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Takashi Miike: 30 años de perturbadora genialidad
Buscando entre títulos de la serie B, me detuve en la fría fotografía de aquella mujer desnuda envuelta en una suerte de plástico azul e inquietante sonrisa y fue suