sin madre, le han hecho desaparecer al padre, y ya veremos que pasa con el novio, Nino Zachetti, que por cierto, tiene un nombre de mafioso italiano, que despierta poca confianza.

En los últimos números de la revista, nos hemos detenido en acercarnos nuevamente a varios largometrajes excelentes que se produjeron en el año 1944 en Estados Unidos: Laura, de Otto Preminger, La mujer del cuadro (The Woman in the Window), de Fritz Lang, Luz que agoniza (Gaslight), de George Cukor, Tener y no tener (To Have and Have not), de Howard Hawks, y el que nos ocupa de Billy Wilder, Perdición (Double Indemnity). No queremos ni podemos destacar algunos de ellos sobre otros. Consideramos que todos  merecen permanecer en la cúspide de la historia de la cinematografía.

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Póster promocional de Picnic en Hanging RockExiste un mito clave en el pensamiento místico de los aborígenes australianos, el que hace referencia al Tiempo de Sueño. Habla sobre el momento de la creación de la existencia, que procede de una suerte de realidad entre mundos, de donde proceden todas las cosas que, antes de ser en el plano físico, fueron soñadas en este tiempo más allá del tiempo.

Allí es donde parece que desea llevarnos Peter Weir con su obra maestra, un cuento onírico basado en un hecho real que conmocionó a la sociedad australiana de principios del siglo XX.

El día de San Valentín de 1900, un grupo de señoritas educadas en un recto colegio femenino de aires victorianos, se prepara para un día de picnic en la falda de Hanging Rock. Durante lo que se prometía como una plácida jornada, tres alumnas y una de las tutoras desaparecen sin dejar ni rastro, lo que provoca un terrible impacto en los implicados en la búsqueda de las chicas.

Weir nos pasea por los pasillos del colegio, nos invita a que nos metamos en las habitaciones de las protagonistas. Nos revela el horno a presión que provoca una educación basada en la represión de los más naturales sentimientos adolescentes, que las chicas convierten en una fantasía romántica de poemas y ensoñaciones. Algunas de las habitantes de la enorme mansión sienten esa clase de emociones más allá de la amistad, un amor prohibido por todas las convenciones sociales propias de una época cercenada por el que dirán.

Weir muestra más con miradas y silencios que con texto insustancial, pero cuando surge la palabra, aparece llena de significado y simbolismo, secretos y misterio que nos llevan a la reflexión interna acerca de la desaparición de las chicas, presas del embrujo de Hanging Rock, inmersas en una somnolencia extraña y neblinosa, cercana a un ritual totémico. El tiempo, incluso, parece que llega a pararse de verdad, y el sueño místico embarga a todos los presentes en la falda de la montaña.

Las protagonistas del picnic

Pero la desaparición no es más que el principio de un extraño viaje hacia la oscuridad de una comunidad entera. La búsqueda de las muchachas se convierte en una obsesión que roza lo malsano, las pasiones se desatan y los secretos cobran trágico sentido mientras un pequeño mundo se descompone. No hay piezas que den forma al rompecabezas, sólo preguntas, misterio y silencio. Weir se viste de poeta; sugiere, nunca muestra; la imaginación del espectador es fundamental para entrar en el luminoso juego que propone esta película, de sol deslumbrante, aridez rocosa, elegancia de alta sociedad engullida por la naturaleza indomable.

La importancia no radica en la búsqueda de las desaparecidas, trama que serviría para sostener una película mucho más débil, pero en este maravilloso film es la excusa para que nos asomemos a las luces y sombras de una comunidad y una forma de vida. Weir escoge la calma, un sosiego tenso adornado por una colección de bellas imágenes, excelentes decisiones estilísticas, un entendimiento del espacio soberbio, armado con una cámara que sigue el ritmo de los personajes.

La luz espectral de Hanging Rock

Fluido, orgánico, el movimiento viene marcado por la acción, sin resultar forzado o estridente. Convierte a la montaña en un protagonista más, incluso hay momentos que parece que es Hanging Rock el que nos presta su ojo, o escuchemos el susurro de las chicas entre las estrecheces de las rocas porque así lo quiere el lugar. Nos invita al rellano de ese otro mundo del que es puerta. Porque, más allá, el siguiente paso, es un secreto que solo comparte con las chicas que se pierden en el sueño.

Weir nos regala una película maravillosamente filmada, con momentos de gran belleza estética, composiciones y planos estudiados al milímetro, afinados por la potente naturaleza australiana. Pero Weir es de esa clase de directores que entiende que una sucesión de planos hermosos no construye una película, que lo importante es la narración, la implicación del espectador, el retrato del ambiente destructivo que se instala en los corazones de personajes arrastrados a un misterio que los supera.

Weir pasea entre el realismo y un mundo mágico y tenebroso.

No busca respuestas, no pretende una solución al misterio. Eso es para otra clase de películas.

Pero no para Picnic en Hanging Rock.

 

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Una película de Sergio LeoneAunque no es, ni mucho menos, el primer western europeo, Por un puñado de dólares sí va a ser el primer gran éxito del género, la primera incursión en él de Sergio Leone, que firmaría, tras este film algo más modesto, una obra maestra tras otra, si exceptuamos la irregular Agáchate, maldito(Giù la testa, 1971): La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), El bueno, el feo y el malo(Il buono, il brutto, i    l cattivo, 1966), Hasta que llegó su hora(C’era una volta il West, 1968) y la crepuscular Érase una vez en América(Once Upon a Time in America, 1984), que ya no es un western, sino una película de gángsters. Los ingredientes esenciales de la Trilogía Dólar ya estaban en Por un puñado de dólares, título que, no obstante, es mucho menos barroco y manierista que los posteriores.

Leone había trabajado como ayudante de dirección en las grandes superproducciones de Hollywood que se rodaban en Cinecittà y había firmado en solitario un peplum tan particular como El coloso de Rodas (Il colosso di Rodi, 1961), donde ya aparecía esa violencia atávica que después se convertiría en marca de la casa. Ahora bien, es en Por un puñado de dólaresdonde se encuentra, al menos concentrada, la fórmula que después llevaría a su máxima expresión en sus westerns posteriores.

porunpunadodolaresrepor6jlPor muy innovadora que pareciera Por un puñado de dólares, la verdad es que buena parte de sus rasgos estilísticos ya los habían ofrecido los grandes directores americanos en sus últimas películas del oeste. Filmes como Centauros del desierto(The Searchers, John Ford, 1956), Forty Guns(Samuel Fuller, 1957), El hombre del Oeste(Man of the West, Anthony Mann, 1958) e incluso Vidas rebeldes (The Misfits, John Huston, 1961) no se encuentran tan lejos del mal llamado spaghetti‑western. Es más, hay un título que resulta fundamental si queremos establecer la genealogía de Por un puñado de dólares; se trata de Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953), un clásico que Akira Kurosawa citaba entre las fuentes de El mercenario(Yojimbo, 1961).

por_un_punadoEn realidad, Por un puñado de dólareses una suerte de traslación del argumento de El mercenarioa un pueblo de la frontera mexicana llamado San Miguel, donde dos familias, los Baxter y los Rojo, se enfrentan por el control del lugar cuando llega un extraño hombre sin nombre (Clint Eastwood). Se trataba de una relación parecida a la que se estableció entre Los siete samuráis(Shichinin no samurai, Akira Kurosawa, 1954) y Los siete magníficos(The Magnificent Seven, John Sturges, 1960), salvo por el hecho de que Leone no le pidió permiso al gran director japonés, lo que originó un litigio que acabó en los tribunales cuando la película ya se había convertido en un auténtico éxito de taquilla.

El gran acierto de Por un puñado de dólareses concentrar en una misma película algunos rasgos que antes podíamos encontrar dispersos: el paisaje inolvidable de Colmenar y Almería, casi más árido que el desierto mexicano; la música de Ennio Morricone, que lleva hasta el paroxismo el tema del degüello que había empleado Dimitri Tiomkin en clásicos como Río Bravo(Howard Hawks, 1959) o El Álamo(The Alamo, John Wayne, 1960); y la aparición de un personaje movido casi exclusivamente por la ambición y el dinero, que habla poco y dispara mucho, que viste un poncho y fuma un cigarrillo toscano. Leone orquesta una danza de la muerte en la que el extranjero –a veces llamado Joe, sin más– provoca un enfrentamiento entre las dos grandes familias y las aboca a su desaparición, tal como ocurría en El mercenario. Gian Maria Volonté, por su parte, en el papel de Ramón Rojo, da una réplica impecable al personaje de Clint Eastwood, anticipo de su futuro enfrentamiento en La muerte tenía un precio, acompañados ya por el imprescindible Lee Van Cleef.

Jpor_un_punado_de_dolaresuan Gabriel García ha resumido así los ingredientes de los westerns de Leone: intertextualidad, violencia extrema, ausencia de héroes, picaresca, hiperrealismo, fetichismo, música, paisaje e individualismo, entre otras lindezas. Es, desde luego, la receta con la que se ha cocinado Por un puñado de dólares, un cuento terrorífico y alucinado para adultos. En definitiva, se trata de un western italiano rodado en España, que se basa en una película de Kurosawa que adapta, a su vez, una novela de Dashiell Hammett, Cosecha roja. ¿Alguien puede dar más? La respuesta es clara: Leone pudo, pero este fue el principio de una forma nueva de hacer westerns, que el propio Eastwood empleó después en sus películas como actor y director.

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Cartel de la película PsicosisAlfred Hitchcock es uno de los directores de cine que más admiro y una de las personalidades que más tiene que ver con mi afición por el cine. Recuerdo bien la serie de programas de televisión Alfred Hitchcock Presenta, en la cual regalaba detalles especiales e íntimos sobre la naturaleza del cine y sobre la forma en que el director se relaciona con los espectadores. Quedé, desde entonces, con la sensación de que los espectadores guardamos una estrecha relación con el cine, que somos muy importantes, ya que nuestra capacidad de interpretación es vital para completar la película y para dar sentido a la misma. He visto una par de veces Psicosis, considerada como una de sus obras maestras, y nunca ha dejado de sorprenderme. Elaborada en blanco y negro, con un presupuesto muy bajo, recibida con poca aclamación por los críticos en sus inicios, pasó a convertirse en un éxito popular, tanto en Estados Unidos como en Europa. Ahora la he visto de nuevo, con la intención de escribir esta crítica, que se constituye en un reencuentro para mí con este director, que me lleva a la intención de recorrer, poco a poco, las obras que me faltan de su extensa filmografía, que estoy seguro, me va a deparar muchos momentos intensos e inolvidables.

Psycho. ImagenIntensa e inolvidable es la experiencia que nos depara Psicosis. Se trata de un recorrido por todos los recovecos del buen cine: el diseño, la actuación, el montaje, el guion, la música, la escenografía, la fotografía, la dirección, el manejo de cámara, la innovación, la historia que se cuenta y la que queda oculta para que el espectador descubra.

Escena de la ducha de PsicosisSobre la actuación hay que decir que, debido a la naturaleza misteriosa de la historia y a la forma en que se nos la cuenta, no hay grandes espacios para el protagonismo individual. Janet Leigh, la artista principal, cuya escena de muerte en la ducha es un icono del cine, solo actúa durante una tercera parte de la película; sin embargo, es evidente la maestría que se advierte en su mirada preocupada, en su acosado periplo de carretera bajo la sutil persecución de un carro policial, en sus diálogos llenos de insinuaciones y de pequeñas pistas sobre lo difíciles que son las cosas cuando se anhelan la tranquilidad y la sencillez; en la famosa escena de la ducha, somos testigos del paso desde la momentánea e íntima felicidad y confianza que nos confiere el contacto con el agua tibia y amorosa, hasta la brutalidad y la crueldad de una muerte injusta y atroz. Acá son vitales el diseño, el manejo de la fotografía y de la cámara. La sangre y las manos se convierten en protagonistas de una escena que se vive en buena parte en la mente del espectador, ya que la cámara nos ahorra, no solamente el contacto directo con el cuerpo destrozado por el arma, sino también los gestos del asesino y de la víctima. Anthony Perkins representa al psicótico Norman, dejando ver todo el extenso espectro de personalidades que va desde el amistoso interés y la curiosa inocencia hasta la malicia y la doblez del asesino en serie; pasan por la mente del personaje el enamoramiento, la confianza, la acogida, los celos, los miedos, el fingimiento, la planeación y la improvisación; de todo esto nos damos cuenta a medida que pasa el tiempo y se nos van revelando los detalles de su compleja realidad. Lo interesante es que ya los vamos descubriendo en la actuación misma, a partir de las posiciones corporales, los ojos y las sonrisas de Norman.

Psycho, fotogramaHitchcock juega con lo podríamos llamar la múltiples interpretaciones, las que asumimos como espectadores y las que experimentan los diversos protagonistas que se ven arrastrados, como nosotros, a explicar qué es lo que está pasando. Es un maestro de las hipótesis, que van siendo delineadas a través de la actuación, del guion y de los objetos que él escoge para llamar la atención: Una extraña habitación adornada con pájaros disecados; una misteriosa casa, de aspecto gótico, situada al fondo, en una colina, con una mujer sentada y siempre vigilante, su sombra, se nos dice, insinuada en la ventana; un par de cuadros de pájaros en el muro de la habitación del hotel donde suceden buena parte de los hechos; los números de las habitaciones, sobre los cuales recibimos detalles como si se tratara de claves; las placas de los carros; las cantidades de dinero, sus sumas y sus restas; un motel en perfectas condiciones, sin clientes, abandonado en una carretera secundaria, atendido por un único personaje, que no solamente tiene varias personalidades, sino que lo cuida con esmero, por años y años. Residen, en estos juegos de atención con objetos, algunos de los mayores poderes de este maestro del cine. Y lo logra en buena parte a base de diseños cuidadosos, en los cuales se presta total atención al detalle, que nos lleva a ser observadores curiosos, dispuestos a dejarnos llevar, seguros de que habrá una interpretación inesperada y novedosa, que, a pesar de nuestros esfuerzos y de nuestra perspicacia, nos va a sorprender.

Psicosis, de Alfred HitchcockLa música apenas se insinúa, como cuando vemos una imagen de un disco de vinilo de la Heroica, de Beethoven, en espera de ser tocado en la casa misteriosa, que nos lleva a escucharla sin que suene. Pero bastan esos chirridos (más que sonidos) de violines, violas y violonchelos que anteceden a los ataques de cuchillo, para que se nos quede la imagen musical de este filme. Como se nos quedan las varias historias que nos cuenta: la de la novia joven y bella que cae atrapada por la ilusión de contar con dinero para casarse o para irse, alternativamente, hacia una isla lejana; la del novio distraído e indiferente que se convierte en atrevido protagonista; o la de la hermosa hermana, que inteligente y decidida, fuerza el desenlace del drama; o la de un desafortunado y bonachón investigador privado que se mete a resolver misterios superiores a sus fuerzas; o la de un fajo de billetes que es la razón de toda esta historia y que, en últimas, para nada cuenta. O la historia que subyace detrás de todo y que se nos relata con lujo de detalles, por cuenta, no tanto del siquiatra que la narra, como por efecto de la socarrona dirección, que se ha divertido inmensamente al contarla y realizar este filme.

 

Trailer:

 

(teatral)

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Hay obras que traspasan el valor temporal de su existencia y se convierten en símbolos de toda una generación o hasta de lo que su género (o también su medium) puede producir. Obras que, en otras palabras, funcionan en cuanto demostración de lo que se puede llegar a producir una vez se haya analizado el instrumento y se lo haya llevado a cimas que parecían imposibles de alcanzar. Por supuesto, en la totalidad de un universo que se expande y que contiene billones de estrellas, satélites y planetas, lo que un simio sabe hacer para que sus hermanos y hermanas puedan tener cierto placer intelectual poca importancia tiene, y, como siempre se ha sabido, todo es arena y todo se consume hasta la desaparición. Sin embargo, mientras tanto hay que gozar y disfrutar de lo que se nos ofrece entre nosotros, en una especie de auto-imposición de un valor estético (o lo que sea) gracias al cual poder decir “¡qué vida me he pasado!” (para algunos la cuestión no es así sencilla, por supuesto, ya que el grito este funciona sobre todo si nuestro cuerpo no tiene problemas, mientras que parte de nuestra humanidad sí los tiene, y no hay que olvidarse de ella).

La de Pulp Fiction, entonces, es una experiencia necesaria, una especie de bautismo laico que nos invita a analizar el valor de la obra de arte fílmica y el de los productos de los años noventa. Posmoderna, quizás, según algunos autores, aquí se prefiere utilizar otro tipo de análisis y se subraya el efecto increíble de la estructura episódica de la película en su puro bizantinismo irónico. Y es así que lo que parece tener un momento inicial y un momento final se desvela en su complejidad narrativa, capaz de ir más allá del flujo temporal, abriéndose y cerrándose sobre su propia arquitectura, proponiendo al espectador la necesidad de convertirse en un sujeto activo para darles sentido a las imágenes que ve moverse en la pantalla (grande o pequeña, da lo mismo). Todo esto porque, efectivamente, la propuesta narrativa no es lineal y juega tanto con los flashforward como con los flashback, otorgándole a la película un sentido que va más allá de la simple cuestión del desarrollo de un cuento de por sí preciso y claro. Si de interactividad se puede hablar, es aquí donde tenemos que darle un sentido a cada momento que se superpone al otro.

Verdad es que este desfase del montaje se traslada también a la estructura de los personajes, todos horribles en cuanto seres humanos, pésimos ejemplos y por esto, quizá, perfectos para el tipo de curiosidad que nace en nosotros para ver qué tipo de vida pueden llevar los parias de la sociedad burguesa o media. Cada cual, obviamente, con sus ademanes, su manera de hablar, de moverse, de respirar, llegando así a construir un cuadro general de diferentes matices, claroscuros y pinceladas, el cual nos permite ver cuán grande puede ser el abanico del ser humano dentro del marco de un mundo obviamente pulp. Se convierten, entonces, los personajes en seres mitológicos para el mundo del cine, seres que logran ser lo que son no por cuestiones de profundidad de su mensaje, sino porque están bien escritos y encajan perfecta y cuidadosamente en el mundo que se nos propone delante. Agudeza psicológica, por supuesto, pero también conocimiento del cine, del arte de narrar y de cómo lo horrible, lo grotesco, llega muchas veces a tener más atracción que lo hermoso, lo limpio.

Pulp Fiction es, entonces, una película que ha sido creada para ser una película. Tautología para algunos, juego lingüístico para otros, esta definición quiere subrayar cómo Tarantino y Avary han intentado hablarles a los que aman el cine creando una obra cuya estructura sepa utilizar los recursos que el ojo de la cámara le ofrece al director. Y es también una película que sabe ser basura en cuanto elemento del cual extraer un valor no tanto virtuosamente artístico, sino (lo cual es mucho más importante, Ford docet) concretamente artesanal, como el de los escritores de cuentos de poca profundidad capaces de atrapar a un gran público con sus personajes elementales y atípicos. Es, por supuesto, una obra imprescindible para entender la historia del cine y no puede sino ser vista una y más veces para analizar el don narrativo-estructural del que está llena hasta su médula. Una obra capaz de ser un producto tanto de su tiempo como también, absurda y obviamente, de cualquier otro, en la larga y finita (si bien nos parece imposible que termine) historia de la futura humanidad.

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Lo paródico, en su sentido de cambiar el aspecto de solemnidad de una situación, conlleva una afirmación de la bondad intrínseca del acto de reconocer (y no solo) la inutilidad de la existencia humana. Se basa, en otras palabras, en una voluntad de cambio de punto de vista, de demolición de aquellos elementos sociales, culturales y políticos que manifestarían una necesidad de sacralizar lo que, efectivamente, solo es un producto del ser humano (y, por esta razón, resultado de un razonamiento por parte de una o más personas que, como todos, tienen que ir al cuarto de baño para producir lo mismo que todos producimos, sin diferencia en lo que al color y al olor se refiere). Se supone también que lo paródico, mezclado con el cinismo y lo grotesco, puede representar un momento de carácter discursivo con el cual demostrar que no solo nuestra vida es inútil en relación con la infinita indiferencia del universo (cuestión cosmológica que derrumba el principio antropocéntrico), sino que las estructuras sociales humanas son, en definitiva, simples juegos infantiles que nos ahondan en una red de interrelaciones imaginarias.

La historia italiana se inserta en lo que podemos definir con la palabra “caos”. Difícil hablar de una nación, ya que Italia nunca existió antes de la conquista de los reyes sabaudos en la segunda mitad del siglo diecinueve, conquista que si para Garibaldi hubiera tenido que llevar por lo menos a algo parecido a una república, en realidad afirmó la voluntad de poder salvaje que las clases dirigentes albergaban en sí. Quizás por esta falta de unidad que nunca había existido antes, Mussolini tuvo cierta libertad en lo que a su dictadura se refiere, una dictadura horrible de la que Italia salió sin saber bien lo que había pasado exactamente. El amor por el fascismo sigue hoy en vida (de formas diferentes, desde las más descaradas hasta las de “closet”), así como seguía durante los años cincuenta, sesenta y setenta. El juego de Monicelli con esta película, entonces, parte de la lectura en clave paródica y cínica de uno de los golpes de estados más idiotas de la república italiana, el llamado “golpe Borghese”. El golpe, obviamente, fracasó, sin embargo el sentimiento de peligro y de inestabilidad política continuó viviendo durante mucho tiempo (y, a lo mejor, hoy en día sigue respirando).

Los protagonistas de esta película son todos viejos amantes de un período histórico cuya única esperanza de vida es la que se encuentra en los recuerdos. Nostalgia, entonces, por un mundo que fue y que se quiere que vuelva, el fascismo se basaría no tanto en la voluntad de arreglar los problemas de una sociedad, sino de establecer una pérdida de democracia de carácter infinito, la demostración de que no es necesario dejar al pueblo la posibilidad de elegir, sino que lo único que se pide es que sigan las reglas (las que deciden los dirigentes) sin que surja ninguna pizca de molestia (molestia no del pueblo, sino molestia para los que están arriba y que, efectivamente, de allí no se van). Buscan, nuestros héroes, personas que podrían funcionar como nuevos duci, lo cual los lleva a intentar una y otra vez hasta aceptar quello che passa il convento (o sea aceptar lo que hay y no lo que desearías). Lo grotesco, entonces, nace en la película de Monicelli de la consideración según la cual estos fascistas posbélicos son, en definitiva, un grupo de perdedores y de idiotas incapaces no solo de actuar correctamente, sino también de saber vivir en la modernidad del tiempo presente.

Sin embargo, el juego de Monicelli no termina en unos bordes que dejan paso solo a las carcajadas y a la demistificación del fascismo y, sobre todo, de los fascistas. Más allá de la parodia, esta película de 1973 se abre ante una consideración negativa de aquellos años sangrientos (metafórica y realmente) que llevaban a preguntarse si efectivamente la democracia y la república podían salvarse de las olas de destrucción dictatorial. La parte final de este cuento, de hecho, nos manifiesta la dificultad de escindir entre lo que realmente es un problema y lo que no lo es, y el sentimiento de deleite que hemos respirado durante el desarrollo de los eventos (basado en los elementos cínicos y grutescos) salta hacia una consideración más terrible, de carácter más real de lo que hemos sido espectadores. El fascismo en tanto elemento histórico, entonces, no puede volver, pero, sí, el fascismo en tanto forma mentis y voluntad de prevaricación nunca va a desaparecer; consideración deprimente, por supuesto, pero necesaria para que no bajemos nunca la guardia.

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Cartel de RatasSebastián Cordero dirigió la película Ratas, ratones y rateros. Fue estrenada en 1999. Es una película que marcó un hito en el cine ecuatoriano, aparte de ser una de las más exhibidas, con más de 135.000 espectadores en los seis meses que se proyectó en los cines del país.

Es del género de cine policíaco y drama e incorpora una estética de la marginalidad, algo similar a lo que estaba sucediendo en otros países latinoamericanos en esa época, como fue la película de Pizza, birra y faso, en la Argentina, y podría clasificarse dentro del Novisimo cine latinoamericano de entre siglos.

El film tiene algo de road movie, que nos logra mostrar un país históricamente dividido en sus regiones (Costa y Sierra), clases sociales, razas (mestizos oscuros y blanqueados) y generaciones con mentalidades diferentes. Si bien incorpora personajes y narrativas que no eran usuales del cine nacional, también hay propuestas cinematográficas en lo referente a modelos y ritmos narrativos no tradicionales en el Ecuador, pues Cordero estudió en Estados Unidos, en la prestigiosa Universidad de Southern California.

Considerando que es una ópera prima, tuvo éxitos internacionales con los siguientes reconocimientos: Mención Honorífica para el Director en el Festival de Cine de Bogotá (2000); nominada como Mejor Película en el Festival de Cine de Bogotá (2000); Premio a Mejor Edición en el Festival de Cine de La Habana (1999); nominada a los Ariel Awards (2001), a los Premios ALMA (2002), como Mejor Película Extranjera de Habla Hispana en los Premios Goya (2001); y se estrenó en 1999, en el Festival Internacional de Cine de Venecia.

Nos presenta una familia ampliada, que llega a traicionarse internamente. Parece formular la pregunta: ¿Hasta qué punto esta familia y los demás, en su entorno, representan al Ecuador?

El director presenta a propósito dos primos, que tendrán un choque intenso, provenientes de regiones y ciudades muy diferentes: Quito, capital del Ecuador, ciudad serrana, y Guayaquil, principal ciudad costeña. Salvador (Marco Bustos), personaje pasivo quiteño, parece simbolizar a un adolescente andino más reservado e inocente que su primo Ángel (Carlos Valencia), exconvicto  guayaquileño, que escapa de un crimen, con características de un costeño extrovertido, vivaz y delincuente consumado. El padre de Salvador (Antonio Ordoñez) representa a una figura de autoridad sola que no pudo orientar a Ángel. La abuela discapacitada refleja una figura familiar impotente y vulnerable. Y Carolina (Cristina Dávila), de otra clase social, con mayor poder y riqueza. Todo esto en un sentido metafórico, que nos conduce a reflexionar sobre la pérdida de inocencia de Salvador y la confusión de valores que comparte con sus pares.

Salvador es persuadido por su primo a involucrarse en una serie de delitos, en las que no solo arriesgan sus vidas, sino también las de sus seres queridos. Salvador pierde, al final, a su familia nuclear. El vestuario y maquillaje van a cumplir un papel articulador muy marcado, particularmente, en los personajes marginales, como Ángel, con piel oscura, pintado el pelo de rubio.

La actuación se vuelve intensa con roles subalternos o fuera de la ley, que quedan impunes, dentro de la moral y ante la justicia legal, y se caracterizan por una ambigüedad de valores. Estos personajes conectan con una “cultura popular” diferente del cine ecuatoriano pasado, que prefería vincularse a una “alta cultura”, parecieran salidos de una crónica roja real y cotidiana, vista a diario en la prensa y televisión nacional. Se mueven a través de violencia, con disparos, consumo de drogas, sexo y  robo, resultado de un tejido social cruzado por el conflicto no resuelto, la traición, la compra de conciencias.

La iluminación tiende a ser intensa en exteriores diurnos y tamizada en las escenas nocturnas relacionadas con los hechos delictivos, la fuente de luz es realista, con referencias culturales de clase social.  Los tonos de los colores en las casas van a lograr crear tensión, con el uso frecuente de colores fríos; los diferentes movimientos de cámara y la música externa a la ficción van a incorporar mayor tensión. En la música participa la banda de rock ecuatoriana: Sal y Mileto, que capta la atención de los espectadores jóvenes, habituados a la alta velocidad de las imágenes televisivas actuales.

Ratas, ratones y rateros

La profundidad espacial va a variar de interiores de casas estrechas y abarrotadas de muebles a un cementerio amplio o largas carreteras con movimiento permanente. El uso de la cámara en mano, a veces, y los cortes rápidos con movimientos van a mostrar una vitalidad intensa que parece relativamente nueva para el cine nacional. En suma, estamos ante un film turbulento, característico de la década de los noventa.

Como road movie intenta una muy buena fotografía de escenarios naturales para introducir imágenes del país, no solo de sus habitantes sino también de su rica geografía con atractivo visual. Cabe preguntarse: ¿Cómo un país hermoso naturalmente y diverso es habitado por una sociedad dividida en lo social, étnico, regional y generacional? Con respecto al género de cine policíaco y drama, se observa una cierta influencia neorrealista del film Los Olvidados, de Luis Buñuel, en la pérdida de inocencia de un joven ingenuo como Salvador frente al referente delincuencial que representa Ángel. Logra el film su objetivo por medio de una mirada profunda de la delincuencia en un pequeño país de Latinoamérica.

Creo que Cordero empodera al espectador para que saque conclusiones personales y que evite evaluaciones éticas muy simples de una sociedad dividida. Sin duda, el final abierto, ambiguo, del film lleva a reflexionar o a lograr tus propias conclusiones. Es un cine que interpela con preguntas de su época, pero no nos va a dar las respuestas, y no debe hacerlo. Su propuesta fue muy impactante y válida, sobre todo, en el momento histórico tan crítico del feriado bancario de 1999, la peor crisis nacional de nuestro siglo XX para Ecuador. Cabe la pregunta: ¿hacia dónde va nuestra sociedad con este tipo de personajes?

Tráiler:

 

 

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Cartel de la película Reality BitesLa vida es complicada, parece que una niebla pesada y congestionada cabalga tranquila por el horizonte. Una especie de sabor amargo que recorre la garganta triunfal y se expande, a fuego lento, por cada rincón del cuerpo, simplemente para implantar una idea de pesar, similar a la cadena perpetua.

Todo indica que ese vaho claustrofóbico lo inunda todo y cae, insoportable, sobre todos la congoja, pero siempre queda un resquicio para la luz de sol, y en secreto, en lo más profundo de la oscuridad, germina, pausada y precavida, la incipiente utopía de la esperanza para conseguir una vida mejor y más tranquila.

Un simple acto, como una declaración de amor, un beso apasionado o incluso un abrazo intenso, pueden ser la chispa necesaria para que la luz se expanda y se imponga victoriosa. Lo gris, lo plomizo, da paso a una sazón multicolor, y esa sensación de tristeza y de desconfianza se apaga, olvidada y relegada al recuerdo del invierno áspero. Todo para que las risas, las carcajadas y la alegría se apodere del mundo y de la gente. La vida es complicada, hay que luchar, pero siempre hay tiempo para un buen café y una mejor compañía.

Bocados de realidad, fotogramaEl director y actor de cine Ben Stiller utiliza esa contienda eterna y tan característica de la existencia entre lo dramático y lo cómico, para trasladar al espectador la idea de que mediante una visión positiva, gracias a la constancia, el tesón y la imaginación, siempre es posible que exista un camino alternativo para alcanzar los objetivos deseados y conseguir ese ansiado final. Desde el principio de su carrera, ha destacado por tener una personalidad cinematográfica única e inconfundible, donde la risa y las situaciones hilarantes se convierten en un personaje más dentro de la trama de sus films.

Bocados de realidad es la primera película de este director de Nueva York. El largometraje tiene un halo especial, un toque vintage con pinceladas grunge, donde lo sentimental se entremezcla con la ironía, el sarcasmo y lo chistoso. Es la clásica tragicomedia donde sus héroes, normales y cotidianos, luchan por encontrar su sitio en la sociedad, para poder realizarse como personas sin dejar de lado su auténtica y brillante personalidad, sin terminar aplastados como colillas. No estamos ante el típico film juerguista y alocado a los que Ben Stiller nos tiene tan acostumbrados, como podrían ser Un loco a domicilio (The Cable Guy, 1996), Zoolander (2001) o Tropic Thunder (2008). Este largometraje pertenece a una especie diferente, mucho más calmado e incluso más serio y taciturno que sus sucesores, aunque en él también se puede apreciar ese halo especial y gracioso tan característico del autor. Esta película contiene algo atractivo y especial, pues rebosa sentimientos reconocibles, sencillos de entender, que son combinados con una llamada crítica especial. Los juicios de valor sobre la familia, la sociedad y el trabajo quedan en entredicho sin que se pierda ni un ápice de sonrisas y exclamaciones graciosas. Su magia reside en la naturaleza atemporal de las emociones que muestra. El amor, el rechazo, la soledad y las aspiraciones son universales, humanas y tangibles, y por a ello está garantizada una explosión de empatía por parte del público en general.

Winona Ryder en Reality BitesBen Stiller regala un film auténtico, real y fácil de ver, puesto que muestra la típica contienda, en la que los protagonistas deben superar unos obstáculos determinados, pero siempre con una perspectiva edulcorada, tierna y simpática, todo para obtener un “happy ending” en todos los ámbitos emocionales. La defensa de la personalidad en un mundo tan aplastante, amores complicados, que se aferran a la vida con puños de hierro, y amistades alborotadas, pero inquebrantables. Una lucha contra vientos y tempestades fastuosos, que queda plasmada en esta cinta de aspecto underground, que desprende por cada uno de sus poros una entidad propia y carismática. Cada primer plano, cada gesto, cada comentario tiene un único propósito: conseguir que el público pueda acariciar cada acontecimiento y sentirlo como propio. Esta cinta rezuma auténticas bocanadas de ternura y realidad, y por ello capta la atención de espectador. Además, con el uso de un vídeo casero en la narración audiovisual de la cinta, Ben Stiller se apodera de todos los sentidos del público y les muestra el lado más humano del film, pues ese aire de documental aporta autenticidad y credibilidad.

La música es otro elemento de suma importancia en este largometraje. Su uso es completamente necesario para el buen funcionamiento de cada una de las escenas, pues sirve para aumentar la percepción del espectador y entender el estado anímico que los personajes están sintiendo en ese momento. Cada canción elegida está pensada a conciencia, ya que sus letras ayudan a incrementar un efecto determinado. Melodías pegadizas, ritmos contundentes y voces peculiares son el remate perfecto para conseguir crear una película tan especial y pegadiza.

Reality Bites, Bocados de realidadTodos y cada uno de los elementos que aparecen en este largometraje están creados para potenciar las palpitaciones de un envoltorio tan fino y natural. Los diálogos, los personajes y los dilemas que se presentan, están al servicio de la idea de conseguir la empatía del público y ofrecerle un clímax y una resolución final impecable, que llegue al corazón. Desde la sencillez de un comienzo tímido, Bocados de realidad es un comienzo de una idea que desemboca en brazos del renovado realismo mágico de La vida secreta de Walter Mitty  (The Secret Life of Walter Mitty, 2013).

Un grito al viento para aquel que quiera oír que existe otro camino mejor y más placentero que está lleno de esperanza y posibilidades, porque afortunadamente este desemboca  continuamente en un final feliz.

Una historia fácil y evidente, pero a la vez sensible y encantadora. Sin aires de grandeza ni grandes aspiraciones, ni pretensiones. Una película que no oculta nada y lo muestra todo. Con dientes afilados, fiera y voraz, pero henchida de momentos intensos y emocionantes.

Trailer:

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Reservoir dogs aficheOpera prima de Tarantino, en un debut de calidad que nos ofrece una mirada fina del alma delictiva. Reciedumbre opacada por perspectivas individuales afines a carácteres distintivos, se arroja luz sobre la diferencia de un supuesto “mal” con espacio suficiente para albergar matices cercanos al sentir del hombre común.

Un neo-noir “humano” que destruye estereotipos propios del género y hace primar el valor de los principios, en función de la tarea, por sobre sentimentalismos inherentes a toda persona más allá del rol en juego.

Es la historia de un robo de diamantes cuidadosamente planificado, en el que intervienen siete personas. Todo derivará en un cúmulo de errores de interpretación que hará colapsar el objetivo. El malentendido culmina en masacre a partir de un hecho fortuito que confunde, aunque el espectador ostenta el privilegio de contar con los “naipes a la vista” y sacar sus propias conclusiones de manera anticipada.

Como toda actividad humana, el delito posee una naturaleza específica y una racionalidad típica que condiciona su éxito. Tarantino nos ilustra acerca del valor del respeto a las reglas de juego en la interna del mundo criminal. Un guion que administra, de manera inteligente, el devenir de sucesos que caen bajo casualidades no previstas, para hacer más necesario que nunca el advenimiento a lógicas de manual, procedimientos cuya evitación terminará promoviendo incidentes nefastos.

Un relato con permanentes saltos temporales en función de necesidades narrativas. Va situando al espectador al pie de una madeja proveedora de explicaciones graduales, para desembarcar en el episodio clave que, de conocerse prematuramente, habría atentado contra una expectativa que oficia de motor hasta el final. No es solo el sangriento suceso, sino su articulación con las presentaciones de los diferentes criminales y sus colores.

Un policial sin heroísmo, donde las fuerzas del orden se distinguen en el cumplimiento del deber por encima de su propia vida; la apelación a la sensibilidad humana se transforma en estrategia que lleva el respeto de los códigos al límite. El profesional, por encima de su propia integridad, cumple con el rol asignado y da un ejemplo que hace la diferencia, marca la distancia entre éxito y fracaso en términos de ética: resoluciones lógicas en situaciones límite, de acuerdo propósitos superiores.

Reservoi dogs plano

El cuerpo policial funciona como tal desde lo individual, la banda delictiva no hace lo mismo, paga caro su error. Una forma de medir las diferencias de resultado, no en función de heroísmos personales, sino en la línea del sentido común de los códigos inherentes a organizaciones opuestas, que operan con una legalidad propia, bien diferente de la que nos alcanza a todos.

Tarantino apela al travelling circular para introducirnos en la idea de una comunicación de banalidades vinculadas a la sexualidad, como un nivel de acercamiento que, en realidad, no es tal, contradicción que nos muestra la distancia entre personajes que tienen prohibido conocerse por razones de seguridad; factor que no proporcionará protección frente a las malas decisiones. Ambiente frívolo que contribuye a un andar distendido en momentos previos al peligro. El movimiento de cámara capta una charla que refleja la inutilidad, desde la alternancia, con primeros planos donde la figura del Sr. Rosado –Steve Buscemi-, en términos éticos la “oveja negra”, el hombre que, luego de desafortunados sucesos, será el encargado de rebelar al espectador la necesidad de aplicación del sentido común. Su postura es, desde las emociones, valga la redundancia, impermeable a las emociones; su alteración siempre va en la línea de la obtención de un control extraviado bajo la lógica de lo imprevisible, en tanto sorpresa que desarticula y conmueve sensibilidades inoportunas.

Reservoir dogs escena

La cámara esta cerca para reflejar desconexión, un grupo con instrucciones precisas que no podrá funcionar como tal, justamente, porque no hay conexiones entre ellos que permitan un conocimiento, en tanto herramienta para poder predecir el comportamiento del otro. Es por eso que se llega al final que se llega. Prima la desconfianza, bajo el amplio espacio cerrado que nos ofrecen algunos planos generales con participación humana en conflicto. La contradicción del momento opera con mucho espacio físico frente a la escasa flexibilidad mental. Es como si el conflicto se cerrara por obra de presencias que no visualizan margen de movilidad alguno. Las posturas se rigidizan, el desenlace no sorprende. La miopía es generalizada, a excepción de quien se esconde dentro del mismo espacio; prima la inteligencia del buen profesional frente al despliegue de “convicciones” alteradas por una percepción distorsionada.

Reservoir dogs fotograma

Puestas en escena que aprietan a los personajes al interior de oficinas, que llenan el encuadre de formalidad y obediencia en contraste con la libertad de decisión en contrapicados, con espacio sobrante al interior del depósito vacío que oficia de metáfora de conflictos desarrollados en un vacío de ineptitud e incomunicación. La realidad pasa por fuera de las consideraciones de los protagonistas, la amplitud de espacio, en un escenario cerrado y vacío, semeja la ausencia de alternativas por fuera de personajes que interactúan y responsabilizan en desconocimiento del otro. Paradoja que lleva al cruce de acusaciones y posturas diversas, donde no puede accederse a un entendimiento por falta de acceso al compañero. El desconocimiento, en aras de la seguridad, termina saboteando la empresa, dificulta el discernimiento en la interpretación de la circunstancia. Una falla no considerada por Joe; el temor al previo descubrimiento interpersonal, culmina en intempestivo sabotaje que desacomoda la realidad. La falta de conocimiento del otro termina siendo un perjuicio; quien accede a la modalidad de funcionamiento ajeno, considerada como posibilidad, recibe el beneficio de poder especular más cabalmente sobre acciones probables, y esto vale, tanto para ganar la confianza del enemigo, como para afinar la interpretación de alternativas que consideren posibles escenarios reales. La manipulación por el sentimiento tendría escaso margen ante tales condiciones de acceso a la concreción del plan preestablecido. El Sr. Blanco habría prescindido de una culpa, que lo termina haciendo responsable por la suerte de quien se ocupó de conocer en detalle las características del mundo del delito y sus protagonistas, así se ganó la confianza desde una espontaneidad simulada, traducida por sus pares en distendida consideración hacia el semejante. Juego de camuflajes necesario a una estrategia, pasará desapercibido entre discusiones en contrapicado, que nos harán sentir la magnitud del conflicto, para incrementar su dimensión hacia un desenlace imprevisible. Tensión que crece para situarnos en un final no apto para cardíacos.

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Retorno al pasado, cartelEl poder de hacer de lo oscuro, sombrío, decadente y angustioso, que subyace en el ambiente y aflora en las pasiones humanas, algo hermoso, emocionalmente sutil y visualmente exquisito, de una fuerza atrayente difícil de controlar, es una de las facultades que atesora para sí el cine negro y de la que se ha servido para definir un estilo cargado de significado en forma y contenido.

Se trata de un género que, del mismo modo que el cine de gángsteres, se ha formado adoptando las características esenciales del estilo que durante dos décadas caracterizó al expresionismo alemán, y que se concreta en el juego del claroscuro, las luces y sombras, los primeros planos, la ciudad como marco ideal para el crimen y un elenco de personajes atormentados que parecen sucumbir a un destino fatal del que no pueden escapar.

Vistos los ingredientes con que se puede crear una película de estas características parece que no habrá mucho espacio para la originalidad narrativa ni para aprovechar el potencial del lenguaje cinematográfico en todo su esplendor. Afirmar lo contrario sería pura y simple teoría de no contar con un ejemplo que pruebe que, en efecto, existe un ejemplar que eleva la categoría del cine negro a las cotas más altas de la excelencia y genialidad cinematográficas.

Ese ejemplar cuidadosamente tallado en sombras e intrigas, amores y crímenes, pasiones y misterio, no es otro que la joya que el francés Jacques Tourneur trajo al mundo del cine cinco años después de que estrenara su obra de referencia La Mujer Pantera (Cat People, 1942), y que puso por título Retorno al Pasado, la que podría considerarse inspiración para Robert Zemeckis de su saga ochentera Regreso al Futuro (Back to the Future, 1985).

Retorno al Pasado parte de la sencillez para adentrarse en un entretejido argumental reforzado con flashbacks que acompañan al espectador a descubrir cada parte del filme como una pieza que poco a poco va encajando con las demás hasta formar un puzzle perfectamente definido y completo. Cuenta la historia de Jeff Bailey, un ex detective privado que regenta una gasolinera en un tranquilo pueblo de California y que mantiene una relación con una joven de la que está enamorado y con la quiere empezar una nueva vida.

Out of the PastNo obstante, su vida apacible se ve alterada cuando su pasado vuelve para pedirle cuentas. Años antes, un miembro del hampa llamado Whit Sterling le había contratado para encontrar a una bella joven, Katie, que se había escapado de su lado con una gran cantidad de dinero. Cuando finalmente la encuentra en Acapulco, se enamoran mutuamente y deciden fugarse juntos. Pero ella decide volver a los brazos de Whit y Jeff se ve obligado a alejarse y empezar de nuevo. Ahora, Whit reaparece en su vida para proponerle un nuevo encargo, pero, dada la situación, el ex detective no puede evitar pensar que lo que en realidad pretende es vengarse por haberle traicionado al haber huido con Katie en el pasado.

Es difícil no relacionar esta película con Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), protagonizada por unos soberbios Ava Gardner y Burt Lancaster, y que también narra la historia de un hombre que trabaja en una pequeña gasolinera en un tranquilo pueblo, un pasado relacionado con el hampa, una aventura amorosa con una femme fatale y el uso del flashback como protagonista, uno de otros tesoros del cine negro.

La genialidad de Tourneur se percibe desde el primer al último fotograma a través de un guion magistralmente adaptado y de una fotografía que constituye una delicia visual difícil de superar. El guion se basa en una novela de Daniel Mainwaring, quien también lo transpone al filme y está repleto de ingeniosos giros y reflexiones sobre el amor, la posibilidad de cambiar, la muerte y el destino, al mismo tiempo que ayuda a definir la psicología de los personajes de una manera cuasi shakespeariana y con una notable profundidad.

Robert Mitchum y Jane GreerDel mismo modo, la fotografía constituye una de las principales aportaciones que confieren calidad y majestuosidad a este filme noir. Su magistral utilización ayuda a potenciar los rasgos del cine negro que ya enunciamos al principio de esta crítica, y que se concretan en el juego de claroscuros (geniales los planos ambientados en Nueva York), las luces y sombras (a destacar la bellísima parte en Acapulco, donde la luminosidad del exterior contrasta con la ambientación sombría del interior de los cafés) y los primeros planos (irremplazable el rostro de Robert Mitchum capaz de expresar profundas emociones con sólo un gesto, sin duda uno de sus mejores trabajos). Los encuadres incluyen a los paisajes como unos protagonistas más de la historia, ya que describen el entorno en el que se desenvuelven los personajes y reflejan su estado de ánimo así como se erigen en verdaderos marcos pictóricos para cada uno de los planos, como si se tratara de pequeñas y sutiles postales que pretenden dejar en la memoria del espectador la magia de cada escenario.

Y es que Retorno al Pasado es una película de escenarios. Al contrario que la mayoría de filmes noir de la época, su ubicación no se limita al entramado urbano y al ámbito nocturno. En esta película, asistimos al apacible entorno de un tranquilo pueblo cercano al lago Tahoe, a los sombríos ambientes de Nueva York, pasando por los lúgubres locales de jazz hasta la paradisíaca Acapulco, parte correspondiente a uno de los flashbacks más bellos de la historia del séptimo arte. La trama argumental sigue por la ciudad, las calles y edificios de San Francisco en un ejercicio descriptivo que recuerda al realizado por Alfred Hitchcock en Vértigo (Vertigo, 1958), hasta volver de nuevo al lugar de origen, el tranquilo paisaje de California y su lago, sin olvidar la mención, dentro de los escenarios espacialmente interesantes, a la lujosa casa de Whit Sterling, con amplias estancias y prodigiosas vistas propias del estilo de Frank Lloyd Wright.

Pero además de esto, sería una negligencia no hacer referencia a uno de los puntos fuertes que tiene este filme y que no podía ser otro que el reparto con el que cuenta. En el papel protagonista está un joven Robert Mitchum que hace gala de su dominio de las facciones para ofrecer un registro expresivo conocidamente sobrio pero que aprovecha cualquier mínima variación para desprender infinidad de matices que dicen mucho más que cualquier palabra, configurando un personaje a la vez atormentado y con un sentimiento de alegría jovial que vemos emerger en una media sonrisa. Junto a él, se incluyen un estupendo Kirk Douglas en el papel del mafioso Whit Sterling y una magistral Jane Greer interpretando una de las mejores femmes fatales que se hayan visto y verán en el cine, hay que decir que su fría y calculadora actitud como mujer fatal sólo es comparable en la actualidad a la ofrecida por Rosamund Pike en Perdida (Gone Girl, David Fincher, 2014).

Finalmente, la habilidad que muestra la película para ofrecer una multitud de temas sobre los que reflexionar (a destacar la oportunidad de empezar de nuevo, las dos caras del amor, el amor inocente y el amor fatal, la muerte como única forma de redención, la inevitabilidad del destino, la lealtad o la ambición) sin perder de vista una trama argumental tejida con mimo y cuidado, enmarcada en una serie de planos que alcanzan lo pictórico, no hace más que enriquecer lo que se ha considerado, y con razón, una de las mejores obras del cine negro de todos los tiempos, un pequeño tesoro que en su momento de estreno pasó inadvertida en muchos lugares pero que hoy le ha sido devuelto el mérito que le correspondía y se ha situado en lo más alto del cine clásico, precisamente donde tenía que estar desde un principio.

Tráiler:

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ReyypatriaExisten algunas películas que han alcanzado la gloria cinematográfica, justamente por haber tocado la antítesis de dicho vocablo. Hablamos de aquellos filmes que han pasado a la historia por su alegato contra las guerras, contra las luchas violentas entre seres humanos. Unas contiendas de las que apenas se saben las razones de su inicio y, en numerosas ocasiones, hasta se olvidan las excusas esgrimidas apenas se alcanza la mitad del conflicto. Todas las conflagraciones bélicas, todas y cada una de ellas, resultan abominables y siempre prescindibles. Pero hay una, en particular, que ha pasado a la posteridad por su crueldad, por el número de víctimas, por las masacres que ocasionó. Hablamos de la Primera Guerra Mundial. Se usaron tanques por vez primera, también ametralladoras de gran potencia y aviones destinados al bombardeo. Ambos bandos utilizaron gases venenosos. Una “guerra total” en la que se vieron afectados tanto militares como civiles. El balance del conflicto, en número de pérdidas humanas, fue desolador. 

La Gran Guerra ha sido retratada profusamente por la cinematografía mundial. Y como contienda de trincheras, resulta imprescindible recordar aquí algunas de las obras que la abordan. Por ejemplo, Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), de Stanley Kubrick; Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, 1930), de Lewis Milestone; o la reciente 1917, del británico Sam Mendes (2019). Las tres consiguen reflejar, con mayor o menor acierto, la cruenta y larga monotonía que puede experimentarse en esos fosos mortales, mientras ensordecedores “fuegos artificiales” son capaces de provocar la locura en cualquiera. Y no coincidimos con los que pretenden ensombrecer a Rey y patria, el filme que analizamos, del realizador estadounidense Joseph Losey, por la película antes citada del también director estadounidense Stanley Kubrick. Entendemos que estamos ante dos obras maestras del género, la primera brillante en su naturalismo y Senderos de gloria, en su recreación de repulsivas ambiciones desde un prisma efectista. 

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En Rey y patria nos situamos en 1917, concretamente, en octubre. El ejército inglés pretende seguir con el avance de sus tropas tras tres años acumulando muertos, destrozos físicos o sicológicos, miseria, mugre, piojos y muchas ratas. Los soldados ya ni se acuerdan de las razones por las que se encuentran en ese circo. Tampoco nuestro protagonista, Arthur Hamp, interpretado por Tom Courtenay. Se trata de un joven inglés que lleva en la contienda desde su inicio. En la vida civil era zapatero. Ha sobrevivido a la mayoría de sus compañeros, ha obedecido cuando y cuanto se le ha mandado y no ha destacado por nada, una virtud encomiable en esas circunstancias. Un día cualquiera, Arthur decide dar un paso atrás, luego otro y después otro… Los suficientes para que llegue a ser juzgado por deserción. 

Tras el referido arranque, en un blanco y negro apabullante, nos adentraremos en las entrañas de lo más cutre, nos rebozaremos de barro y nos picarán los piojos. Joseph Losey borda una caracterización de lo absurdo. ¿Estamos estancados en las trincheras? Pues procedamos a fabricar simulacros de cárceles, de cuarteles para oficiales o de barracones infectos. Y junto a todo ello, se erige como eje central del filme la celebración de un juicio que se presupone con todas las garantías, con jueces, fiscales, hasta abogado defensor, testigos de ambas partes e incluso declaración del soldado juzgado.  Una “real” parodia. El largometraje está basado en la obra teatral de John Wilson, Hamp, y en la narración, en Return to the Wood, de James Lonsdale Hodson.

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Dirk Bogarde interpreta al abogado militar, al capitán Hargreaves, que se encargará de defender al pobre desgraciado de turno. Con una actuación sobria e intentándose alejar del tono teatral de origen de la obra, modela a un hombre, formado jurídicamente, que intenta por todos los medios realizar adecuadamente su cometido. Por su parte, Tom Courtenay hace estremecer con su interpretación de un soldado corriente, gris, vulgar, que no brilla en ninguna faceta, que parece moverse sin pensar, simplemente empujado por los acontecimientos o las personas, ya sean estas últimas familiares o militares. Un magnífico ejemplo que podría englobarse en la teoría de la banalidad del mal esgrimida por Hannah Arendt. Arthur Hamp, un hombre que hacía lo que le mandaban sin reflexionar en absoluto sobre lo que estaba haciendo. Hasta que un día se atrevió a moverse en sentido inverso.

¿Para subir la moral a la tropa es necesario ejecutar a alguno de ellos? ¿Para que todos los ciudadanos acudan a la contienda bélica con alegría y jolgorio hay que disfrazar el pastel en servicios para patria y rey? Sí, aunque para el pobre Arthur Hamp sean la mujer y la suegra las que hayan determinado el alistamiento. ¿Defender a un ser humano es un derecho, una obligación o un trámite sin trascendencia? Demasiadas preguntas con respuestas que parecen evidentes, pero no lo son tanto. 

Estamos ante un nido de ratas que dan menos pavor que el cuerpo y la sangre de Cristo. El realizador nos acerca a un microcosmos de escepticismo generalizado que alcanza a pares y a nones, a generales y a soldados rasos. Y como único escape, ese alcohol conseguido, según instancias, por métodos digamos más o menos ilícitos. Bebida que aturde el raciocinio y aminora el sufrimiento momentáneamente, única vía de escape entre el sinsentido y la ausencia de albedrío para retroceder, retroceder y retroceder. Hasta desaparecer. ¿Será posible?

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En realidad, el director Joseph Losey ha pretendido recrear, desde su extraordinario punto de vista, la batalla de Passchendaele. Los preparativos de la contienda comenzaron en junio de 1917 y su final se situó el 6 de noviembre de ese mismo año con la toma de la población citada, completamente en ruinas, por parte de tropas aliadas. En el intermedio, un horror de fango, cráteres sirviendo de cobijos y aguas encharcadas. Como resultado, la muerte de más de 500.000 seres humanos. Y todo  ese esfuerzo y sufrimiento demencial para avanzar ocho kilómetros. ¿Hablábamos de sinsentido? Cinematográficamente, Losey consigue conformarlo sin salir de un estudio, sin escenas de lucha directa, sin que ni siquiera atisbemos a los enemigos.

Por último, queremos resaltar, como aguda y surrealista,  esa parodia, intercalada en montaje paralelo al proceso contra  Hamp, en la que los soldados se entretienen juzgando a una rata. O esa otra, casi antes de acabarse el filme, con los fusiles apuntando al vacío. Y pasamos ya a un final que se concatena con el principio, con ese caballo, necesario para transportar la artillería pesada, carcomido por los roedores, destrozado por la codicia y reventado entre tanta miseria y tantos miserables. 

Tráiler:

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Cartel de la película RobertaLas adaptaciones de Broadway fueron muy socorridas como cantera del género musical que durante la década del 30, con el descubrimiento del sonoro, floreció con efervescencia en Hollywood. Roberta, de William A. Seiter (1935), es uno de esos musicales que fueron adaptados al cine por la productora RKO con un enorme éxito y que, además de ser un producto bastante logrado y entretenido, nos presenta el mundo de la moda con un fastuoso y atractivo despliegue, tanto así que terminó por darle nombre a una casa de moda italiana. Basada en la novela Vestidos por Roberta, de la conocida poeta feminista Alice Duer Miller.

John Kent (Randolph Scott) y Huck Haines (Fred Astaire) viajan a París con la banda los Indianos de Wabash respondiendo a una oferta de trabajo. Cuando el barco arriba, Alexander Voyda (Luis Alberni), quien los contrató, se niega a darles trabajo pues él había pedido indios americanos, no indianos. Varados y sin trabajo John decide ir a visitar a su tía Roberta, una gran dama parisina, dueña de la casa de modas del mismo nombre. Allí conocen a la diseñadora principal, Sthepanie (Irene Dunne), y a la condesa Scharwenka (Ginger Rogers), una supuesta aristócrata caprichosa y malcriada.

Roberta 1935

Tercer filme de la encantadora pareja Rogers-Astaire, destaca entre las comedias de enredos típica por la química que logran los actores –no tan visible en otros filmes– y por la presencia de importantes nombres como Helen Westley, una actriz de carácter que desarrolló una carrera bastante corta y que al igual que la actriz y cantante Irene Dunne había comenzado su carrera hacía solo cinco años antes, en 1930. Ambas forman la dupla directiva de la casa de modas. Junto al reconocido Randolph Scott, como el sobrino de Roberta, y la banda de Indianos componen un divertido conjunto de personajes.

Por el lado musical, el filme tiene diez números, donde además de la pareja protagonista, tiene voz principal Irene Dunne con Yesterdays o Smoke Gets in Your Eyes. Conocida como la mejor actriz que nunca logró ganar un premio de la Academia, el talento de Dunne se hace visible en este filme, donde además comparte protagonismo, al ser la diseñadora principal de la casa y la destinataria del amor del sobrino de Roberta. Destacan además I’ll be Hard to Handle  en la voz de la Gingers Rogers y el despliegue final de música y creatividad que la producción desborda en torno al diseño de vestuario tanto para los personajes como para la exhibición.

Roberta, fotograma

En el desfile de modas final se utilizaron más de una veintena de diseños originales de Bernard Newman, quien recién en 1933 había comenzado a trabajar para la industria del cine proveniente del mundo de la alta moda. Con este filme, la RKO se permite disparar el presupuesto, dándole al vestuario una libertad absoluta que Newman convierte en despliegue de telas, sedas, plumas, pieles, tocados y diseños lujosos y distinguidos, que terminarían por encumbrar su carrera en Hollywood.

Roberta es la única película de la pareja de bailarines que fue objeto de un remake años después, en 1952 por parte de la compañía productora MGM, que compró los derechos del musical y lo mantuvo fuera del mercado durante casi 50 años. El remake de los 50, titulado Lovely to Look at y realizado en Technicolor, fue dirigido por los reconocidos Mervyn LeRoy y Vincente Minelli –sin acreditar– pero no tuvo gran acogida. La obra de William A. Seiter sigue siendo la versión fílmica más acertada de este musical de 1933, de Jerome Kern y Otto Harbach.

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RompiendolasolasCartelRompiendo las olas es la primera obra de la Trilogía del corazón de oro de Lars von Trier. Le seguirían Los idiotas (Idioterne, 1998) y Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000). En ellas, el realizador indaga sobre la naturaleza de la bondad femenina en ambientes diversos. Tras una primera etapa, volcado con su particular mirada de Europa, y después de una primera aproximación con Medea (1988), en su adaptación para televisión del guion de Carl Theodor Dreyer sobre dicha tragedia griega, el danés pretendía otorgar todo el protagonismo al alma y al corazón de las mujeres. A Von Trier le despertaba enorme interés lo que él consideraba como una de las características de la esencia femenina: la tendencia al extremismo y a la irracionalidad en sus deseos y actos. La contemplaba como un auténtico enigma de difícil comprensión. Y el autor, agarrando con firmeza las palabras de Ifigenia cuando afirma que los dioses solo nos hablan a través de nuestro corazón, intenta modelar tres tragedias de mujeres que llegan al límite en su seguimiento ciego del amor absoluto. 

Ubicada a principios de los años 70, Rompiendo las olas es la historia de Bess, una joven ingenua que forma parte de una rígida comunidad puritana situada en un pueblo costero de Escocia. Enamorada de un hombre forastero, de Jan, consigue que las fuerzas religiosas del lugar le permitan contraer matrimonio con él. Este trabaja en una plataforma petrolífera y tras sufrir un accidente que lo deja postrado en una cama, Bess deberá enfrentarse a los límites de la transgresión entre lo humano y lo divino. El largometraje se estructura en siete capítulos, además de un prólogo y un epílogo que arrancan con estampas que retrotraen a libros viejos de cuentos bajo los sones de canciones pop de la época. Justo en el preámbulo, la protagonista consigue el beneplácito de su Iglesia para casarse con el “extranjero”. Exhibiendo un rostro resplandeciente, Bess sale del templo y aún a la espera del veredicto, en un primerísimo primer plano mira a cámara, nos mira a todos nosotros y sonríe. Busca la complicidad de los espectadores con naturalidad. La consigue, seduciéndonos con su aire ingenuo, su completo aplomo y su suprema dicha. En el primer capítulo, Bess y Jan se casan. Las campanas no pueden repicar, la iglesia carece de ellas.    

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El autor se basó en dos fuentes literarias para conformar su obra. En primer lugar, en un cuento que había leído en su infancia titulado precisamente como la denominación que eligió para la trilogía a la que pertenece la película: Corazón de oro. En él, una niña pequeña se interna en el bosque con unas cuantas migas en su delantal y acaba entregando todo lo que posee a los necesitados que se encuentra. Termina desnuda y sin pan. En segundo lugar, en la novela Justine o los infortunios de la virtud del marqués de Sade. Recordemos que en ella una joven pura y hermosa únicamente encuentra en su camino toda clase de agravios. Tras sobrevivir a tremendas vilezas y sin perder en ningún momento su bondad se refugia, creyéndose ya segura, en casa de su hermana. Acostada en la cama y dándole gracias a Dios, le alcanza un rayo y la mata. Santas y mártires dispuestas a sacrificarlo todo e iluminadas por una fe que asemeja irracional y que las conduce a un destino humillante y funesto.

Bess es considerada por su Iglesia como un buen miembro entregado a su servicio. Pero el auténtico interlocutor de la protagonista no es el hombre sino Dios. Con él abre su alma en un lenguaje desdoblado a través del cual recibe con severidad sus veredictos absolutos de poder y justicia. Bess se coloca en un plano de inferioridad mirando a las alturas a su ser supremo. Bess dialoga desde la insignificancia con su hacedor, agradeciéndole la unión con Jan, una comunión que para ella se materializa en Dios, en una vida que únicamente concibe como regida por la propia ley divina y dirigida al encuentro final con lo absoluto. Bess lo quiere todo y en su contradicción, es capaz, además de criticar los rígidos dogmas de su comunidad cuestionándose, por ejemplo, su machismo, saltarse también sus propias normas de conducta con reacciones tenidas como demasiado jocosas, poco pudorosas o irreverentes (sirva como muestra su comportamiento en celebraciones religiosas o en actos públicos). Su autenticidad y llaneza golpean como puñetazos frente a la dureza y crueldad de la inflexible ley de los Ancianos.      

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Cuando Jan debe volver a la plataforma, Bess estalla de rabia y soledad. Pero es consciente de que debe controlar sus emociones, de que no puede dejar arrastrase por el egoísmo de su amor. Ha violado con su comportamiento las reglas de urbanidad impuestas por los suyos. Temerosa de la ley divina y consciente de que ha pecado, debe pedir perdón y reformarse, bañarse en una cura de humildad y recuperar los favores de Dios. Pero en su carácter desdoblado y a pesar de los intentos, no consigue desprenderse de esa profunda emotividad que le imposibilita adoptar la paciencia y el lenguaje comúnmente aceptado. Fuera de control e incapaz de someter a rajatabla los sentimientos, suplica e implora al divino la vuelta de su amor. ¿Estás segura de que es eso lo que deseas? Es plenamente consciente de que está pecando, está anteponiendo sus deseos a todo, mezquinamente y con voracidad. El Todopoderoso accede a sus deseos. El milagro se materializa pero Jan no regresa intacto. Bess ha sido castigada merecidamente y debe penar por ello. Ha provocado con su petición el accidente de su amado. La tragedia debe ser compartida aunque conlleve martirio y destrucción. 

Las raíces de la traumática relación con Dios de la heroína de Von Trier pueden buscarse en el personaje de Juana de Arco y en las versiones cinematográficas de Dreyer y Bresson. La pasión de Juana de Arco del primero (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928) conforma una visión espiritual de la santa como una mesías. A través de la desnudez en elementos plásticos indaga en las contradicciones de su alma. La presenta más allá que una simple creyente que es consumida por las llamas en su personal crucifixión. El proceso de Juana de Arco de Bresson (Procès de Jeanne d’Arc, 1962) recoge a su protagonista desde su esencia como una mística con ansias de independencia. La tensión poética y emocional del filme culmina en el éxtasis de la hoguera, precedida por el vuelo de las palomas y el repique de campanas. Un milagro, una acción inexplicable que Von Trier recoge con los sonidos y la imagen del mismo instrumento metálico para adentrarse en el tiempo infinito del otro mundo. Un prodigio de origen divino para descansar en la eternidad. Una transfiguración del arte para superar las barreras entre realidad y ficción. 

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Igualmente, se pueden encontrar en Rompiendo las olas otras líneas de continuidad procedentes de obras de Dreyer como Ordet (La palabra, 1955). Aquí también se produce un milagro implorado, pero el nieto que concibe Inger nace muerto en pedazos. Ambos son deseos egoístas, arbitrarios, caprichosos. Como en el desenlace del filme de Von Trier, tras el fracaso y abandono del hogar, Johannes abraza la humildad, regresa al redil y devuelve finalmente a la vida a Inger en un reconocimiento celestial de superación del pecado. Johannes, el “idiota de Dios”, como lo califica Paul Schrader, logra la resurrección, al igual que Bess, la “desequilibrada hija de Dios”, obtiene, al menos ella lo cree, la de Jan con su martirio. Al fin y al cabo, la ingenuidad acaba triunfando.  A pesar de que gran parte del filme de Von Trier está rodado con una cámara al hombro temblorosa, con unos fotogramas sin ornamentos y en un estilo hiperrealista productor de una inmediatez convulsa, incluye algunos encuadres muy amplios en los que la naturaleza inhóspita cobra vastísimas proporciones, reduciendo a los personajes a presencias diminutas. La insignificancia del ser humano frente al poder omnímodo del Creador.

Von Trier se vale de su particular comunidad calvinista de la costa norte de Escocia y del relato de la autodestrucción de Bess para trazar su personal paralelismo con la pasión bíblica: enfrentamiento con los patriarcas religiosos (los doctores de la ley), consumación del matrimonio (del sacramento), la entrega sexual como castigo (penitencia), el sacrificio del barco (martirio), la muerte (crucifixión), el féretro sin cuerpo (sepulcro vacío) y por último, la resurrección en la inmensidad del océano que, como diría Deleuze, viene a configurar el abandono del mundo de lo sólido por la liquidez que transporta a otro mundo y a otra ley, a una justicia y a una verdad que “no son de esta tierra”. 

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Polanski quedó absolutamente prendado de la novela Rosemary’s Baby, de Ira Levin (en España fatalmente denominada La semilla del diablo), y decidió llevarla de inmediato a la gran pantalla, no sin antes tener ciertas dudas acerca de cómo iba a rodar una obra tan melodramática en la que todo ocurriría en un apartamento cerca de Central Park, pues no quería hacer simple teatro filmado.  Tenía en mente a una protagonista joven como era el caso de Jane Fonda, que declinó la oferta porque ya estaba enfundada en el traje espacial de Barbarella (Roger Vadim, 1967), mientras que su mujer, Sharon Tate, era la otra opción más consecuente, pues trabajaron juntos en su anterior película, titulada El baile de los vampiros (Dance of the Vampires, Roman Polanski, 1967). Finalmente apareció Mia Farrow, una joven de apariencia frágil y rasgos similares a los de la protagonista de la novela. Mia consiguió el papel sin grandes dificultades e hizo una de las actuaciones cruciales de toda su carrera, atormentada en parte por un obstinado Polanski en busca del perfeccionismo.

La superficialidad de la historia alude más a un clasicismo romántico que a una historia de terror. Con el tiempo, esta línea de inicio ha servido para innumerables películas, ya que se reconocen instantáneamente a esa familia, matrimonio o pareja que se muda a una nueva vivienda para empezar de cero. Es el caso Rosemary y Guy, una joven pareja en busca de un nido de amor para empezar una nueva vida. Sus aspiraciones conyugales están enfocadas en tener un bebé, y lo desean tener entre esas cuatro paredes, que son más caras pero también más espaciosas que su antigua vivienda. Pese a que la película tiene una duración de más de dos horas, el primer indicio de sospecha no tarda en aparecer. Se trata de un armario que ha sido movido con gran esfuerzo físico para ocultar una puerta. ¿Solo para esconder un aspirador y unas toallas?, comenta Rosemary, mucho más curiosa que su marido. Aquí Polanski nos advierte que el apartamento tiene un pasado, y es un pasado intrigante. Gracias a los diálogos advertimos que la antigua huésped murió en el hospital después de estar en coma durante varios días.

La apacible felicidad de los Woodhouse va mermando delicadamente a medida que la intromisión de sus vecinos, los Castevet, se hace más intrusiva. La pareja de ancianos se entromete constantemente en la vida de Rosemary hasta el punto de hacerle cambiar de médico por su embarazo y de sustituirle las pastillas por un misterioso brebaje de hierbas. La explicación de cómo se llega a ese punto es fácil, los Castevet se han ganado la confianza de sus vecinos con una amabilidad abrumadora, y el personaje de Rosemary tiene un carácter débil y suave, a eso cabe sumarle el miedo que siente hacia la maternidad, unos de los temas principales de los que trata la obra, además de la ambición de Guy por hacerse un hueco en el mundo del espectáculo parece importarle más que su propia mujer. Uno no tarda mucho en darse cuenta de que existe una especie de complot diabólico que tiene como objetivo a Rosemary. Polanski sacó otra carta e indujo al espectador a creer que esas ensoñaciones y pesadillas de la protagonista podrían estar relacionadas con una cierta turbación mental o miedos traumáticos que apuntan directamente a la maternidad, pero el hecho es que, objetivamente, la trama del maquiavélico complot cobra mucha más fuerza debido a las constantes reiteraciones en la película.

Si entramos en detalles de profundidad de campo, puesta en escena y movimientos de cámara, advertimos sin ninguna duda que el director administra los espacios de un salón a las mil maravillas para que una conversación, sin tener que cortar a plano/contraplano, consiga un dinamismo y una tensión dignas de una planificación perfecta que se armoniza gracias a recursos actorales y afilados diálogos. En la conversación entre Rosemary, Roman Castevet y Hutch (este último, amigo y única esperanza para la pobre protagonista) observamos que la escena no se corta en primeros planos cuando Hutch pone en duda las indicaciones que está siguiendo Rosemary por sus vecinos respecto al embarazo. Es una escena tensa, pues puede revelarse toda la verdad, y Polanski coloca la cámara a espaldas de Hutch, que se mueve lateralmente para encender una pipa, mientras Roman lo tiene justo enfrente, la oposición, y Rose se mantiene en el centro, entre los dos varones, pues a esas alturas empieza a dudar de la eficacia de los brebajes; está literalmente entre dos aguas, o lo que es lo mismo, entre el bien y el mal.

La distribución del apartamento, tanto como los objetos, cuadros, alfombras y vajillas están detallados a la perfección para retratar una época concreta, la de mediados de los sesenta. Las noticias que aparecen en televisión, e incluso el corte de pelo de Rosemary a mitad de la función insisten en una moda que corresponde a 1965. Polanski consigue con todo ello que las paredes hablen por si solas, de hecho, es así literalmente, pero incluso todo el decorado aboga por algo demoníaco que está acechando constantemente y que consigue una opresión negativa, oscura y siniestra. Resulta una curiosidad, pues, la atemporalidad se mantiene después de tantos años, persistiendo el paso del tiempo con una frescura perturbadora y detallista.

Polanski pisa suelo americano por primera vez, hace la película y arrasa en taquilla. La Paramount se forra y el director consigue llegar a lo más alto, dejando un legado para que pocos años más tarde William Friedkin le coja el relevo con otra obra maestra titulada El Exorcista (The Exorcist, 1973). El momento en el que Rosemary observa a su hijo por primera vez marca un antes y un después en la historia del cine. La cuna fúnebre, su rostro desencajado, esos ojos de gato superpuestos en su tripa… Culto instantáneo y obra maestra del género.

 

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La distinción entre héroes y antihéroes se basa en la presencia o en la ausencia de un código ético o moral al que se refieren los protagonistas a través de sus acciones, unas pautas que nos llevan a (pre)decir lo que están por hacer. Se presenta así una facilidad de lectura en el primer caso (los buenos) y una dificultad de interpretación en el segundo (los no-buenos, lo cual no significa los malos); no se trata, en este último caso, de no saber exactamente lo que podría ser el resultado de una acción, sino que nuestros prejuicios juegan en contra de una capacidad de reconocer los elementos que llevan a cierto preciso desarrollo. Estamos acostumbrados, dicho de otra manera, a una estructura definida, con personajes con características muy bien detalladas, lo cual no nos permite acercarnos fácilmente a un punto de vista nuevo, diferente y, quizás, más humano. Los antihéroes se presentan así como los marginados, los parias de un canon ético y moral al que se ven subyugados los espectadores; pero, verdad es que estos personajes forman parte de nuestro bagaje cultural, como lo demuestran los pícaros y como lo enseña don Quijote, actores estos de una tragedia que, gracias a una mirada cínica, se vuelve comedia (negra o grotesca, puede ser, pero siempre comedia).

Parece entonces correcto proponer una relación estrecha entre el Buscón de Quevedo o el Lazarillo (de no se sabe quién) y los protagonistas de una de las más famosas e importantes películas del cine italiano, hasta mundial. Protagonistas, estos, que nunca habrían tenido la posibilidad de aparecer en la gran pantalla sino como personajes secundarios, posibles macchiette (caricaturas) cuya función sería la de formar parte de la cohorte de un protagonista más canónico, de aquellos que presentan cierta rectitud moral y una profunda (divina) belleza física. Lo que se nos muestra, al contrario, es una pandilla de imbéciles que piensan ser más (listos) de lo que son en realidad, ladrones de poca importancia, completos perdedores (simpáticos, sí, pero no por esto menos frustrados por cierto apego al fracaso). La fealdad de su aspecto se concreta también en la pobreza de su contexto, físico y cultural, en el que se encuentran viviendo e intentando sobrevivir.

La lección del neorrealismo se concretiza así en esta decisión de acercarse a aquellas partes de la población de las cuales el cine de antaño (y a lo mejor también de hoy) parecía querer distanciarse, como si tuviera asco a mancharse y perder su aura de brillantez. Pero esta lección se había ido evolucionando y en el desarrollo de su forma fílmica llega así a un momento en el que tiene que cambiar (adaptarse a un nuevo contexto que se había deshecho de la cuestión bélica y posbélica, además del problema del fascismo, de la democracia y de la liberación) o morir, desapareciendo por completo ante el torrente de películas que empezaban a llegar desde los Estados Unidos. Este cambio se ve actuado entonces no tanto en una alteración contextual, sino en la toma de un punto de vista diferente: si el neorrealismo intenta hacernos ver lo malo de la vida (Ladri di biciclette, Sciusciá, Germania anno zero), con su fealdad apocalíptica y la pérdida del concepto de recompensa por una rectitud moral, el lema de cane mangia cane (perro come perro) es ahora definido bajo una mirada satírica, divertida: los personajes son así diablos pobres, pero también pobres diablos de los que mofarse, y no porque representan cierta otredad, sino porque nos encarnan a nosotros.

Obra maestra, entonces, de la commedia all’italiana, su belleza se sitúa también en la simplicidad de la historia y en cómo los cuatro guionistas (Scarpelli, Incrocci, D’Amico y el mismo Monicelli, el director) han logrado expandirla gracias a una cantidad casi infinita de detalles que se posicionan tanto en la complejidad barroca de la trama (contrapunto de la apenas mencionada simplicidad) como en la profundidad (necesaria) de la descripción de los protagonistas. Se nos presenta así un verdadero tour de force que no nos deja en libertad ni un minuto, cautivados gracias además a un uso esmerado de la cámara y a una increíble demostración técnica por parte de los actores, sobre todo Vittorio Gassman, quien había empezado actuando en roles más serios para después alcanzar un merecido éxito con esta obra, poniendo de manifiesto su magnifica habilidad artística.

Pero la película logra hablarle también al público moderno, contemporáneo, y no solo por la ya citada buena hechura estética y técnica, ni por la simple razón de ser un buen producto, con un guion sólido y una dirección inmejorable. Este diálogo que se construye entre lo que fue y lo que es debe su ser a la presencia de un grupo de antihéroes en tanto protagonistas de los eventos que se van desarrollando; se pone así de manifiesto la conexión entre los que están en la pantalla y los que estamos ante de ella, por la simple razón de un reconocimiento de aquellos arquetipos realistas, reconocimiento que nos lleva a decir que vemos en ellos no una supuesta perfección a la que aspiramos, anhelo este imposible de satisfacer, sino una representación de nuestros deseos, de nuestros detalles, a veces así pequeños que no nos damos cuenta de su existencia hasta que alguien nos indica, subrepticiamente, dónde están.

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En su momento no la aprecié en su justa medida. Saint Jack, el rey de Singapur (Saint Jack, Peter Bogdanovich, 1979) es un hermoso y sereno relato acerca de la frustración, la desilusión, el fracaso y los sueños incumplidos. También sobre la rectitud y los principios. Además de una calurosa historia de amistad entre dos hombres de origen norteamericano que comparten camaradería, el placer de trasegar un par de tragos y largas conversaciones sobre la vida y el trabajo. En España, la distribuidora le añadió la coletilla de «el rey de Singapur» para mentalizar al espectador hacia un filme supuestamente de aventuras exóticas desarrollado en un ambiente misterioso y preñado de lances insólitos. Sobre todo porque el trabajo dirigido por Peter Bogdanovich venía marcado a fuego con la etiqueta de veneno para la taquilla. Sus anteriores títulos dejaron muchas dudas y fueron sonoros fracasos comerciales.

Saint Jack, el rey de Singapur es un film intimista, de cierto tono amargado, melancólico, apesadumbrado y con las dosis justas de aliento perdedor. A veces casi triste, que tiñe de desesperanza las peripecias y andanzas de su antihéroe, Jack Flowers, interpretado con contenida fiereza por un extraordinario Ben Gazzara. El actor, de origen italoamericano, se había labrado una respetable reputación trabajando bajo las órdenes del independiente John Cassavetes. Otra de las virtudes del filme en su concepción es su brillante estética y la calidad expresiva de sus imágenes. Los colores rojos, verdes, anaranjados son obra del operador alemán Robby Müller, habitual de los primeros y destacados trabajos del cineasta Wim Wenders y responsable de la fotografía de títulos tan maravillosos como El amigo americano (Der amerikanische freund, Wim Wenders, 1977) o París, Texas (Wim Wenders, 1984). Alicientes que se suman a un relato lacónico sobre la entereza y la honestidad, la integridad y la moral. Es la historia de un emprendedor, de un hombre de raza, calmado y polivalente, que quiere ser el amo de su destino y para ello se fija el reto de montar su propio negocio pero se encuentra con la oposición de las mafias locales.

Jack Flowers es un forastero, un norteamericano de Buffalo, varado en Singapur, tratando de sobrevivir en una cultura diferente, con una reputación más que consolidada y asalariado en una empresa regida por unos extraños tipos, los hermanos Hing, que le proporcionan el visado de estancia, mientras ejerce de imperial alcahuete proporcionando contactos sexuales a sus clientes. Su propósito ideal es montar un gran burdel de lujo, aprovechando el calor lascivo de la zona y la constante visita de norteamericanos a la ciudad por la proximidad geográfica del conflicto del Vietnam. Una pasión y empeño para la que está sobradamente preparado y además tiene el afán, con su toque de vanidad, de dirigir el prostíbulo vestido con un pijama de seda. Indumentaria utilizada por el empresario y propietario del imperio Play Boy, Hugh Hefner. El apunte no es nada disparatado porque Hef, como se le conocía coloquialmente al inventor de las Conejitas de la famosa revista, interviene como productor ejecutivo y es uno de los inversores que puso pasta y apostó por la suerte del proyecto. La película tiene otro toque cinéfilo. Está producida por la añorada firma New World Pictures (escuela de numerosos cineastas), propiedad de Roger Corman, viejo amigo de Peter Bogdanovich y que ejerce la función de productor.

La película se abre con una monumental panorámica de 360º sobre la bahía de la ciudad de Singapur. Un recurso narrativo que va a marcar el tempo y ritmo del largometraje. Cuando vemos por primera vez a Jack Flowers, este viene andando por una calle, despacio, sin agobiarse y, en medio de la vía se encuentra un muchacho barriendo el asfalto con una escoba. Este gesto pasaría inadvertido si no conociéramos la filmografía de Bogdanovich. Es una autorreferencia y homenaje a su soberbia obra maestra, La última sesión (The last picture show, 1971), en la que el actor Sam Bottons, que hacía de adolescente con retraso intelectual, dedicaba su tiempo a barrer las polvorientas avenidas del pueblo de Anarenne (Texas), fijado desde entonces en la memoria cinéfila.
Flowers es un tipo encantador, bien relacionado, excelente persona y mejor negociante. Trabaja a regañadientes para otros y en esta tesitura conoce a un auditor de cuentas, William Leigh (Delholm Elliot), que viaja desde Hong Kong para supervisar y controlar las cuentas del negocio de los Hing. Flowers y Leigh se hacen muy amigos, mientras el primero se dedica al chollo de la prostitución. En sus encuentros y confidencias radica la esencia del largometraje, se trata de dos individuos de la vieja escuela con sentimientos y valores sin doblez y cinismo.

En Vietnam, la guerra parece que toca a su fin y Flowers intenta reciclarse. El hampa de la ciudad no se lo permite y acaba trabajando de correveidile para un avispado norteamericano, Eddie Shuman, encarnado por el propio realizador, Peter Bogdanovich. Bajo su tutela y órdenes, Flowers se convierte en su hombre de confianza, pero debe asumir encargos éticamente inmorales (espionaje y fotografías comprometidas de clientes) que no se adecuan a su estrategia y forma de proceder. Entiende que una cosa es proporcionar placer y otra comerciar con las citas para chantajear y extorsionar a las víctimas, en este caso un político. Para evitar la corrupción y la deslealtad de un negocio que se convierte en suciedad moral decide apartarse para no enfangarse y dañar su reputación.

Ha sido una vívida experiencia reencontrarme con una pieza que fluye con una serenidad y tranquilidad casi relajante, al ritmo del temperamento y carácter de su personaje central. Me ha parecido un filme brillante, sobre los tiempos cambiantes y la integridad de un hombre respetable y bueno, que trataba con bastante tacto y consideración a sus chicas y al negocio de la prostitución. Gestionado con nobleza y gallardía, considerando a sus pupilas como personas y seres humanos que trabajan por dinero y sin ser explotadas.

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Cartel de Man in the ShadowEn un pueblo sin ley, cercano a la fronteriza Ciudad de Juárez, se encuentra la plantación de Virgil Renchler, un déspota terrateniente que trata a sus empleados con métodos poco ortodoxos. Una noche, mientras un grupo de trabajadores juegan a las cartas y descansan en los barracones de la Hacienda Golden, su capataz Ed Yates y un cómplice Chet Huneker entran en busca del joven Juan Martin. Lo arrastran hacia el granero y le propinan una brutal paliza. Solo Jesús Cisneros, un anciano que considera a Juan como a un hijo, tiene el valor de salir a ver lo que sucede.

Teniendo como protagonista a Orson Welles, en la figura del despótico Virgil, Sangre en el rancho (1957) es un western dirigido por Jack Arnold, cuya aura sórdida y maligna trama responde en cierta medida a la presencia que el imponente actor y director repartió por toda su filmografía. No en vano le adjudicaron filmes que no dirigió, pero que se encontraban plagados de su estética y su potencia arrolladora. Por su parte, Jack Arnold, quien realizaría unos pocos westerns durante su carrera, se centraría en temáticas un tanto divergentes como en Boss Niger (1975) sobre dos cazarrecompensas negros en un pueblo de blancos o esta singular pieza, formalmente marcada por el cine negro, que toca la situación de los ¨espaldas mojadas¨, inmigrantes mexicanos en las zonas fronterizas entre Estados Unidos y México, que durante el siglo XX y aun hoy viven en condiciones de semiesclavitud.

Sangre en el rancho, fotograma

Narra la historia de Ben Sadler, un recién elegido sheriff del condado de Spurline, a quien el anciano Jesús Cisneros busca con muy pocas esperanzas, para contarle lo que ha visto la noche anterior. Nadie la da crédito, y menos ante la posibilidad de inculpar al capataz del hombre más poderoso de la región. En la pequeña ciudad, las leyes las hace Virgil Renchler, quien extorsiona a todos los que dependen de los enormes beneficios que aporta su plantación. Todos conminan al sheriff a no creer a Jesús y dar por terminado el asunto, pero la abierta prepotencia del hacendado y sus matones, que manejan el pueblo a sus anchas, hacen mella en el espíritu justiciero y el coraje de Ben.

Establecido a medio camino entre el western y el cine negro, el filme se ubica en una aislada e inhóspita ciudad donde hace tanto calor que nadie se queda por mucho tiempo. Sus personajes construidos sobre arquetipos representan el bien y el mal, enlazando en lo escabroso y oscuro con el cine negro, aunque de una forma bastante simple. La cuidada fotografía, la iluminación, las largas sombras de los personajes y la sensación claustrofóbica que trasmite la situación del sheriff convertido en justiciero solitario frente al poder ilimitado de Virgil Renchler, son también parte de la estética noir que se encuentra en todo el filme. Por otro lado, aunque no tenemos indios, son en este caso los inmigrantes ilegales mexicanos las víctimas desamparadas ante el abuso de poder y el descontrol que viven los habitantes de este filme, que algunos han adjudicado al Hollywood más liberal. Arnold elabora una contenida pero contundente denuncia social, reforzada en el alegato final de Ben Sadler. Pocos filmes tocan la temática de los espaldas mojadas en Hollywood, menos para ponerse del lado de las víctimas y abogar desde la ficción por los desposeídos del mundo.

Sangre en el rancho trasmite además ese miedo sicológico que comparten ambos géneros y que se ve reflejado en pequeños detalles. La prepotencia de Virgil Renchler, la continua actitud avasalladora de Ed, incluso con la joven y virginal Skippy Renchler, hija del terrateniente y, en resumidas cuentas, el motivo para eliminar a Juan; el perro pastor alemán que guarda feroz la entrada de la Hacienda y la actitud wellesiana hacia la maldad que, en este caso, se encuentra contenida entre un hierático justiciero, encarnado por Chandler, la exagerada maldad de sus matones y la excesiva inocencia de Skippy.  Aunque casi todo el pueblo se opone, excepto un modesto barbero, Ben se dispone a realizar una investigación que, desde el primer momento, se ve amenazada abiertamente. La violencia creciente y el llamado de Ben a sus compañeros de justicia no es suficiente para aquellos. Solo cuando los matones de Renchler se atreven a golpear y arrastrar al sheriff atado a la parte trasera de un camión, dejarán de observar sus propios intereses para defender el pueblo.

Sangre en el rancho, imagen

Sangre en el rancho es un filme discreto y contenido, con una buena realización. Una de las películas más liberales de un Jack Arnold, que con el alegato final de Ben, increpa , quizás, un Hollywood totalmente despreocupado por estas cuestiones. «Vosotros, la gente decente ¿se sienten atónitos? Por Dios bendito, ¿por qué? ¿Porque me llamo Ben Sadler, en vez de Juan Martín? ¿Porque soy un contribuyente en vez de un vagabundo? Por fin se sienten atónitos. ¿Qué hace falta para que se inmuten? El asesinato no es suficiente». Una dura réplica de un sheriff solo ante una potente injusticia. Producida por la Universal y el arriesgado productor Albert Zugsmith, el filme tiene el mérito, según refieren algunos críticos, de haber dado el primer impulso e inspirado el tema para el clásico Sed de mal (1958).

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sangre-facil-cartelSangre fácil supuso un brillante debut en el largometraje para los hermanos Coen, Joel y Ethan, quienes, desde entonces, han realizado una interesantísima filmografía que se ha dedicado a repasar, pero también a revisar, buena parte de los géneros cinematográficos clásicos. En buena medida, en Sangre fácil aparecen ya prefigurados muchos de los rasgos de estilo que van a convertir a estos hermanos de Minneapolis en dos de los cineastas más respetados de nuestro tiempo. Aunque no es una película perfecta, su factura es casi impecable para tratarse de una opera prima. Como afirma Imanol Uribe, en Sangre fácil “está encerrada toda su filmografía”.

sangre-facil01El uso de la voz en off al principio de la película es un recurso habitual en el cine negro clásico, pero también recuerda a uno de los mejores títulos de los Coen, El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998). Además, toda la parte del detective con las fotos de los amantes se parece mucho al comienzo de Chinatown (Roman Polanski, 1974). Toda la película recrea un ambiente bastante sórdido en Texas: el club de striptease del marido (Dan Hedaya), el motel al que acuden los amantes y, sobre todo, la siniestra aparición de un perturbador detective que va vestido de amarillo y lleva siempre un sombrero de cowboy, Loren Visser. En principio, se trata de un personaje secundario, pero se apodera de toda la película gracias a la magnífica interpretación de M. Emmet Walsh, uno de esos grandes secundarios que, en este caso concreto, recuerda mucho al capitán Hank Quinlan que interpretaba Orson Welles en Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958).

sangre-facil02Los personajes de Sangre fácil son todos unos perdedores. Ya hemos mencionado al marido y al detective corrupto, pero los auténticos protagonistas son la pareja formada por Abby (Frances McDormand) y Ray (John Getz). Se trata, en realidad, de una historia de adulterio y venganza que acaba descontrolándose. Cierta noción de fatalismo impregna todo el conjunto, ya que parece que va a resultar imposible que los personajes huyan del mundo cerrado en el que viven. La película causa, en ese sentido, cierto efecto claustrofóbico, ya que los amplios paisajes de Texas quedan reducidos a lugares muy determinados. Es curioso, porque la película se vendió como un film de crímenes pero para cines de arte y ensayo, sobre todo por el ritmo, que se recrea mucho en los detalles y en transiciones virtuosas que toman como pretexto ciertos objetos, como los ventiladores, que nos alertan del calor sofocante.

sangre-facil03Los hermanos Coen, que en esta primera película ya se rodean de algunos de sus colaboradores más fieles, como la actriz Frances McDormand (casada con Joel desde este rodaje), el director de fotografía (y después director de películas comerciales) Barry Sonnenfeld o el compositor Carter Burwell, quien, por cierto, en la partitura de Sangre fácil parece homenajear la de John Carpenter en La noche de Halloween (Halloween, 1978), manejan muy bien los tiempos y los espacios y le sacan mucho partido a los objetos. Así, por ejemplo, la ventana de la casa de Ray les sirve para realizar algunas de las mejores transiciones del film, del mismo modo en que objetos como la pistola de Abby y el encendedor del detective se convierten en cruciales en el desarrollo argumental. El teléfono, sin ir más lejos, se presenta siempre como una amenaza. Otro detalle curioso es que Ray vive en una calle sin salida, lo que obliga a todos a dar la vuelta con el coche cuando se van de la casa.

sangre-facil04Sin duda, una de las escenas más recordadas es la de la muerte del marido, ya que en ella asistimos a uno de los episodios que mejor reflejan el humor negro, en realidad macabro, que convierte Sangre fácil en un título tan apreciado hoy en día. Que matar a una persona no es fácil ya habíamos tenido ocasión de comprobarlo en Cortina rasgada (Torn Curtain, Alfred Hitchcock, 1966), pero, como suelen hacer siempre, los hermanos Coen le dan una vuelta de tuerca a esa situación.

sangre-facil05En definitiva, pocos debuts cinematográficos ha habido tan brillantes como este de los hermanos Coen con Sangre fácil, que, por cierto, debe su título a una cita de la novela Cosecha roja, de Dashiell Hammett. Toda la película se plantea, en realidad, como un problema de falta de comunicación, lo que conduce a las situaciones más absurdas y extremas. Como curiosidad, cabría señalar, para terminar, que el realizador chino Zhang Yimou hizo un remake de esta película titulado Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos (San qiang pai an jing qi, 2009), pero no tiene demasiado que ver con el original, salvo por utilizar la misma premisa argumental.

Premios: Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance; Premio Independent Spirit al Mejor Director (Joel Coen) y al Mejor Actor (M. Emmet Walsh)

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sed de mal cartelExtraña es la lista de mejores películas de la historia del cine que no incluye Sed de mal, el último trabajo que Orson Welles consiguió realizar para un gran estudio de Hollywood, la Universal. Ya sabemos que todo en Welles tiende al exceso, y Sed de mal es un buen ejemplo de ello. Pocas películas tienen tanta trastienda como esta peculiar adaptación de la novela de Whit Masterson (pseudónimo de Robert Wade y Bill Millar) Badge of Evil, que, sin embargo, se ha convertido por mérito propio en una de las grandes referencias dentro de la filmografía de Welles.

sed de mal01La primera escena, un prolongado plano‑secuencia de tres minutos que presenta al matrimonio Vargas (Charlton Heston y Janet Leigh) cruzando la frontera en Los Robles y concluye con una explosión, se estudia en todas las escuelas de cine como ejemplo de planificación y composición. A partir de aquí, se plantea un caso con problemas de jurisdicción, ya que la bomba se había colocado en México pero estalló en Estados Unidos. Eso provoca ciertos roces entre el capitán Hank Quinlan (Orson Welles) y Mike Vargas, un alto funcionario antidrogas mexicano. Al final, el caso es lo de menos, lo que importa es el enfrentamiento entre Quinlan y Vargas.

sed de mal02Curiosamente, Welles llegó a dirigir el proyecto gracias a Heston. En principio, el productor había pensado en Welles como actor, pero Heston entendió que también iba a dirigir la película, y precisamente por eso aceptó, lo que llevó a los ejecutivos de la Universal a ofrecerle la película a Welles, que aceptó dirigirla si podía reescribir el guion. Welles no trabajó directamente sobre la novela de Masterson, sino sobre el guion de Monash ya escrito, y cambió algunas cosas, como, por ejemplo, la localización.

sed de mal03Welles consigue transformar un thriller bastante convencional en una de las piezas clave del género negro. De hecho, para muchos críticos y cineastas, como Paul Schrader, Sed de mal supuso la última gran película del cine negro clásico, algo así como el epitafio de una forma de hacer cine que había comenzado con El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941). Desde entonces, ya solo podemos hablar de neo noir, y, más recientemente, de neo neo noir.

sed de mal04Sed de mal es una película de personaje, y quien se lleva el gato al agua es el propio Orson Welles con su interpretación de Harry Quinlan, un policía de métodos expeditivos que no duda en falsificar pruebas para encerrar a quien considera culpable. Todo lo demás está puesto al servicio de este personaje, aunque en la galería de secundarios destaquen interpretaciones memorables, empezando por la de Joseph Calleia, que da vida al ayudante de Quinlan, el sargento Pete Menzies; o la de Marlene Dietrich, que se convierte en Tanya, la gitana de acento alemán que regenta un local de dudosa reputación en el lado mexicano de la frontera y con la que Quinlan mantuvo una relación en el pasado. Ahora bien, si hay un personaje que llama mucho la atención, ese es el que interpreta Dennis Weaver, ya que supone un claro antecedente de Norman Bates.

sed de mal07El uso de determinados planos provoca en el espectador desasosiego e incomodidad, sobre todo en determinados momentos. Welles utiliza magistralmente los objetos para construir la trama. Así, los cartuchos de dinamita o el bastón de Quinlan juegan un papel esencial para la progresión del argumento. La música de Henry Mancini es magnífica, pero nunca suena en off, sino que es diegética, esto es, la escuchamos a través de objetos que aparecen en escena: radios, altavoces, instrumentos musicales…

sed de mal05Sed de mal se rodó entre el 18 de febrero y el 2 de abril de 1957. Aunque Welles quería rodar en Tijuana, era inviable por cuestiones de producción, así que finalmente se rodó en Venice. A Welles lo despidieron en junio, así que apenas pudo participar en la fase de montaje y postproducción. Había un primer montaje de 108 minutos que se desestimó tras realizar una preview. La versión que se estrenó tenía una duración de 93 minutos y no tuvo demasiado éxito. Provocó el enfado de Welles, que se despachó con una memoria de 58 páginas en la que indicaba los cambios que debían realizarse. Solo en 1975 empezó a distribuirse la versión de 108 minutos, y en 1998 se realizó un último montaje que seguía las directrices señaladas por Welles en su memorando. En realidad, cualquiera de las tres versiones demuestra la genialidad de Welles, y el propio hecho de que existan esas tres versiones, ninguna de ellas supervisada por el director, es otra característica más de su cine, que no siempre llegaba a buen puerto.

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SenderosdegloriaCartelNo sabemos si este artículo cerrará una trilogía sobre el horror bélico centrado en la Primera Guerra Mundial. Tras acercarnos en los dos números anteriores de la revista a las excelentes obras Rey y patria , de Joseph Losey (King and Country, 1964), y Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone (All Quiet on the Western Front, 1930), le ha tocado el turno a la que algunos consideran como uno de los mejores legados cinematográficos pacifistas. La película de Stanley Kubrick, Senderos de gloria, está basada en una novela de Humphrey Cobb, escrita en 1935. Se centra en dos hechos reales ocurridos en el mando militar francés durante la Gran Guerra. En el primero, un general ordenó fusilar a seis soldados elegidos al azar, por cobardía ante el enemigo; en el segundo, otro general mandó disparar contra sus propias tropas con la finalidad de evitar el retroceso de las mismas. No extrañará, por tanto, que el largometraje estuviera prohibido en Francia hasta 1975. Pero Alemania también lo vetó durante un par de años, Estados Unidos en bases militares y en España no se estrenó hasta 1986. La película, en general, causó bastante agitación al ser considerada peligrosa. ¿Cuál fue el verdadero motivo de tantas reticencias y censuras?

El filme se inicia, en sus títulos de crédito, acompañado por los acordes de La Marsellesa, con destacados redobles de tambores. Una voz en off comunica al espectador que estamos en 1916. Tras dos años de guerra sangrienta en trincheras entre Alemania y Francia, las líneas del frente apenas han cambiado. Cada metro avanzado se ha cobrado miles de muertes. Estamos pues en 1916, en territorio francés. Las trincheras se han apoderado del paisaje y los avances y retrocesos casi ni se miden ya en distancia (sí en víctimas). Los dos países, Francia y Alemania, se encuentran sumidos en una paralización letal, seguida estrechamente, desde lejos, no podía ser menos, por políticos, periodistas y opinión pública. Los militares se encuentran en el punto de mira:  acerca de su valentía o cobardía, sabiduría o torpeza, habilidad o incapacidad. Ante la paralizante masacre, se impone la acción. Aunque sea arriesgada, improbable, descabellada y hasta inconcebible. Nulas posibilidades de éxito en posibles operaciones que rompan esa fatal y cruenta monotonía de trincheras, entre fuegos mortales ensordecedores.

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Y en esas estamos cuando a un alto miembro del Estado Mayor, el general Broulard (interpretado por Adolphe Menjou) tiene la ocurrencia de embaucar en un ataque a otro general a sus órdenes, un ser ambicioso llamado Mireau y llevado a la pantalla por el actor George Macready. El plan es simple: intentar la toma de una colina inexpugnable en manos del enemigo, poniendo en peligro las vidas de su regimiento, 8.000 seres humanos, con la promesa de un ansiado ascenso. ¿Tan egoísta e irracional puede llegar a comportarse un individuo? Estamos ante la teoría de la elección racional, un cálculo de los costes y beneficios de la acción. Y a nuestro querido general Mireau le interesaba más su carrera militar que la vida de sus soldados. El fin justifica los medios y la meta es su gloria, el medio, la agonía o la muerte de los hombres bajo su mando.

Con estos antecedentes y caracteres, ya se imaginarán que el encargado desde el mismo campo de batalla en dirigir la operación no será el general Mireau (eso sí, lo observará todo en la distancia, detrás de sus binoculares). La responsabilidad recaerá en el coronel Dax. Kirk Douglas es Dax. A los militares de rango, también a nuestros personajes con estas características, se les llena la boca de términos como valentía, patria, arrojo , disciplina, sumisión…; y utilizan dichas palabras para manejar vidas y muertes a pura conveniencia. Destinos de hombres que la casualidad o la estupidez les han colocado en una contienda bélica de la que poco tienen que ganar y mucho que perder. El título de esta película de Kubrick proviene de uno de los versos del poeta Thomas Gray, y dice así: «Los senderos de la gloria no conducen más que a la tumba». En pocos meses, fontaneros, tenderos, granjeros, operarios de cualquier tipo, incluso estudiantes adolescentes, aprenderán a saborear la amargura del miedo, el pavor de la muerte, lo irracional de la contienda, la intensidad del sufrimiento y la nostalgia por aquella vida que fue y que ya no será. 

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El coronel Dax se va a erigir como “el bueno” de la película. Desde el mismo momento en el que se entera de los planes concebidos por las altas instancias, se horroriza del carácter suicida de la operación y entra en una confrontación verbal con el general Mireau.  Tras llegar a espetarle la frase de Samuel Johnson acerca de la cualidad del patriotismo como último refugio de los canallas, se somete a la disciplina y acata órdenes. El coronel, a lo largo de la película, va creciendo como un hombre de honor, justo y respetado por su compañía. Inmune a las corruptelas, llega a afirmar que “siente vergüenza de pertenecer a la raza humana”. De profesión abogado penalista, será el encargado de la defensa de los acusados por cobardía, en una farsa de juicio con veredicto dictado de antemano. Kirk Douglas realiza una interpretación colosal. Y compone un personaje que se ha convertido en un icono de honestidad. Jamas luchará por intereses personales y siempre lo encontraremos batallando para mejorar las condiciones de sus hombres. Una persona digna de admiración y respeto, con convicciones firmes, un héroe, en definitiva, a la altura de otros grandes luchadores que nos ha dejado el cine,  de espíritu humanista y crítico, como Atticus Finch, ese personaje inolvidable, también jurista, interpretado por Gregory Peck en la película Matar a un ruiseñor  (To Kill a Mockingbird), que el director Robert Mulligan realizó en 1962. 

Stanley Kubrick, en Senderos de gloria, en realidad se vale de dos escenarios para unir dos alegatos críticos: uno contra la guerra y el otro contra el ejército. El primero, el de la contienda bélica, se desarrolla en las trincheras, en esa embarrada tierra de nadie ennegrecida de despropósitos, un infierno de metralla, bombas y gases, un territorio en el que solo se piensa qué es peor, la muerte o el dolor. El segundo, el de los altos mandos militares, transcurre en los castillos, en suntuosas estancias repletas de cuadros de gran valor y mobiliario exquisito. ¿Y qué se hace en su interior? Pues intervienen los “juegos de salón”, se barajan estrategias de poder, evolucionan hipocresías y se persiguen ambiciones, no importan las pequeñas piezas “irrelevantes” que puedan caer en el camino.

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El realizador nos muestra todo este panorama en su maestría habitual con la cámara. Destacan la intensidad de los travellings, como esos momentos en los que el general Mireau y el coronel Dax recorren la trinchera. Ese corto itinerario, le sirve al director para que el espectador descubra la diferencia de afectos con los que la tropa distingue a cada uno de ellos. También destacan los encuadres precisos, los momentos en que la cámara se sitúa a la altura de los ojos y los pocos primeros planos utilizados, pero de alto significado. Tampoco falta el humor negro o la ironía, como cuando Dax intenta salir de nuevo de la trinchera y su movimiento es impedido por la caída del cuerpo de un soldado de su compañía. 

Se ha discutido si en el plano final se ha intentado dejar en el aire un clima de esperanza, cuando la película acaba con una pequeña tregua y las tropas francesas se emocionan con el canto de una prisionera alemana. Creemos que sentirse afectadas por el único instante que destila belleza en muchos kilómetros y desde demasiado tiempo, y que incluso les pueda recordar a sus añorados hogares, no lo eleva a síntoma de optimismo que borre todo lo acontecido y lo que está por llegar. Porque no falta nada para que vuelvan de nuevo a las trincheras, con sus bombardeos, los gases, fusiles, el barro, el polvo… Todos esos senderos de gloria que todavía tendrán que recorrer hasta la tumba muchos de ellos, y también muchos otros similares que vendrán después, en otras guerras y en otros territorios.

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ser o no ser_cartelUn grupo de judíos violentos y vengativos tendía una emboscada a todos los altos cargos del Tercer Reich en un cine francés en la que fuera la escena más memorable de Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009). Era el particular delirio con el que Quentin Tarantino ponía fin en su imaginación a uno de los períodos más tristes de la historia del la humanidad. Sabemos que los referentes del director de Tennessee son inabarcables, y puede que aquí haya uno: casi 70 años antes, la compañía de teatro del señor Dobosh lograba mantener viva la acción de la Resistencia aliada en Polonia al despistar a los nazis en los pasillos de un teatro al que también había acudido el Führer. Ambos procesos incluían burlar la seguridad alemana en un evento público, pero, mientras que los «bastardos» se sacrificaban en pos de la justicia, los petimetres de Ernst Lubitsch se conformaban con salvar el pellejo.

ser o no ser_1Es muy cómodo mirar desde la distancia, porque, por aquel entonces no estaba la cosa para bromas. Mientras que en Europa cundían los bombardeos, las expropiaciones y los campos de concentración, Hollywood estrenaba Ser o no ser, poco después de la incorporación de Estados Unidos al frente aliado. Si aún hoy se estilan tímidos reproches de los defensores de la corrección política para según qué películas, Lubitsch debió de tenerlo negro para parodiar una ideología, hoy unánimemente condenable, que siempre connota una cuota de obligado respeto (las víctimas). Y aquí llamábamos valiente a Berlanga por dirigir La vaquilla (1985) casi 50 años después de la Guerra Civil Española (eso sí, la herida ibérica no termina de cicatrizar).

ser o no ser_2Aunque reírse de sus propios compatriotas no parecía el principal objeto de Lubitsch. A modo de colofón para una dilatada carrera, ilustrativa de un «toque» del que se ha escrito y hablado hasta la saciedad, Ser o no ser se erige como artefacto modélico y combinatorio de dos grandes hitos de la Historia del Cine: reconoce la relevancia del teatro como ingrediente primitivo e indispensable, anterior al desarrollo de un lenguaje cinematográfico  —por más que aquí funcione como medio y no como fin—, para incrustarle los códigos de la screwball comedy, exitosa tendencia del momento (y que Lubitsch ya venía practicando en obras como Ninotchka —1939— o Lo que piensan las mujeresThat Uncertain Feeling, 1941—). Y es que la arquitectura típica de este subgénero casi exige el equívoco aderezado con tensión sexual como motor de una trama que se ajusta al vínculo shakesperiano.

ser o no ser_4El cinismo que emana del tratamiento del conflicto bélico contrasta con el humor blanco que empapa las relaciones entre los personajes. Mucho antes de que la escatología se instalara en la comedia moderna en calidad de dogma y bajo esa inmediata influencia del slapstick del cine mudo y los hermanos Marx, Lubitsch diseñaba la carcajada desde una ingeniosa dominancia verbal. Los escasos gags físicos (únicamente dispuestos por barbas y bigotes postizos) se diluyen entre tanta sagacidad dialogada —descacharrante si incluye al menos un nazi—  que se diría sirvió de inspiración a los repetidos chistes bélicos de los Monty Python.

ser o no ser_ 5Lo más curioso de Ser o no ser es que no guarda lugar para la empatía hacia las víctimas de la barbarie. ¡Ojo¡ Que no está en contra, tan solo obvia la dimensión del damnificado más palmaria; en su lugar, y volviendo a la deriva teatral, se insta a la misericordia hacia el oficio del actor que, lejos de la fastuosidad de la puesta en escena del Hollywood de la Edad de Oro (aquí algo más potente en los interiores que en unos exteriores de estudio, meramente contextualizadores), ha sido secuestrado de la gloria del star system y pateado a la calle (todo condensado en el monólogo redentor con el que un actor secundario emula al Shylock de El mercader de Venecia). El fracaso es un temor que siempre nos tocará muy de cerca. Si bien el desenlace de esta cinta recuerda al de Malditos bastardos, su trascendencia en la actualidad no terminaría ahí: se anticipó, incluso, a la idea contenida en los hechos reales que narraría Argo (Ben Affleck, 2012), la última ganadora del Oscar a la mejor película.

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Cartel de la película Sid y NancyEn este 2016 se celebran dos efemérides que comparten el recuerdo de un movimiento en la trinchera al que el tiempo le ha otorgado su debida importancia. Sid y Nancy, tercer trabajo de Alex Cox, cumple el treinta aniversario de su estreno, por lo que algunos cines británicos han decidido rendirle el mejor de los homenajes con su reestreno, que en estos momentos puede disfrutarse. Esta gratificante sorpresa viene de la mano de la celebración de la cuarentena del nacimiento del punk, tendencia cultural que tuvo su explosión inicial en el barrio del Soho, en el Londres de 1976, tras el verano más caluroso que los londinenses recuerdan. La ciudad ardía a ritmo de pogo y desinhibición nihilista. El polvorín liderado por los Sex Pistols fue fugaz y se expandió vertiginosamente por una Gran Bretaña que no pudo comprender en aquel instante trascendental, qué se escondía tras la irreverencia de sus integrantes y su corrosivo e impúdico lenguaje, en un momento en que pronunciar la palabra de cuatro letras fuck en un medio televisivo suponía un hecho más que execrable. Esta rebelión antisistema pronto cruzaría las fronteras, asentándose en otras grandes ciudades como en el Lower East de Manhattan o en los suburbios parisinos. Los Sex Pistols, víctimas de la censura, protagonizaron grandes escándalos, a la vez que compartían espacio en los diarios británicos más importantes, junto a noticias de primer calado y preocupación social como la determinación de James Callaghan, (debido a la influencia americana en la economía anglosajona) de crear un paquete de medidas que supuso la congelación de salarios y recortes en los presupuestos públicos. Aquel “nuevo culto pop” llamando punk fue un revulsivo frente al sistema de una sociedad con un altísimo índice de paro y grandes dificultades de integración para los adolescentes, a los que se les quería vender la felicidad impostada del mundo moderno, basada en un acelerado ritmo del crecimiento tecnológico, remplazante de la calidad de vida.

Por desgracia, por el Soho, el Roxy Club y el 100 Club, no solo desfilaban jóvenes con crestas y chupas de cuero repletas de tachuelas y chapas, sino que muy pronto la heroína invadió la escena, narcotizada hasta aquel momento por el speed. Esta epidemia heroinómana fue una de las causas por las que el punk comenzó a apagarse poco a poco, sobre todo en Gran Bretaña. Es indudable que su estela permanece todavía en nuestros días.

Fotograma de Sid & NancyExistieron buenos tiempos para los Sex Pistols, pero cuando Alex Cox rodó el biopic de Sid Vicious y Nancy Spungen, la pareja más emblemática del punk, tan solo siete años después de la muerte de ambos, apostó por sumergirse en las profundidades de la intimidad de los maltrechos protagonistas, para rescatar el trasfondo de una relación de amor suicida y de terror. Las interpretaciones de Gary Oldman y Chloe Webb son tan brillantes que Sid and Nancy regresan de nuevo a la vida. El film se inicia cuando Sid es arrestado por la policía de Nueva York, sospechoso del asesinato de su novia. En los interrogatorios posteriores, Sid nos traslada con su relato al momento en que conoce a Nancy, como punto de inflexión en el que su rumbo cambiará para siempre, sin posibilidad de retorno. Cox construye todo el film alrededor de ellos, aunque existe un retrato evidente del clima en el que se encuentra la mítica banda de punk y con esta intención narra retazos de alguno de sus pasajes más memorables en Londres, como fue la actuación de la banda, navegando por el Támesis, al ritmo de God Save the Queen a pocas horas de la celebración del jubileo de plata de la reina Isabel II. Todo el auge mediático y personal conseguido llegará a su fin con la gira de la banda por los Estados Unidos y la desvinculación de Sid de Sex Pistols. Tras haber recorrido el entorno y circunstancias de la pareja, el film se centra de forma incisiva en el infierno en el que ambos se hallan durante sus últimos días juntos e introduce una tercera protagonista que se convierte en el epicentro que une como nunca, a la vez que aleja, a Sid y Nancy: la heroína. Aquí da comienzo el final del sueño punk.

Sid and NancyNancy era una exprostituta mal educada que nadie podía soportar, ni tan siquiera su propia familia. Llega a Londres cargada de heroína en las venas y en la maleta. Ella es el descalabro más importante en la vida de Sid. Él es un yonqui emocional que, a pesar de todo, ve en aquella groupie fanática el apoyo incondicional que nunca tuvo. La temprana pérdida de su padre y la educación por parte de una madre demasiado extravagante y despreocupada contribuyeron a que Sid nunca llegara a plantar los pies en el suelo. Cuando el hoyo horadado entre ambos llegó al centro mismo de la Tierra y allí conocieron qué era el Averno, del mismo subsuelo emergieron fantasías suicidas que sobrevolaron, cada vez con más frecuencia, su pequeña habitación del hotel Chelsea. Es en ese lúgubre espacio, convertido en un nicho de podredumbre y narcóticos, donde el realizador inglés introduce sus manos para remover las vísceras más ocultas de la pareja. La narración está basada en el desenlace propuesto por la investigación oficial. La muerte de Nancy quedó llena de interrogantes susceptibles de albergar teorías alternativas. La investigación se cerró porque, en definitiva, qué trascendencia podría tener la muerte de una yonqui problemática, novia de un músico desahuciado, también adicto a la heroína. Ellos, en definitiva, pertenecían a esa escoria generada por el sistema que sobrevivía dentro del hábitat caótico de la cloaca de Nueva York, de la misma que quería salir el alienado Travis Bickle. Aquellos intentos por dilucidar qué ocurrió aquella noche, dieron lugar, muchos años después, a un plano documental llamado Who Killed Nancy? (Alan G.Parker, 2009), que cuenta con los testimonios de los testigos supervivientes de aquella oscura época.

Cox no quiere culminar la cinta con el tono de biopic que destaca por un realismo que quiere ser fiel a los hechos y realiza un epílogo de poco más de dos minutos en forma de despedida poética, como un último suspiro nostálgico y redentor. Sid y Nancy no es un alegato o ensalzamiento de la era punk ni pretende glorificar aquellos años convulsos. Su enfoque podría resumirse con la escena en que la pareja acude al centro de metadona y el encargado de la dispensación, interpretado por Sy Richardson, pronuncia de manera vehemente, la clave sobre la que gira todo el filme. En definitiva, Alex Cox quiso narrar una traición. La que pertrecharon aquellos jovencísimos punks cuando se encerraron en el mítico hotel neoyorquino para dar rienda suelta a su drogadicción hasta perder el poco control que tenían sobre sus vidas. Con ello, olvidaron los credos del punk que los unió, desvencijaron la conciencia colectiva del movimiento y convirtieron el famoso “no future” en algo trágicamente literal.

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SinnovedadenelfrenteCartelLa película comienza en un aula de enseñanza de Alemania, repleta de jóvenes. Apenas dieciocho años. El profesor les arenga para comprometerse con la patria, para alistarse en el ejército y participar en la guerra que acaba de estallar, para dar el paso de entrada a la gloria. Estamos en 1914, al inicio de la Primera Guerra Mundial, esa contienda bélica que acalló a demasiado iluso y llevó a la tumba a una ingente cantidad de seres humanos, muchos de los cuales iniciaron confiados el camino que conducía hacia la nada.

El profesor y su hedionda proclama es el arranque de otro espeluznante filme sobre la masacre sinsentido producida por la Gran Guerra. Los alumnos son inocentes, crédulos, manipulables, y todos y cada uno de ellos acudirán a la conflagración como si fueran a pasear al parque, a navegar por el río o a recorrer la feria de su ciudad. Pero el universo militar, con posterioridad el bélico, no se acerca en absoluto a lo imaginado por esa juventud aleccionada para edificar nuevos esplendores con los que honrar a su amado país. El director estadounidense Lewis Milestone realizó una extraordinaria película con Sin novedad en el frente. Autor de una  extensa filmografía en la que recurre a géneros diversos, probablemente nos encontremos ante uno de sus mejores filmes y además, uno de los mayores alegatos antibélicos de toda la historia cinematográfica.

En este largometraje realmente se llega a comprender la calificación de la Primera Guerra Mundial como “de trincheras”: adelantar 100 metros, retroceder lo avanzado a fuerza de explosivos, avanzar de nuevo para desandar lo conquistado…Y así durante meses y meses, días eternos con hambre, en la suciedad, bajo el bramido de las bombas, en permanente exposición a una desaparición fulminante. El filme, magnífico de principio a fin, hasta se permite el lujo de volver a casa. Aunque sea fugazmente. Un retorno cuyas escenas se encuentran entre lo más imponente del largometraje, sin necesidad de explosivos o trincheras. 

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La película está basada en una obra literaria del escritor alemán Erich Maria Remarque. Luchó con las tropas alemanas en el frente francés en la Gran Guerra y sus memorias, publicadas en 1929, se volcaron en un libro que no ahorró ninguno de los horrores que vivió. La novela estuvo entre las elegidas por el régimen nazi para su “quema pública”. Afortunadamente, Remarque ya había huido de su país en 1932. El director del filme, Lewis Milestone, apenas unos meses después de su publicación, empezó a trabajar en una adaptación de la novela para el cine, en una época de crisis económica mundial, con el ascenso de fascismos en diversos países y un Hollywood muy interesado por largometrajes de terror, acordes con la sensación de pánico y la miseria reinante. Así, por estos años se produjeron El doctor Frankenstein, de James Whale (Frankenstein, 1931), Drácula, de Tod Browning (Dracula, 1931), o La momia, de Karl Freund (The Mummy, 1932). Milestone, por su parte, intentó y consiguió el mayor realismo para Sin novedad en el frente. Sin banda sonora de encargo, con soldados alemanes (aunque de habla inglesa), con actores desconocidos, sin romances, sin ahorro alguno de detalles cruentos o morbosos. Al respecto, basta con destacar la imagen de las manos agarradas a la alambrada.

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El director estadounidense se lanza a la aventura en tiempos en los que el cine sonoro, a pesar de estar en los inicios de su recorrido, había detenido su evolución ante la dificultad técnica que suponía la movilidad de los enormes equipos de sonido. A pesar de ello, Lewis Milestone consigue saltarse dichas dificultades y elaborar una obra que destaca por su dinamismo, por sus constantes movimientos de cámara, ya en forma de panorámicas o desplazamientos frontales o laterales. Aún así, tuvo que soportar críticas que consideraban al filme como un alegato contra la autoridad y el ejército o como provocador de razas juveniles de “cobardes, gandules y traidores” (en palabras del Mayor Frank Pease, presidente del Instituto de Directores de Hollywood). El filme fue prohibido en Alemania por Goebbels, por Mussolini en Italia y no fue visto en Francia hasta 1962. Ganó el Oscar a la mejor película y a la mejor dirección el año de su estreno. 

Se intenta en el largometraje una caracterización de los rasgos de personalidad de los intervinientes: el listo, el literato, el miedoso (o prudente) arrastrado al alistamiento en medio de la euforia general; el militar con cargo que resulta un miserable en cualquier ámbito; otro miembro del ejército, también con cargo irrelevante, siempre atento al bienestar de sus compañeros. La obra acierta igualmente en no centrarse exclusivamente y en todo momento en su protagonista, en Paul, interpretado por Lew Ayres. Su actuación le causó gran popularidad, hasta que se le hizo el vacío cuando en la Segunda Guerra Mundial se declaró objetor de conciencia. Será el soldado que en el filme se convierta en el conductor que nos hará transitar entre tanto destrozo, incomprensión y estupidez. Paul es un joven inteligente y práctico.  No tardará en entender que  lo único importante es la supervivencia con camaradería. Impagable su retorno al hogar, con esos adultos jugando a la guerra en un mapa, la madre enferma y preocupada, la hermana atenta y dedicada a labores domésticas. Y ese profesor que sigue allí, tres años después, con las mismas arengas tras tantos cadáveres, carnicerías y horrores.

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Ratas, muchas ratas. Y animales podridos. Y mugre. Y piojos. Navegamos entre unos exteriores apocalípticos que vemos siempre en marrón, nunca en blanco y negro. Un pardo de lodo, barro, detritus y sangre. Mientras tanto, hay que lanzarse a por el alimento (primordial), soñar despierto con aquello que jamás será igual, si es que hay ocasión y sobre todo, continuar adelante en ese recorrido hacia la nada, en esa travesía que alguien ha decidido que hay que vadear. ¿Quién o quiénes son esos “alguien”? Como uno de los protagonistas, Katczinski, reflexiona, “en la próxima guerra, dejad a todos los káisers, presidentes, generales y diplomáticos que vayan a un gran campo de batalla y que luchen entre ellos. Esto nos mantendrá contentos y en casa”. Las conversaciones entre los soldados acerca de razones, causas, motivos o intereses del conflicto no tienen desperdicio.

El director, en cuanto encuentra la oportunidad, coloca su cámara al fondo de las estancias, mientras por las ventanas o esbozos de puertas se vislumbra el transcurso de la vida. Desfiles, paso de trenes, de vehículos o de tropas. Un acierto que en ocasiones sirve para intensificar la soledad que acompaña a los desgraciados protagonistas. Ya lo hemos dicho, nuestros pretendidos “héroes” son alemanes, aunque no hablen ese idioma. Jamás han visto a un inglés, apenas a algún francés. Nada tienen contra ellos. Y lógicamente, se interrogan sobre los porqués de ese baile de muerte. Las guerras no respetan cementerios ni ataúdes. Tampoco dejan margen para espacio alguno que pueda reportar cierta sensación de aire fresco, de belleza, de naturaleza en libertad. No lo hace, no, y dejarse llevar por el instinto puede costar demasiado caro. Ningún resquicio deja esta película para la esperanza. Y esa es su mayor grandeza.

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Nunca es fácil adaptar un libro a un medio audiovisual. La facilidad que dan las páginas para describir personajes y hasta sus pensamientos no siempre se traduce bien a la pantalla. La novela testimonio de Javier Cercas, Soldados de Salamina, presenta tanto ficción como hechos históricos a la vez, narrados en primera persona. ¿Cómo traducir eso a la pantalla? Pues fue el director y libretista español David Trueba el que asumió el reto. Así nace Soldados de Salamina (2003), la tercera cinta dirigida por Trueba, que atrapó a los espectadores en esta historia que mezcla la Guerra Civil Española y la búsqueda de “los amigos del bosque”, un grupo de personas que dieron refugio al escritor Rafael Sánchez Mazas, miembro fundador del partido Falange Española.

La película cuenta la historia de Lola Cercas (Ariadna Gil), una periodista y profesora a la que le ponen de tarea escribir algo sobre la Guerra Civil Española, dada la cercanía del aniversario. En su artículo habla de la muerte del poeta Antonio Machado y el escritor Rafael Sánchez Mazas, quien se salvó de morir en un fusilamiento. Lola recibe una carta, en la que se entera de que a Sánchez Mazas lo recibieron “los amigos del bosque” en medio de su huida, ellos escucharon la historia de los propios labios del fugitivo y, posiblemente, al menos uno de los “amigos” sigue vivo.

¿Y quiénes fueron esos “amigos del bosque”? ¿Quién fue ese soldado que le perdonó la vida a Sánchez Mazas y por qué? ¿Qué pasaba por la mente de ese soldado, que decidió no seguir órdenes? Su curiosidad se vuelve una espiral de investigación que le revela a Lola más y más información acerca de lo que esconden las guerras: seres humanos tratando de sobrevivir, sin importar su raza o ideología, todos con las mismas ganas de vivir.

Trueba tomó varias decisiones al adaptar el exitoso libro. Aunque la cinta maneja el mismo estilo de suspenso y los tres actos en que se divide el libro, decidió que iba a cambiar el género del protagonista, que en libro es el propio autor, por una sugerencia del director Agustín Díaz Yanes. Sin embargo, se mantuvo la relación con Conchi (María Botto), que aunque es fabulosa en su trabajo, la combinación de las dos no termina de ser verosímil.

En lugar de incluira al escritor Roberto Bolaño en la historia, como está en el libro, Trueba decidió crear a Gastón (Diego Luna), un estudiante mexicano que toma las clases de Lola y le da la pista sobre Miralles (Joan Dalmau), un personaje clave en el libro que sale solo al final, pero que en la cinta toma más fuerza desde mucho antes, revelando pistas para Lola que se sienten un poco acomodadas solo para este fin.

El mayor logro es el uso de testimonios reales en la narración. Imitando el estilo de la novela, la cinta viaja entre la realidad y la ficción con absoluta facilidad. Así es como Lola va hablando con personas reales que vivieron la Guerra Civil y sale el tono documental suficiente para no confundir al espectador. Esos personajes de los que habla el libro y acá hablan con su propia voz son quienes van narrando lo que vivieron en carne y hueso. Esto ayuda a avanzar la trama y da las puntadas que necesita Lola para armar la historia que busca.

Además, Trueba recurre a los flashbacks para recrear la historia de Sánchez Mazas (Ramón Fontserè) en los lugares donde todo sucedió, sin detenerse tanto tiempo ni profundizar en la situación, sino enfocándose en los personajes, igual que hace el libro. Porque esta no es una cinta sobre la Guerra Civil, no es un retrato fiel de la época ni quiere ser una película histórica, es más bien una invitación a ver las dos caras de la moneda, es una exposición de la humanidad que hay detrás de los uniformes, las ideologías y los partidos políticos, para que el espectador reflexione y decida por su cuenta.

La cinta ayudó a Trueba a cimentarse como uno de los grandes directores de España, fue un éxito en taquilla en su país y recibió elogios por parte de la crítica especializada y el público en general. También logró hacer parte del Festival de Cine de Cannes en la categoría Un Certain Regard, fue elegida para representar a España en los Premios Oscar y obtuvo ocho nominaciones a los Premios Goya de 2004, además de un recorrido por festivales en Colombia, Dinamarca, México y otros. A pesar de los años, la cinta se sigue sintiendo vigente e interesante, las guerras en el mundo no han parado y los humanos seguimos siendo los mismos, luchando por sobrevivir.

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SoloseviveunavezCartelEstamos ante la segunda película del director austriaco Fritz Lang en su etapa americana. Solo se vive una vez es considerada como la segunda obra de la triología social del realizador, tras Furia (Fury, 1936), y antes de You and me (1938). Nos situamos en una historia de amor, de deseo, de incomprensión, de ceguera, de frustraciones y de fatalidad. Los guionistas se basaron, en parte, en la historia de los famosos criminales Bonnie y Clyde, que a principios de la década de los treinta fueron considerados “enemigos públicos” por la ola de robos y crímenes que dejaron tras de sí. El filme se sitúa en una época muy cercana a la grave depresión sufrida en Estados Unidos tras la crisis derivada de la quiebra de la bolsa de Nueva York en 1929. Un contexto social de pobreza y desempleo envuelto en un clima de desconfianza ante instituciones del estado, dudándose incluso de su verdadero carácter democrático. Una situación que arrastró a gran parte de la población a una lucha descarnada contra la pobreza y el hambre.

Solo se vive una vez es una película excelente. Cuenta con Silvia Sidney y Henry Fonda como protagonistas. Encarnan, respectivamente, a Joan Graham, secretaria del Defensor del Pueblo y a Eddie Taylor, un delincuente que cumple condena en prisión. Este último ya lleva tres años en la cárcel por un atraco. No es la primera vez que se aloja en dichas dependencias estatales pero esta vez está convencido de que será la última. A punto de salir del presidio por cumplimiento de la pena, Eddie se despide del alcaide y del cura. Su novia, Joan, le espera en la puerta. Van a casarse. Pero Eddie no lo va a tener sencillo. Su pasado le perseguirá incansablemente. La mala suerte y sus circunstancias vitales siempre se han aliado para frustrar cualquier iniciativa de redención. Ahora es su oportunidad, es libre, tiene un trabajo y una mujer que le ama. No puede dejarlo escapar. Pero el destino es muy caprichoso y además de los esfuerzos personales para alcanzar las metas propuestas, intervienen otros factores que no podemos dominar. Los podemos llamar azar, casualidad o quizás malignidad humana.

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En este recorrido de Eddie y Joan a la búsqueda de un futuro juntos, en paz y sosiego, en esa lucha despiadada contra su destino, veremos caracteres humanos reconocibles. Se les puede señalar e identificar por su malicia, por su egoísmo, por estar pendientes de vidas ajenas, por la búsqueda de recompensas humillantes y siempre atentos a la caída del otro. Son aprovechados arribistas que utilizan un descosido para rehacer la tela entera; buitres que señalan y señalan al prójimo por errores pasados, por antecedentes ya amortizados. Temblaremos, por ejemplo, y desde ojos del siglo XXI, con revistas que avisan de los próximos seres humanos que se van a excarcelar (marcados, como los presos de los campos de concentración nazis con sus números estampados). Y al igual que en Furia, veremos a la masa exaltada, todas y todos a una, víboras exigiendo el linchamiento a la salida del Palacio de Justicia. 

En esta obra de Lang se contienen muchas denuncias. Entre ellas, se encuentra la que señala las deficiencias de un sistema capaz de condenar a muerte a un hombre por pruebas circunstanciales. También la que se centra en la dificultad de reinserción para aquellos que han cometido algún error con la sociedad. Se trata de la casi imposibilidad de reincorporación a la vida civil de un expresidiario. Similares denuncias y testimonios sociales los encontramos también en otros filmes rodados por aquellas fechas. Así, podemos nombrar Soy un fugitivo (I Am a Fugitive From a Chain Gang, Mervin LeRoy, 1932) acerca de la existencia inhumana en las cárceles. Igualmente, la obra maestra Tiempos modernos sobre la degradación del trabajo en cadena y el desempleo (Modern Times, Charles Chaplin, 1936). Y por supuesto, el inolvidable largometraje Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, John Ford, 1940), acerca del drama de la pobreza rural en esa salida obligada de tierras que siempre acogieron, también protagonizada por Henry Fonda. 

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Toda la puesta en escena de Solo se vive una vez conduce a calificarla como perteneciente al cine negro antes de que el término se expandiera. La realidad que describe la obra es, exactamente, de ese color. La fatalidad es presentada en claroscuros, bajo la lluvia, con primeros planos opresivos, con violencia e imágenes expresionistas. La injusticia social persigue a nuestros protagonistas mientras huyen entre la niebla, en un ambiente inquietante y brutal. Y esa huída termina convirtiendo al largometraje en una obra que se puede ubicar en un género de más reciente creación, el de película de carretera o road movie. Un viaje que llevará a Joan y a Eddie a un final sin salida, a un terreno fronterizo en el que únicamente puede alcanzarse la libertad si se traspasa la línea de la vida hacia la muerte. Solo se vive una vez destila pesimismo desde su inicio, desde que se mastica la derrota con las dudas existentes en aquellos que quieren y protegen a nuestros héroes.

La película sobresale en sus decisiones narrativas, en el uso y la alternancia de distintos tipos de planos, por la profundidad de campo o los movimientos de cámara. También destaca la naturalidad en las interpretaciones, además de los juegos de luces y sombras. Interiores y exteriores están cuidados al detalle. Así, resaltaríamos los primeros planos claustrofóbicos de la pareja protagonista, totalmente aterrorizados y desubicados; o el uso de sombras y luces cuando ambos se encuentran en la prisión con condena nueva; o los barrotes de la celda, en su proyección de profundas sombras desde una fuente de luz. Todo para desembocar, tras un desafío contra la muerte que asemeja imposible, en un final moralizante que suponemos sería del agrado del Código Hays de autocensura, de efectiva vigencia desde 1934. 

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Centrándonos en las escenas más destacables, nada mejor que comenzar por el inicio, con esas imágenes cuasi documentales del interior de la prisión. Un atractivo cuadro sobre el devenir diario entre rejas. O la intensa economía narrativa mostrada en la “no escena” de la boda. Un enlace que se explica con una síntesis encomiable en tres planos: el nombre de un motel, el libro de inscripción igualmente identificando a los esposos y un certificado de matrimonio. También destaca la síntesis mostrada en la redacción del periódico, con las tres portadas alternativas preparadas antes del pronunciamiento del veredicto. O la romántica escena en el estanque, con esa metáfora de las ranas, con planos y contraplanos de las mismas, alternados por planos medios de la pareja observando a los anfibios.

Siguiendo con los momentos que consideramos más impactantes, no olvidamos la fuga de la prisión, una encerrona con niebla, entre las pistolas y la puerta de salida. Una escena en la que, a lo mejor, se inspiraría Robert Bresson en Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956). Y volviendo al amor, sobresalen las imágenes de Joan y Eddie destilando toda su soledad. Es notable el momento en el que Eddie sale de la cárcel y se encuentra con su enamorada o cuando procura refugiarse en ese improbable hogar; o con las brumas que se incrustan en las escenas exteriores, como la llegada al vagón por parte de Joan o el antepenúltimo conato de fuga entre lodo y lluvia. Y acabamos este análisis en el último y fatídico instante, cuando somos conscientes del inequívoco blanco de ese rifle telescópico, convertido en el objetivo de la cámara.

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Cartel de la película Soltero en el paraísoAdam J. Niles es un reconocido escritor soltero y socarrón, cuyo irónico destino lo lleva a vivir en una conservadora y rancia comunidad del Valle de San Fernando, California. Liberal y moderno, Adam ha pasado más de diez años viviendo en Europa, por lo que sus influencias conductuales del Viejo Mundo lo han convertido en la persona menos indicada para ocupar un lugar en la idílica comunidad familiar de Villas Paraíso. El residencial es el epítome de la sociedad norteamericana de los años 50, a medio camino entre la modernidad que significó el desarrollo tecnológico y la tradición, en forma de una casta o castrante moralidad. No obstante, para Mr. Niles es la única opción, ya que su gerente de negocios lo ha engañado, huyendo con todo su dinero, dejándole solamente una enorme deuda con el IRS -una enorme compañía doméstica-, según refiere su publicista Austin Parsley. El estado norteamericano lo busca por fraude, por lo que se han esfumado todos sus proyectos para continuar su serie de libros de costumbres Cómo se vive en….  Solo le queda esta oportunidad, la última, una propuesta de su publicista para hacer un libro sobre las costumbres del americano promedio titulado Cómo viven los americanos.

Desbordante del humor irónico e inteligente del que hizo gala en muchas ocasiones su director, Soltero en el Paraíso (1961) es una hilarante comedia de enredos, dirigida por Jack Arnold y basada en una historia de Vera Caspary. Sus guionistas desarrollan una divertida burla a la sociedad americana, poniéndola en perspectiva con las sociedades europeas de la época de una forma ligera y entretenida. Arnold, cuya obra cinematográfica rezuma sagacidad, critica de forma gentil ciertos puntos frágiles de la sociedad americana urbanita de finales de los 60, sin perder de vista las excelente cualidades humanas que surgen hasta en los ambientes más adversos.

Bob Hope y Lana Turner en Soltero en el paraíso

El filme está protagonizado por un excepcional Bob Hope, que redondea con su carisma unos diálogos llenos de humor y viveza. Su personaje, Adam J. Niles, se encuentra perdido en esta suerte de sociedad ultraconservadora tan alejada de la Europa que ha tenido que dejar atrás, aunque encontrará un oasis en su arrendadora, la hermosa Rosemary Howard, interpretada por Lana Turner, quien regresaba a la Metro, luego de terminado su contrato de larga duración en 1956 con el filme Diane. Junto a ellos, un conjunto de actores secundarios pueblan este  típico barrio residencial californiano, retratado en tonos pasteles, donde son también protagonistas los últimos avances en términos de arquitectura, diseño de interiores y urbanización. Destaca el carisma y la presencia de Paula Prentiss, en el papel de Linda Delavane, de Janis Paige, como la lujuriosa Dolores Jynson, o Don Porter, como el severo Thomas W. Jynson, quien será en primera instancia quien sospeche de la presencia de un soltero en una comunidad pensada solo para familias perfectamente estructuradas y felices.

Armado con su savoir faire y su experiencia global en asuntos amorosos, Adam – quien mantiene oculta su verdadera identidad- se convierte en el consejero de una troupe de amas de casa aburridas y olvidadas por sus esposos, a quienes les enseña las artes amatorias del mundo y les aconseja sobre lo que un hombre desea y quiere. Obviamente, siendo el ser humano impredecible como es, en algunas ocasiones acierta y en otras, no, creando un caos vital que revolucionará todo el vecindario. Producida por la Metro Goldwyn Mayer, para realizar este retrato en clave irónica de la sociedad norteamericana, Arnold contó en la asistencia de la dirección con Eric von Stroheim Jr, hijo del reconocido cineasta austríaco del mismo nombre y quien desarrolló casi toda su carrera en Hollywood en este renglón o como director de segunda unidad de rodaje. Destacan de igual forma, la banda sonora diseñada por Henry Mancini, donde resuenan ecos jazzísticos típicos de la modernidad con la trompeta asordinada mezclada con composiciones orquestrales para las que colaboraron además Nacio Herb Brown y Bronislau Kaper. La banda sonora del filme le valió a Mancini y a Mark David, una nominación a los premios de la Academia como Mejor Música y Mejor Canción Original por el tema Soltero en el paraíso.

Bachelor in Paradise

Soltero en el paraíso es, en la filmografía de Arnold, de esas piezas crepusculares que el director emprendió, donde encontramos géneros tan variopintos como la desinhibida Sex Play (1974), el western Boss Niger (1975) o capítulos de series que van de lo sociológico a la fantaciencia, género este último donde mayormente se le reconoce. Filmada en Cinemascope y Metrocolor, la cinta inicia con unos divertidos títulos de crédito, animados por la compañía Animation, Inc., mezcla mitología y creacionismo, una de las fusiones más socorridas por Arnold para no disentir gravemente de su contexto, ni desistir de expresarse libre y abiertamente. Director considerado, en muchas ocasiones, menor por su producción en la ciencia ficción y una filmografía, donde no existen piezas de hondo calado conceptual, Arnold es, sin embargo, un interesante ejemplo de cordero gris en la manada hollywoodense.

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suspicion-cartelEl lenguaje cinematográfico ofrece, como en ningún otro arte, la oportunidad de entregarse al juego de la sugestión, de lo posible y lo oculto, de aventurarnos a pensar que algo podría o puede ocurrir sin tener pruebas directas de ello, el juego de hacernos creer si …, de facilitar información por el discurrir de las insinuaciones indirectas, de mostrar parcialmente, seducir mediante la interrogación y la incógnita y poner a trabajar a tiempo completo a nuestra imaginación. Esto puede ofrecerlo el lenguaje del cine, precisamente, por tener en la imagen su más alta expresión, y la imagen, sabemos, es selectiva y cargada de significado, por lo que es posible jugar con ese significado, alterarlo y crear otro nuevo en otro juego de superposiciones, fruto de un buen montaje. Lo sabemos, del mismo modo que sabemos que el maestro por excelencia de trabajar la sugestión, con la misma técnica y refinamiento que Miguel Ángel el mármol de Carrara, es y siempre será Alfred Hitchcock.

Con Sospecha (Suspicion, 1941), Hitchcock firma su segundo largometraje para la productora Selznick, esta vez prestando sus servicios como director cedido temporalmente a la RKO, pero manteniendo su esencia británica en el equipo técnico, ambiente e intérpretes protagonistas. Las dos estrellas que llenan de vitalidad, dinamismo y, sobre todo, calidad a la cinta son, para esta ocasión, una excelsa Joan Fontaine, quien había trabajado el año anterior con Hitchcock en la memorable Rebeca (Rebecca, 1940) y un encantador (en las dos acepciones del término, la positiva y la sombría) Cary Grant, en su primera colaboración con el director de Vértigo (Vertigo, 1958). Precisamente los dos únicos Oscar principales que han obtenido películas dirigidas por el genio del suspense han sido dos en las que ha intervenido la recientemente desaparecida Joan Fontaine, primero Rebeca ganó el galardón a Mejor Película en 1940 y con Sospecha la actriz británica se alzó con la estatuilla a Mejor Actriz Principal.

suspicion-1El argumento es sencillo, pero no por eso menos rico e interesante. Johnny Asgarth (Cary Grant) es un vividor que sólo se preocupa por aprovecharse de los demás para seguir disfrutando de los placeres de la vida, haciendo uso de su atractivo físico y sus dotes de encanto, lo que se conoce como un “playboy” modélico, un seductor egocéntrico que consigue atraer a las demás personas en su propio beneficio. Un día, casualmente, en un tren conoce a una bella joven, Lina (Joan Fontaine), de la que su padre piensa que nunca llegará a casarse. La atracción surge entre ambos, rápidamente. Él, atrapado por su belleza, y ella, por la posibilidad de desafiar a su progenitor en un acto de reafirmación que demuestre su capacidad de contraer matrimonio. La boda se celebra poco tiempo después y lo que parece que va a ser el inicio de una feliz vida conyugal se ve completamente alterado por una ligera sospecha, la sombra de una duda que se apoderará de la mente de Lina, hasta la angustia y desesperación: la idea de que su reciente marido quiera matarla para cobrar una cuantiosa suma y quedarse con su fortuna.

Esta es la pieza clave, la pregunta que perseguriá a Lina y a nosotros como espectadores, plenamente implicados en la trama, ¿de verdad quiere Johnny matar a su mujer o es sólo una impresión que tiene ella, resultado de dar un sentido equivocado a lo que ve en las acciones de su marido?

suspicion-4A partir de aquí, la duda, la intriga y la sugestión se apoderarán de cada fotograma y cada plano, impulsando al observador a creer y pensar como Lina, convenciéndose de que su marido prepara lo peor para ella. De hecho, uno de los mayores logros del filme es esa habilidad y maestría de Hitchcock por hacer ver al espectador con los ojos de sus protagonistas la historia narrada, en este caso nos sumergimos en la mente de Lina, vemos con sus ojos aquello que cree que ocurre a su alrededor, pensamos y creemos que de verdad su vida está amenazada, nos sentimos inmersos en una espiral de desconfianza creciente, transformada en obsesiva sospecha, sin que, y he aquí lo mejor, nada nos confirme clara y rotundamente que, en efecto, Johnny pretende lo que parece pretender.

La cinta está inspirada en una novela de Francis Isles, titulada Before the Fact (1932), y para la adaptación del guion contó con el trabajo de la esposa del mismo maestro del misterio, Alma Reville, y con Joan Harris y Samson Raphaelson, quien trabajó en diversos títulos del exquisito Ernst Lubitsch.

suspicion-2Entre los recursos para crear el ambiente de duda y misterio tan característicos del filme, el maestro inglés utiliza los habituales contrastes entre luces y sombras, aprendidos de su estancia como cineasta en Alemania, en los estudios UFA, una música adaptada al contexto y filigranas estilísticas e ingeniosas de entre las que resalta. por encima de todas, la ocurrencia de introducir una bombilla encendida dentro del vaso de leche ¿envenenado? que Cary Grant está subiendo por la escalera para llevárselo a su esposa, una imagen icónica para la memoria cinematográfica, en la que desde la parte superior de la escalera se vislumbra una negra silueta con un brillante vaso en la bandeja que porta en la mano y que resulta ser, por su efecto resplandeciente, el centro obligado de nuestra atención, como si Hitchcock dijera “mirad, fijaos en el vaso, brilla y… utilizad la imaginación”, sencillamente magistral.

Esta parte más oscura de la película contrasta con una previa, en la que parece reinar un ambiente de comedia y buenas sensaciones, un seductor que empieza lo que podría ser una nueva vida más estable con su encantadora y rica esposa, pero de la comedia, en la que Cary Grant se mueve como pez en el agua y fuera de ella, pasamos a la angustia de pensar que sobre la feliz vida matrimonial se ha erigido el manto del miedo y el terror tejido de desconfianza y aislamiento, duda y sombras.

suspicion-3Entre los aspectos que mayor controversia han ocasionado, está la imposición de un final “adecuado” a la necesidad de no presentar a Cary Grant como un criminal evidente, cuando había destacado por papeles simpáticos dentro de la dulce comedia romántica y fresca de los años treinta. En lugar del desenlace pensado por el director británico, el cual consistía en la confesión de Johnnie a su esposa de haberla envenenado, éste cumpliría la última voluntad de ella de enviar una carta, en la que se explicaba paso a paso el plan seguido por su marido, de manera que tirando la carta al buzón, estaría al mismo tiempo firmando su propia sentencia. En lugar de este final, como decimos, se optó por dejar la sugerencia, la posibilidad, de que Johnnie pudiera haber planeado realmente el asesinato de su esposa o, por el contrario, todo habría sido fruto de la imaginación de ella y de un conjunto de acciones malinterpretadas.

Con este final, lo cierto es que, a un servidor, le parece que se resalta y potencia el auténtico sentido de la piedra angular que da forma a todo el filme, que no es otra que la preparación de los dominios donde reina y gobierna la señora de todas las dudas: la sospecha. En este caso, la brillante sospecha.

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Una cuestión diferente, quizás, era la que se presentaba a los ojos de los espectadores en los primeros años del nuevo milenio. Diferente, por supuesto, de la de ahora, en la que la presencia de los héroes con superpoderes va más allá del simple valor sociocultural y abre paso a un sinfín de productos dentro de los bordes de un universo (y a veces de los multiversos) como el de Marvel o el de DC. El hombre araña de Raimi, entonces, llegaba a nuestras pantallas como un filme que no tenía como objetivo dar a luz a una estructura compleja, sino que, obviamente, prefería presentar un cuento que pudiera ser el comienzo de una serie que se abría y cerraba dentro de sí misma. O, en palabras más llanas, la criatura del director de Evil Dead era una apuesta, un “vamos a ver qué pasa” si les permitimos a los espectadores acercarse al mundo de uno de los superhéroes más famosos, todo esto dentro de aquella protohistoria (o prehistoria) del mundo de los cómics en el cine, en la que navegaban las películas de Batman, de Superman y de los mutantes de Marvel (si bien tenían un solo filme, en aquel 2002).

La estructura de este primer capítulo (seguirán dos en aquellos años) es bastante sencilla y logra crear un cuento satisfactorio capturando el meollo de lo que es un cómic bastante largo (y muy caótico). Peter Parker es, como siempre, un joven muy inteligente pero tímido, incapaz de vivir en un mundo que parece resultarle ser demasiado complejo. Los padres están muertos, vive con los tíos, y su vecina, Mary Jane Watson, es el objeto de su amor, o, por lo menos, resulta ser la de la que está ligeramente enamorado. Unos elementos, estos, que pintan desde las primeras escenas una visión precisa de quién es Peter, bueno, sí, pero débil. Y es así que, de hecho, nos resulta posible acercarnos a él, como nos animaron a hacer Lee y sobre todo Ditko, ya que ver cómo el pobre estudiante aficionado a la ciencia se transforma en un hombre superpoderoso es algo con lo cual es fácil encontrar una conexión. Es, efectivamente, la representación de algo milagroso que le pasa a alguien que lo merece, avatar, quizás, de nuestros mismos deseos.

El malo representa, por supuesto, la otra cara de ser un superhumano. Es un Norman Osborn que como Peter Parker sufre un cambio radical en su vida y quien, sin embargo, opta por convertirse en alguien que va a usar sus poderes para sí mismo y no para poder ayudar a los otros. La diferencia entre los dos, entonces, es de carácter casi transcendental, ya que el bien de uno (con su voluntad de sacrificarse) está conectado con el mal del otro (con su voluntad de matar a quienes intenten ir en contra de él). Una lucha, esta, que pone de manifiesto el valor de los superhéroes y que subraya la importancia no tanto de “super” sino de “héroe”, o sea, de la necesidad de darse cuenta de que lo que efectivamente importa no es tener un fuerza superior a la de todo ser humano, sino la capacidad mental de saber portarse bien (la responsabilidad, por supuesto) así como la necesidad de tener una moral y una ética de la que no podamos separarnos. Es, quizás, la demostración de que la familia y los amigos (así como toda la sociedad en la que uno se encuentra) son la parte más importante, la que nos estructura desde un punto de vista de carácter.

La película tuvo un éxito increíble. Lo mismo se podrá decir de las dos secuelas. La razón de todo esto quizás se deba a que se había encontrado la mezcla perfecta entre actores, director, equipo de rodaje y guionista. Súmase el hecho de que las películas de superhéroes eran pocas y que de Spider Man nunca se había estrenado tan solo una. La estructura narrativa, entonces, y la compleja situación cultural no podían sino permitirle a Raimi presentar un producto que, basándose en la bondad creativa del director, habría formado parte del imaginario colectivo de aquella década de los ‘00. No hay que olvidar cómo la base misma de lo que hace de Spider Man uno de los superhéroes más famosos y amados había sido respetada, si bien con unos cambios que no habían presentado, de todas maneras, una completa distorsión del meollo original. Todo espectador, al fin y al cabo, resultó satisfecho, tanto los que ya conocíamos la versión comiquera como los que solo sabían que se trataba de un hombre que tenía los poderes de una araña; porque, por supuesto, si una historia está bien contada no puede sino enganchar a sus espectadores.

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La creación de los malos supone un reto al saber si, efectivamente, van a ser los más ajustados a la figura del héroe (o protagonista principal). Si vamos a los orígenes de la cultura occidental (o hasta mundial, ¿por qué no?, humana), en la epopeya de los griegos el príncipe de Ilión se presentaba sí como el “enemigo”, sin embargo su figura era también la de un personaje trágico que bien iba a ser el alter ego de Aquiles. Y es también el malo, efectivamente, quien logra darle a una obra (no todas, por supuesto, porque no siempre estamos ante una lucha entre dos enemigos) la posibilidad de ser o no aceptada por el público, ya que según el tipo que se cree será posible decir si efectivamente nuestro héroe tiene o no un verdadero desafío. Crear a alguien que simplemente quiere conquistar el mundo no tiene mucho sentido, ya que la motivación parece carecer de profundidad y, por supuesto, el resultado final no puede ser sino superficial, por lo menos desde un punto de vista psicológico. Algo que, que quede claro, puede funcionar en las obras para niños, que se basan en los arquetipos y no necesitan más análisis, pero que no nos satisfacen cuando de obras más complejas (¿adultas?) hablamos.

La presencia del doctor Otto Octavius en esta película, entonces, supone proponerle a los espectadores un punto de vista diferente sobre el concepto de superhéroe y némesis. El doctor, de hecho, no solo representa el problema que hay que resolver, sino que nace como figura clave en la vida de Peter Parker, una especie de padre sustituto con el cual el joven puede compartir tanto unas lecciones sobre el concepto de amor como también la pasión por la ciencia. Es una dinámica que logra ir más allá de la división entre bien y mal, y que pone al espectador en una condición de aceptar lo trágica que es la vida del doctor y la de Peter. Y esto porque ambos tienen que luchar contra un destino que resulta ser negativo o que, por lo menos, los empuja hacia acciones y contextos en los cuales no parece posible encontrar una solución. Nada nuevo, por supuesto, ya que la cuestión de la crisis forma parte de la creación literaria y fílmica, sin embargo la bondad narrativa de la estructura de esta secuela permite aceptar estos problemas como parte de un (o mejor sería decir “del”) viaje del héroe.

La diferencia entre los dos personajes, el hombre araña y el “hombre pulpo”, vuelve entonces a utilizar la cuestión de las semejanzas y de la diferencias que ya habíamos aprendido a conocer en la primera entrega. En este caso estamos otra vez ante un científico, como lo era Osborn, pero con una vida más placentera y con un mejor sentido del humor. Lo agobiante de su vida es la pérdida de una persona a la que amaba, algo que nos recuerda a la muerte del tío Ben, y como en el caso de Peter Parker la culpa de esta tragedia no se debe a factores externos sino a la hubris. El camino que lleva a convertirse en un villano se parece así al de Parker convirtiéndose en un héroe, y es este juego entre semejanzas y diferencias que supone un análisis inteligente por parte de la película de lo que nos hace lo que somos. Una cuestión que se reverbera en los problemas de un Peter Parker que no puede sino darse cuenta de que la vida como superhéroe es terrible: demasiado tiempo pasa salvando al prójimo y muy poco con quienes ama o con sus estudios universitarios. Es un continuo juego de crisis, de problemas, que se entrelazan con la presencia de un villano nacido como figura paterna y que se ha convertido en algo que hay que resolver.

La secuela de Raimi y Sargent resulta ser uno de los filmes de superhéroes más amados por el público, tanto por lo comiqueros más puros como por los que simplemente buscan un producto placentero. No es difícil entender la razón detrás de esto, ya que la susodicha estructura narrativa es de nivel excelso (por lo menos dentro del canon de una película de este género) y las situaciones que se van amontonando funcionan como engranajes de un reloj impecable. Es, por supuesto, una película que se sitúa a la mitad de un camino, que se abre apoyándose sobre lo que había pasado antes y se cierra con una mirada hacia unas aventuras futuras. Sin embargo, esta necesidad de unir dos puntos no le resta al producto final su bondad estructural y la arquitectura global (personajes, eventos, diálogos) se encuentra en manos de autores que saben como manejarla para que el resultado resulte delicioso.

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Hay obras que no son apreciadas por el público. Es como si algo faltara y, después de unos buenos momentos iniciales, el resultado final cayera en una cueva de la que nunca podrá salir. No se habla tanto de odio, sino de decepción, de aquella falta de amor que los productos cinematográficos requieren para que el disfrute sea completo. O, quizás, más que amor sería correcto hablar de permitirles a los espectadores pasar unas horas con cierta tranquilidad, siguiendo las aventuras de los protagonistas y así olvidar, tan solo por un diminuto rato, los problemas de la vida real. Y, efectivamente, habría que preguntarse por qué seguimos viendo lo que el mundo de las imágenes en movimiento nos propone, ya que la estrategia narrativa de la mayoría de los productos sigue siendo la misma: ¿acaso nos gusta revivir las mismas estructuras, los mismos desafíos, las mismas conclusiones? Por supuesto que si se produce algo dentro de un género muy conservador es verdad también que las posibilidades de cambio radical son casi nulas, lo cual implica que es posible ver un derrumbe de la calidad de lo que fue, antes, algo que nos había fascinado.

Quizás sea esta, entonces, la causa de que la tercera entrega de la trilogía de Raimi sea la menos amada, injustamente (por lo menos, así diremos). Una cuestión que se basa en la dificultad de crear un producto dentro de una arquitectura, la comiquera de los superhéroes de Marvel, que muy poco espacio le permite a la idea de variar los elementos narrativos y que, como muchos ya se habrán dado cuenta, deja poca posibilidad a un camino narrativo real. Y esto porque, efectivamente, lo que se les pide a los superhéroes es que queden siempre iguales, que nada cambie, que todo siga siendo lo mismo; una necesidad, esta, que a lo mejor poco que ver tiene con las reales exigencias del público (quien muchas veces pide estos cambios y una visión narrativa real) y mucho con la cuestión de presentar el mismo producto por cuestiones comerciales. Un problema, entonces, de decisiones por parte de productores que poco o nada de artístico tienen, y que se interesan por reproducir y repetir un esquema que ya había funcionado (if it ain’t broke, don’t fix it).

Se dice que las ideas de Raimi para el tercer capítulo habrían sido no tanto descartadas, sino “re”, o sea re-elaboradas, re-estructuradas, re-escritas. Y esto quizás se nota, ya que la presencia del antagonista negro (el Venom de Eddie Brock) parece no encajar plenamente con el mundo del hombre araña de Raimi, más de carácter clásico (los años sesenta y setenta de Lee, Romita y sobre todo del increíble maestro Steve Ditko). Venom, de hecho, es un producto de los años ochenta y, sobre todo, noventa, un personaje cuya dimensión fílmica en esta trilogía resulta ser malograda, si bien no completamente. Lo mismo se puede decir de Gwen Stacy, quien se convierte en un personaje tan secundario que al final resulta olvidable. Y no, si bien estas palabras podrían haber parecido un poco negativas, no significa esto que el resultado final sea pésimo o desechable. El tercer capítulo de Raimi se deja ver y no es tan horrible, ya que el Diablo muchas veces es menos feo de como lo pintamos.

Se podría intentar afirmar que la primera película había sido una apuesta y que Raimi se había acercado a su deber de director con cierto miedo (no psicológico, por supuesto, sino de carácter “laboral”). Si el filme hubiera salido bien se habría sentado la base para seguir adelante, pero, para que esto tuviera lugar, solo se podía crear un producto que osara poco. La segunda película, mientras tanto, había sido una explosión autoral, en la que Raimi y sus colaboradores habían tenido más libertad gracias al éxito de la primera. Allí se nota, entonces, un carácter más bien preciso, la huella de un director que sabe cómo mover la cámara. La tercera película sería entonces la concreción de la voluntad de los productores, de quienes deciden qué hacer para vender más (vender es sacrosanto, vender más a toda costa es, quizás, algo falaz), a menoscabo de la voluntad autoral, o sea la artística. Hay que notar que las películas de superhéroes no son obras de arte de primera calidad. Nacen como productos muy sencillos, sin una gran profundidad en su mayoría (las hay que fingen ser más de lo que son). Resulta así, a lo mejor, poco correcto hablar de sacrilegio ante esta tercera entrega, que bien se apoya en las limitaciones de su género. Tiene una forma poco precisa, por supuesto, a veces muestra sus imperfecciones, y la narración puede volverse muy compleja (de aquella complejidad innecesaria), pero, sí, como punto final de una narración como la del Peter Parker de Raimi funciona y, si bien no es excepcional, merece la pena ser vista.

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Formar parte de una serie implica que el objeto de discusión tenga cierto tipo de relación con lo que lo que se sitúa a su alrededor. Esta relación tiene sentido, entonces, si vamos a controlar la estructura global de la obra, como si los diferentes episodios (piezas) que se entremezclan según un orden lógico (sobre el tablero) necesitaran un análisis en tanto fragmento de algo más grande; no nos extrañaría, entonces, rechazar una crítica a un capítulo de un libro ya que, si nos concentramos solamente en una porción, perderíamos el sentido de la estructura completa. Para salir de este impasse tendríamos que afirmar la necesidad de tener una visión completa, so pena de no querer hacer un análisis diferente, sui generis, como puede ser el técnico, en el cual nos concentramos sobre un trozo, porque es allí que se encuentra lo que nos interesa (cómo se hace un final, por ejemplo, o cómo se construye el principio de una historia). Diferente, sin embargo, es la cuestión de la serie, ya que si cada capítulo (entendido aquí como entrega) es parte de una arquitectura superior, esto no nos impide estudiar sus partes en tanto producto en sí.

La forma con la que se nos presenta Episodio IV supone así cierto conocimiento general de lo que va a ser la historia, ya que aquel “cuatro” nos empuja a pensar que antes algo ya ha pasado. Verdad es que en los años 70, en el momento de ser proyectada sobre las pantallas, esta entrega se había presentado como evento fílmico cerrado, despojado así no solo de cualquier número, sino de la relación con un universo más grande. No significa esto que George Lucas no tuviera ninguna idea de cómo se podía desarrollar el cuento en los episodios siguientes, sino que lo que al público se presentaba era algo que teóricamente se apoyaba en una estructura interna menos grande: nada precedía al producto ni nada se suponía que se instauraría temporalmente después de él. El hecho de que el filme tuviera así mucho éxito nos ha permitido adquirir un universo más grande, constituido no solo de secuelas y precuelas, sino también de spin-off, algunos oficiales (la serie televisiva de la guerra de los clones) y otros no (los tebeos de Dark Horse, por ejemplo, o buena parte de los juegos de LucasArts).

Se nos podría entonces preguntar por qué Una nueva esperanza fue un éxito de tal tamaño. Una primera respuesta sería la de hablar del mito del héroe, de cómo Lucas habría seguido las huellas de Joseph Campbell, creando así una estructura que todos podemos reconocer desde un punto de vista subconsciente. Pero esto no sería bastante, ya que el periplo del héroe no es nada nuevo y que, en el conjunto del mundo cinematográfico, no era nada muy diferente de la estructura normal que siguen las producciones fílmicas. Además, si solo esto fuera el elemento mágico capaz de transformar las palabras (y las imágenes) en oro, todos los productos posteriores a Episodio IV que hubiesen seguido aquella estructura hubieran obtenido mucho éxito. Esto, como sabemos, no es lo que ha pasado. Más correcto sería entonces hablar de que Lucas había, sí, acertado en lo que se refería a la arquitectura general, el desarrollo de la figura del héroe, pero todo esto se unía a un guion impecable y a un equipo increíble. Si Una nueva esperanza obtuvo muchos galardones por parte del público (y los sigue obteniendo) es porque en tanto producto fílmico tiene cierta innegable calidad, algo que no es fácil de encontrar en otros productos.

Quizás la cuestión se deba también, más allá de las cuestiones históricas, sociales y culturales, a unos engranajes internos que vuelven lo que sería una historia ya vista, ya conocida, en algo nuevo, en algo que, finalmente, es capaz de hacernos pasar lo que se define no solo como un buen rato, sino que llega a ser una experiencia completa. Si por lado, entonces, se puede hablar de la facilidad con la que se dividen los personajes de la película entre buenos y malos, desde otro punto de vista hay que tener en cuenta que nuestros “héroes” todo son menos las representaciones impecables de esta categoría. Luke es un campesino que solo desea tener otra vida, pero que, si vamos a analizar el personaje, si bien tiene mucho coraje, lo que le falta es la destreza. Kenobi sí había sido un caballero, pero ahora solo es un viejo débil. Han Solo seguramente tiene más experiencia que Luke, pero es un contrabandista, un personaje difuminado en lo que se refiere a su ética. Y la princesa, por su parte, tiene un carácter fuerte, sí, pero también poco amable. Una pandilla, esta, de héroes improbables, una especie de perdedores que logran rescatarse gracias a un cambio radical en sus vidas. No son ellos los que buscan la aventura, sino que es la ventura la que ocurre en sus vidas; esta pasividad en la que se encuentran se vuelve algo activo, gracias también a un esfuerzo por su parte, metáfora esta de una res fortuna, que si ayuda a los audaces es porque llega un momento en cada uno de nosotros, en el que nos descubrimos capaces de tomar ciertas decisiones, en las que nunca habíamos pensado antes.


Merece, entonces, Episodio IV formar parte de la historia del cine, no solo americano sino mundial. No significa esto que el filme esté exento de problemas o que logre llegar a momentos de visión cinematográfica excelsos. Esta obra de Lucas es un divertimiento que nace en el mundo pulp (como su Indiana Jones) y que logra obtener grandes resultados en el campo de la diversión, pero detrás de su estructura técnica esmerada (piénsese en la perfección del montaje de la batalla final) se esconde un cuento suficientemente simple, lejos de cualquier tipo de profundidad (sea esta psicológica o metanarrativa). Podría ser un problema, esto, para quienes ven en este producto el cenit de la producción cinematográfica, pero no para quienes ven el mundo del cine como un conjunto de diferentes géneros. El disfrute, en tanto fin, en sí, entonces, se justifica en su carga inocente, y permite a cualquier persona acceder al mundo de las galaxias sin tener que sentirse por esta razón en culpa: este fenómeno cultural es un producto pensado sobre todo para niños, efectivamente, pero no por esto infantil, demostración de la inteligencia del Lucas guionista.

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Cartel de la película La guerra de las galaxias

Aunque George Lucas es uno de los nombres más importantes del cine desde la década del setenta hasta nuestros días, lo cierto es que este guionista, director y, sobre todo, productor, solo se ha puesto tras las cámaras de seis largometrajes de ficción, a saber: THX 1138 (1971), American Graffiti (1973), La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), y, más recientemente, Star Wars: Episode I – The Phantom Menace (1999), Star Wars: Episode II – Attack of the Clones (2002) y Star Wars: Episode III – Revenge of the Sith (2005). En cualquier caso, su filmografía va a quedar inexorablemente unida a la doble trilogía de La guerra de las galaxias, aunque no figurara como director –sí como productor y guionista– de El imperio contraataca (Star Wars: Episode V – The Empire Strikes Back, Irvin Kershner, 1980) y El retorno del Jedi (Star Wars: Episode VI – The Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983).

Hay, con todo, un pequeño detalle que no convendría pasar por alto. Cuando se produce el reestreno de una película como La amenaza fantasma en 3D, nos encontramos, no solo ante un acontecimiento cinematográfico, sino ante un auténtico fenómeno sociológico, ya que La guerra de las galaxias, entendida en sentido amplio, ha trascendido las salas de cine y las secciones de DVD y bluray de los grandes almacenes para instalarse en nuestro imaginario colectivo de una forma indeleble. Es más, no deberíamos olvidar que Star Wars es mucho más que una saga cinematográfica, se trata de todo un mundo creativo que no se puede entender sin un concepto clave, el de universo expandido. Aunque todo empezó con un guion independiente de George Lucas, La guerra de las galaxias se ha convertido en una franquicia que extiende sus tentáculos a la televisión (donde encontramos las diferentes series de animación tituladas Clone Wars), la literatura (novelas, cómics…), los videojuegos, los juguetes e incluso el arte. En nuestra cultura, solo hay un caso de alcance parecido, la invención de Tierra Media, el lugar donde se ambienta El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, inmortalizado por Peter Jackson en el cine.

Fotograma de La guerra de las galaxias. Episodio IDesde un punto de vista cinematográfico, La amenaza fantasma es la peor de las seis películas de Star Wars, pero eso no quiere decir que sea mala, ni mucho menos, tan solo que está por debajo del nivel conseguido en la trilogía original y en el magnífico episodio que enlaza una con otra, La venganza de los Sith. Ahora bien, eso no importa demasiado, porque, cuando La amenaza fantasma llegó a las pantallas españolas en el verano de 1999 –en Estados Unidos se estrenó en mayo–, los espectadores pudieron vivir un momento único, ya que Lucas tuvo la habilidad de utilizar el mismo esquema argumental que había empleado en la película de 1977 y eso permitió reencontrar a viejos personajes y lugares, pero también conocer otras geografías que únicamente habíamos visto y leído en los cómics, novelas y videojuegos.

La guerra de las galaxias. Episodio ISin duda, lo mejor de La amenaza fantasma era la oportunidad que nos daba de regresar a Tatooine y de conocer, por fin, Coruscant, la capital de la República Galáctica, el planeta‑ciudad en el que se encuentra el famoso Consejo Jedi y el Senado. Además, nos descubría un nuevo mundo, Naboo, del que era originario el senador Palpatine (Ian McDiarmid, uno de los pocos actores, junto a Anthony Daniels y Kenny Baker, que han saltado de una trilogía a otra). Aparece un Anakin Skywalker todavía niño (Jake Lloyd), y dos jedis que cobran especial protagonismo, el maestro Qui-Gon Jinn (Liam Neeson) y su padawan, Obi-Wan Kenobi (Ewan Mc Gregor). Por primera vez, además, vemos a un Lord Sith de carne y hueso, el inquietante Darth Maul (interpretado por el actor Ray Park, especialista en artes marciales). Y, aunque salgan en la película Yoda (a quien le pone voz Frank Oz) y Mace Windu (Samuel L. Jackson), me atrevo a afirmar que es aquí donde se empieza a forjar la leyenda del más poderoso de los jedis, que no es Anakin Skywalker, como cabría pensar, sino Obi-Wan Kenobi, y, si no están de acuerdo, sigan de cerca su evolución en los próximos episodios. Kenobi es lo que podría haber sido Anakin de haber comenzado su adiestramiento más temprano.

Star Wars en 3DNo haría falta subrayar que toda la película está repleta de guiños que apuntan hacia el mesianismo de Anakin, desde la profecía del Elegido (aquel que ha de devolver el equilibrio a la Fuerza) hasta su alto índice de midiclorianos, por no hablar de su misteriosa concepción. Como ocurría en Star Wars, Lucas deja al descubierto sus referentes: las carreras de vainas en Tatooine parecen un remedo de las carreras de cuádrigas en Ben‑Hur (William Wyler, 1959), mientras que los duelos con sable láser recuerdan a las películas de samuráis; de la misma forma, las batallas espaciales siguen la pauta de las películas sobre la Segunda Guerra Mundial y todo destila cierto aire de western intergaláctico. Porque, al fin y al cabo, Star Wars es, entre otras muchas cosas, la declaración de amor de Lucas al cine.

Aunque lo mejor de esta saga todavía está por llegar en los siguientes episodios, con la aparición del General Grievous y del Conde Dooku (un genial, como siempre, Christopher Lee), con la transformación de Anakin… La amenaza fantasma sirve para ir abriendo el apetito. En cuanto a la conversión a 3D, la verdad es que resulta, en el mejor de los casos, decepcionante, porque no ha logrado sacarle todo el partido a los combates espaciales ni al mundo subacuático de los Gungan. En todo caso, es una buena ocasión para contemplar nuevamente en los cines las famosas cortinillas de Lucas y el montaje paralelo del desenlace, que se desarrolla simultáneamente hasta en cuatro escenarios diferentes. May the Force Be with You!

Trailer:

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La inagotable exploración de la multidimensionalidad humana ha llevado a científicos de todas las épocas y disciplinas, a profundizar en el conocimiento de la biología y la psicología hasta los linderos del microcosmos tisular y el macrocosmos emocional, sin embargo, los vasos comunicantes que alimentan recíprocamente la esfera psíquica y la biológica, han quedado en el terreno de los filósofos y los artistas. En este terreno en particular, el caso de David Cronenberg encarna al artista-científico, que, sin reserva alguna, abre la caja de Pandora hacia una exploración libre de las dimensiones biológica y psicológica y de la fuerza que las amalgama, la energía sexual.

Es el Cronenberg científico quien, en un afán de montar extremos experimentos controlados, lleva a sus personajes a límites apenas tolerables por los tejidos, las células y los cuerpos que los encarnan, mientras sus mentes y esferas emocionales, son también expuestas a experiencias límite que transitan en el terreno de lo intolerable. Al mismo tiempo, y en una mirada dual, el Cronenberg artista es quien retrata el experimento buscando los detalles más incómodos para sensibilizar al espectador hasta lograr despertar en él, a través, primero, del morbo y luego, de la empatía, una comprensión del resultado del experimento que logre ampliar el panorama del estudio de la humanidad multidimensional.

En Stereo (1969), la primera película del director canadiense, éste se presenta en un falso documental como el científico que es, mucho antes de su primera Crimes of the Future (1970), de Shivers (1975) o Rage (1976), pero con elementos claramente sólidos tanto narrativos como estéticos, que mantendrá con una exquisita constancia durante toda su filmografía. El experimento que parece iniciar en esta obra en blanco y negro mantiene tan admirable continuidad a través de los años, que perfectamente puede leerse entrelíneas en su más reciente Crimes of the Future de este 2022.

La película muestra, en un formato tipo documental, los experimentos más recientes de la llamada “Academia Canadiense de Investigación Erótica”. En ellos, se busca probar la teoría del Dr Stringfellow, que revelaría las ilimitadas posibilidades para experimentar placer sexual, más allá de la esfera física y de la pulsión sexual convencional. Para conseguirlo, se revela que a un grupo de jóvenes se les ha practicado una cirugía cerebral, que haciéndoles perder el lenguaje hablado, les ha permitido desarrollar capacidades de comunicación telepática. Los experimentos consisten en someter a los chicos a diferentes ambientes de exploración sexual individual y grupal. Sin embargo, habiendo probado que las formas de expresión del placer sexual abarcan un polimorfismo casi infinito, la transformación de la personalidad en los individuos expuestos a la telepatía, llevó al fracaso emocional y físico, transformando las pulsiones afectivas en violencia e incluso el suicidio.

El filme es de una extrema sencillez formal que consigue integrar al espectador como si de una conferencia magistral se tratara, esto gracias a su formato en blanco y negro con un montaje más demostrativo que artístico, y la a voz en off que relata el contexto del experimento, aunado a la despreocupada actuación de los protagonistas, que son perseguidos por una cámara más ansiosa de documentar los resultados del experimento, que de mostrar un encuadre académico. La obra, lineal en su narrativa, pero circular en su presentación, abre y cierra con un extravagante personaje que se encarga de desorientar en la dimensión de la temporalidad al espectador, ni presente ni futuro, es el tiempo de Cronenberg, esto libera al espectador de cualquier responsabilidad de cuestionar la verosimilitud de la ciencia presentada en el proyecto, y será también un elemento constante en el autor.

El artista-científico expone ante la pantalla, no solo el resultado de un experimento psicosexual, sino su propia elaboración conceptual del ser humano, como un masa de tejidos sometido a la energía liberada por el choque encontrado de la fuerza mental contra la fuerza sexual. Sus personajes no temen ser captados cediendo ante el deseo, así como tampoco muestran reparo en dejar su desnudez erótica ante la cámara. En su desenvolvimiento suprahumano, movidos por la telepatía y la sexualidad polifacética, la telepatía deja a la luz lo desdibujado de los límites y las fronteras entre lo masculino y lo femenino, y entre la sexualidad reproductiva y la erótica explosiva. Cronenberg abre al espectador aquello que late en el cuerpo humano y de lo que poco se habla. El carácter académico del filme deja espacio para justificar el proceso de evolución desde el morbo a la empatía.

El filme Stereo es una suerte de carta de presentación de un ideario cronenberguiano que se mantendrá constante, pero en evolución. Los personajes de Stereo, aun siendo humanos, son despersonalizados y migrados a una zona transhumana, donde se sufre por ser diferente, donde la violencia aflora de entre la carne y donde lo grotesco dará pie a una belleza no convencional. Esta despersonalización física y mental del ser humano es un fenómeno que no dejará de verse en la obra posterior, por ejemplo la nodriza y los niños mutantes en Cromosoma 3 (1979), el científico mutante de La mosca (1986) o el artista de la evolución en la reciente Crimes of the Future (2022), por mencionar solo algunos entre una miríada.

A pesar de la extrema sensibilidad de la transmutación humana, tema constante en la obra del canadiense, su visión estética del fenómeno consiste en despertar la repulsión del hombre común, para sensibilizarlo con su personaje y que el morbo despierte poco a poco empatía con quien sufre, no solo el protagonista, sino aquellos que lo rodean y que sufren también los efectos de esta transformación. Podemos situar a las chicas de Stereo como prototipos de seres que por sus capacidades transhumanas son elevados por encima del hombre común, pero que luego caen bajo el peso de su propia transformación, tal como los zombis hipersexuales de Shivers (1975), los buscadores de Scanners (1981) o los hermanos Mantle de Inseparables (1988).

Es evidente que Stereo, en su sencillez formal y su complejidad narrativa, es una pieza clave para entender cómo es que el artista-científico consigue que el espectador supere la nauseosa repulsión de ver al ser humano disecado y expuesto en su anatomía y su psicología, para congraciar con su sufrimiento.

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sunday bloody sundayA pesar de tener cuarenta y un años de haber sido filmado, Sunday Bloody Sunday, film del director británico John Schlesinger, no ha perdido su vigencia; por el contrario, actualmente es utilizada en las aulas con fines didácticos como una forma pedagógica de naturalizar el sexo. En la actualidad hay un sinfín de películas que tratan estas temáticas con escenas no tan veladas como en Sunday Bloody Sunday; sin embargo, aquí los diálogos son actuales, siguen siendo crudos y perturbadores, de gran realismo y profundidad al referir  la complejidad de las relaciones humanas. Innovadora en su época, considerada “maldita” por el lugar y momento histórico-social en que fue realizada, la película de Schlesinger continúa siendo un referente obligado al hablar de la diversidad sexual.

Un país, Gran Bretaña, envuelto en una crisis económica y política, un año de cambios sociales, 1971, una ficción contada en medio de un conflicto real como escenario. Los tratados de paz entre Irlanda y el Reino Unido, que estaban siendo firmados en medio de manifestaciones de grupos radicales que se oponían a las propuestas políticas, las controversias y los hechos de violencia que eran dados a conocer por los medios de comunicación quedaron registrados en la película, aportando verosimilitud y enfatizando el contexto de los setenta.

Hay que tener en cuenta que al inicio de la década, la homosexualidad era aun considerada como una enfermedad hasta 1973, cuando la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) la excluyó de los trastornos psicológicos. La película no la trata como tema principal, sin embargo, la naturaliza y la plantea como parte de la condición humana: desmitifica un tema considerado tabú, al romper paradigmas, poniendo en escena a actores varoniles interpretando a homosexuales masculinos que intentan relacionarse afectivamente sin que medie la  culpa, sin tener que feminizarse. El film evidencia los estilos de vida de los homosexuales de aquella época, que no han variado mucho en cuarenta años.

sunday bloody sundayEl director busca que el espectador se adentre en la cotidianidad de los personajes, situación que en apariencia no lleva a ninguna parte, pero que permite la manifestación de los deseos más recónditos y, sobre todo, las concesiones que el individuo está dispuesto a hacer cuando está enamorado, cuando es vulnerable, a cambio de un gramo de amor o una caricia correspondida.

La película va más allá de la simple expresión de la homosexualidad, la condición bisexual del ser humano, pocas veces tocada en el cine, es también abordada con igual naturalidad, si bien se sigue creyendo que se nace heterosexual u homosexual, o las dos cosas, Schlesinger plasma cinematográficamente ese libre tránsito sexual, ambiguo y cambiante al antojo, a través de un personaje realizado sexualmente –incluidas sus dotes físicas y carisma de Adonis del siglo veinte- quien sabe explotar a quienes se enamoran de él.

Una profesión médica, un origen judío, un ámbito familiar conservador, un país en crisis política y económica, un hombre maduro asumido como homosexual, un hombre joven bisexual que vive con desparpajo a expensas de otros, una mujer a quien no le queda otra alternativa que compartir el amante de turno con otro hombre, todos estos elementos mezclados cuentan una historia dramática, con sesgos neuróticos, pero con una resignada aceptación de su realidad, caracteres a los que el tiempo ha alcanzado, quienes jamás podrán ser capaces de tomar las riendas de sus propias vidas, en donde el confort y el conformismo han triunfado.

sunday bloody sundayAlex Greville (Glenda Jackson), mujer de personalidad tensa y desordenada, siempre llega tarde, de mirada permanentemente ausente, como si el pasado no le permitiera ser feliz, se ha enganchado con Bob Elkin (Murray Head), quien sólo es capaz de ofrecerle unas cuantas migajas de sexo y afecto, y tiene que compartir con su contrincante, un hombre de cincuenta años, el Dr. Daniel Hirsh (Peter Finch). La tesis principal del film borda sobre las concesiones humanas que se está dispuesto a hacer con tal de retener al objeto del deseo, pues no tienen una mejor opción, porque en ese momento es lo único que hay a la mano o lo que pueden obtener. El estado de enamoramiento de Alex y Daniel alrededor del gigoló es tan embriagante que deambulan como entes nocturnos en espera de un indicio de atención.

sunday bloody sundayLa película abre presentando a cada uno de los personajes, el Dr. Daniel en plena consulta, Alex en su departamento sucio y descuidado, reflejo de su persona. Para presentar a Bob, la cámara hace un recorrido por su departamento. El espectador intuye de quién se trata y a qué se dedica, haciéndolo parecer como un fantasma por medio de un emplazamiento fijo de la cámara. Un discurso fílmico que anticipa al espectador que Bob podría ser parte del sueño de cualquiera. Un amor inalcanzable, un amor platónico, un deseo oculto o una realidad que acabará sólo en recuerdos tristes y nostálgicos que con el tiempo se confundirán.

La historia se desarrolla por medio de las emociones de los personajes, los planos cortos y, en conjunto, acercan al espectador de manera contundente con sus vidas, y lo sensibilizan con todo lo que les sucede. La iluminación emula una luz natural de la tarde con un cielo casi siempre nublado. Los sonidos tienen un rol muy importante, principalmente durante la primera mitad de la película: los tonos de las líneas telefónicas ocupadas, los ladridos del perro y los gritos estridentes de los niños crean una atmósfera apabullante y estresante que contrasta con el drama interno que viven los personajes y el espectador.

Los diálogos, de contenidos cotidianos, pero con un alcance universal: como cuando una paciente confiesa nunca haber sido tocada sexualmente por su marido, ni siquiera en su noche de bodas, situación que de tan absurda resulta patética, ya que la mujer está resignada a aceptarla, antes que encontrarse en una situación de divorcio y ser objeto de señalamiento social por la clase a la que pertenece. Un importante reflejo de los prejuicios entonces prevalecientes.

sunday bloody sundayAl final sólo se lamentan del hecho los amigos y familiares, pero nadie juzga, al contrario, los lazos se hacen más fuertes, la expresión de la sexualidad es solamente vista como parte inherente al ser humano, dándole mayor peso al  valor de las personas como tales, finalmente no somos solamente sexo, dando sitio a una complicidad y solidaridad, a una sociedad prometedora y tolerante. Vivir una mentira es mejor que nada, conclusión final de esta arriesgada propuesta que hoy podría parecer conformista y, sin embargo, hace cuarenta años las diversidades sexuales estaban señaladas como perversas, llenas de culpa religiosa, lejos de ser vistas como alternativas para ser feliz.

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SydneyCartelEstamos ante el primer largometraje del realizador estadounidense, nacido en California, Paul Thomas Anderson. En el mismo ya encontramos elementos constantes que con posterioridad van a caracterizar toda su filmografía. Así, nos movemos entre sentimientos de culpabilidad, la necesidad de redención, la importancia de la familia o de su ausencia, la búsqueda del cariño o los efectos de la violencia. La coherencia interna formal y narrativa se vislumbra también en la ópera prima del autor. Ya sea en planos secuencia o en planos/contraplanos, acierta de lleno en conformar con recursos fílmicos la verdadera esencia de la acción que está rodando. Sirva como ejemplo una de las primeras escenas de la obra. En el interior de un restaurante, los dos protagonistas, Sydney y John, que se acaban de conocer, toman un café y fuman un cigarrillo. Anderson utiliza al principio planos y  contraplanos aislados y frontales del rostro de cada personaje para subrayar la distancia entre ambos. Cuando se aprecia cierto acercamiento, va uniendo a los dos hombres en el mismo plano hasta desembocar en un primero de las dos tazas de café, ya cuando los personajes abandonan el establecimiento, como símbolo del acuerdo establecido conjuntamente. Un prodigio de sabiduría iniciática. 

Pero el director no se detiene allí. Continuando con ese acercamiento entre los dos varones principales, entre Sydney (Philip Baker Hall) y John (John C. Reilly) vemos que se va estrechando en las primeros momentos de su viaje en automóvil. John empieza situado en el asiento trasero pero con un repentino corte de montaje lo vemos en la parte delantera, junto al conductor. El piloto, por supuesto, es Sydney. Un matón clásico, elegante y con cierto código ético que es contrastado con las formas de comportamiento vulgares y ordinarias de otro delincuente más joven. Hablamos de Jimmy, interpretado por Samuel L. Jackson. Cómo no acordarse en este punto de las criaturas de Jean-Pierre Melville o de Sam Peckinpah. En cualquier caso, Anderson solo toma a otros autores como referencias para enriquecer su obra pero no deja de conformar un espacio genuino con personalidad propia. Por cierto, al hilo de los intertextos, es curioso que Baker Hall también interprete a otro mafioso llamado igualmente Sydney en el filme de Martin Brest Huida a medianoche (Midnight Run, 1988).  Su trabajo consiste en asesorar a un capo con intervenciones también en salas de juego. Quizás una manera de incluir por parte del director californiano el pasado del personaje, tan solo sugerido en el filme que analizamos. 

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En Sydney, el autor se adentra en el cine negro. Pero lo hace no únicamente para rescatar un género clásico como vía expositiva. Anderson intenta dar un paso más y evolucionar desde sus cánones tradicionales, recurriendo a elementos que acercan también al western y al melodrama. Nos movemos por un camino de perdedores, de personas al margen de la ley, de matones de poca monta, de huidas imposibles del pasado y de deseos frustrados de rehabilitación. En este punto, nos hemos acordado de uno de los últimos filmes de Martin Scorsese, precisamente un cineasta de enorme importancia para Anderson. En concreto, hablamos de El irlandés (The Irishman, 2019). El personaje de Frank Sheeran, interpretado por Robert de Niro, nos retrotrae sin remedio a Sydney, al protagonista de la película de Anderson. Dos seres dedicados al crimen a los que el paso del tiempo ha dejado huella, dos hombres amigos de sus amigos, impávidos ante la violencia, protectores con los seres que quieren, dos varones que dudamos que hayan atravesado la culpa o el arrepentimiento por su pasado pero que sí precisan de redención. Una expiación que en el caso de Sydney se busca por la vía del intento de reparación del daño causado y que en el caso de Sheeran se queda en el alivio que la confesión y la absolución por los pecados cometidos otorga la religión católica. Reflexiones similares las encontramos en otras obras de ambos directores. 

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Así mismo, hay críticos que han topado con similitudes o referencias de otra índole en El color del dinero de Scorsese (The Color of Money, 1986). En esta última, además del asunto del azar, se produce al mismo tiempo una relación entre maestro y aprendiz, en este caso interpretados por Paul Newman y Tom Cruise, respectivamente. Y acabando con referentes (el capítulo daría de sí para una investigación exhaustiva), terminamos mencionando, en relación con el género del oeste, a Robert Altman, un autor que renovó la temática perfilando seres perdedores y decadentes. Como muestra, Los vividores (McCabe and Mrs. Miller, 1971). Sin dejar a Altman, el maestro nacido en Kansas City coincide con Anderson en perfilar protagonistas que procuran manejar la realidad a su conveniencia. Una impostura perfectamente ilustrada tanto en Sydney como en otros largometrajes del californiano. Basta con que pensemos en  Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007) y en el fingimiento tanto de Eli Sunday como de Daniel Plainview.

 

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Anderson juega con la elipsis para incrementar la intriga en el espectador. No le importa eludir el pasado y se centra sobre sus consecuencias en el presente. Las incertidumbres se alargan durante buena parte de la obra y nos mantenemos mucho metraje en la ignorancia sobre las verdaderas causas que mueven a los personajes. Sin embargo,  sugerencias o insinuaciones podemos encontrarlas a lo largo del relato. Así, señalaríamos cuando Sidney y Clementine, la mujer interpretada por Gwyneth Paltrow, se hallan en un restaurante y el primero narra su inicial encuentro con John. Anderson recurre a un flashback ocurrido justo antes del arranque del filme, en el que observamos cómo Sidney vigila a John a través del espejo retrovisor de su vehículo, previamente a abandonar el mismo, para desembocar en el inicio: la imagen del primero reflejada en un cristal mientras comienza la maniobra de acercamiento a John. 

El pesimismo se erige en un elemento más de la película, reflejado sombríamente en tono de derrota. Un fracaso que deviene circular, acabándose el filme en la misma cafetería del inicio pero en soledad y en el intento de esconder la mancha de sangre de la camisa con la manga del abrigo. La fatalidad y la imposibilidad de remediar el pasado se imponen. El mismo lugar tras más de dos años intentando borrar lo que ya fue y no se puede cambiar. El conato de superación ha sido infructuoso y el fracaso se vuelve a erigir en el destino de unos seres vencidos por sus instintos y circunstancias. Unas criaturas borderline cuya ruptura con el sistema resulta ya inevitable. Sin familia, sin casa propia, en una existencia desordenada y a la deriva. Derribados los límites, la inestabilidad y el aturdimiento emocional se erigen como inherentes e imposibles de controlar.   

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TenerynotenercartelSiguiendo con la excelente cinematografía que se creó en Estados Unidos en el año 1944, en plena contienda bélica mundial, y tras habernos reencontrado en números anteriores de la revista EL ESPECTADOR IMAGINARIO con obras como Laura, de Otto Preminger, Luz que agoniza (Gaslight), de George Cukor, y La mujer del cuadro (The Woman in the Window) de Fritz Lang, vamos a recordar el exquisito largometraje de Howard Hawks, Tener y no tener.

El realizador estadounidense, autor de una filmografía imperecedera, en donde tienen cabida obras de la calidad de La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938), Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939), El sueño eterno (The Big Sleep, 1946), Río Rojo (Red River, 1948), o Río Bravo (1959), tardó en ser reconocido como uno de los autores más importantes de la cinematografía mundial, y solo empezó a convertirse en centro de todas las miradas cuando el director y crítico francés de la revista Cahiers du Cinéma, Jacques Rivette, en 1953, impulsó su reconocimiento universal con el artículo El genio de Howard Hawks, apoyando y profundizando en su acusada personalidad, dentro de la política de autores que abanderarían los críticos franceses.

Tener y no tener se sitúa en La Martinica, en plena Segunda Guerra Mundial, colonia francesa bajo el régimen de Vichy. En la isla, frente al ambiente colaboracionista, reina un clima de temor, de persecución y oscurantismo. Eran momentos de lucha por la propia supervivencia, por buscar la mejor oportunidad de alejarse del lugar, y por supuesto, para luchar por la liberación de la nación francesa. Todo ello no hace más que llevarnos al recuerdo de Casablanca, de Michel Curtiz (1942), ciudad marroquí también bajo el control del gobierno de Vichy, obra coincidente en situación, momento histórico, e incluso con la concurrencia de que en ambas películas repitieron varios intérpretes, empezando por el mismo protagonista, Humphrey Bogart, allí como Rick, dueño del café en donde se reunía habitualmente toda la ciudad, y aquí como Harry Morgan, propietario de un pequeño barco, que suele alquilar para llevar a turistas de pesca. Pero esta vez, la actriz protagonista no la encarna la cándida, bella y sumisa Ingrid Bergman, sino una jovencísima y descarada Lauren Bacall, que con apenas diecinueve años da vida a Marie, una fémina especie de mujer fatal, decidida, independiente, con un oscuro pasado y demasiada energía en la lucha por sus intereses, una joven que recuerda a las interpretaciones de Marlene Dietrich con el realizador norteamericano de origen austríaco, Josef von Sternberg.

Tenerynotenerfotograma1Tener y no tener encuentra su punto de partida en el argumento de una novela de Ernest Hemingway, cuyos derechos, después de vencer los reparos que poseía el novelista, consiguió comprar Hawks, y seguidamente realizó una adaptación, cambiando de década, de lugar, y con la intervención de los guionistas Jules Furthman y William Faulkner.

La intención de la productora de la película, Warner Bros estaba en aprovechar las similitudes de la película de Howard Hawks con Casablanca, como medio para acercar al público a la obra y obtener una gran taquilla, pero fue recibida por los espectadores y por la crítica con división de opiniones. En realidad, creemos que el largometraje de Hawks no consigue la maestría de la película de Curtiz porque, probablemente, el guion no se encuentra a la altura del de Casablanca, resulta farragoso en algún momento, y en algún otro abusa de la teatralidad en situaciones y diálogos. En todo caso, estamos en una comparación con la magnificencia, y ello no es jugar limpio.

Mirando el filme de Howard Hawks por sí mismo, encontramos muchos puntos interesantes que hacen de la obra una gran película. Decantándose por la sencillez, destaca la cámara fija, con pocos movimientos, muy controlados, con encuadres eficaces y expresivos, y todo el conjunto al servicio de la historia. Las interpretaciones están cuidadas al máximo, y la interacción y sincronización entre los actores y actrices alcanza gran maestría, con una utilización del blanco y negro que resulta bastante neutra, y muchos interiores que se desarrollan en el hotel donde viven, sufren, se divierten, y se enamoran los personajes.

Tenerynotenerfotograma2Humphrey Bogart, como Morgan, vuelve a deleitar nuevamente con ese papel al que nos tiene acostumbrados, de hombre libre, independiente, poderoso, una fortaleza, donde se esconde alguna profunda herida del pasado y en donde se alberga un corazón de oro. Es un personaje egocéntrico, al que únicamente le mueven sus propios intereses e inquietudes, reticente al compromiso ideológico y emocional, pero que terminará sucumbiendo a los tres frentes que le desafían: la amistad, el amor y la Resistencia francesa. Lauren Bacall, Marie, La Flaca (Slim), como la llama Bogart, se presenta intrépida, audaz, de lengua viva, valiente y misteriosa, también con pasado amargo pese a su juventud y con destino y paradero incierto. La química en la vida real que surgió en la pareja se siente en pantalla, y la insolencia, agresividad y acoso sexual con que Lauren Bacall somete a Humphrey Bogart se percibe intenso y se acoge como una verdadera posición de dominio de la mujer sobre el varón, manteniendo su independencia y consiguiendo el respeto en sus acciones y actitudes.

Tenerynotenerfotograma3Hay un tercer personaje, Eddi (Walter Brennan), que se hace importante por la relación que mantiene con el protagonista, con Morgan, una relación de amistad en donde predomina y reluce el cariño, la responsabilidad y el cuidado del más indefenso e inocente. Tampoco falta aquí, como en Casablanca, un héroe, un Victor Laszlo hawkasiano, Paul de Bursac, un jefe de la Resistencia interpretado por Walter Molnar, que, aunque no canta La Marsellesa, no nos ahorra el discurso patriótico, recordando que si él es capturado o asesinado por los enemigos, siempre habrá alguien detrás tomando su lugar…

Ya puestos, terminando las comparaciones con la película de Michael Curtiz, tampoco falta el piano en la cafetería del hotel, y aunque en ambas obras estemos ante un drama, en la de Howard Hawks predominan mayores dosis de ironía y comedia. Y acabamos haciéndonos una pregunta inocente y sencilla: ¿cómo se hubieran producido los contactos entre los personajes en el filme si hubiera existido, como en la actualidad, la prohibición de fumar, así como la concienciación de que no nos interesa hacerlo? Porque nos saludamos para pedir un cigarrillo o cruzamos el pasillo a la habitación de enfrente para solicitar una cerilla para encender el pitillo, o se nos acaba el tabaco y volvemos a cambiar de territorio para obtener nuevas existencias. A lo mejor, ahora se harían los mismos viajes de ida y vuelta, con la excusa de que se ha perdido la cobertura del móvil o que en la propia habitación no se consigue el acceso a la wifi, o que hemos olvidado el cargador de los dispositivos.

Tráiler:

 

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TEOREMAEs curiosa esa sensación de descubrimiento cuando dos ideas separadas por el tiempo dialogan y se dan la mano. En el cortometraje Alumbramiento, (2002) dirigido por el director español Víctor Erice, vemos a un recién nacido que sangra en la cuna. Una empleada que trabaja como nana para una familia acomodada se da cuenta mediante el llanto del bebé y consigue sanarlo a tiempo. El crio, de casta noble, ha sido salvado por el proletariado mientras sus parientes más próximos, padre y madre, duermen la siesta plácidamente sin percatarse de tal acontecimiento. El mensaje de Alumbramiento no solo trataba del concepto poético del tiempo, la vida o la muerte, también tocaba de una forma más sutil pero afilada la dependencia de la burguesía frente a la clase obrera, una dependencia tan absoluta que incluso la vida y la muerte dependían de ello. Tres décadas antes, en 1968, Pasolini, como un disparo directo al sol, seguía su cruzada en el cine sin intentar esquivar prohibiciones, rechazos o polémica.

Para comprender en toda su inmensidad Teorema es necesario conocer la biografía de su autor. En todo caso, la película se presenta como un buen ejemplo para adentrarse en las bases de su pensamiento. Su acercamiento al marxismo así como al partido comunista italiano y su concepción católica, recrean a un personaje singular y divergente en la historia del cine. Por otro lado, su multifacética vida artística, desde pintor hasta poeta, han dejado huella histórica de su ideología, creando disconformidad y rechazo en buena parte del mundo. Superficialmente, podríamos hablar del film como la llegada de un desconocido a una familia italiana de clase alta. El joven, alterará el comportamiento de todos ellos hasta límites insospechados.

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La primera imagen que vemos es una inmensa fábrica bajo un cielo plúmbeo. Fuera hay periodistas y cámaras armando un buen revuelo, pues se han enterado de una extraña noticia: el empresario ha decidido donar la fábrica a todos sus trabajadores. ¿Es este el inicio del derrumbamiento de clases? Pasolini, como buen poeta, conocía el alma humana, y tenía la firme teoría de que la burguesía había conseguido atraer a gran parte de otros estratos sociales, así, los trabajadores querrían parte del capital para empoderarse  y convertirse en pequeños burgueses. ¿Por qué el dueño de una empresa haría algo así? La película, sin darnos cuenta, ha empezado por el final. El empresario coge el coche y acude a su casa, una mansión a las afueras de Milán. Mientras esto ocurre, el director se detiene en dar breves pinceladas de la vida de su familia que está conformada por un hijo, una hija, una mujer y una criada. Ninguno de ellos parece tener nombre, y esas pinceladas se dan en blanco y negro enfatizando la forma atonal y triste de la vida burguesa.

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El color regresa a la pantalla justo en el momento después en el que la familia recibe una carta con un mensaje misterioso: “Llego mañana”. En la siguiente escena, la música suena entre las paredes de la mansión, entonces vemos a un joven, alto, rubio, atractivo y misterioso enrolado en una pequeña fiesta con la cuna alta de Milán, y lo reconocemos como el nuevo huésped que anunciaba la carta porque suena la misma música que sonaba cuando el cartero se la entrega a la criada.

El misterioso joven funciona como elemento desestabilizador para la familia. Uno a uno todos los miembros caerán hechizados, embriagados física y espiritualmente por su presencia. Lo erótico y lo sexual está insinuado repetidas veces en Teorema. Parece como si el apuesto joven traspasara toda su mística y conocimiento a través del acto y la inseminación. Así lo apreciamos en el encuentro homosexual con el hijo, con la hija, la madre y también se insinúa posicionalmente en la figura del padre cuando este cae enfermo. La criada, que simboliza claramente al proletariado, también se le insinúa, pero el acto no es cometido seguramente por la conciencia de clase ya adquirida. Pasolini recrea esta especie de ritual en una poética del erotismo, no retrata el acto físico en sí mismo, sino que acude a las miradas, a un plano de una entrepierna, al leve contacto. ¿Si todo en Teorema tiene una función alegórica, entonces, quién es el joven? Justo antes de cometer el acto sexual con la madre, ella lo mira y lo vislumbra con el torso desnudo, con el sol decadente y enfocado dese abajo, es la presencia de alguien divino, una figura celestial, o incluso la misma representación metafórica de Cristo.

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Al paso de los días, todos están enamorados de él, lo adoran de forma inexplicable, pero justo en el ecuador de la cinta la familia recibe otra carta: el joven ha de irse. La consternación de la noticia es abismal. El rostro de la actriz Silvana Mangano recoge las dimensiones de la tragedia en un plano precioso. Mientras la melodía de Mozart se desliza suavemente por los jardines de la mansión, la familia explota en una catarsis de sentimientos de confusión, hastío y revelación existencial. Si la primera parte trataba sobre la liberación (mediante el acto sexual) de la clase burguesa atrapada en sus cuatro paredes, contagiada por una religión carente de valores y encadenada estrepitosamente en el capital y el consumo, esta segunda parte se muestra más reflexiva por parte de la familia, que intenta encontrar explicaciones racionales a su vacío espiritual después del despertar.

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La marcha del joven crea un eco de soledad en la mansión imposible de restaurar, parece como si la clase burguesa, pese a las enseñanzas, no pudiese vislumbrar el camino a seguir. La hija mayor queda en un estado catatónico, inmovilizada justo después de rastrear el suelo con un metro para averiguar qué dirección ha podido tomar el antiguo huésped. Al hijo, con aspiraciones artísticas, todo en su vida le parece tan obstinado como sus obras y acaba orinando en ellas. Y mientras la madre busca desesperadamente a jóvenes con un parecido físico al huésped con la intención de mantener relaciones, el padre, caminando simbólicamente por el desierto como un discípulo de Jesús, toma la iniciativa de regalar su fábrica a los trabajadores. Vemos, pues, que los actos que cometen son inducidos por la culpa. La sirvienta, en cambio, regresa a su pueblo habiendo tomando conciencia de su posición social, y la ambivalencia significativa de los hechos divinos se tornan confusos. Es enterrada viva después del regreso a sus orígenes para renacer, para engendrar lágrimas de savia nueva.

Las entrañas de Teorema dan cuenta de la complejidad que supone la obra y de la poética de sus imágenes y sus significados. Todo funciona al servicio de una ideología que parte del huésped (sagrado o divino) como intrusión en una clase social elevada, que una vez han sido “liberados” se vuelven autoconscientes de sus insuficiencias y cabalgan sin rumbo por las dunas de un desierto árido y martirizador. Su subsistencia es frágil, dependiente, necesitan de “él/individuo/Otro” para mantenerse vivos en su frágil burbuja de precariedad. Polémica por su sugerencia sexual, sus ideas y sus formas, Pasolini acabó siendo, como de costumbre, enemigo de todos.

 

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Puede decirse que Terrifier ha sido un descubrimiento más que un reencuentro. Esta obra que ha pasado más o menos desapercibida durante seis años en algunas plataformas ha cobrado una relevancia significativa por ser la hermana pequeña del fenómeno Terrifier 2. Las redes sociales y los portales especializados en cine de terror sacudían internet este Halloween por ver en pantalla grande a un payaso disfrutar como un niño pequeño mientras torturaba y ejecutaba adolescentes de las formas más horribles posibles. Esa insistencia irracional hacia la atrocidad ha dejado a la juventud americana impactada y encantada con los resultados. También aturdida, pues se han necesitado de ambulancias en algunas salas debido a ciertos desmayos de espectadores durante la proyección. Pero todo esto puede sonar a plan de marketing de ciertas compañías para colarnos otra de sus obras de la que no están muy seguros de su funcionamiento en salas, ¿o no? Decido ver la primera parte y corroborar qué tan terrible es este nuevo psychokiller y qué esconde el director Damien Leone bajo la manga. Sí es cierta una cosa, la secuela de Terrifier ha dejado a Halloween Ends (Halloween: El final, David Gordon Green, 2022) fuera de foco (pese a su aceptable taquilla) y le ha quitado protagonismo a Michael Myers, celebridad asesina de los setenta al que han vuelto a despertar para hacer una trilogía bastante discutible. Y mientras se le concedía un minuto de silencio a Myers, un misterioso payaso se ha colado por la antesala y ha cundido el pánico.

En lo que es algo parecido a un sótano mugriento o un taller de artesanía de cuya dichas herramientas no se destinaron precisamente a cortar madera, un enigmático individuo se maquilla, se viste de payaso y afila su artillería en la noche de Halloween mientras retransmiten en un pequeño televisor un programa en el que sale como invitada una mujer con la cara desfigurada. Art the Clown, así se hace llamar misterioso personaje que recorre la tradicional noche de octubre con una bolsa negra a cuestas en busca de presas adolescentes con cierto grado etílico en las venas. Cuando Art se topa con dos jovencitas que no pueden arrancar el coche para irse a casa, aún no somos conscientes, al igual que ellas, de la graduación tan amarga que dispensa el filme, una amargura ácida que consigue que tu estómago se encoja mientras tu rostro se endurece.

Esta obra te deja completamente solo. No hay trama existente a la que uno pueda agarrarse, ni tan solo personajes con los que uno pueda empatizar seriamente. Su naturaleza excesivamente violenta es mucho más cercana al cine exploitation y al padre del gore Herschell Gordon Lewis que al terror clásico como relato contado. Su escaso presupuesto ha ido destinado a estetizar la tortura de los cuerpos hipervisibles y mutilados que arrinconan al espectador por su explicitud. Tan retorcida resulta la mente de este director que ha fantaseado en cómo podría haber sido la ejecución de una mujer que fue víctima de la retorcida mente de Ed Gein, célebre asesino en serie y ladrón de tumbas estadounidense que ha inspirado innumerables historias y personajes de cine como El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1991), Psicosis (Psycho, Alfred Hitchock, 1960) o La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, Tobe Hooper, 1974).

Ante semejante perturbación de horror nihilista y totalmente festivo no cabe decir que no hay ápice de moral en sus ochenta y dos minutos de duración. Lo excesivo es aquí una ceremonia sangrienta por la cual se justifica su existencia. Plato de mal gusto, desde luego, sus intenciones son básicas y viscerales. Su director recrea unos escenarios en los que la maldad pura se recrea libremente como si estuviese en un parque temático y sus víctimas fuesen sus atracciones; apenas hay resistencia u obstaculización para que el mal pueda verse comprometido de algún modo, la agonía humana expuesta desnuda ante el escaparte de un lúgubre y enfermizo individuo. Así pues observamos que la forma es una combinación entre dos mundos: un psicópata del que se nota que hay un gran interés en su estética para que se pueda perfilar como un personaje icónico e interesante como lo eran los psycokillers de los setenta, así como unos elementos de reminiscencias slasher combinada con unas muertes puramente gore. Al mismo tiempo su fondo es un desierto lúdico de extravagancias bizarras y sensaciones al límite donde el cuerpo es el receptor de deformidades y mutilaciones y, por ende, también de diversión.

Puede que todo este fenómeno sea pasajero, pero lo cierto es que su secuela, Terrifier 2, se ha convertido en la película de terror más rentable del año. También es cierto que su director a recalculado ruta y ha integrado en su segunda parte una heroína como protagonista y una trama compacta que la dota y le da consistencia. Aún así me pregunto cómo es posible que semejante película se haya colado en ciertos circuitos comerciales de Estados Unidos: ¿No estaba el cine extremo francés, por ejemplo, vetado en pantalla grande? ¿Estamos ante un personaje tan icónico como los clásicos? y ¿Es el cine de terror, debido a sus altas pulsaciones y experiencias sensoriales, el único género lejos de las grandes superproducciones que seduce en taquilla?

Si el año que viene en la noche de Halloween veis a una persona vestida de blanco y negro y maquillada como un siniestro payaso será algo realmente trascendente, porque eso significará que el slasher más crudo y marginal ha triunfado y se ha hecho un hueco en la cultura popular. Cuando Art the clown sonríe la cosa se pone seria.

 

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Cartel de la película TessRoman Polanski es uno de los mejores directores vivientes del cine. Posee una extensa filmografía plena de grandes películas, entre ellas El pianista (2001),  Chinatown (1974), Rosemary’s Baby (1968) y Tess (1979). Su vida ha sido variada, atrevida y colorida, matizada por los triunfos y las tragedias, como los temas de sus trabajos de cineasta.

En Tess se conjugan valiosos elementos que le dan categoría de película bella y clásica. Se trata de una historia entretenida, aunque no notable. Una joven campesina se ve envuelta en eventos que superan su autodeterminación, convirtiéndose en un ser manipulado, que oscila entre la alegría y la tristeza, algo que probablemente haya sido común y corriente entre las mujeres campesinas de Inglaterra y Francia en la época victoriana. Sin embargo hay en ella una promesa, una distinción, una rebeldía, que trasciende la simpleza y perturba a todos los que la conocen. Nastassia Kinski es la actriz ideal en este papel, con sus miradas misteriosas, su cara a la vez inocente y maliciosa y su cuerpo perfecto, insinuante, pero recatado y oculto tras las vestimentas de la época. La actuación de la Kinski se constituye en elemento central y poderoso, en eje conector que mantiene la tensión durante las dos horas largas de la producción.

Fotograma de la película TessEl paisaje es fundamental. Recibe un tratamiento exquisito, con base en planos profundos, muy bien cuidados, íntimamente armonizado con la historia. Tess es un personaje de la tierra, que se unta de suelo en sus oficios, en sus andanzas, en sus ensueños. La lluvia, el viento, los bosques, los matorrales, los caminos, los establos, los animales, son escenarios muy bien logrados de sus devenires y confieren a la cinta una sensación mítica, casi mística. Más que bucólica, perturbadora y misteriosa, por todo lo que se adivina detrás de la belleza serena: las duras labores, la explotación de los trabajadores, la simpleza y la ignorancia, el alcoholismo y la indisciplina, el machismo desbordado y los amores frustrados de las mujeres que sueñan con ideales que saben imposibles.

Las costumbres y los ritos de la época están magníficamente descritos. Como los tiempos son lentos, el espectador puede degustar en su totalidad las labores del campo, las faenas del ordeño y de la lechería, las danzas y las fiestas populares, la vida en los hogares y en las iglesias, el tránsito de los coches y los caballos por los caminos, la sensación que ofrecen los pueblos campesinos y las pequeñas ciudades. La elaboración de estos finos retratos ha sido bien reconocida por la crítica, que ha concedido importantes premios a Tess. Tras casi dos años de exigente  postproducción, el filme ganó los Oscar de fotografía, dirección artística y vestuario, luego de  de seis nominaciones; ganó el Globo de Oro a la mejor película extranjera y recibió los premios César de mejor película, director y fotografía.

Presentado este preámbulo, bien vale la pena detenerse en Tess y su tragedia. Todo comienza de forma inocente cuando su padre se entera, por boca del párroco del lugar, que pertenece a una familia de viejo abolengo, aunque venida a menos. Se abre así una caja de Pandora y de desventuras en la vida de Tess y su familia, pues pierden el sentido de las proporciones, atrapados por el vano orgullo de un pretendido noble apellido. Tess no está muy convencida pero se convierte en instrumento de sus padres, en una desafortunada búsqueda que la conduce hacia la violación, el desamor, el abandono y la frustración maternal. Los duros golpes la llevan de nuevo a la tierra, donde deposita a su hijo muerto y a la cual se entrega con pasión, con la idea de olvidar, de alejarse de la fantasía y la ilusión… hasta que se enamora.

Tess, de Roman PolanskiEs un segundo comienzo, una nueva ilusión que termina, casi de inmediato, en frustración ante la ceguera y la incapacidad de perdón de su enamorado. Polanski pinta bien la injusticia que experimenta Tess y el espectador puede sentir el dolor, cercano y lacerante, y la cercanía y la inclinación de Tess hacia el sentido común, hacia el amor verdadero y la justicia, todo lo cual se rompe ante la terquedad y la falta de aprecio de un hombre bueno y sensible, pero torpe,  orgulloso y machista. Es interesante que Polanski haya trabajado estos temas con alto respeto y consideración por la mujer, dado que en la época y por muchos años estuvo bajo acusaciones de abuso sexual de una menor. Naturalmente que se trata de un guión y del cine, pero seguramente fue también una ocasión para elaborar su propio duelo personal y para perdonarse a sí mismo.

Cae de nuevo Tess, pero ya la tierra no la acoge, y  esta vez se ve obligada a aceptar la más terrible de las manipulaciones, esa que la lleva a perder su esencia rebelde e inteligente y a convertirse en una mujer urbana, de hábiles apariencias, de amores fríos y fingidos, los mismos que culminarán en tragedia, matizada por el reencuentro y por el perdón en una fugaz cita con el amor perdido.

Nastassja Kinski en TessLas escenas finales son enteramente simbólicas de esa fuerza telúrica que experimenta Tess. Transcurren en las míticas ruinas de Stonehenge, formadas por grandes bloques de piedra, construidos por ignotos habitantes de tiempos remotos, un templo consagrado a la diosa tierra. Allí ella y su enamorado esperan el desenlace fatal, con la vana esperanza de que ese sea un refugio inviolable, un retorno a la inocencia original. Allí transcurre la última de las síntesis de la vida de Tess, de nuevo, entre la alegría y la tristeza.

Trailer:

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Pocos saben lo que es vivir con alguien que ha sido diagnosticado de autismo, y mucho menos saben lo que es crecer junto a una persona así o con otro tipo de discapacidad cognitiva. Son muy escasas las historias contadas desde este punto de vista y que hablen con realidad y honestidad; generalmente idealizan el conflicto real, poniendo todo en color de rosa y llevando el optimismo hasta el extremo del empalague. The Black Balloon (Elissa Down, 2008) es una de esas pocas cintas que logra equilibrar la honestidad de esta realidad, sin dejar de ser divertida y tierna a la vez. La cinta está inspirada en dos de los hermanos de la directora y escritora, diagnosticados de autismo, y sus experiencias siendo ella una adolescente que enfrenta esta realidad. Así como en Mi hermano persigue dinosaurios (Mio fratello rincorre i dinosauri, Stefano Cipani, 2019), esta película apuesta a la honestidad de las situaciones, por más duras e incómodas que estas sean.

La cinta nos presenta a la familia Mollison, que se acaban de mudar a una nueva ciudad gracias al trabajo de Simon (Erik Thomson), el padre militar. Maggie (Toni Collette), la madre, está embarazada y a punto de dar a la luz, y así se encarga de la casa mientras cuida de Charlie (Luke Ford), su hijo autista. En el centro de todo está Thomas (Rhys Wakefield), el hijo “normal”, que atraviesa la siempre complicada adolescencia, a lo que se le suma llegar a una nueva escuela y enamorarse de Jackie (Gemma Ward), una de sus compañeras en clase de natación. Thomas hace lo que puede con sus hormonas alteradas y su particular familia, se encarga de Charlie cuando le toca, y por culpa de su descuido es que el conflicto estalla.

Es muy fácil entender a Thomas. En su proceso de coming-of-age vemos que en su escuela abunda el bullying (especialmente hacia las personas discapacitadas) y por eso prefiere callar, ya con ser “el nuevo” tiene suficiente carga. Pero tampoco es fácil para él convivir con su hermano, pues sus propias expectativas lo debilitan, al querer de Charlie lo que nunca le va a poder dar, por eso vive frustrado y avergonzado de su familia. Su misión, la quiera aceptar o no, será aprender a valorar lo que tiene, convertirse en un maestro de la paciencia y enfrentar la forma en que los demás juzgan y observan. Su dolor profundo es el no pertenecer al común denominador. Pero, ¿hay algo mejor que ser diferente a los demás?

El grupo de intérpretes que conforma la familia es impecable, todos brillan por su naturalidad y realmente se siente como si hubieran convivido su vida entera, acostumbrados a los sacrificios que se tienen que hacer al tener a una persona con autismo entre ellos, con rutinas y costumbres propias y hasta esas miradas cómplices que dicen todo sin pronunciar una sola palabra. Toni Collete, como siempre, es impecable, acertada en sus tiempos, en sus reacciones y en sus expresiones. Nadie dudaría que es Maggie y que lleva 17 años tratando de sacar adelante a sus hijos, cada uno especial a su manera. Incondicional y profundamente enamorada de su familia, con todas las dificultades y problemas que esto significa.

Rhys Wakefield, en su primer papel en la pantalla grande, entrega un Thomas transparente en sus sentimientos, vivimos con él la carga de la adolescencia, de sus vergüenzas, dolores y amores, somos testigos de su evolución y nos alegra ver que aprende la lección. Por su parte, Luke Ford, como Charlie, logra capturar los movimientos, comportamientos y ecolalias características de una persona con autismo con gran fidelidad, sin exagerar ni pasar a la caricatura. Es travieso, desesperante, divertido, travieso y profundamente tierno a la vez. Me recordó la magistral interpretación de Leonardo DiCaprio en ¿A Quién Ama Gilbert Grape? (What’s Eating Gilbert Grape?, Lasse Hallström, 1993), con la que logró su primera nominación al Oscar y que debería haberse ganado.

Alguna vez me enseñaron que no se debe decir que alguien “tiene autismo”, porque no es lo única característica que poseen ni es algo que los “tiene” atrapados, no los domina. El autismo es algo que se destaca y es evidente, es cierto, pero es una pequeña parte de lo que son. Charlie no tiene autismo, lo vive y lo disfruta, son los demás los que tienen que adaptarse a él. Solo pocos tienen la suerte de vivir una experiencia tan única, tan agitada y agotadora a la vez. Nada le enseña mejor a uno el valor de la vida como vivir con alguien con autismo. Esa es la suerte de pocos, las mejores lecciones se aprenden así, soy testigo fiel.

La cinta también confirma una teoría que había escuchado antes, que dice que la familia es más discapacitada que aquel que ha sido realmente diagnosticado. Al no tener la paciencia necesaria y la fortaleza suficiente, especialmente los hermanos, se llega a extremos indeseables que destruyen a una familia desde el interior. Y la sociedad es igual, tampoco tiene la paciencia ni parece tener la inteligencia suficiente para entender y tratar a una persona así.

Parece que los discapacitados fueran los demás, pues su cerebro no les da para entender comportamientos diferentes. Thomas es la evidencia clara de esto, y el espectador es testigo de sus profundas heridas, que se abren de extremo a extremo en el clímax, revelando el dolor que lleva dentro como miembro de familia y necesita dejar salir. Y eso aplica para todo el mundo, por eso esta no es simplemente una cinta sobre autismo, es una película sobre crecer y liberarse de las cargas que nosotros mismos nos ponemos.

La misma guionista y directora reconoció en entrevistas que las primeras versiones de esta historia eran muy reservadas, contenidas, con el miedo al “¿qué dirán?” y al rechazo de una historia tan cercana a su corazón, pero fue su colega Jane Campion la que le dijo que se liberara y soltara todo lo que guardaba. Así es como se logra una historia tan honesta como cruda y tan hermosa como triste, el retrato de una realidad que tiene el final feliz que necesita. Ni Charlie va a dejar de ser autista ni Thomas va a cambiarse a una familia que no lo avergüence. La vida es lo que es, y así nos acostumbramos a vivir. Y, con el tiempo, aprendemos a amar profundamente lo que tenemos.

Tráiler:

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El concepto de distopía en la obra más famosa de William Golding, Lord of the Flies (1954), se refiere a la imposibilidad de crear una sociedad positiva debido al mal que se encuentra en el alma de cada ser humano, menos unos pocos (des)afortunados que tienen que luchar por un concepto de justicia que poco tiene que ver con una visión divina, y mucho más con la de una necesidad ética. En esta isla en la que se ven sumergidos los niños del escritor británico, entonces, el diálogo que se nos hace manifiesto es el que surge de una no muy bien definida idea según la cual nosotros, en especial manera los más jóvenes, seríamos la representación biológica y material de aquel bon sauvage que llevaría a la concreción filosófica de la positividad e inocencia del ser humano en las obras del, quizás demasiado cándido, Rousseau. El mal, desafortunadamente, es real y más normal de lo que se podría pensar.

En un instituto para sordos (y mudos) de Ucrania, lo que se presenta ante nuestros ojos no es una lucha entre el bien y su opuesto. Si así fuera, la determinación (o sea el acto de determinar, de crear una lectura interpretativa) de los bordes entre el color blanco y el color negro se volvería una acción simple, incapaz de requerir un esfuerzo mental demasiado profundo (o, quizás, simplemente más largo). La realidad de un mundo negro, infalible en su falta de bondad, nos hace pensar que, efectivamente, la peligrosidad del ser humano es tal que, dejado en su contexto más libre, solo puede llevar a una pérdida de cualquier tipo de sentimiento positivo, demostración esta de que el sauvage del que hemos hablado más arriba sí existe, pero en su forma de mauvais y no de bon. Sigue de esta consideración otra quizás más horrible: el mal es algo necesario, algo que nace de forma natural, y en el que logramos insertarnos no tanto porque lo reconocemos como punto de llegada de una vida libre de características éticas, sino como punto de partida, esencia con la que y en la que existimos.

Falta, entonces, la decencia en la serie de personajes que la película nos enseña, una serie que se parece más a un camino por un parque zoológico que contiene, detrás de las barras de sus jaulas, elementos de una sociedad que desprecia el bien o, por lo menos, lo bueno que puede ser el comportamiento humano cuando nos comunicamos entre nosotros según unos cánones de civilización. Por esta razón, demostración de la inteligencia del director, The Tribe nos presenta un universo cerrado, en el cual se puede distinguir entre el mundo de la distopía de los estudiantes y de los maestros sordos, y el nuestro, el de quien habla porque puede oír. La voluntad de crear unos bordes, unas fronteras que, si bien es posible cruzar físicamente, sin embargo, no lo es psicológica y antropológicamente, resulta en la representación de una tragedia que pone de manifiesto la pregunta real a la que tenemos que enfrentarnos: ¿somos así nosotros también?

Este efecto narrativo y ensayístico, ejemplar de una tesis que el director quiere que analicemos como si fuéramos sus profesores, es tal que nos deja acceder a este mundo también ante la falta completa de diálogos hablados; la presencia de una fuerza que solo se apoya sobre el uso brillante de las imágenes y del ritmo del montaje revela efectivamente su profundidad en el hecho de existir, sí, un guion con palabras que se desarrollan en los discursos de los protagonistas, pero que nos resultan prohibidos (a casi todos, obviamente, ya que excepciones puede haberlas) porque se concretan en la lengua de signos. Esta distopia cerrada, mundo en el cual, de hecho, no existen héroes y el protagonista tiene pocos elementos positivos, quizás sea una metáfora de la sordera en la que vivimos ante la presencia del mal en el mundo y, por supuesto, en nosotros. O, acción mental menos deprimida, si de metáfora hay que hablar, solo se dirige a cómo las microsociedades, incapaces de convivir con otras para formar un mundo más amplio, solo pueden llevar a una muerte, violenta y sangrienta, en la que nos resulta difícil decir si la víctima o el verdugo tienen derecho a que sintamos por ellos tan solo una pizca de piedad.

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ThereseConsiderado hoy, como un autor inclasificable, Alain Cavalier (1931) empezó su carrera como asistente de Louis Malle en dos de sus trabajos más representativos Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l’echafaud, 1957) y Los amantes (Les amants, 1959). Durante la década de los sesenta sus primeras películas tenían todas las características de las formas más convencionales de realización, un guión estructurado, cámaras y equipo de producción profesionales, intérpretes reconocidos, que dieron como resultado trabajos destacados: Combate en la isla (Le combat dans l’ile,1962 ) con Jean Louis Trintignant y Romy Scheneider y El Insumiso (L’insoumis, 1964) con Alain Delon y Lea Masari, son de los primeros films en los que el realizador aborda el problema de la  guerra de Argelia de una manera frontal; en1968 con una adaptación de la novela homónima de Françoise Sagan, el autor realizó La Chamade con Catherine Deneuve y Michel Piccoli; productos fílmicos que le hicieron ganar importante prestigio dentro la cinematografía francesa.

EL ASCETISMO ESTÉTICO Sin embargo, a partir de 1979 con Martin y Léa, Cavalier empieza a moverse inversamente, alejándose de las narraciones ficticias de sus inicios y de todo aquello que cinematográficamente tenga el aspecto de un modo de producción convencional, sus trabajos tienen ahora una índole meramente personal, resueltos a pequeña escala, con una cámara de mano, y son un ejemplo de que la mejor manera de capturar los aspectos esenciales de la vida está precisamente en los detalles. De esta afirmación su actual filmografía es un magnífico ejemplo.

Thérèse, (1986) marca la etapa capital del realizador, llegando a ser  la película más reconocida y unánimemente elogiada por crítica y público, en su momento se hizo acreedora a seis premios Cesar de la Academia Francesa en 1987 y al Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes en 1986.

Thérèse un amplio estudio del impulso religioso como una forma sublimada de sexualidadCavalier filma un estilizado retrato de Thérèse Martin (1873-1897) de la orden de las Monjas Carmelitas,  posteriormente canonizada como Santa Teresa de Lisieux (1925), que deviene una extraordinaria obra maestra, una inusual forma de reflexión sobre el sentido de la espiritualidad y no sobre la religión como era de esperarse. Una película acerca de la vida de una mujer en un mundo donde el silencio, la obediencia  y la  introspección son la regla.

Lo más paradójico es que este retrato es un film laico, apoyado más en la antropología que en la psicología, que por medio de cosas  simples, distintos aspectos de la vida cotidiana, tienen la capacidad de sugerir un profundo sentido de lo sacro; la  religiosidad  vivida como energía propia del amor. La pureza y la simplicidad de la vida de la santa son vehículos de belleza y transparencia en las manos del director.

un tributo a Rembrandt, Caravaggio, y el GrecoCavalier presenta en Thérèse un amplio estudio del impulso religioso como una forma sublimada de sexualidad, su maravilloso film ilumina en tonos  terracotas y tierras (un tributo a Rembrandt, Caravaggio y el Greco) el retrato de la adolescente Thérèse Martin, y a través de una serie de viñetas, fotografiadas de una manera exquisita por Phillippe Rousselot, muestra como la novicia se adapta al ritmo y a la vida del convento – las prolongadas oraciones, los largos periodos de silencio, las mortificaciones de la carne, el gozo y la humillación de la vida comunitaria, el despertar sexual y las excentricidades de algunas de las monjas-. Enfatiza los lazos de hermandad y los asemeja a una condición, a un estado que incluye susurros, sometimiento, intrigas, pequeñas conspiraciones, celos. Las tomas austeras  muestran siempre a las monjas carmelitas en grupos de dos o tres, hay abundantes primerísimos planos de manos, ya sea en el trabajo, o de manos que se encierran dentro de otras manos.

las prolongadas oraciones, los largos periodos de silencio, las mortificaciones de la carne, el gozo y la humillación de la vida comunitaria, el despertar sexual y las excentricidades de algunas de las monjasEl film minimalista, con fuertes influencias de Bresson y de Dreyer, captura los breves retratos de la vida monacal en espacios vacíos, carentes de ventanas, como si el exterior no existiera, una manera de captar una atmósfera vedada a las mayorías, restringida únicamente a unos cuantos claustros que, pese a sus limitaciones espaciales, guardan hermosos y terribles momentos.

La puesta en escena,  construida como un gran muro desnudo, delante del cual los mínimos objetos permiten únicamente ubicar la situación, la ausencia de música y de fuertes sonidos, con la excepción de los cantos de las monjas, los escasos diálogos que son susurrados y una serie de planos-viñetas ligados a través de fundidos a negro tienen la capacidad de sugerir un universo lleno de sentimientos  y emociones que dan al conjunto de la obra una fuerza poco común. No se trata de una reconstrucción histórico-realista, sino de una suerte de ficción biográfica, una curiosa mezcla entre ficción y documental, nutrida por las propias vivencias del autor y la historia de una joven que entra al convento buscando algo que  encuentra  pero también  halla su propia muerte.

El film minimalista, con fuertes influencias de Bresson y de DreyerLa principal virtud de la película es que utiliza el tono preciso para distender en sorprendentes imágenes una vida ordinaria, sin hacerla parecer aislada, que contrasta profundamente con las espectaculares formas de vivir a las que se opone. La riqueza de la austeridad y de lo auténtico.

Respetuoso en todo momento de los silencios que envuelven la atmósfera en los monasterios, las tomas dan la impresión de ser enormes frescos en los que la representación no rebasa la interpretación. Con un magistral manejo de las elipsis, Cavalier muestra en más de  cuatrocientos  planos la vida de Thérèse; en momento alguno, en familia o en el convento, se tiene la impresión de estar frente a decorados o artificios, sino en presencia de un ojo capaz de revelar la esencia de la verdadera humanidad. Hay varias versiones cinematográficas acerca de la religiosa carmelita, entre todas, la Thérèse de Alain Cavalier es, sin duda, la más original.

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La obsesión de James Cameron por las tres dimensiones le ha llevado, tras la fiebre Na’vi y la bestial recaudación taquillera de Avatar (2009), a transformar su trabajo cumbre en una saga. Pero, por el camino ha decidido sumar a su particular revolución técnica otro de sus pelotazos, aprovechando el centenario que conmemora uno de los más trágicos accidentes navales de la historia. Si Avatar fue la primera obra cinematográfica en hacer un uso coherente y asombroso de la tridimensionalidad, Titanic no fue menos, al poner un techo a la tecnología digital finisecular.

Como es lógico, escribir sobre el reestreno de una cinta que hoy cumple quince años, salvo por una certera valoración global de un arraigo en la cultura popular que lucha contra su envejecimiento, no tendría mayor sentido crítico que el de atender al aburrido análisis de su único reclamo, la adaptación a las tres dimensiones. Sin embargo, esta insulsa discusión, por tratarse de una película ya de por sí espectacular, funciona como la tapadera perfecta para que el que suscribe este artículo, todavía en pañales (en lo que respecta al juicio sobre el audiovisual) en el momento del estreno de Titanic, se sienta legitimado para ofrecer una brevísima pero apañada crítica sobre una de las tres películas más premiadas de la historia de los Oscar.

La película con la que saltaran al estrellato Kate Winslet y Leonardo DiCaprio (no sin merecerlo) ofrece mucho más que una bella e impresionante factura técnica. El viaje inaugural del transatlántico más poderoso de todos los tiempos, ocupado por la crème de la crème de la sociedad británica, se antojaba el marco ideal para una apasionada historia de amor. El argumento no se salía de esa cerca disneysiana -que a su vez plagiaba con descaro a Shakespeare- que, lamentablemente, infantiló el inigualable (hasta la fecha) desarrollo técnico de aquella delicia visual llamada Pandora; una vez más, después de muchas, las princesas jugaban a ser rebeldes, seducidas por vividores de físico pulcro y maneras suavizadas.

Sin embargo, la cursilería de la forma trasciende a un romance caprichoso que pone los pelos de punta y empatiza con un espectador que, si no llega a sentirse protagonista, ríe y llora con las vicisitudes de una pareja perfecta y, por supuesto, padece como nadie (lo más cerca que puede estar) la angustia por el consabido naufragio (cuando se estrenó, no fueron pocas las personas que se marearon en las salas). El recuerdo de la anciana Rose DeWitt Bukater, que pudiera entenderse como un alargamiento innecesario de la trama (cuando lo verdaderamente prescindible es la soporífera introducción del cazatesoros), termina emanando un recuerdo nostálgico de excepción -en un doble sentido para aquellos que vayan a ver el filme por segunda vez- de dolor concreto. Un réquiem dirigido a más de mil quinientas personas que fueron a parar al fondo del mar con toneladas y toneladas de cascotes. Porque, junto a un prodigio de la ingeniería, a la fastuosidad de los interiores y a la distinción y el pedigrí de sus pasajeros, se hundieron mil quinientas historias.

La excusa del centenario, cuyo merchandising podría amparar como hito ese recreativo «segundo viaje» homenaje con familiares de las víctimas que ha aparecido en los informativos día a día durante una semana, vuelve a llenar las arcas de un cineasta, cuya carrera basada en el documental le ha deformado hasta la despreocupación de los contenidos de ficción en favor de una presentación siempre pomposa. Bien es cierto que, en Titanic, además de apreciarse una intensa labor de investigación, el guión y, sobre todo, su dirección, alimentan la validez de una complicada propuesta histórica. Complicada por la inimaginable recreación de unos escenarios colosales, que casi creó cátedra en el empleo de maquetas. Por este motivo, principalmente, el reestreno de la película se entiende como un ilícito abuso promocional de los derechos de autor. De hecho, su autoritaria excusa, la adaptación a las 3D, es un señuelo atractivo para los que ya fliparon en 1997, pero de deficiencia probada, puesto que solo cobra algo de sentido a partir del hundimiento (eso sí, estamos hablando de más de media película de tres horas y cuarto de duración). Con todo, el sentimiento de añoranza y la curiosidad de las nuevas generaciones (inagotable en lo que se refiere a superproducciones) están volviendo a nutrir la taquilla a una velocidad endiablada. Mientras, Cameron sigue llenando un ego y una saca que divergen en algo con la suerte del Titanic: no tienen fondo.

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ToniCartelAño 1935. Francia y el resto del planeta se estaban recuperando de la crisis económica derivada del crack de la bolsa de Nueva York en 1929; por tierras europeas se encontraba en pleno auge el ascenso de movimientos fascistas en diversos países, como Alemania o Italia; en España estaba a punto de iniciarse una guerra civil a causa de un golpe de estado que comenzarían algunos militares contra el orden constitucional instaurado; Francia se había convertido en receptor de emigrantes procedentes de países fronterizos a la búsqueda de trabajos que garantizaran su subsistencia… En ese contexto y en vísperas de la catastrófica Segunda Guerra Mundial, estrenó Jean Renoir el filme Toni. De las cuatro etapas en que se puede dividir la filmografía del maestro galo, este largometraje se situaría en el segundo, tras la época del cine mudo y antes del exilio en Hollywood. Se trata de un periodo marcado tanto por las crisis sociales que se adueñaban de su país, como por la búsqueda por parte del cineasta de nuevos caminos de representación cinematográfica. 

Toni, nuestro protagonista, es un inmigrante italiano que se apea en Francia, concretamente en la región de la Provenza. En claro homenaje a los inicios del cinematógrafo, se baja del tren en un andén de la región de Martigues, llevando en su mochila las mayores ilusiones o esperanzas, también turbios temores. Y no llega solo. Le acompaña un nutrido grupo de personas en similares circunstancias. Buscan trabajo, ganarse el techo y el pan con su esfuerzo, que bien puede desarrollarse en la agricultura o contratados en una cantera. Y todos tocan su tierra prometida desde un ferrocarril que se come la pantalla. Al igual que en los inicios de este arte, con esa locomotora de los hermanos Lumière, que en enero de 1986 llegó a la estación de La Ciotat en la sala oscura de un café parisino. Los comienzos de una aventura, la cinematográfica, que durante poco más de un siglo de existencia ha recorrido trayectos sinuosos, desde la gloria a las amenazas o malos augurios sobre su inminente desaparición. Ello ha sucedido principalmente cuando ha tenido que adaptar su supervivencia a otras maneras de comunicación audiovisual, tales como la invención de la televisión o la aparición de la era digital. Penosas premoniciones que, afortunadamente, no han terminado de aniquilar por el momento al cine, al menos a ese modelo tradicional de visionado en una sala de acceso público.

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Si acabamos de esbozar una cierta sonrisa por la continuidad en pleno siglo XXI del cine en su exhibición clásica, con el personaje de Toni, interpretado por Charles Blavette, no nos puede embargar el mismo optimismo. La tragedia se presiente inevitable ya en el principio. Casi diríamos que se percibe de manera fatalista, desde que conoce a Josefa y muerde el veneno de la avispa que le pica a la mujer en la espalda. Una tragedia que no es ajena al naturalismo del escritor y periodista Émile Zola. Precisamente, el director Jean Renoir ya había adaptado al cine alguna obra del escritor y también lo haría con posterioridad. Así, lo realizaría con Nana (1926) o con La bestia humana (La Bête humaine, 1938). Citábamos a esa locomotora de los Lumière que casi se come a los espectadores en el Gran Café situado en el número 14 del Boulevard des Capucines de París. Pues bien, la máquina de transporte volverá en Toni al final del largometraje, trasladando a otro grupo humano dispuesto a rehacer la vida lejos de sus raíces. Y no importa el lugar de origen; es lo mismo. Todos llegan con esperanzas e ilusiones; alegría y melancolía se dan la mano, tanto por lo que esperan del futuro, como por lo que abandonan en el pasado. En esta obra de Renoir se produce un cierre circular que conmueve y sobrecoge.

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Toni es considerada por buena parte de especialistas y crítica como la precursora del neorrealismo italiano. La asunción de un tono semidocumental, el rodaje tanto en interiores como en exteriores, la utilización de actrices y actores no profesionales, el tono social de su contenido o la austera desnudez que desprenden sus imágenes abocan a ello. Como subrayó André Bazin, este largometraje de Jean Renoir surgió huyendo de los excesos teatrales de los primeros filmes sonoros. Se apoya con ahínco en la naturaleza, utiliza el sonido directo y mantiene expresiones dialectales en diálogos. Un realismo que captura la ficción en una narrativa que quiere acercarse a la ilusión de mostrar lo ya ocurrido con anterioridad. Precisamente, en los títulos de crédito, Renoir avisa que la película es “un relato verídico” puesto en escena por él mismo. En realidad, esos acontecimientos consistieron en unos crímenes pasionales entre inmigrantes que al parecer ocurrieron en la zona en la que se rodó el filme, según le contó al director el comisario de policía Jacques Mortier.   

Formalmente, lo que más destacaríamos del filme es la aparente sencillez en su puesta en escena. No necesita recurrir a complejos recursos ni en movimientos de cámara ni en elementos adicionales que prostituyan la belleza y aridez de la naturaleza en la que se desenvuelve. La composición en su conjunto rezuma autenticidad. Particularmente, destacaríamos algunas escenas que subrayan esa naturalidad y acrecientan el carácter veraz que el espectador otorga a las imágenes. Ya hemos citado la de la avispa, aquella en que Toni y el personaje de su deseo, Josefa, caminan entre viñedos. Rebosante de erotismo, se cierra con la mordedura en la espalda de la fémina, cruel presagio y metáfora misma de lo ocurrido en el jardín del Edén, aunque en el presente caso, intercambiando los roles de género. O también resaltaríamos aquella en la que se suelta el último aliento, injustamente, con la aureola de la inocencia, en brazos del amigo que jamás abandona. Un último gesto de amistad y solidaridad que, justamente, transcurre en el puente que se atraviesa asomado desde una locomotora, siempre en un único sentido. 

 

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Por último, nos asombramos de lo poco que hemos evolucionado en tantas décadas transcurridas desde la realización del filme. La película de Renoir es un canto al acogimiento del diferente, de aquellos que deben traspasar fronteras ajenas para buscar un futuro viable. Españoles, italianos, incluso los mismos franceses abandonan sus regiones de origen. Es lo mismo. Todos merecen un recibimiento sin titubeos, unos salarios y unas estancias dignas, además del  apoyo explícito, tanto de reconocimiento en derechos como de otorgamiento de ayudas económicas por parte de autoridades. Hoy, como ayer, siguen existiendo seres despreciables que afirman que los extranjeros acuden a sus tierras para “quitarles el trabajo”. Sostiene uno de los personajes de Renoir que su país es el que le da de comer. Extraordinario argumento que se olvida de razas y fronteras, igualando a seres humanos con independencia de sus genes, cultura o lugar de nacimiento.

Para Toni no pasa el tiempo. Diferencias sociales, discriminación al inmigrante, violencia machista, trabajos denigrantes… Definitivamente, parece que los años sí que pasan en balde. Ahora bien, sin olvidar que Renoir aprovecha para mostrar y denunciar las citadas tropelías e injusticias, mientras nos envuelve en la fatalidad de una historia de amor, en la que asemeja que todos los personajes principales toman en cada una de sus decisiones el camino que más les perjudica.

 

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cartel trono de sangreEn el Japón feudal del siglo dieciséis, los generales Washizu (Toshiro Mifune) y Miki (Minoru Chiaki) regresan de una batalla. En el camino de vuelta se pierden en un laberíntico bosque por los efectos de una pesada niebla. El encuentro con un inesperado espíritu capaz de desvelar el futuro de los guerreros, cambiará radicalmente sus destinos.

Contemporánea de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman) y de El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, David Lean), nada menos, Trono de sangre emerge en 1957, como la gran transposición al cine de Macbeth de William Shakespeare.

La gran apuesta de Akira Kurosawa es optar por una elegante emancipación del relato original. Así que trabaja con un modelo de correspondencia intertextual que cambia completamente el escenario. Además, a diferencia de la versión de Orson Welles (Macbeth, 1948), la película es netamente visual, y claro, viniendo de un texto de Shakespeare, puede sonar extraño. Sin embargo, una vez visto el resultado, está claro que el estilo de Kurosawa acaba por hacer suyo plenamente el texto y logra sublimar en imágenes el corazón de la obra.

Es probable que el enredo dialéctico (que sí utiliza la versión de Welles) le hubiese restado esa potencia estética tan adherida al director japonés. La versión de Kurosawa recoge las piezas literarias, para reconfigurar su mensaje y traducirlo al lenguaje cinematográfico, rompiendo así, la teatralidad que se le supone a una adaptación de estas características. Todo un acierto.

kurosawa hados anciana ruecaEl juego bidireccional entre la dramaturgia de los clásicos griegos y la mitología oriental se entremezcla en la frase lapidaria que ejerce de alfa y omega de la trama: “La trayectoria del demonio es el camino del destino y nunca cambiará su rumbo”. En la mitología griega, los Hados tejían el devenir de los hombres y los dioses, y nadie escapaba a él. Trono de sangre es la historia, en definitiva, de aquel axioma tan arraigado en sendas culturas. Kurosawa recicla la metodología de la tragedia griega, para construir su personal círculo de ambición, en torno al regio destino de Washizu.

Los coros enmarcan el relato. Es la voz de la sabiduría que entona la irremediable fricción entre el sentido común y los hechos. También está presente la figura del mensajero que gira los acontecimientos recursivamente y hace avanzar la trama. Por último el juicio, del que se encargará el hijo de Miki, heredero al trono, junto al grupo de rebeldes sumados a su causa. Al igual que en los clásicos, en Trono de sangre, subyace un discurso aleccionador, reconocible y universal. Se podría decir, que mientras el texto original de Shakespeare se desvanece, en cambio toma forma el aroma mítico de Esquilo, Sófocles o Eurípides.

samurai katanaEl director usa un programa simbólico de gran riqueza. Hay innumerables alegorías que prefiguran la tragedia, como esa música disonante de los créditos a tono con la historia. Es fácil asociar las notas con la mente atormentada de Washizu. Más evidente aun, es la niebla. Se cuela como protagonista principal. Es la causante de esa atmósfera claustrofóbica presente en toda la película, pero sobre todo es la gran metáfora del tema central de Trono de sangre, que no es otro que la ambición, que al igual que la niebla, es cegadora. Aunque la que se lleva la palma es la fantasmagórica presencia del bosque.

El bosque encantado, icono recurrente en toda leyenda medieval, esboza un laberinto que pone a prueba al guerrero antes de alcanzar la virtud o la tragedia inherente a la condición humana. El viento, la niebla, los miedos del alma… convergen en esa especie de limbo en el que la voz penetrante de una anciana revela la dicha desdichada. Igual que el canto de una sirena que acaba por devorar la mente de quien la escucha.

Es curioso el papel de los personajes femeninos en Trono de sangre. No abundan, pero cuando aparecen son oscurísimos. La mujer de Washizu (Isuku Yamada) es la encarnación de la codicia. La puesta en escena de las conversaciones entre ambos refleja una relación tan tóxica como determinante para el aspirante al trono. Él se deja embaucar y el espectador percibe, gradualmente, la lúgubre metábasis que sufre. Para enfatizar la venenosa relación, Kurosawa emplea múltiples detalles, como el uso sutil del sonido para convertir los andares de la mujer en diabólicos pasos acompasados (volvemos a la frase grabada en el monolito) hacia lo irremediable.

trono de sangre flechas castilloRespecto a la dirección de actores, también es llamativo el contraste entre la quietud de las mujeres frente a la gestualidad de los hombres. Mifune, actor por excelencia del director, inunda la pantalla y proyecta toda la gama pasional de su lucha interna. La angustia descarnada de Washizu en la escena final, que volverá a ser citada en Ran (1985), rompe ya completamente con el juego contención/explosión emocional muy polarizado de todos los actores, acorde con el método de teatro Noh. Finalmente, refleja el drama con toda transparencia y radicalidad. El tan anhelado Castillo de la Tela de Araña se convierte en una trampa, en la que Washizu se enreda en una red de flechas, como una presa agonizante que gasta sus últimas fuerzas en vano.

Al contrario que Washizu, uno se deja apresar, sin lucha, por la atmósfera onírica de su propuesta; por la pasión con la que trabaja cada puesta en escena; y por la perfección estética de la que siempre hace gala Kurosawa. Con él, la cámara muta en pincel. Las escenas se envuelven de un halo romántico, donde las composiciones son cuidadísimas y los trazos se difuminan, tan sueltos como en la mejor pintura veneciana. Trono de sangre es por derecho, una de las grandes piezas artísticas del maestro japonés.

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UnhombresinpasadoCartelUn hombre sin pasado es una obra maravillosa, entrañable, luminosa en la desgracia. Cuenta con ese sentido del humor tan especial que nos regala el autor, Aki Kaurismäki, a lo largo de su filmografía. Un humor seco que viene acompañado de personajes desarraigados que saben enfrentarse al infortunio con una sonrisa, con imaginación, sin aspavientos o quejas que a nadie importan. Son parias, seres fuera del sistema que cuando pueden trabajar lo hacen con agradecimiento, que saben apoyarse entre ellos, que sí responden al lema cristiano de amor al prójimo, que aprecian divertirse cuando toca… Se trata de expulsados que dan las gracias por poder vivir en un contenedor, y que menos si posee vistas al mar, que comparten la media docena de patatas que han conseguido que broten con sus vecinos, que celebran una salida a un comedor asistencial como si fueran a un restaurante de estrella Michelin…

Y además de todo lo anterior, que no es poco, también saben enamorarse en silencio, aceptan con gratitud sobras de comida que creen no merecer, que saben dar gracias cuando toca y callarse cuando no hay nada que decir. También adoptan perros no buscados sin rechistar, organizan conciertos de rock para otros menesterosos, saben lo que significa la palabra solidaridad  e igualmente el vocablo desarraigo. Además, no se ceban en el pasado e intentan seguir adelante, por muy aciago que se presente el futuro. Y siempre encuentran motivos para sonreír, aunque no los haya. Son seres que no se olvidan, que parecen escondidos, que quizás no existan…. Son los personajes que transitan en este largometraje, la segunda entrega del maestro finlandés de la trilogía denominada “de los perdedores”, “del proletariado” o “de Finlandia”, tras Nubes pasajeras (Kauas pilvet karkaavat, 1996) y previa a Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006). En Un hombre sin pasado su protagonista, M, viaja en un tren hacia Helsinki. Lleva consigo una maleta. Al llegar a la ciudad, se sienta en un banco y se duerme. Anochece. Unos desconocidos le asaltan, le roban todas sus pertenencias y le abandonan inconsciente tras propinarle una brutal e innecesaria paliza. Nos referimos a un aumento deliberado del sufrimiento de la víctima durante la comisión de un delito, lo que jurídicamente llamaríamos ensañamiento.

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M es el hombre sin identidad (le han robado todos los documentos) pero también sin pasado (los feroces golpes le han producido amnesia). ¿Se puede seguir existiendo así? ¿Es posible conseguir un trabajo, una vivienda, abrir una cuenta corriente? ¿Es soportable estar sumido en la incertidumbre de quién eras, de dónde venías, a qué te dedicabas, cómo había sido tu infancia, de cuáles eran tus virtudes o defectos, tus aficiones, tu ideología…? Y seguiremos los pasos de este hombre en un itinerario en el que cara y cruz se exhiben con delicadeza, de forma austera y seguramente con maniqueísmo. No importa: el resultado fascina y emociona. Terminamos cayendo en la cuenta de que lo que forma al ser humano no es su nombre, su número de seguridad social o su lugar de nacimiento. Su esencia es otra cosa y vuela independientemente de aquellos parámetros con los que pretendemos identificarnos y clasificarnos. Al final, Kaurismäki nos recuerda que siempre es posible encontrar algún resquicio para la esperanza. Sí, y la recuperación de esta última se combina en la película con el registro de una especie de resurrección de la carne, a la manera del monstruo de Frankenstein. 

Los  personajes de Un hombre sin pasado, como la mayoría que pueblan la obra del director, destacan por su capacidad de resistencia, por una especie de fortaleza que les facilita la supervivencia. Afrontan la penuria de manera tranquila, melancólica, fría. Responden a las agresiones del mundo con serenidad. Parece que la capacidad de rebeldía ya la han agotado en choque con el universo postmoderno y han llegado al final del compromiso, tal y como lo expresaba Sartre. La oposición ruidosa al sistema ha desaparecido y se limitan a sobrevivir en el aquí y en el ahora, mientras se constituye el azar como elemento primordial en el devenir de oportunidades. La carencia es afrontada con términos de inevitabilidad. Permanecen flotando en el limbo del no poder y la sociedad neoliberal es testigo de su hundimiento sin inmutarse. Hablamos de un neoexistencialismo como forma de sobrevivir en estado de alerta permanente; mientras tanto, depositan su salvación en una actitud pasiva que puede verse no como heroica sino más bien como estoica. Capítulo aparte merece en el largometraje la actitud valiente del empresario honrado que pretende tomarse la justicia por su mano, ante la nula respuesta de los poderes que deben aplicarla. Pero eso sí, para culminar, como todos, afrontando el destino con resignación y sin más batallas adicionales. 

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Kaurismäki nos vuelve a regalar otra dosis de estilo personal que, fundamentándose en el minimalismo, paradójicamente, aboca en una suerte de barroquismo. Nos introduce en un cuento de fotografía preciosista y abarrotado de saturación cromática, que abraza el optimismo. Un optimismo cada vez más acusado en la filmografía del finlandés, a medida que envejece. Nos abre a un cine que, como definiría Gérard Wajcman, hace ver aquello que no se quiere que sea visto, que no solo filma el presente sino en presente, que nos abre nuevos espacios de observación, que derriba los muros que tapan las imágenes insolidarias. Se trataría de una mirada capaz de explorar el espacio acotado por Paul Klee: “El arte no reproduce lo visible; más bien lo hace visible”. El realizador se situaría entre aquellos autores que Godard pensaba que creían “en la igualdad y fraternidad entre la ficción y lo real”. Kaurismäki edifica su ficción sobre bases tomadas de la realidad sin enredarse en las redes de la mímesis, y no olvidándose nunca de que una película “está hecha de sentimientos» (Danièle Huillet). Y todo con sus marcas de identidad como la elipsis, la ironía, el hieratismo humano, música fundamentalmente diegética y constante soporte en la naturalidad en los sonidos. 

La rabiosa necesidad de supervivencia recorre inexorablemente Un hombre sin pasado. Y resulta entrañable el ingenio volcado ante la carestía: lavadoras de último modelo, espectaculares duchas de propulsión inmediata, gramolas que funcionan cuando se les retiran piezas sobrantes… Cualquier argucia es válida para capear la indigencia. Eso sí, no se llega a los extremos del griego Ektoras Lygizos en su Boy Eating the Bird’s Food (To agori troei to fagito tou pouliou, 2012), cuyo protagonista le roba alpiste a su canario para nutrirse o incluso lo intenta con su propio semen. Aquí, en este largometraje del finlandés, los desarrapados destacan por su honestidad. Ello les quita la tarea adicional de observar al prójimo como “una instancia inquietante”, denominación proveniente del escritor Adam Kotsko. Y la permanencia en el desamparo culmina en ese instante profundamente tierno y digno en el que M y su exmujer se funden en un tímido y abrupto abrazo de despedida. Estremece como gesto de súplica por un doloroso pasado qe solo con la desmemoria no es posible borrar. Un abrazo en el que los cuerpos se pierden afirmando sin necesidad de expresar nada. Un abrazo que trata de cercar un pasado doloroso que ha vaciado al ser hasta desmembrarlo. Un abrazo que atraviesa el tiempo y congela la amargura.

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Y no nos olvidamos que, como buena historia del maestro finlandés, nos encontramos también ante una historia de amor: la que surge entre M e Irma, voluntaria del Ejército de Salvación. M, ese hombre extraño en el mundo, entre los hombres y para sí mismo, al igual que Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, encuentra el amor entre sorbos de silencio. Un silencio que consigue mucha mayor proximidad que el ruido de la comunicación. Una historia de amor que Kaurismäki culmina de espaldas, con las manos entrelazadas, en camino hacia un lugar desconocido, por muy previsible que parezca. Y al tiempo, un tren de mercancías portando contenedores, embalaje de múltiples usos como ya hemos visto, atraviesa el plano. Un medio de transporte con el que empieza y termina el largometraje como símbolo de aquella aceleración de tecnología y capital que nos invade. Una aceleración que ha convertido el mundo en un gran almacén de atracciones uniformes que intenta eliminar la negatividad de lo extraño, de lo desapacible, de lo siniestro.

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Cartel de la película Un muro de silencioEn esta nueva edición de EL ESPECTADOR IMAGINARIO, nos acercamos a la vida y obra de la productora y directora argentina, Lita Stantic. Hemos reseñado el libro Lita Stantic. El cine es automóvil y poema, de Fernando Martín Peña y Máximo Eseverri, dedicado a su trayectoria; y en la nota que sigue a continuación nos enfocamos en su único largometraje, Un muro de silencio (1993).

La historia transcurre en Buenos Aires durante 1990. La directora inglesa Kate Benson (Vanesa Redgrave) llega a la Argentina para filmar una película ambientada durante la última dictadura cívico militar (1976-1983). En ese contexto, narra la historia de Silvia Cassini (Soledad Villamil), una joven que pierde a su esposo, Juan (Julio Chávez), un militante peronista que ha sido capturado y «desaparecido». Juntos tuvieron una hija, María Elisa (Marina Fondeville). El guion lo ha escrito un ex profesor argentino, Bruno Tealdi (el talentoso y recordado, Lautaro Murúa), un intelectual de izquierda y amigo de Silvia que, al volver del exilio donde conoció a Benson, discute con ella los errores del pasado.

Paralelamente a esa ficción, el presente de Silvia (Ofelia Medina) es muy distinto al de la película que se filma. Es socióloga y se dedica a la enseñanza. Su hija ya es adolescente y vive con ella y su nueva pareja, Ernesto (Lorenzo Quinteros), a quien mantiene alejado de su pasado. Mientras Silvia rehace su vida, una amiga (Rita Cortese) le cuenta que están filmando una película basada en su historia. Bruno nunca le avisó ni le pidió permiso. El hecho de transponer sus vivencias al cine hace que todo se derrumbe. Los recuerdos vuelven con fuerza, traen dolor, pérdidas, se reabren cicatrices, y el fantasma de Juan reaviva su eterna búsqueda.

Fotograma de Un muro de silencioEl comienzo del film expone los contrastes que marcarán el rumbo del relato. Una película sobre otra que toma forma en su interior. Dos historias complementarias, o mejor dicho, una sola recreando la anterior y fusionando el pasado con el presente. Las acciones van tejiendo un clima de nostalgia. Stantic esparce su mirada sobre un espacio al que colma de preguntas. Un lugar donde la ficción va en búsqueda de respuestas.

Cada uno de los personajes manifiesta esa búsqueda en relación a su entorno. Necesitan completarse de alguna manera, porque algo perdieron en su camino. Los exteriores se muestran despoblados, con fábricas abandonadas que podrían interpretarse como ex centros clandestinos de detención. Una ciudad melancólica, que carece de color, como cuando vemos a Kate y a Bruno dialogando por las calles. Los interiores son austeros, la ambientación es fría y oscura, a partir de un trabajo de fotografía que intensifica la soledad, el duelo contenido y la desprotección generalizada. Tan solo durante el comienzo del film hay breves planos, iluminados cálidamente, que muestran la felicidad de Silvia con Juan y su pequeña hija paseando en bicicleta.

Un muro de silencio contiene momentos íntimos de su realizadora. Lita Stantic expone un episodio de su historia personal que fue similar a la de muchos otros. Ella y su esposo, el cineasta Pablo Szir, se dedicaron al cine pero también fueron militantes en los setenta. Él optó por la lucha armada, fue perseguido y aún continúa desaparecido. Ella, junto a su pequeña hija, logró resistir, tomó otro rumbo y se abocó al cine.

Yo creo que no fui muy consciente. Hice un libro, me interesaba mucho contar la historia de cómo vivimos los que nos quedamos, los sobrevivientes, que de repente se mezcla con la culpa. ¿por qué cayeron los otros y no uno? ¿Me retiré a tiempo? ¿Dejé solos a mis compañeros? Y con esa necesidad y a la vez imposibilidad de olvidar. Cada vez que me encuentro con gente de mi edad terminamos siempre hablando de lo mismo. Es una historia que nos ha atravesado totalmente. No pensaba dirigirla, pero bueno, prácticamente había armado un equipo, estaba el tema de quién la iba a dirigir y todos me dijieron: tenés que dirigirla vos.  

Un muro de silencio, críticaEn su debut como realizadora, anteriormente había filmado dos cortometrajes, opta por mantener su cámara a cierta distancia de los personajes. Los observa, los carga de intensos diálogos, de discusiones y distanciamientos y los somete a mirar hacia el pasado, incentivando una exploración lúcida e inteligente sobre los procesos políticos. El hecho de abordar dos tiempos dentro de un mismo relato, permite plantear cuestiones a cerca del rol del neoliberalismo como artífice del muro de silencio que se implantó sobre los procesos revolucionarios de los setenta. Ese silencio que, a causa del miedo, quedó instaurado en la sociedad argentina sigue presente en Silvia, quien esconde su historia, reprimiéndola. Como contrapunto a ese hermetismo obligado, Kate, en medio de su rodaje, se muestra ávida de curiosidad sobre la historia del país y, principalmente, desea conocer a su protagonista, a través de Bruno. Ella se pregunta: “porque la gente no quiere oír esta historia. Y si las víctimas quieren olvidar, ¿qué sentido tiene mi película?”.

Esa orientación de sentido se explicita claramente en la voz de su directora:

Es una película intimista con un tema que es la memoria. Habla del derecho que pueden tener los seres humanos de olvidar cosas terribles que pasaron y sobre lo sanadora que puede resultar la memoria. Socialmente, para que no se vuelvan a repetir hechos aberrantes, y en lo personal, creo que recordar es una forma de evitar trastornos psíquicos. (…) uno tiene que seguir viviendo con todo lo que ha sido; es la única manera de no quebrarse.

La película mantiene un ritmo armónico y equilibrado. El relato no apela al sentimentalismo, tampoco hay muertos ni torturas. Hay ausencias presentes, madres buscando, y una nueva generación de jóvenes apreciando esa luz que la realizadora filtra por el muro. En una escena determinante y emotiva, que también se narra en el libro, María Elisa, la hija de la protagonista, es testigo del último encuentro que tuvieron sus padres en un bar de Buenos Aires antes de que su papá desapareciera junto a esos hombres que lo vigilaban de cerca. En esa fusión de pasado y presente, la joven llora, aprende y asume su duelo. “¿La gente sabía?», le pregunta a su madre. Y Silvia responde: «Todos sabían”.

La realización de Un muro no fue fácil y el contexto no ayudaba tampoco. A fines de los años ochenta y principios de los noventa, el país a travesaba una gran crisis económica que desalentaba cualquier intento de producción cinematográfica local. Llegar a concretar un proyecto audiovisual, solo era factible con el aporte de capitales extranjeros, como fue en este caso. Tampoco eran muy bien recibidas las obras que indagaban sobre la memoria y los procesos políticos. A esos hechos, se sumó una instancia decisiva en la política del gobierno: el 4 de junio de 1987 se promulgaron las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que indultaban y libraran de toda responsabilidad a quienes participaron en la represión durante la dictadura.

A diferencia de otros films nacionales que abordaron temáticas similares, sólo por mencionar dos ejemplos que la antecedieron, como La Historia Oficial (1985) de Luis Puenzo y La noche de los lápices (1986) de Héctor Olivera, Un muro de silencio asume una mirada mucho más reflexiva sobre los hechos. Bajo una postura mesurada, pese a las imágenes autobiográficas, Stantic opta por enfrentar el ayer y ejercitar la memoria. Decide romper el silencio, derribar el muro y espacir la luz con sensibilidad y aplomo. Un muro de silencio propuso un diálogo que el cine se debía.

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Cartel de Una cabina en el cielo 1943 es el año de producción de Una cabaña en el cielo, versión cinematográfica del homónimo musical de Broadway, dirigida por Vincente Minelli, protagonizada íntegramente por actores afroamericanos y algunas de las grandes voces del jazz de los años 30 y 40. Muestra fehaciente de la segregación y el racismo imperante en un Hollywood que solo permitía a los negros ser sirvientes o músicos, la productora MGM y su director tomaron un enorme riesgo haciendo un filme que afortunadamente terminaría siendo un gran éxito. El musical fue una de esos géneros que dotó de un protagonismo diferente a los actores afroamericanos, pudiéndose ver en filmes como Hallelujah, de King Vidor (1929), ciertas producciones de Busby Berkeley, y esta del propio de Minnelli, con el extraordinario talento de actores, bailarines y músicos como los hermanos Berry, Lena Horne, Etherl Waters, Daniel L. Haynes, Duke Ellington, Louis Arsmtrong, etc.

Ethel Waters Una cabaña en el cielo narra la historia del Pequeño Joe, un jugador irredento y pecador, cuya conducta lo lleva a ser baleado en un café. Al filo de la muerte, a Joe se le aparece una comparsa regida por Lucifer Jr., que quiere llevárselo al Infierno, pero el profundo amor de Petunia, su esposa, despierta a los emisarios del Cielo, entablándose un conflicto de intereses con respecto al destino de Joe. La piedad y la devoción de Petunia a Dios abre nuevas posibilidades celestiales al díscolo de su esposo.

Filme interesante y extraño, Una cabaña en el cielo podría haber sido más si sus protagonistas no hubieran estado sellados por el estereotipo de lo permitido en una industria marcada por la marginación. Sus intérpretes forman parte de la caracterización clónica que dominó los papeles para negros durante años: analfabetos, pueriles, ingenuos, sensualmente extralimitados, criminales, ajenos por obligación a la representaciones de amor físico, ni siquiera en la forma de esos besos pacatos del Hollywood moralista, comedidos por obligación y supersticiosos al extremo. No obstante, estas las restricciones en las caracterizaciones no pudieron solapar la energía vital, potente y arrolladora de los músicos, bailarines y actores protagonistas, ni pudieron extirpar el germen acusatorio que se encuentra en el filme.

Fotograma de Una cabina en el cieloMinelli, director  de avanzada, aunque no pudo sustraerse a las formas de expresión de una época, ni siquiera en las desabridas locaciones de estudio, pobres y maniatadas, encontró formas más sutiles para hablar de la contención a que era sometida la representación. Si la película sufre por momentos del más fastidioso  edulcoramiento, encuentra su balanza en escenas como la del Hotel Hades, sede de la oficina de ideas de Lucifer Jr. que inicia mostrando el talento de Louis Armstrong, el trompetista coreado por sus cuatro compinches, Mantan Moreland, Willie Best, Fletcher Rivers y Leon James Poke, hasta la entrada del jefe. Como es el Infierno, y las llamas iniciales lo confirman, es una escena vívida, espontánea y pícara, donde estos cinco diablitos  y su jefe pondrán sus mejores ideas y mayores dotes en buscar la forma de condenar a Joe.

De igual forma, el éxtasis de Petunia al cantar Taking a Chance for Love, que por un momento la lleva a desplegar toda su energía vital, siendo coartada por Joe y por su devoción, coartada como fue también otra escena de Waters, donde se daba un baño de burbujas cantando  Ain’t It the Truth, pues era inmoral mostrar a una mujer negra cantando en el baño; el largo lamento de los estibadores que cantan mientras acomodan su pesada carga, “tengo una mula, muy difícil de montar, montaré esta mula hasta el día que muera”, o la firma de Joe ante el mensajero, a modo de burla, y con gran habilidad el guionista Joseph Schrank coloca indicios de la verdadera condición de estas sonrisas parlantes.

Escena de Una cabina en el cieloEl filme cuenta con una importante muestra de talentos. En los roles protagónicos, Petunia Jackson; Ethel Waters, actriz que seis años después se convertiría en la segunda afroamericana en ganarse un Oscar; y el comediante Eddie ‘Rochester’ Anderson, como el Pequeño Joe. Lena Horne, en el papel de la epicúrea Georgia Brown; Louis Armstrong, mostrando sus dotes musicales e histriónicas en la escena en el departamento de ideas; y Duke Ellignton con su orquesta en las secuencias finales de baile en el bar de Henry. Lo mejor del filme, el repertorio de Ethel Waters, con Taking a Chance on Love o Happines is a Thing Called Joe, y haciendo la contrapartida, Lena Horne con Honey in the Honeycomb, la orquesta de Ellington y las divertidas trifulcas entre los emisarios de Dios y el Diablo.

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Cartel de la película Una mente maravillosaHay películas que dejan huellas. Quizás porque resuenan con las vibraciones internas que se agitan en nuestras mentes y en nuestros corazones. Son películas que se recuerdan con cariño, que uno puede ver repetidas veces porque siempre hay en ellas nuevos descubrimientos, emociones renovadas, vivencias inesperadas y preguntas que inquietan y que nunca se acaban de responder. Quizás porque soy ingeniero, inquieto por las matemáticas y las ciencias, aficionado a elaborar modelos y a ajustar las cosas que pasan a fórmulas y teorías, me encanta la historia de John Nash, un premio Nobel de economía que se atrevió a proponer un esquema revolucionario para plantear los funcionamientos idealizados de las relaciones humanas en cuanto cuáles son sus puntos óptimos de comportamiento. Como lo dice en un par de frases el protagonista de Una mente brillante: “Adam Smith dijo que para el mejor resultado cada miembro de un grupo debe hacer lo mejor para sí mismo… esto es incompleto, incompleto… porque para conseguir el mejor resultado, cada miembro del grupo debe hacer lo mejor para sí mismo y para el grupo”, lo óptimo tiene resonancias a la vez grupales e individuales. Cuando una película se atreve a plantear temas tan sencillos y tan esenciales, y cuando lo hace por medio de excelentes diálogos, atreviéndose, con esquemas creativos, a romper el flujo meramente narrativo de una historia, van quedando huellas en el espectador, se van sintiendo resonancias, se experimenta una obra maestra.

La historia se desliza en buena parte por los recintos sagrados de las prestigiosas universidades de la “ivy league” norteamericana, concretamente por Princeton, el venerable centro en uno de cuyos institutos enseñó Einstein. Es un ambiente en el cual compiten los mejores, en medio de edificios de aspecto medieval, jardines y prados bellamente cuidados, elegantes salas de estudio y bibliotecas de corte tradicional; pero también de bares estudiantiles, de bromas pesadas y de conversaciones en las que se mezclan la inteligencia aguda y la banalidad superficial y ligera. Podríamos decir que es un ambiente de ensayo y error, en el cual dominan la actuación y el teatro de tal manera que es muy posible que lo que se diga y lo que se experimente, tengan doble sentido.

Este es un mundo desafiante, a la vez perfecto e imperfecto, para la mente brillante de Nash, magistralmente interpretado por Russell Crowe, que personifica las dudas, los temblores nerviosos y las dificultades del joven y brillante estudiante, distinto a todos en todo, siempre rompiendo esquemas, pero en medio de la dualidad, oscilando entre una manifiesta inseguridad y ocasionales momentos de brillo en los cuales todo se ve claro, evidente y diferente.

Fotograma de la película Una mente maravillosaEntonces ocurre la instancia absolutamente teatral en la vida del ya afamado matemático: la creación ilusoria de un mundo nuevo, con personajes y escenarios de realismo absoluto que solo son vistos por él mismo y que lo van llevando hacia la locura esquizofrénica. A partir de estas experiencias extrañas se va tejiendo la vida profesional y familiar del personaje, como una mezcla de genialidad y tontería que nos podría desesperar si supiéramos lo que está pasando. Pero la realidad es que tardamos en enterarnos del juego teatral que es la existencia del protagonista y nos dejamos llevar, como él, por las peripecias de su doble vida: la de hombre de hogar, enamorado y lleno de esperanzas, y la de espía internacional, atrapado por juegos de guerra y conspiraciones, atormentado y fatalista.

Ego real en el cual no se cree y alter ego imaginario que se vuelve real. Entre estas contradicciones se mueven la película y el personaje, hasta que asume el protagonismo decididamente, en ambas situaciones, su dulce esposa, personificada por Jennifer Connelly. Dispuesta a resolverlas y convencida de la inteligencia y de la cordura esenciales de su pareja, ella va descubriendo la trama que subyace en su mente perturbada y se la va narrando a él mismo, en escenas impactantes, hasta generar, a base de ensayos y de errores, una salida posible para escapar al manicomio y al abandono.

Una mente brillanteEs así como se cierra el círculo de una vida que pudo ser miserable y triste, pero en cambio se logró  convertir en ejemplo de superación y de triunfo personal, académico, científico y familiar. En el fondo, ¿qué fue lo que pasó? Nos lo dice el personaje, cuando en medio de aplausos recibe el  Premio Nobel de Economía en 1994 por sus aportes a la teoría de juegos y los procesos de negociación. Nos da a entender que una mente realmente poderosa es aquella que se abre a la más brillante y maravillosa de las ideas, que es la de la aceptación de la presencia y la importancia del amor como posibilidad real, que vale la pena experimentar. Como decía su esposa en algún momento memorable, invitándolo a que le tocara su cara: esto es lo real, la presencia cercana del que ama es lo real, es lo que es capaz de tornar la locura perturbadora en sanación, en vida que vale la pena vivir.

¿Y qué otra cosa ha sucedido? Por una parte, que en la teoría de juegos y en la teoría de los procesos de negociación de la vida, en verdad es importante confiar en el otro, única posibilidad de lograr que el mejor resultado para cada miembro de los grupos en que nos movemos, sea hacer lo mejor para cada uno de nosotros mismos y para el grupo. Y por otra parte, que vale la pena aplicar las ideas brillantes que se tienen a la propia vida, aunque sea a base de frustrantes pruebas de ensayo y error.

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Uno de los topoi (o, en su forma moderna, cliché) de nuestras culturas, especialmente la occidental, se refiere a la cuestión de la lucha entre el bien y el mal, y a cómo el primero tiene que vencer, mientras que el segundo, sucumbir. No se trata de algo nuevo, sino de algo que parece formar parte de nuestra visión del mundo desde que nacemos, aquel factor de justicia que, probablemente, sea un detalle biológico de nuestra conformación. Que se hable de ADN o menos, lo importante es darnos cuenta de que ya en el mundo griego (el mundo clásico) se hablaba de seguir el orden divino, lo cual se traducía en la presencia de una estructura que podríamos llamar legal. El malo tiene que perder, no porque no sabe cómo ganar, sino porque el andamiaje universal de la ley (divina o menos, alguien la podría llamar el karma) prohíbe que llegue a su triunfo. Idea, esta, que vemos reiterada en las películas de Hollywood (y no solo), ya que el bueno vence y el malo, por ser malo, cae hasta el infierno del fracaso global.

Parece entonces que la historia que se narra en Goodfellas está ligada (estrechamente atada) a la normalidad de las películas de gánsteres, ya que podemos ver cómo la proliferación del mal llega a su clímax muy temprano para después derrumbarse al suelo y dejar una serie de manchas sangrientas por el camino. Efectivamente, se podría afirmar rotunda y explícitamente que la película de Scorsese nada nuevo añade, y que si de moraleja tenemos que hablar, esta sería simplemente que “el crimen no paga”. Nada más ni nada menos, lo cual (creo que toda persona estará de acuerdo) no indicaría que estamos ante una obra de gran importancia. La técnica podría ser esmerada, grandiosa, los actores impecables, la música un caos armonioso, pero si, dejada la sala de cine (o apagado nuestro ordenador, televisor o cualquier objeto capaz de reproducir un vídeo), nos encontramos como si nada hubiéramos aprendido (moral, ética o culturalmente), lo que queda es solo una cuestión de haber disfrutado, o menos, de un producto. Nada negativo, en este caso, pero no nos ayudaría a entender la razón por la cual la película de Scorsese es una obra de arte, objeto imprescindible de cualquier amante del arte cinematográfico.

Si de moraleja tenemos que hablar, es necesario profundizar un poco más y controlar qué tipo de historia es la que se nos cuenta. Mejor, qué tipo de cuento es el que nos narra el protagonista con la sangre medio irlandesa y medio siciliana, Henry (Ray Liotta), quien nos describe las diferentes acciones criminales que lleva a cabo con sus dos compañeros, sus dos mejores amigos, el completamente siciliano Tommy (Joe Pesci) y el completamente irlandés Jimmy (De Niro). Aquí, quizás, es donde encontramos la llave de toda la obra, en el hecho de ser esta una larga narración comentada por su principal actor. Henry Hill no parece, efectivamente, tener lo que podríamos llamar remordimiento, y si sus manos están menos manchadas de sangre (nunca lo vemos matar a nadie, mientras que Tommy y Jimmy no tienen problemas en relación a quitarles la vida a los que les provocan fastidio), no por esto podemos definirlo un ciudadano modelo, un pobre inocente que, por cuestiones de la vida, se ha encontrado en un contexto que lo ha extraviado. Hill es malo, y en esta maldad parece estar bien.

El vacío moral al que nos enfrentamos se define así por la presencia de dos factores fundamentales: por un lado está la cuestión de la ética, o sea la presencia de un código entre los personajes (el código de la familia y de la amistad, el código del clan) que no nos permite hablar de una situación de anarquía desesperada. Por otro lado, está el detalle más desestabilizador, lo que nos lleva a preguntarnos si la cuestión del bien en tanto modelo universal de orden efectivamente funciona: el otro factor es la capacidad de saber administrarse, de saber cómo moverse, cómo estructurar nuestra propia vida y nuestras propias acciones. Si Hill pierde su estatus de gánster (pero, de verdad lo era, o, ¿solo se trataba de un pobre diablo que vivía en un mundo más allá de sus reales posibilidades?), esto se debe a que no ha sabido usar su inteligencia. Si acaba siendo un schnook (un idiota) quizás se deba a que él siempre lo había sido.

¿Qué define entonces esta película? ¿Cuál es la sensación que deja en el espectador, aquella moraleja ante la cual tenemos que enfrentarnos? De hecho, la cuestión es muy sencilla, si bien pone de manifiesto un problema moral. La vida de Hill es una vida cinematográfica, una de aquellas vidas que nos gusta contar. Su ascenso en el mundo criminal y su terrible caída se funden para regalarnos, a través de los ojos de Scorsese, unas dos horas de pura belleza, dejándonos incapaces de dejar nuestro asiento, mientras seguimos con los ojos pegados a la pantalla. Nosotros, los que vivimos una vida sencilla, somos simples schnooks, sin una vida interesante para que se convierta en un cuento digno de ser llevado a los libros, o al cine. El crimen, entonces, paga, y bastante bien.

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Cartel de la película Uno, dos, tresMil destellos de risas y carcajadas. El Big Bang de optimismo e ironía, donde la seriedad está vetada frente a una vorágine de comicidad absoluta. Es una vuelta de tuerca, una idea magistral, una refrescante bocanada de oxígeno, nitrógeno y gases nobles, capaz de indagar y explicar en el miedo, la confusión y los cambios que se produjeron en una Europa compungida tras las catástrofes de la Segunda Guerra Mundial.

Un vistazo reflexivo lleno de una valentía coronada por la imaginación y la sinceridad. Una cinta que narra sin narrar, una especie de perro del hortelano pero “haute couture” creado en las tierras desérticas de Hollywood. Un, dos, tres es una historia perfectamente orquestada, cargada de una genialidad de locura tras locura, contradicciones simbólicas, que multiplican al cuadrado las puntadas de cinismo de esta cinta. Una obra en blanco y negro, tan ácida y magnífica que sólo podía estar firmada por Billy Wilder.

Un material exitoso, original, un ejemplo claro del poder cinematográfico de la comedia. Una cinta alocada, tremenda, ¡sin descanso dominical!, pues escena tras escena y taconazo tras taconazo, las escenas se suceden siguiendo las campanas de un simpático e impasible reloj de cuco. El film tiene una estructura que está compuesta por actos sin aliento, imposibles sesiones de locura que aunque provienen de experiencias humanas reales, están decoradas con el hechizo de la genialidad de la abstracción; es el summun de la imaginación, pero supeditado siempre a la pureza de la vida.

On, Two, ThreeEl verdadero motor de esta película es el humor, pues con precisión germánica, Wilder ha sido capaz de esconder todos sus chistes tras una velada cortina satinada. Todos los elementos trascendentales de humor (frases como cuchillas de afeitar, secuencias disparatas, situaciones absurdas pero simbólicas) están destinados a originar acontecimientos narrativos que impulsan la acción. Con una ambientación dual, donde el humor está compaginado con elementos serios y de importancia vital, el largometraje consigue una naturaleza aún más desvergonzada, pues los golpes de efecto son agudas explosiones que se mofan de la realidad. Una estructura estudiada al máximo para conseguir un desenfreno total y trastornar las emociones, y así lograr torbellinos de alegría en un mundo recluido entre muros de ideología opacos.

Magistrales moléculas de temperamento y comicidad son las únicas capaces de acabar con una sociedad velada, donde el amor y los sentimientos parecen estar prisioneros frente al poder opresor de creencias políticas. Una buena dosis de extravagancias, un dulce caos y un desenfreno alocado, muestran que la comedia puede adentrarse en las sombras de las normas y los deberes. La potencia de las casualidades de este género ocasionan una marcha gloriosa sobre la opresión de las convecciones y los valores positivos producen una corriente sensacional directa al corazón del espectador. Un himno de desahogo y de euforia, una forma diferente de evidenciar la opresión a la que está sometida el ser humano.

Fotograma de Uno, dos, tresLa composición del guión, sus diálogos y sus significados ocultos están moldeados para que produzcan la auténtica revolución en la vida de los personajes. La creación de obstáculos, tan creíbles como imposibles, está medida con precisión para estar a la altura de la fuerza de los momentos chistosos. De esta manera, la lucha entre lo positivo y lo negativo produce una reacción en cadena donde resaltan las explicaciones y las soluciones. Siempre en tono jocoso, el esquema orquestado va más allá de la propia comedia, pues todas las tramas subyacentes son como una sombra incansable que muestra los diferentes niveles de desasosiego por los que tiene que pasar cada figura. Por todo esto, es importante que la sucesión de hechos se precipite velozmente, ya que de esta forma se consigue la auténtica explosión de esta película. Un enredo histórico, un espejo parabólico de la sociedad, un diario íntimo; un largometraje apetecible por todas las capas sustanciales que se esconden en su interior. Una narración que, a pesar de navegar por aguar turbulentas, obtiene su recompensa en brazos de un happy ending de alta alcurnia.

Un “in crescendo” absoluto que se sustenta bajo los parámetros de un diseño clásico, donde el protagonista debe aguantar el peso de la historia. Con unos diálogos rápidos y ocurrentes, cargados de acidez, el personaje principal se desarrolla de forma armoniosa hasta encontrarse frente a la resolución de todos sus problemas. Un boceto armonioso, que logra un todo perfecto que se sucede de manera espontánea, gracias a la potencia de la personalidad del protagonista. Un ser activo, una fuerza gravitatoria, que lucha incansablemente contra sus propios molinos manchegos; fuerzas antagónicas que se multiplican como los panes y los peces, cuyo fin es mostrar el verdadero camino hacia la ansiada resolución final. Es una lucha escondida tras las barras, las estrellas, los martillos y las hoces, ya que en realidad es la odisea del protagonista, que se expande sigilosa por la hilaridad de los acontecimientos. Un romance excéntrico y sin precedentes sobre la Guerra Fría, el consumismo y la ambición. Una historia profética. Una película inimitable y original, que marcó el principio de un nuevo comienzo para el género de la comedia. Una forma audaz y enloquecedora de mostrar al mundo la riqueza audiovisual y formal de este impresionante género cinematográfico. Sólo alguien como Wilder podía crear una nueva criatura, tan especial, tan sincera, tan soberbia.

Un, dos, tres, de Billy WilderUno, el equilibrio de las fuerzas positivas y negativas de esta película resulta claramente evidente, una cualidad indispensable para crear el final deseado. Dos, la atmósfera y los problemas crecientes de esta cinta son moléculas imperativas para que se produzca la ascensión simbólica del protagonista. Tres, el clímax y la resolución final están repletos de significado, una revolución profunda que arrebata las emociones y produce empatía.

A veces no es oro todo lo que reluce, pero otras veces es nitrato de plata de ley. Una pureza absoluta, sin baños de color ni simulados revestimientos marmóreos. Una joya atemporal, un chiste ingenioso, puro e inmejorable. Es la vida misma, vista desde la sagacidad, con un ligero tañido de agresividad ideológica y plagada de una exaltación seductora.

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Cartel de Gold Diggers de 1933Es el nombre de Busby Berkeley, sin dudas, sinónimo de lo mejor del musical hollywoodense de los años 30 y 40 y precedente de la escuela que luego continuaron Gene Kelly, Vincente Minelli o Stanley Donen. Gold Diggers de 1933 es la primera colaboración del coreógrafo en esta serie musical dedicada a historias de chicas de la vida alegre, vampiresas y cantantes de Broadway que iniciara la compañía productora Warner Brothers en 1923. Para Berkeley, que fue llevado a Hollywood por la compañía productora MGM, 1933 es el año de su consagración con la realización de las extraordinarias 42nd Street y Footlight Parade de Lloyd Bacon y Gold Diggers de Mervyn Le Roy, compendiando en estas producciones sus tres años de experiencia en la industria fílmica norteamericana que habían iniciado con Eddy Cantor. Los filmes ubican sus tramas en un periodo cercano a la gran depresión de 1929, ocupándose de los conflictos sociales relativos a la misma o al periodo posterior de recuperación, enfocado en el mundo del musical y sus protagonistas.

Gold Diggers de 1933 narra la historia de Brad, un joven de la aristocracia bostoneana que sueña con ser un compositor e intérprete musical en Broadway. Vive escondido y con un nombre falso en una pensión donde tiene como vecinas a tres jóvenes bailarinas que se encuentran desesperadas por la falta de trabajo que trajo la crisis. Todos los teatros han cerrado, pero la propuesta del productor musical Barney Hopkins hace florecer la esperanza de Carol, Trixie y Polly, esta última enamorada de Brad. Al descubrir el paradero de Brad, debido a una presentación musical muy exitosa, su familia se opone rotundamente a sus propósitos por lo que envían a su hermano J. Lawrence y al abogado de la familia Fanuel H. Peabody a detenerlo por cualquier medio posible.

Ginger Rogers en Gold Diggers of 1933El filme dirigido por Mervyn Le Roy, cuenta con estrellas de primer orden de la época. En los personajes principales están Dick Powell, cantante de agradable y melosa tesitura, que protagonizará las secuelas posteriores Gold Diggers de 1935 y Gold Diggers de 1937, junto a la melancólica y carismática Ruby Keeler y quien sería su esposa un año después, Joan Blondell, actriz de prolífica carrera y rostro de peculiar belleza. Warren William como el hermano de Brad, Guy Kibbee como el abogado y Ned Sparks como Barney, un productor musical muy similar al de 42nd Street. Podemos ver además, a una jovencísima Ginger Rogers, abriendo el número musical que inicia el filme, aunque su papel es secundario pues, a pesar de haber realizado más de una docena de títulos, aún no había alcanzado el verdadero estrellato.

Escenario del musical Gold Diggers de 1933El musical está dominado por tres números musicales que forman parte de su leit motiv, al igual que en las secuelas, y se desarrollan casi todos hacia el final. En esta brillan por su calidad We´re in the Money, cantado por Ginger Rogers, The Shadow Waltz, entonado por Dick Powell y Ruby Keeler y My forgotten men, cantado por Joan Blondell  y Etta Motten, este último un amargo y melancólico homenaje a los soldados de la Primera Guerra Mundial, obra maestra de profunda reflexión y gran calidad estética y creativa. Como sucede en algunos musicales de Berkeley, este no es un musical puro, su contenido, de forma tangencial, toca temas acuciantes de la sociedad en que surgen: la Crisis de 1929 y sus consecuencias, los prejuicios sociales, el tema de los soldados de la primera contienda mundial, entre otros. Sus números musicales son de los más representativos del estilo de Berkeley y compendian grandes logros que revolucionaron la visualidad del musical, como incluir complejas formaciones geométricas, el juego con la perspectiva y la repetición de motivos en los vestidos, los pianos o las monedas, la ruptura con el marco del escenario, la variedad de ángulos de la tomavistas, los escenarios giratorios, las troupes de alegres bailarinas, el uso de luces fluorescentes en los violines y la combinación de tomas, construyendo la coreografía a través del montaje.

Fotograma de Gold Diggers de 1933Gold Diggers de 1933 es una de las más valiosas de la serie de colaboraciones de Berkeley bajo esta temática, quizás por ser la primera para él. Fue la tercera película más exitosa en la taquilla norteamericana en 1933. Con un presupuesto de 433.000 dólares, el filme recaudó más de tres millones dentro y fuera de los Estados Unidos. En 2003, fue seleccionada para su preservación en el Registro Nacional de Cine de Estados Unidos por la Biblioteca del Congreso, debido a su carácter de obra «cultural, histórica o estéticamente significativa».

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Cartel de Gold Diggers de 1937Un vagabundo marca el ritmo de la música, sentado alegremente en un banco. Un hotel, el Wenworth Plaza, se prepara para comenzar las reservaciones del verano y todos sus empleados se aprestan musicalmente a las labores de limpieza, recogida y acondicionamiento del hotel. Gold Diggers of 1935 es la cuarta de la serie comenzada en 1923 con el filme hasta ahora perdido Gold Diggers (1923), de Harry Beaumont, y luego Gold Diggers of Broadway (1929), dirigida por Roy del Ruth; y es la segunda colaboración de Busby Berkeley con la productora Warner Brothers esta vez colocado en la silla de director, además de sus responsabilidades como coreógrafo. Comedia musical de corte ligero, el filme retorna a la consabida historia de amor entre telones, con familia aristocrática, chicas de buen ver y productor musical en bancarrota de por medio.

Esta nueva historia no guarda relación de continuidad con la obra anterior de Mervyn Le Roy y presenta un reparto renovado casi al completo, donde solo  se mantiene al célebre Dick Powell. Narra la historia de varios personajes que confluyen en el verano, en el exclusivo hotel Wenworth Plaza, a orillas del hermoso lago Waxapahachie, un sinónimo de lujo y esplendor. La familia Prentiss, compuesta por la rácana de la madre, la joven e ingenua Ann y el díscolo Humboldt son esperados con esmero, al igual que el magnate T. Mosley Thorpe y otros invitados importantes. La Sra. Prentiss desea para su hija un beneficioso casamiento con Thorpe, al cual esta se opone. Para cuidar el nombre de la familia y a Ann de las tentaciones, la madre contrata a Dick para que sea su chaperón durante las vacaciones y la cuide en sus andadas. Por supuesto, que el amor surgirá entre los jóvenes.

Gold Diggers de 1935Como suele suceder en este tipo de filme comercial, la dirección de Berkeley no hace grandes aportes estilísticos a la fórmula, notándose su toque personal en el departamento donde fue siempre más competente, en musicalización y coreografía. Para esta nueva entrega melódica cuenta con Dick Powell, con su popular encanto de estrella juvenil, Gloria Stuart como Ann Prentiss, Arline Davis como Dorothy Daves la prometida de Dick, que luego retoma su camino con el  travieso heredero Humboldt Prentiss. En papeles secundarios, pero no menos encantadores, Alice Brady como la señora Prentiss, Adolphe Menjou como el vividor conde Nicoleff, agregándole su encanto desaliñado e hilarante, y su secuaz Joseph Cawthorn, quienes serán los encargados del pretexto musical de este filme, un supuesto musical de beneficencia al fondo de la leche. A este reparto se une con una participación bastante breve la actriz y cantante Winni Shaw, quien será la verdadera estrella de este musical.

Fotofija de Gold Diggers de 1935Gold Diggers de 1935 vuelve a estar definida por tres números musicales, entre ellos el conocido Lullaby of Broadway, por el cual Harry Warren y Al Dubin recibieron un premio de la Academia como mejor canción original y Busby Berkeley una nominación como mejor dirección musical. El número, reconocido como un pequeño cortometraje musical dentro del propio filme por su complejidad narrativa fue cantado Wini Shaw y es de esos en que Berkeley usa el montaje como una forma de construir una historia bailada y cantada que es casi imposible montar en un escenario tradicional. Además el filme cuenta con el divertido número I’m Going Shopping with You cantado por Dick Powell y Gloria Stuart y The Words Are in My Heart entonado por Powell, para el cual se utilizaron 56 pianos de cola blancos para hacer complejas formaciones.

Esta versión, aunque inferior a la anterior, mantiene la frescura a pesar de los años y vuelve a ser muestra de que su coreógrafo constituye hasta hoy día un referente en el mundo del musical. En Lullaby of Broadway, se recrea con los intensos contrastes monocromáticos, desde el comienzo, con el rostro de Winni Shaw en un inmenso espacio negro que crea un vacío que se irá llenando con el gran acercamiento que lleva a un primerísimo primer plano de la cantante.  El número narra de forma elíptica, a través de metáforas visuales, la vida de un Broadway que para esta ocasión pareciera estar observado a través de la censura. Si el filme de 1933 fue de los llamados previos al Código, a la censura de Hays, el final de este número musical denota en su trágica advertencia la mano de la censura.  El rostro se convertirá en la ciudad,  esa ciudad que duerme y se despierta muy temprano. Un hombre se acerca, es el lechero, y su figura recorre el perímetro de una fábrica acentuado a través de una iluminación expresionista.  Un nuevo día, el metro, la multitud, el desayuno, la lectura del periódico, jóvenes maquillándose, el lechero está de camino y las chimeneas de las fábricas que anuncian el comienzo de una nueva jornada, mientras alguien le da cuerda a una caja musical.

Fotograma de Gold Diggers de 1935A esas horas, cuando el mundo despierta es que las estrellas de Broadway dan por terminado el día, reiniciando la vida de clubes y casinos, bailes y copas cuando el reloj resaltado con lámparas fluorescentes marca las seis de la tarde. Todo es música y fantasía, pero al final, la cantante Winni Shaw será empujada accidentalmente por las mismas personas que le cantaron y bailaron. El reloj sigue su curso y la vida continua, pero ningún pecador  queda sin ser advertido. Reconocido en 2006 como una de los mejores musicales de la historia por el Instituto Fílmico Americano, fue el primer filme dirigido íntegramente por Busby Berkeley.

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Cartel de Gold Diggers de 1937La última entrega de las Gold Diggers de la década del treinta con números en su título, definitivamente es la más desabrida. Empezando desde el propio inicio, donde intenta repetir la fórmula de 1933, en que una joven Ginger Rogers abría el filme cantándole el adiós a sus tristezas y lágrimas, pues el hacía años perdido dólar, había vuelto. En esta ocasión, la apertura está a cargo de Dick Powell, canturreando, sobre un contrastado fondo negro, un fragmento de la canción de cuna de las vampiresas With Plenty of Money and You. Un galán ya con 35 añazos, a Powell le faltaba poco para dejar lo de juvenil, aunque nunca perdió su frescura y talento.

Luego de los créditos, el filme continúa en la sesión de clausura de la Convención de Vendedores de Seguros en el hotel Brisas del Mar de Atlantic City. Para la ocasión, Andy Callahan, director de la empresa Good Life Seguros, tendrá una pequeña intervención glorificando el mundo de los seguros y aseverando que la crisis se había acabado. Al terminar,  todos piden el concurso de Rosmer Peck, un joven compositor que deja el mundo de la música por el de los seguros para complacer a su familia. Rosmer que se encuentra apartado con su amigo Boop, confiesa que ese mundo no es para él, por lo que se propone dejarlo en cuanto llegue a New York. El jefe lo reclama para que le cante a la multitud la melodía Life Insurance Song. Interpretando el papel de Rosmer Peck, Powell vuelve a ser, junto a su esposa Joan Blondell, protagonista de esta nueva entrega: Gold Diggers de 1937. 

Dick Powell y Joan BlondellLos trabajadores de Good Life regresan en tren, y es allí donde se encuentran con un grupo de hermosas señoritas. Ya para este filme dos cosas han cambiado, la caracterización de las vampiresas y el campo semántico del musical. Las vampiresas del 37 están envueltas en una amargura que no tenían cinco años atrás. Todo parece indicar que los guionistas –guiados quizás por la censura- se propusieron que aquellas chicas liberadas, de intereses claros pero no explícitamente marcados, con una inocencia y dulzura que las hacía ver como juguetonas jóvenes de afable y simpático trato que se ganaban a los hombres, a través de juegos de seducción inocentes y hasta cierto punto cándidos en 1933, fueran en 1937 verdaderas cazafortunas, cuyos pensamientos van de la depredación más explícita al disfraz de la inocencia. Solo queda en este grupo una joven que busca un trabajo y que quiere ganarse la vida honradamente sin lapidar la fortuna de nadie ni atrapar hombres con amañadas artimañas seductoras, y esa es Norma.

Fotograma de Gold Diggers de 1937De igual forma, el atisbo de una guerra que se avizoraba puede observarse en el lenguaje de los temas musicales como All’s Fair in Love and War, donde cañonazos, tiros, banderas y rifles, se mezclan con perfumeros, vestidos y jóvenes hermosas. La representación de la guerra es clara y una evidente preocupación. Gold Diggers of 1937, continua con la historia de J.J. Hobart, un hipocondríaco productor musical que está montando un nuevo show, pero sus colaboradores Morty Wethered y Tom Hugo se han jugado el presupuesto y lo han perdido. Genevieve, amiga de Norma les propone la idea de hacerle un seguro de vida por, si realmente muere, recuperar lo perdido y para ello tiene la empresa perfecta. Es aquí donde interviene Rosmer, el joven asegurador y cantante totalmente inútil en el negocio, pero a quien Norma, la hermosa chica que conoció en el tren, ayudó para que consiguiera esa jugosa póliza.

Dentro del elenco repiten protagonismo la pareja Powell- Blondell. Glenda Farrel, quien en el filme anterior era la estenógrafa de Mosley Thorpe, una profesión especie de comodín para estas jóvenes cazafortunas, ahora será la que cace al magnate de Broadway y muestre que tiene su pequeño corazoncito. Entre las estrellas nuevas de la saga están Rosalind Marquis como Sally y Lee Dixon como Boop Oglethorpe, pareja de baile que es la contrapartida de Powell y Blondell. Dirigida por Lloyd Bacon, quien ya había colaborado con Berkeley en 42nd Street, en el filme podemos observar nuevamente el estilo berkeleano o aportes enriquecidos como esos movimientos de cámara que van de un gran plano general a poderosos acercamientos de los rostros, las profundos contrastes monocromáticos, las increíbles tomas con grúas, la sincronización de esos escenarios inmensos o las tomas cenitales.

Bailarinas en Gold Diggers de 1937En este filme hay una mayor cantidad de números musicales, aunque no todos destacan por su energía y autenticidad. All’s Fair in Love and War, el mejor número del filme es una gigantesca coreografía donde participaron más de 104 bailarinas vestidas en trajes militares y motivos bélicos. Le siguen en orden de calidad With Plenty of Money and You y Speaking of the Weather, donde vuelven a resaltar la encantadora pareja Powel-Blondell. Y entre los más desabridos, Let’s Put Our Heads Together, donde destaca la pareja de Marquis-Dixon bailando tap, y Life Insurance Song. Del metraje final fue retirado un sexto número, Hush Mah Mouth, del cual no existe mayor información. Con Gold Diggers of 1937, Berkeley fue nuevamente nominado a la Academia como Mejor Dirección de Baile por el numero All’s Fair in Love and War, verdadero prodigio de manejo de grandes masas de bailarines, escenografías monumentales y coreografías caleidoscópicas.

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Ven y mira aficheToda la crudeza de la invasión nazi en clave evolutiva. La adolescencia de Florya es el hilo conductor que nos devela una realidad disímil a lo que el género suele mostrar. Lo bélico ya no en términos de combate épico, sino como apelación al sufrimiento humano, padecimiento de quien se encuentra en medio del combate y debe apelar a la improvisación sin resultado. Miseria del Tercer Reich puesta de manifiesto en violentos actos de cobardía.

Es la historia de un adolescente que quiere ir a la guerra y lo consigue; nos impone su realidad a partir de un rostro en primeros planos desgarradores que combinan tristeza, estupor, angustia y locura. Un tránsito acelerado, con mecanismos psicológicos que se ven sobrepasados por el límite que impone la lógica de los hechos. Suerte de inercia inicial, que de actitud condescendiente se transforma en acceso directo a la crueldad. Explosiones por doquier dan cuenta de la fragilidad humana en contexto bélico.

Florya es un adolescente que va a la guerra y descubre que no es un juego: los nazis masacran a su gente. A partir de allí, se inicia una peripecia que lo tendrá poco como protagonista y mucho como observador en riesgo. Es la postura típica del novato aprendiz, la vida apela a su momento, lo lúdico se transforma en tragedia, pasaje del juego al acto en un abrir y cerrar de ojos. Desarrollo traumático que se aferra a una inmadurez acorde a edad y contexto familiar. La cámara sigue a nuestro protagonista en extensos travellings, a la vez que en primeros planos nos revela todo lo trágico de su experiencia.

Puestas en escena donde la naturaleza se adueña de la historia como amplificación de un azar bajo control del ejército nazi. Mucho espacio abierto que vuelve vulnerable al  humano sin distinción. La circunstancia servirá para un contrapunto que exhibirá la valía de las tropas soviéticas, a pesar de la dureza que el momento amerita.

Ven y mira fotograma

Un drama que impresiona por el sadismo extremo. La muerte y lo lúdico se dan la mano; se unen para eclipsar las ilusiones de un muchacho que no quería quedar rezagado a la hora de convertirse en hombre.

Varias escenas, con personajes hablando a la cámara en primer plano, reafirman la realidad de lo vivido. Una comunicación con el espectador que a la vez es directa e indirecta. Invitación a transitar en travellings que continúan tras una alocada carrera por negar lo evidente. Florya no permite que la realidad lo alcance, es la sensación que deja a un espectador que tampoco puede alcanzarlo. El pasaje de la adolescencia a la adultez es disparado a la manera de un caballo desbocado prisionero de una paradoja: es carrera  y parálisis a la vez. El rostro se petrifica. Refleja el estupor y la rigidez ante una circunstancia imposible de modificar. Valga la insistencia en todo tipo de primeros planos que grafican el sentir del protagonista para trasmitirlo a cabalidad.

Obra dotada de un realismo que nos involucra, no solo desde la vivencia de los personajes, sino también, desde balaceras y explosiones que, tras un inicio furtivo, se vuelven esperables a cada momento. El clima de inseguridad va ganando terreno en sincronía con el desplazamiento a través del vasto y agreste territorio.

Ven y mira escena

Escenas documentales, en conjunción con rituales que juegan con el tiempo, son necesarias para descargar la ira de un adolescente escaso de herramientas adaptativas. Es la necesidad de un retroceso que simboliza el retorno al principio de los condicionamientos: que habría pasado si no hubiera pasado lo que pasó. La responsabilidad recae sobre las imágenes del führer, ofician a manera de descarga propiciada por la impotencia. Un juego con el tiempo y el espacio que remarca coincidencias, entre la experiencia del protagonista y los hechos históricos, bajo un condicional que solo brinda oportunidad a la fantasía. Es emergencia en doble sentido: demanda de solución inmediata y surgimiento en conexión. Un intento, por sanar la vida propia y ajena, sumergido en la incongruencia temporal; no hay lugar para procesos.

El renacimiento, desde la ingenuidad, es vinculado con la muerte. La persistente presencia de una cigüeña, en medio del campo mojado y en presencia de acciones lúdicas de Gasha y Florya, nos permite asociar la credulidad del niño frente a lo que se viene. El agua como símbolo de un necesario y acelerado reposicionamiento frente a lo que se espera de la vida. Cambio de planes que la naturaleza anuncia, los adolescentes de turno deben adaptarse a algo extremo, es un volver a empezar que destruye las normales expectativas para una edad de tránsito. La realidad golpeará duro, será precondición para renacer en un contexto inesperado que destruirá toda fantasía previa. El huevo, destruido por Florya en su caminata por el campo, es la ruptura apresurada del cascarón asociada a la tragedia que se avecina. Podemos apreciar el embrión, muerto por la bota negligente del humano, como representación cabal de la ruptura violenta de una etapa por medio de un acto violento. La muerte está presente como precondición de esa salida a destiempo del “cascarón”; es la destrucción de una fase del desarrollo. El embrión es violentado al igual que la adolescencia de Florya. Todo es resultado de la negligencia humana bajo circunstancias donde los pequeños detalles no son considerados. La guerra es violencia sin miramientos, actos que permanecen lejanos a una conciencia protegida por provisorias éticas alternativas, que no considera la gradualidad de la vida. Moralidad que suele desandar los  caminos recorridos para la conquista de principios que aseguran el respeto a los derechos individuales.

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Los esbozos de protección  se convierten en acciones de riesgo; el campamento no es más seguro que el frente de batalla. La fortuna juega un rol fundamental y está al servicio de la lógica de un guion que necesita establecer esa polaridad entre el testigo fortuito y el asesinato de la población. Florya es quien nos muestra la masacre, sentimos a través de las emociones que expresa en medio del caos. Es el elegido, la firme representación de la inocencia abortada, para un renacimiento donde el espacio de reflexión está ausente; la necesidad de sobrevivir trasciende a la de entender. Las emociones mandan ante la vorágine de estímulos a la vez esperados e inesperados. Un niño–adolescente– “hombre en tránsito” cursa actos de espontaneidad atípicos, que no contribuyen a la estabilización de su personalidad. Crisis pura en su máxima expresión. Imposibilidad de salida, más allá de pequeños “momentos de satisfacción” por “ éxitos” que, de manera imprevisible, se desmoronan en cuestión de segundos.

Ven y mira es la última película de Elem Klimov, quien cierra su carrera con broche de oro.  Un filme de colección y, sin lugar a dudas, uno de los mejores del género en la historia del cine.

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Cartel de la película VértigoDesde mis incipientes comienzos de aficionado al cine tengo predilección por Alfred Hitchcock. Quizás ello tenga que ver con su aparición en programas de televisión que me encantaban, en los que hablaba de la magia del cine, del misterio y del suspenso. Es probable que contribuya también la selección de grandes actores en sus películas, como James Steward, Cary Grant, Anthony Perkins, Rod Taylor, en compañía de grandes actrices, a la vez bellas y rubias, como Ingrid Bergman, Grace Kelly, Janet Leigh, Tippi Hedren y Kim Novack.

Vértigo es una de esa películas que no deja de sorprender y de llamar la atención, no importa cuántas veces se la vea. Pienso que ello tiene que ver con el impresionante trabajo que hace Alfred Hitchcock con relación a la puesta en escena y al montaje. Cada cuadro está cuidadosamente estudiado y diseñado, pleno en detalles capaces de atraer la atención del espectador, que no puede menos que encantarse mentalmente. El espectador sabe que varios de los objetos van a ser fundamentales en la historia, no solamente porque el director se encarga de resaltarlos por medio de sus formas y colores, y por los enfoques de la cámara, sino también porque provoca lo intuitivo, entregando claves y preguntas sutiles que se desprenden de la historia. En esa forma el espectador se convierte en un detective más, lleno de preguntas y de respuestas. Y ello ocurre en el ambiente de la bella ciudad de San Francisco y sus alrededores, y esta ciudad normalmente no defrauda a los amantes del cine.

Vertigo, de Alfred HitchcockVértigo es la historia de John ‘Scottie’ Ferguson, un hombre ya maduro, bien parecido, inteligente, de humor fino, que oscila entre varios mundos. El personaje, protagonizado por James Stewart, se nos antoja que es un hábil investigador policial, un observador fino y paciente, capaz de descifrar cualquier historia de suspenso a la cual deba enfrentarse. Pero, a la vez, es un ser extraño, tímido en su acercamiento a las mujeres, por las cuales siente una fuerte atracción mezclada con temores prácticamente insuperables. Vive una extraña historia de amor, obsesionado por Madeleine, una misteriosa mujer que lo atrapa con sus misterios insondables y que lo deja abandonado y literalmente enloquecido.

Kim Novak y James Stewart en VértigoSin embargo, se trata más bien de una aproximación bastante provocativa a la visión que Hitchcock tiene sobre la mujer y sobre las complejas relaciones hombre-mujer. Aparecen varios mundos paralelos femeninos delineados en el filme. Uno de ellos es el de la mujer maternal, a punto de quedarse soltera, tierna, dispuesta a tratar al hombre como a un niño en crecimiento, por el cual se está dispuesto a hacer muchas cosas, sin esperar nada a cambio. Este rol lo desempeña bastante bien otra rubia, Barbara Bel Geddes, como Midge Wood, amiga fiel de Scottie. Ella es inteligente, de buena conversación y presencia atractiva, pero nada exuberante. Está enamorada de él, pero sin que este apenas se percate, lo cual no impide que le mime, le cuide, le escuche y le soporte en los momentos depresivos y extraños que acostumbra a vivir este protagonista, acosado por sus complejos personales. Midge es la mujer que le acoge y le entiende, que no le deja caer en los momentos de vértigo, como ocurre literalmente en una escena muy significativa cuando recibe en sus manos a este hombre corpulento y bien puesto, presa de súbitos desmayos, ocasión que aprovecha Midge para ofrecer un momento de tierna cercanía corporal a su indiferente amor platónico. Se plantea acá un estilo de desamor, el del hombre que no reconoce y no avanza y el de la mujer que no se atreve y se resigna a la soledad.

Vértigo, la películaKim Novak es la rubia espectacular, brillante en sus dos papeles, el de Madeleine y el Judy, que nos introduce a su vez a varios mundos femeninos, en apariencia productos de la ficción y de la actuación, pero bastante reales para el protagonista y probablemente para las interioridades mismas de Hitchcock. Madeleine es, en ciertos momentos, una esposa obsesionada por fantasmas, que se identifica con una misteriosa dama del pasado, como si de una reencarnación se tratara. Una mujer de impulsos suicidas, que viste con una elegancia absoluta, de piel suave, de miradas a la vez maliciosas y suplicantes, inalcanzable, indescifrable. Este es el mundo de la mujer imposible, fatal, que atrae enamoramientos absolutos y absurdos, que terminan en la locura. Así ocurre en la película, cayendo Scottie en un vértigo de emociones que le hacen sentir una mezcla de impotencia y de deseo.  Es el desamor de la locura, de lo imposible.

Madeleine, no obstante, es también la amante cercana, una especie de virgen del deseo hecha realidad, a la que Scottie, a espaldas de su esposo y de su amiga Midge,  puede tener en su hogar, para él solo, así sea furtivamente, a quien puede desnudar y vestir, porque ella ha pasado por momentos difíciles y juega el papel de mujer débil, que acepta ser acogida, mimada y admirada. Con este tipo de mujer, Scottie experimenta vértigos de pasión y de ternura, siente una felicidad amorosa, pero que sabe duradera solamente en cuanto Madeleine deje sus obsesiones y sus fantasías. Entonces ocurre lo inevitable, cuando los dos amantes despiertan de sus sueños y se deben enfrentar a sus propias realidades y miedos. Es el desamor causado por la realidad, por lo inevitable, es la máxima frustración y puede conducir a una cierta locura, incluso la depresión y hasta la muerte, cuando todo finalmente se destruye.

James Stewart en VértigoAparece sorpresivamente Judy, mujer poco profunda y sencilla, dependienta de tienda, con suficiente ingenio para sobrevivir en la gran ciudad, pero siempre mezclado con algo de temor. Novak es entonces una rubia venida del campo, en busca de mejor vida, quizás curiosa y ansiosa de aventuras con algún galán, sin mayores escrúpulos, muy hermosa, una mezcla de inocencia y malicia. Es la mujer que se deja conquistar, aceptando pequeños y grandes detalles, que van conformando una red de amor en la cual cae el conquistador… hasta que surge la verdad escondida que apaga el amor naciente y lo transforma en una mezcla de desprecio y decepción, y el conquistador, abandonada la esperanza, se aleja indiferente, sordo a las posibilidades que aparecen cuando el amor es sinónimo de confianza ilusionada.

Es curioso que un maestro del cine de misterio aproveche una historia detectivesca para mostrar sus búsquedas, sus impotencias, sus frustraciones y sus delirios ante el alma femenina. Al hacerlo, se ha revelado también como un maestro explorador de los insondables misterios femeninos.

Tráiler:

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Cartel de vincent, de Tim BurtonUno de los directores más populares que ha interiorizado el expresionismo es Tim Burton. Vincent se podría considerar su primera pieza audiovisual completa y un resumen estilístico de toda su posterior obra. Es un cortometraje en blanco y negro que cuenta la historia de Vincent Malloy, un niño que sueña con ser el actor Vincent Price. Tiene tal punto de obsesión por encarnar sus interpretaciones, especialmente las de los relatos de Edgar Allan Poe, que llega a confundir la realidad con el mundo de fantasía que ha construido. Esto le hace ser un niño solitario, introvertido, marginal… que no consigue sentirse integrado.

Vincent es, sin duda, una obra caligarista. ¿Por qué? Porque tiene el mismo estilo que El gabinete del Dr. Caligari, la pieza es ejemplar en el cine expresionista.

El gabinete del Dr. Caligari

El expresionismo tuvo lugar en un momento y lugar precisos, entre 1905 y 1933 en Alemania. Como todas las demás artes, el cine fue partícipe de este “movimiento” –si me permitís llamarle así, con el entrecomillado– y su primera película fue El gabinete del Dr. Caligari (aun teniendo en cuenta los precursores). Fue producida en un contexto de crisis material y moral al finalizar la Primera Guerra Mundial. El famoso doctor Caligari (Werner Krauss) y su fiel ayudante, el sonámbulo Cesare (Conrad Veidt), llegan a Holstenwall para actuar. Cesare ha estado dormido durante veintitrés años y asegura que puede leer el futuro. Tras su arribada, se produce un asesinato. Francis (Friedrich Feher) y su amigo Alan (Hans Heinrich von Twardowski) aprovechan la oportunidad y van a presenciar el espectáculo. Cuando este se acaba, Cesare confirma que Alan morirá antes del amanecer. Y así sucede. Francis, entonces, duda de ellos y empieza a investigar quiénes son realmente y qué secretos ocultan.

El expresionismo, sin contar con un gran número de exponentes, ha podido tener mucha influencia en el cine posterior porque, al empezar la Segunda Guerra Mundial, técnicos expresionistas alemanes se exiliaron en Estados Unidos, donde influenciaron en sus producciones cinematográficas… y llegaron a manos de Tim Burton.

Fotograma del cortometraje Vincent

Una de las características expresionistas en Vincent es la distorsión, desfiguración y deformación formal de las personas y de los ambientes para poder expresar una visión pesimista de la sociedad y del protagonista. Las circunstancias que se explican son la locura, la enfermedad, la desesperación, las pesadillas, la muerte… Vincent se considera diferente al resto de la humanidad, por eso crea su propio mundo interior. Y aquí entrarían las realidades paralelas y las dobles personalidades tan típicas del expresionismo. Al mostrar sus sentimientos interiores, que son turbulentos, crea un gran impacto emocional y subjetivismo. Su vida es un caos: en vez de tocar la flauta, fuma un cigarro; en vez de soñar con ser Vincent Price, lo es; no vive con perros y gatos, sino con murciélagos y arañas; no es amable con su tía, sino que la convierte en una estatua de cera; no cava en el huerto de flores de su madre, sino que le cava una tumba a su esposa viva; su madre no le castiga, sino que es desterrado a la torre de condenación; y tampoco le regaña, sino que enloquece.

En relación a las actitudes antinaturalistas de las personas, hay una cierta teatralización y exageración, lo que comporta un exceso de gesticulación –aun siendo animación. El cine mudo ya de por sí es gestual, pero el expresionista lo es especialmente. Y en esto, el maquillaje ha intervenido: es fuerte para poder acentuar los rasgos del personaje y endurecer la expresividad. No creo que sea casualidad que a la hora de caracterizar al protagonista, Burton se haya basado en la fisionomía de Cesare: el pelo negro y despeinado, los ojos remarcados y hundidos, la piel blanca, la cara alargada y los cuerpos largos y delgados. Asimismo, existe una ambigüedad en la idea de perversidad. El mal puede ser repulsivo, pero también atractivo.

Vincent - Caligari

Y finalmente, en cuanto a los ambientes, los decorados utilizados en el universo onírico nos transmiten una sensación de irrealidad, perspectivas y medidas imposibles. Tienen un rol significante, porque no reproducen la realidad, sino la realidad subjetiva, que crea climas inquietantes, de terror, agobio y locura. En primer lugar, se debe a la iluminación: se utilizan claroscuros, contrastes entre luces y sombras, y sombras exageradamente largas. En esta ocasión, hay un plano que recuerda a Nosferatu y su famosa escena de la sombra. En segundo lugar, a la escenografía: líneas oblicuas, espacios estrechos y distorsionados. Y en tercer lugar, por los planos de cámara y las perspectivas angulosas.

Vincent - Nosferatu

Con estas cuestiones se muestra por qué Vincent es expresionista. Burton ha recuperado su estética, su temática y ha homenajeado El gabinete del Dr. Caligari y Nosferatu, pero con un sello personal: el expresionismo, mezclado con el neogótico y con esa visión amable del terror.

Porque sí, es terror. Cumple con todos los requisitos de este género: hay fuentes que son la literatura; en la iluminación abundan los claroscuros; los espacios son los comunes (noche, torre, laboratorio lúgubre, jardín decadente); la banda sonora es densa y con efectos en contrapuntos escalofriantes, típicos de una película de terror; los argumentos giran en torno a la crueldad humana, la representación del mal, lo oculto, lo misterioso, la pérdida de identidad, el miedo a la locura…; y la sensación que te produce la pieza es de preocupación, de suspenso.

Tim Burton es un valiente, porque el expresionismo es de valientes: los autores y los personajes se abren en canal para mostrar sus estados de ánimo y sentimientos más profundos, pero esta vez a través de los escenarios. ¡Y sabiendo que quizás no llegarán a ser comprendidos del todo! Por lo tanto, sus características, tanto estilísticas como temáticas, nos siguen sorprendiendo actualmente. Por eso, Vincent es especial, singular, exclusivo… y hay que darle oportunidades.

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Viva la libertad, cartelLa libertad es uno de esos valores soñados que el ser humano no ha podido conquistar completamente. El lema de Colombia, mi sufrido país, azotado desde su misma fundación por la violencia, dice “Libertad y Orden” a modo de símbolo de ese complejo equilibrio entre dos situaciones deseables y frecuentemente contradictorias. Algo así como el agua y el aceite, en apariencia incompatibles, pero en realidad apareados para que exista la vida, ya que la sabiduría biológica conduce a que haya entidades bioquímicas con dos expresiones: en un extremo son hidrofóbicas y liofílicas (enemigas del agua y afines al aceite), en el otro, lo contrario. Las células contienen una región hidrofóbica, formada por cadenas de ácidos grasos y otra de terminaciones hidrofílicas, formada por grupos fosfato. Acá hay claves para el equilibrio de los opuestos que la humanidad quizás debiera explorar con mayor interés.

El cine es una importante herramienta de exploración de estos equilibrios, de estos opuestos. Tiene la ventaja de que puede atreverse a plantear nuevas posibilidades y de proponer rompimientos de  paradigmas en formas variadas: entretenimiento, arte, aventura, suspenso, comedia, drama, documental. Tiene la ventaja adicional de que todos podemos opinar y sentir la experiencia de la obra que vemos, como si fuera verdad, participando como espectadores, idealmente llenos de imaginación y de creatividad. En este sentido, toda película tiene el potencial para  transformarnos, ya que genera imágenes poderosas que quedan flotantes, a modo de surcos mentales, generando opciones. Pienso que en la medida en que seamos capaces de contemplar una cinta con esta doble capacidad de atracción y repulsión, es más factible que nos transforme y que nos sirva de instrumento para cambiar el mundo.

A nous, la libertéSe me ocurren estos comentarios luego de disfrutar de Viva la libertad, la película clásica de René Clair, quizás bastante olvidada, con frecuencia duramente criticada desde la modernidad, pero que en su momento fue aclamada por los públicos y los críticos. Considero que Clair se atreve con provocativas propuestas paradigmáticas, que vale la pena considerar, a la vez que en su película desarrolló esquemas novedosos, en una época en que el cine sonoro irrumpía decididamente.

Viva la libertad es un tesorito amoroso, hecho con extremada delicadeza, que se refleja en sus tiempos lentos, en las expresiones de los actores y en las combinaciones entre la música coral y las actuaciones. El tema que la define es duro y serio, ya que se refiere a la pérdida de la libertad en casi todas las actividades humanas, sean estas las cárceles y castigos, las fábricas, las escuelas, las reuniones, las cenas, las pandillas criminales. Sin embargo, en vez de suscitar cargas de amargura y desesperación y el irresistible deseo de destruirlo todo, se proponen la amistad para siempre, pase lo que pase, y la alegría musical como bálsamos que mantienen vivo el humanismo y los sentimientos de libertad. Se propone la siguiente idea, que es el título profundo de la película: “para nosotros… la libertad”, como bien no negociable, en la medida en que haya amistad duradera, que supere los azares del tiempo y de las circunstancias.

Fotograma de la película Viva la libertadVale la pena, entonces, señalar que el filme es la historia de dos amigos que se conocen en la cárcel, donde comparten celdas, donde se soportan mutuamente, literalmente, hasta que uno de ellos logra fugarse, para convertirse en un rico industrial. El otro, eventualmente, cumple su condena y, en medio de curiosas circunstancias, termina trabajando para su amigo en una moderna fábrica, donde se labora como en una cárcel… de la cual los dos amigos van a fugarse, apoyados el uno por el otro, es decir, en su amistad que todo lo vence.

Viva la libertad es un canto a la incertidumbre, como elemento que se opone a las estructuras humanas modernas y ordenadas. En provocativas escenas, describe con todo detalle lo que sucede cuando cualquier elemento humano que interviene de una cadena ordenada se atreve a generar perturbaciones, no importa lo pequeñas que ellas sean: se producen el caos y el desorden. Es decir, detrás del orden diseñado por el hombre subyace la clara posibilidad del inevitable caos, y mientras más ordenada la estructura, potencialmente más débil. ¿Cómo se enfrentan estas posibilidades? Es evidente, desde la película, que la respuesta humana a la incertidumbre es el control vigilante, simbolizado por los guardias de la prisión y por los supervisores de la planta, y el hacer sentir a los participantes que ellos son igualmente estructuras ordenadas controladas por el proceso mismo. Pero, como propone Viva la libertad las personas se enamoran, se cansan, se distraen, se olvidan, tienen ataques libertarios, y todo ello los lleva a generar perturbaciones y a provocar desorden. Subyace en la propuesta de Clair algo que se iba a descubrir unos años más tarde, bajo el liderazgo pionero de Gregory Bateson, la inevitable condición humana como fuente de perturbación de los sistemas sociales y las posibilidades del enfoque humanista del comportamiento para lograr la coherencia social.

A nosotros la libertad

A la vez que René Clair se muestra absolutamente crítico con la deshumanización de la era industrial mecanizada sin remedio y con la tragedia de las cárceles, donde las personas son números, propone el canto y la música como elementos estéticos inspiradores de sentimientos de libertad más allá de la opresión que se siente. Es el canto de los amigos que saben que, en el fondo de sus esencias humanas, son libres.

Y desde el punto de vista del cine sonoro que irrumpe, utiliza el lenguaje casi a modo de tartamudeo, como queriendo decir que el hombre apenas empieza a descubrir las ventajas de la libertad y por eso acaso si balbucea, todavía sin coherencia, ante un bien tan valioso.  En cambio, los cantos y los coros son claros, coherentes, armónicos, como queriendo sugerir que en la armonía colectiva, inspirada por lo estético y lo musical, hay posibilidades escondidas para acceder a las expresiones profundas y libres del ser humano.

 

Cuando todo lo que nos rodee parezca ser un proceso operativo,
amigos, disfrutemos de nuestra ociosidad.
Bajo los cielos claros, es bello el destino,
cantemos, disfrutemos.
Que en todos los sitios, la vida sea una melodía.
Solo hace falta un beso para que comencemos.

 

Trailer:

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Vivir su vida aficheUn juego de intermitencias entre lo íntimo y lo expresado, la palabra dice lo que no se sabe sin saberlo. Nana reniega de las dificultades del lenguaje, la cámara oscila en suaves travellings que muestran su rostro en alternancia con la nuca de un proxeneta que seduce a la necesidad sin mayor esfuerzo.

Es la historia de una chica de 22 años, que experimenta la vida sin cuestionamientos en medio de una ambigüedad laxa que se permite ser en la propia naturaleza humana.

Nana tiene dificultades económicas que la llevan al desalojo, busca soluciones que terminan desembocando en la prostitución como alternativa voluntaria. Una expectación que trasunta la ingenuidad como fiel reflejo de la falta de oportunidades por la inexperiencia de una corta vida.

Un filme consagratorio para un Godard comprometido con realidades psicológicas, tratamiento por momentos filosófico que articula a la perfección imagen y sonido. La música de Michel Legrand se asocia a situaciones específicas, en contraposición a la actitud de la protagonista, para desbaratar cualquier posibilidad de tratamiento melodramático. Nana asume su vida desde la propia responsabilidad, la tristeza se filtra, por momentos, desde la incomprensión y desconfianza de las propias palabras, en conjunción con la expresión momentánea de su rostro, mezcla de ingenuidad y coraje naturalizados por la ignorancia del riesgo latente. Logrará materializarse hacia el final, y delatará la falta de previsión. Drama trasmitido sin crudeza, aunque si con firmeza; estados de ánimo que delatan el desconocimiento de lo que se está viviendo. El efecto, en su posibilidad, será bloqueado por un final abrupto. Es la ausencia de un tiempo que nunca llega: la oportunidad no es tal.

Vivir su vida fotograma

El tema de la identidad está planteado desde primeros planos que capturan discursos de espaldas a la cámara y perfiles de Nana en penumbra. Está en construcción e intenta asociarse a un discurso que no es suficiente para situar y exponer lo que se es y lo que se quiere ser. La penúltima secuencia exhibe una conversación, el filósofo busca aportar elementos al descubrimiento del ser en proceso. Es el arquetipo del viejo sabio en acción, la experiencia que pretende la contribución a la humanidad por intermedio del diálogo. Utilizará el discurso en metáfora para clarificar la necesidad del hacer como dicotómico al pensar, aunque, y, paradójicamente, la catástrofe sobrevendrá por irreflexión. El tiempo no ayuda, la libertad flota en la inconsciencia, aun no existe la capacidad de reconocer el riesgo y, en ese sentido, la protagonista delata su lentitud en la maduración, se deja llevar por la vida, vive a través de la acción, la palabra se demuestra ausente en la significación de lo relevante. El punto ya no es discurso versus acción, sino discurso aclaratorio de consecuencias posibles para efectivizar una real elección responsable.

Y, otra vez, las palabras traicionan. La idea de responsabilidad de Nana se asocia a vivencias por elección inmediata, no hay proceso intermediario. Un alto en el camino para la reflexión y la evaluación de alternativas, todo fluye al momento para crear la ilusión de una libertad que no es tal, quizá, condicionada por una circunstancia social que no brinda muchas opciones. Casi todos los encuentros con hombres parecen reducirse a la obtención de dinero en un trasfondo sexual. Lo que queda claro es que nadie está dispuesto a prestar 2.000 francos para pagar el alquiler, nada es a cambio de nada.

La mujer como mercancía, la libertad se diluye ante la necesidad material que conduce a la explotación desde la inconsciencia del otro.

Vivir su vida plano

La muerte como liberación es anticipada por la escena del cine, donde la Juana de Arco de Carl Theodor Dreyer, asume, entre lágrimas, “su destino” sin cuestionamiento alguno. Nana puede empatizar, la reacción fisiológica automática evidencia ausencia de significado en palabras, se siente sin saber lo que se siente y por qué. Así funcionará el personaje de Godard; en primer plano alternado con la imagen de María Falconetti, su estado actual es así evidenciado.

Nos viene al recuerdo la máxima socrática: “solo sé que nada sé”. El lenguaje se manifiesta como posibilidad a la vez que obstáculo, esta es la única conciencia que prevalece y molesta, no hay registro de más nada, solo resta hacer dejándose llevar por la oportunidad.

El discurso final del viejo no tiene desperdicio: “De la vida cotidiana uno se eleva a una vida…, llamémosla superior. Es la vida con el pensamiento. Pero esta vida presupone que se ha matado la vida muy cotidiana, la vida demasiado elemental.”

El relato de Godard irradia pesimismo disfrazado de aceptación de condiciones vitales que, por ser tales, deben ser vividas porque para eso están. Una especie de destino a transitar desde la responsabilidad que aprovecha lo que hay sin ocuparse de crear nada. Juana de Arco se somete al rol que Dios le asignó, confía en lo determinante como ineludible, Nana captura la oportunidad de manera irreflexiva, a modo de destino natural incuestionable. Es la opción inalterable que la vida nos presenta. Una concepción que vive desde lo que surge, no crea, aprovecha lo que aparece sin intención de transformarlo en algo beneficioso porque, justamente, así es la vida, lo que se nos ofrece en presente como algo independiente de nosotros, nuestra responsabilidad consiste en elecciones de aceptación o descarte. Somos entidades que transitan por la vida, no seres creativos que transforman su destino según necesidades propias. Este enfoque fluye a partir de las acciones de Nana y marca un devenir con un final excluyente de comprensión, se terminará padeciendo.

Vivir su vida escena

La responsabilidad es elección sin intervención, no hay generación de alternativas sino aprovechamiento de oportunidades no creadas por el sujeto.

El filme anuncia dos caras de una misma moneda: la individual y la social. Lo macabro se naturaliza detrás de los “fallos” de una humanidad en dificultades. La comunicación es herramienta para la toma de conciencia, pensamos con un lenguaje hecho para entender, el discurso es de doble vía, con nosotros y los otros. Sin embargo, su utilización puede confundirnos por ineptitud personal y/o manipulación ajena. Ambas posibilidades pueden asociarse para conducirnos a un fracaso que, tal vez, ni siquiera seamos capaces de visualizar por falta de tiempo vital, experiencia o adecuadas condiciones sociales.

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Waterloo aficheRelato de la epopeya que culmina con los propósitos  del emperador francés, luego de haber recuperado el poder.

Napoleón se fuga de la Isla de Elba con mil soldados; es recibido por el pueblo de Francia;  el rey Luis XVIII (Orson Welles) debe fugarse  al perder el apoyo del ejército. Bonaparte se enfrentará al Duque de Wellington en Waterloo e intentará afianzar su hegemonía en Europa.

Un filme militar, que evita el tratamiento en profundidad de personajes y se centra en las vicisitudes de la guerra. La táctica y la estrategia se reafirman como apuntes privilegiados para el sentido de la obra. La cámara revela los momentos anteriores y de la batalla en sí, con un montaje que alterna  el estado de cada uno de los líderes. Planos generales pictóricos nos develan un combate que jamás estuvo librado al azar; la planificación es mostrada desde un resultado previo al desenlace, con una estética que nos sitúa frente a un fresco de época. Resalta el orden en una batalla que nunca es ofrecida como algo caótico, ni siquiera en los prolijos planos que resaltan el contacto de los cuerpos. A pesar de la reyerta, siempre está presente esa idea de lo a-priori pensado, calculado; una lógica de guerra que sirve para expresar una visión sobre la derrota de Bonaparte en Waterloo.

La faceta de la personalidad que se aborda es la que está al servicio del éxito o fracaso bélico; esa voluntad que no claudica y está dispuesta a exponer la propia vida, al final lo llevará a un desenlace no esperado, aunque presente dentro del cálculo de probabilidades. Y es que, Napoleón es eximido de la mayor responsabilidad. Los sucesos adversos acaecen en su momentánea ausencia, que proporciona cierto margen de decisión a sus subalternos, desde un sentido común que demuestra ser esquivo cuando hay ausencia de criterio definido y hasta propio. La táctica, como conjunto de reglas y principios de combate, termina dejando en claro su estrecha dependencia de la seguridad y la inteligencia. Bonaparte se ausenta por razones de fuerza mayor, y el rumbo de la batalla cambia. La película nos dice que el líder no es responsable por el resultado final, un conjunto de circunstancias se combinan para que, en un instante, los sucesos sean revertidos: Ney ataca sin el respaldo de la infantería y Grouchy se atiene estrictamente a órdenes dadas bajo una circunstancia específica que ya cambió. Por algo, Napoleón está a cargo; es el responsable de los posibles éxitos que puedan sucederse. Es la demostración de los atributos necesarios para conducir una campaña militar hacia el éxito que, si bien debe sostenerse sobre firmes conocimientos de táctica y estrategia militar, también tiene que integrar la aplicación del sentido común en base a sólidos criterios y firme determinación. Es de lo que adolecen sus subalternos y de donde deviene el mérito.

Waterloo fotograma

Bonaparte es todo y dueño de todo, su control es absoluto, aunque observa la flexibilidad necesaria como para negociar y mantener a todos conformes. Sus subalternos no pierden prestigio tras haber servido al depuesto Luis XVIII, no son excluidos del nuevo régimen.

No obstante estas apreciaciones, hay lugar también para el ensalzamiento de un ansia de posesión que necesita ejercer dominio sobre los demás, en aras de asegurar un futuro donde solo cuenta el prestigio personal, incluso, más allá de la muerte. La trascendencia por el vástago debe ser satisfecha a cualquier precio, la ausencia del hijo, bajo influencia del enemigo, despierta su más hondo dolor.

Wellington, en la vereda de enfrente, es la alternativa que menosprecia a sus dirigidos, reclutas de condenables costumbres, cuya lealtad puede ser comprada por un trago de ginebra;  no comparables a la dignidad de un noble.

Bondarchuk contrapone dos personalidades desde lo fílmico. El montaje alterna a ambas figuras en el padecimiento de una misma situación. Planos compartidos que, con frecuencia, terminan en la utilización del zoom. Son destacadas expresiones en primerísimo primer plano o plano detalle, de los ojos (en especial de Napoleón), como intento de escudriñar en el fiel pensar y sentir. Frente a la vivencia de la misma situación, aparecen Bonaparte y Wellington: verbalizan  la interpretación de los hechos. Queda claro que el realizador gusta de contraponer, en lo inmediato, las reacciones de ambos para diferenciar sus maneras de comprender lo que está sucediendo, junto a sus modalidades decisorias.

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Un filme que permanentemente articula el uso del zoom con movimientos de cámara que van llevando la acción, dentro del plano, hacia una diversidad de encuadres de manera suave y continuada. El resultado es una mayor integración, que dota a la acción de fluidez y  propone varios pasajes donde los cortes se vuelven casi imperceptibles. Un juego de alternancia, donde  puede pasarse de lo general a lo particular o viceversa, con suaves paneos e incluso con muy pequeños movimientos de travelling, delimitando varios encuadres en pequeñas variaciones y sin un solo corte. Planos que, sin ser demasiado largos, expresan varias ideas de una manera natural, que integra los cortes, para evitar saltos abruptos en la expresión de los contenidos. Una dinámica que hace gala de la presentación de diversas microsituaciones integradas en significados más globales. Pocos movimientos de cámara, el zoom es aprovechado al máximo.

Las escenas de batalla implicaron un despliegue tecnológico de suma exigencia: cinco cámaras panavisión fueron manipuladas desde camiones, helicópteros, grúas y hasta una locomotora.

Múltiples puestas en escena que denotan un cuidado extremo, no solo en la delimitación de diversos contextos, sino también, en referencia a sus transformaciones por los avatares del clima y el conflicto.  Acertada reconstrucción de época, donde también destaca el vestuario.

El presupuesto total fue de 25 millones de dólares, de los cuales se recuperaron solo un 1,4 millones,  todo un fracaso de taquilla.

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El ejército ruso colaboró con 20.000 efectivos, que debieron instruirse en las modalidades de combate de la época (1815). El compromiso de la entonces Unión Soviética evitó la triplicación del presupuesto y aportó una mayor dosis de realismo a la campaña militar, con soldados que, si bien debieron atravesar un proceso de aprendizaje para adecuarse a las formas del períodos histórico, no eran del todo ajenos a la disciplina castrense, al menos, no tanto como podría haber significado para extras no vinculados al régimen militar.

También prestaron colaboración ingenieros  y un equipo de trabajadores que, bajo la supervisión del director artístico Mario Garbuglia, acondicionaron el territorio a fin de imprimir un mayor realismo y credibilidad a la narración. Se removió tierra para crear un valle y dos colinas y, además, se construyeron algunos edificios históricos que emulaban la presencia de importantes granjas de la época. Todo esto fue solo parte de los trabajos realizados, en aras de obtener una adecuada reconstrucción histórica , que terminó siendo exquisita.

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WoyzeckCartelLa filmografía del autor alemán Werner Herzog se ha caracterizado por un modelo en el que prima la psicología frente a la acción, alejándose del modo de representación hollywoodiense. Sus personajes están dotados por un impulso de muerte mientras el realizador penetra en una búsqueda poética y estética que bucea alrededor del misterio, la ilusión y la realidad. Tanto si trabaja en ficción o documental, Herzog se sirve de un fuerte control de la puesta en escena, músicas y ralentizados. Obsesionado por la locura, por la relación del individuo frente a las normas sociales y sus circunstancias vitales, no es de extrañar que se interesara en la adaptación de la obra teatral homónima del romántico alemán Georg Büchner. La dejó inconclusa a su muerte en 1837.

La trama está basada en un caso real de un asesino confeso decapitado en Leizpig en 1824. Precisamente, fue la primera vez que en el país germano se esgrimió una defensa basada en la enfermedad mental como atenuante o eximente del delito. Pero la pieza teatral se hizo célebre por su adaptación operística por parte de Alban Berg, estrenada en Berlín en 1925 y denominada Wozzeck por un error de transcripción que se mantuvo conscientemente. Es considerada una de las óperas imprescindibles de la historia. Su fama se asienta en una atonalidad libre, en ser partícipe del movimiento de la nueva objetividad y en una precisión mecánica que todavía resulta desafiante para muchos. Berg recogió, de los 27 fragmentos de extensiones desiguales  y orden incierto que se contienen en la obra literaria original, 15 de ellos, para conformar tres actos de cinco escenas cada uno. Herzog, por su parte, se inclinó por dotar al texto de una continuidad causal para abordar su discurso y sellarlo con una lógica de montaje cinematográfico.

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¿Y de qué trata Woyzeck? Pues con la obra  nos adentramos en un laberinto de alineación, violencia y muerte. Habla de la tragedia de la pobreza, de la degradación del hombre, de la violencia machista, del desequilibrio mental y emocional, del abuso de poder, del desprecio a los inferiores en el orden social y de la incomprensión o aislamiento. Y si bien la puesta en escena del director puede resultar atemporal, sumergido en las humillaciones que un soldado debe soportar de sus superiores, es posible trasladarse desde cualquier contienda bélica hasta ámbitos laborales de la sociedad industrial; incluso en la actualidad, su poder de conmoción y repulsión siguen persistiendo. Al autor de Fitzcarraldo (1982) le basta la primera secuencia para mostrar al espectador la repugnante violencia ejercida sobre los más débiles. Una instrucción militar con imagen acelerada, reduciendo al absurdo el mundo vejatorio al que debe someterse el protagonista.

A pesar de la escena comentada y la excelente adaptación del momento álgido del largometraje, en la que se recurre a la ralentización para volcar todo el patetismo emocional del momento, en el resto de la película el director mantiene una mirada distanciada. Con simplicidad en decorados, montaje o movimientos de cámara, Herzog propone un naturalismo cuya fuerza dramática parte de la interpretación de los actores, fundamentalmente de la que nos ofrece Klaus Kinski como Franz Woyzeck. Su intervención está envuelta en una evolución dramática que hace hincapié en su carácter colérico, nervioso, ególatra y atormentado (parece que un histrionismo expresionista que coincide tanto en los rasgos del personaje como en los del actor que lo interpreta). Frente a él, se contrapone la actuación de Eva Mattes como su compañera Marie, esplendorosa en sensualidad y fragilidad.

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Los lugares en los que se desarrolla la acción sobresalen por su realismo, tanto en  interiores como en exteriores. Cada secuencia se intenta rodar en un solo plano para procurar plasmar con mayor intensidad la labor de acoso y derribo del soldado por parte de la sociedad que le victimiza. Una mirada ciertamente determinista y feroz sobre la condición humana. Un pesimismo extremo que sirve como hilo conductor de la denuncia del horror y la depredación que nos ha ido acompañando y lo sigue haciendo en todos y cada uno de los siglos transitados por la humanidad. La cosificación del individuo se despliega en un abanico de fuerzas incontrolables cuyas principales armas son la explotación y el abuso.

No son abundante las ocasiones en las que el director muniqués se ha inclinado por la literatura como inspiración de su disección de las pasiones humanas desde personajes marginales. Las lógicas del delirio se sostienen, según el propio Herzog, en una sociedad enferma más que en individuos trastornados. Es la primera la que empuja a los segundos en afanarse por cultivar tierras que no dan fruto, de espaldas a los campos fértiles de la razón, como sostenía el filósofo italiano Remo Bodei. El delirio que azora a Woyzeck podría incluso relacionarse con la aventura quijotesca que ideó Cervantes, circunstancia que sin duda alguna fundamentó la película de Herzog Aguirre, la cólera de Dios  (Aguirre der Zorn Gottes, 1972) en esa lucha tras una quimera inexistente. Un largo camino desde el delirio del hidalgo caballero a la perturbación del individuo que debe enfrentarse a una sociedad que ignora la necesidad de aquellos que son considerados herejes por su pobreza y falta de moralidad.

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Resulta muy expresiva la escena de la feria y sus animales, el caballo amaestrado y el mono, ausente en la ópera de Berg. Desarraigo entre los ámbitos naturales y sociales, sometimiento que transforma al hombre en un animal propiciatorio para la injusticia y la maldad. El drama existencial de Woyzeck sigue vigente para apoyar la teoría de que la responsabilidad criminal no descansa únicamente y de manera principal en condiciones individuales sino también en el medio social en el que se desenvuelve cada persona. Todo lo anterior y mucho más se desprende de esta obra inmensa y de permanente actualidad. Afortunadamente, su esencia nos la sigue recordando con asiduidad imprescindible el mundo artístico, ya sea musical, teatral o cinematográfico.  A este respecto y para finalizar, no hay que perder nunca la perspectiva de que Herzog traduce para el cine una obra teatral y operística al lenguaje cinematográfico. Una revolución en la puesta en escena que sin olvidar sus orígenes, utiliza estructuras nuevas con las que creemos que hubiera vibrado el teórico André Bazin desde su inmenso amor al arte cinematográfico y a la pluralidad de sus caminos creativos. 

Tráiler: 

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YlanavevaCartelLa obra comienza con unas imágenes en blanco y negro. Un camarógrafo filma en el puerto de Nápoles la salida de un transatlántico. El buque está a punto de partir y curiosos, vendedores, andantes o viajeros se cruzan en el muelle. La escena se acompaña con el único sonido de una toma de vistas muda, en claro homenaje a los inicios del cinematógrafo. Con falso formato documental, el blanco y negro se va coloreando en una clave cromática que el mismo director de fotografía, Giuseppe Rotunno, describe como “un blanco y negro con infinitas tonalidades de sepia que puede y no puede admitir color”. Gradaciones que nos transportan a otra época, a un mundo decadente que ya no existe, que se hundió irremediablemente. Los colores se matizan de tal modo que nos llevan al universo de los recuerdos, a la evocación de fotografías antiguas que ya  amarillean, a la memoria difuminada por el paso del tiempo.

Y Federico Fellini, con su decimoctava película, nos sumerge en un viaje que parte en 1914, en los albores del estallido de la Primera Guerra Mundial. Representantes de la élite de diversos ámbitos, junto con marineros y demás personal de servicio, se reúnen en un crucero de lujo para despedir a una diva, a una gran soprano que acaba de fallecer. Sus últimas voluntades eran que sus cenizas reposaran en el mar, junto a la isla en la que había nacido, cerca de Grecia. Se trataba de Edmea Tetua y al ostentoso barco acuden importantes personajes del mundo de la ópera (músicos, directores, cantantes…), gobernantes como el Gran Duque de Harzock, acompañado por su séquito y su hermana ciega, un conde inglés fanático seguidor de la fallecida, una mujer muy activa sexualmente y su marido, un empresario celoso e impotente, una adolescente que es la pura imagen de la inocencia, un rinoceronte… Así mismo, les acompaña un periodista, Orlando (nombre inspirado en Ruggero Orlando, famoso presentador italiano de la televisión estatal), que hará las veces de narrador y conductor. La idea surgió cuando las cenizas de María Callas fueron esparcidas por el Egeo en 1979. Navegamos en el Gloria N., un navío de lujo que desde el principio asemeja no ir a ninguna parte.

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En el crucero  se reúne un grupo de mujeres y hombres variopintos, extravagantes, de gran elegancia y pertenecientes a la aristocracia económica, política y artística. Transcurren los días y la existencia asemeja placentera. El maestro italiano, con los artilugios de la aceleración y la ralentización, exhibe el traqueteo en las cocinas o la elegancia en los comedores. Vajillas, cuberterías, manteles o manjares rodean tranquilos encuentros en los que vamos descubriendo egos, virtudes o vicios de cada personaje. Resulta magnífica la escena de las calderas en las que, mientras los trabajadores se afanan en lo que parece la premonición del infierno que espera a la travesía, tenores y sopranos se enfrascan en una confrontación de bel canto con autoestimas excesivas. Pero toda la ociosidad y placentera existencia se turba a bordo cuando un grupo de refugiados serbios son recogidos por el capitán. Están siendo perseguidos por un acorazado austriaco, tras el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austrohúngara.

Con Y la nave va, el director de Amarcord (1973) se introduce en un drama coral, en un crucero funerario, en el naufragio de una civilización que se extingue. Con una línea narrativa directa, el realizador italiano nos lleva a una sucesión de escenas y a la exhibición de unos caracteres plenamente propios. Además de la competición de arias en la sala de máquinas ya señalada, cabe destacar el proceso de hipnosis de una gallina por la voz grave  de un bajo, un concierto en la cocina con botellas o copas, la visita al rinoceronte en las profundidades del barco o la sesión de espiritismo para contactar con la difunta. Son escenas surrealistas inmediatamente identificables con el  autor y que adquieren significado estético y expositivo por sí mismas. Con artificio operístico se unen el humor y la melancolía para despedir una época, unos seres que ya solo existen en la ilusión del cinematógrafo. El despliegue que hace el autor ante lo trágico del destino humano desconcertó a muchos críticos y seguidores sobre la realidad o no del carácter cómico de las obras de Fellini. En realidad, como sucede con el cine de Pedro Almodóvar, nuestro patético y amargo destino se va imponiendo con el paso de los años, como el personaje de Charles Chaplin en Candilejas (Limelight, 1952), ese payaso que ya se sabe demasiado viejo y es consciente de que su tiempo ha pasado.  

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Podríamos señalar dos motivos en los que el autor de La dolce vita (1960) se inspiró para la realización del filme. El primero viene de la constatación de que, ya en los años ochenta del siglo pasado, los espectadores iban desapareciendo de los cines. ¿Dónde se habían metido? Un apocalipsis premonitorio que el mismo Fellini constató personalmente recorriendo una veintena de salas de estreno romanas. El segundo podría situarse en la aversión que sentía por el mundo de la televisión y del sensacionalismo periodístico. Hay algún historiador que sostiene que, sin esto último, la Gran Guerra no habría estallado. Se busca la imagen espectáculo olvidándose de lo misterioso, lo onírico, lo mágico, la fascinación por el inconsciente que debe rastrearse con las imágenes. La televisión otorga a los ciudadanos el poder de cambiar de escenario simplemente pulsando un botón, sin necesidad de moverse de su salón. Algo que el director asimiló como una venganza colectiva y brutal. Así, el periodista, Orlando, se mueve por el buque como gallina sin cabeza, no pudiendo determinar la certeza o no de los hechos que acaecen, estorbando en mitad de los pasillos o lanzando crónicas de cotilleos sin la necesaria documentación previa. 

El Gloria N. remite al mito medieval germánico de Das Narrenschiff, aquella nave de los locos con destino a Narragonia que ya inspiró la película de Stanley Kramer El barco de los locos (Ship of Fools, 1965). Esa travesía que situaba en 1931, con una serie de pasajeros en un microcosmos en el  que van desvelándose la xenofobia y el antisemitismo. Precisamente, un miedo y un desprecio al diferente, en este caso a los serbios auxiliados, ya simbolizado anteriormente con la escena de la gaviota que penetra inesperadamente en el comedor. Un reflejo de la sociedad de todos los tiempos que se siente amenazada por aquello que escapa de su círculo. Unos serbios, como hoy unos palestinos, a los que preferimos no mirar de frente y así no percibir todo su dolor y tristeza ante el abandono. Fellini nos ofrece un aperitivo antes del final en el que ese apocalipsis tantas veces anunciado, en este caso parcial, llega para destruir un mundo que se ha buscado su fin insistentemente. 

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Sí, y llegamos a término. La fantasía tiene que acabarse y el artificio desaparecer. Con una especie de ruptura de la cuarta pared, el sueño de muerte y derrota se desvanece para percatarnos que ya no queda nada que filmar. La incomunicación, el odio y el egoísmo han terminado por imponerse en un viaje fúnebre que ya presagiaba esa fatalidad buscada. El mundo horroroso que nosotros mismos hemos creado termina por depositar en tierra las convulsiones que hemos puesto en circulación por el aire. Con el rinoceronte a salvo, quizás volvamos a las primeras formas de vida y así recuperemos aquellas partes de decencia que puedan haberse salvado en nuestra naturaleza.  

Tráiler:

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Cartel de la película Zorba el griegoGrecia ha sido desde tiempos inmemoriales la fuente de bellas y significativas palabras. Todos los idiomas tienen una deuda de gratitud con su lengua, que las permea con términos que se han venido filtrando sutilmente a través de la ciencia, la religión, la filosofía y las ideas. Como los griegos han sido navegantes y comerciantes por el Mediterráneo y por todo el mundo, los marineros griegos han pasado por todos los puertos del orbe, aprendiendo idiomas, dejando huellas y conquistando amores. Homero y Esopo se leen y se cuentan, las gestas de Ulises y de Aquiles, las guerras de Troya y de Alejandro Magno se recuentan, la filosofía griega se estudia y se discute desde hace más de 2500 año. En esta forma la historia, las gestas heroicas, la forma de ver y de leer la vida de los griegos se ha extendido como una red sutil por todas las tierras.

Zorba el griegoPosiblemente por esa razón todos soñamos con ir alguna vez por las islas del mar Egeo, viviendo alguna travesía griega entre isla e isla, como las de Ulises, pero sin tantas aventuras. De cierta forma de ello trata la película clásica Zorba el griego, que narra las aventuras de Basil, un joven británico que viaja a Creta, la gran isla griega, donde ha heredado una mina abandonada, con el fin de recuperarla y en cierta forma, para encontrarle sentido a su vida y por ello viaja con cajas repletas de libros, a modo de sabios maestros, que va a consultar en la que se imagina bucólica placidez de la isla. A punto de embarcarse conoce a Zorba, un pintoresco personaje, que los sorprende con su alegría, su vitalidad y ante todo con sus palabras sueltas, atrevidas, inteligentes, inesperadas. Es una especie de Esopo el griego, contador de fábulas basadas en sus experiencias de la vida cotidiana. Basil se deja embrujar por Zorba, quien se convierte en su empleado y amigo, en filósofo, confidente y maestro.

Zorba the GreekLa película está basada en una gran novela del mismo nombre y cuenta con una música de antología, que se ha convertido en un patrimonio universal. Es un canto a la amistad entre los seres humanos como antídoto a la soledad, a la monotonía y a la mediocridad. Zorba ha recorrido el mundo como un vagabundo explorador, aparentemente sin sentar cabeza y se ha llenado de historias y de dichos que desea contar, se ha convertido en un maestro de la vida que recorre los puertos tañendo las cuerdas de su santuri, en busca de algún discípulo. Al encontrarse con Basil, halla al interlocutor perfecto, al alumno amado, inexperto y confiado. En este ambiente queda servida la mesa para un banquete de pequeños momentos, cada uno de ellos curiosos e inesperados, que el director Cacoyannis va sirviendo al espectador con buen gusto, con una bien equilibrada mezcla de drama y comedia.

Zorba es un personaje enteramente folclórico, a modo de arquetipo idealizado, en la medida en que representa toda una cultura griega, llena de música y de danzas, de alegría y desparpajo, oscilando entre la bondad y la maldad, inteligencia desbordada capaz de concebir inventos y de aceptar el fracaso de los mismos como natural e inevitable, ya que nunca hay que parar de vivir y de ensayar. Ello está simbolizado en la música, vibrante y llamativa y en la danza sonriente y circular, imagen misma de la vida. En el trasfondo está la otra cultura, tradicional y bucólica, pero atrasada, pobre e ignorante; es la de los habitantes de estas islas perdidas, seres sometidos a costumbres ancestrales que los arrastran a la ignorancia, a la rutina, a la venganza y a la pobreza. Parece impotente la modernidad, simbolizada en Basil y sus libros, en Zorba y sus experiencias de viaje, para abrir espacios de cambio favorable y de libertad en esas mentes encerradas y esclavizadas por sus creencias y sus miserias.

Zorba el griego, fotogramaEn el filme hay dos personajes femeninos notables. Uno de ellos es de Hortensia, personificada por la actriz Lila Kedrova, que le mereció un Oscar y el otro el de una bella, solitaria y enigmática cautivante viuda, personificado por la gran Irene Papas. La primera simboliza a la vieja Europa, a la vez noble, culta y desvergonzada, que ha buscado incesantemente horizontes y aventuras y que se ha quedado atrapada en tantos lugares del mundo, viviendo de las glorias del pasado, anhelando algún amor de verdad entre tantos viajeros que se acercan a su lecho de cortesana ilustrada. Solo lo encuentra cuando aparece algún Zorba dicharachero y atrevido que le adula y le susurra viejas y dulces palabras que reviven el pasado. Pero no habrá salvación ni cambio en esos puertos malditos. Sus habitantes, con quienes ha convivido por años, solo esperan la muerte de la vieja mujer para apoderase de sus cosas. La viuda, como contraste, simboliza a la belleza y al misterio femenino de las mujeres sencillas pero independientes, tantas veces apedreadas por la ignorancia y la envidia. Representa los valores que subyacen, la pureza original de los pueblos, que no alcanza a sobrevivir a los instintos primitivos, a los celos, los miedos y la venganza. Para ellas no hay liberación, si siquiera cuando algún Zorba valiente las defienda de las turbas asesinas, a modo de Cristo sanador. Las antiguas costumbres pueden ser todavía más fuertes que el poder de un valiente taumaturgo, además de que son traicioneras, maliciosas y obstinadas.

Zorba el griego, Anthony QuinnCacoyannis se recrea en las descripciones de la gente pueblerina utilizando escenas llenas de drama. Hay dos que son memorables: el pueblo entero encierra a la viuda para apedrearla y ajusticiarla, mientras ella trata de huir aterrorizada y valiente, su bella presencia y su cara de sufrimiento ante la injusticia, cada vez más impotentes y resignadas a su suerte. En otra escena, el pueblo entero en espera de la muerte de Hortensia, se va cercando lentamente su casa, metiéndose por todos los rincones, listos a apoderase de los trapos de la muerta, de sus joyas de fantasía y de los adornos; lideran la escena unas mujeres viejas, a modo de chismosas arpías y todo culmina en un arrebato desordenado de seres indiferentes ante la muerte que en unos instantes lo dejan todo vacío y desolado.

Cacoyannis nos va adentrando en la filosofía zorbiana dejando que sus frases sean expresivas y calmadas. No omite detalle, deja que el diálogo entre Zorba y Basil, tal como sucede en la novela, transcurra completo y sabio. Es un diálogo que va  más allá de lo verbal. Anthony Quinn, en el papel de su vida, lo expresa con gestos, con movimientos, con sonrisas atrayentes, música y danza, de tal manera que todos como Basil, quedamos sujetos al invencible encanto de sus palabras y continuamos declarando, como lo han hecho tantos, que hemos visto una obra maestra del cine.

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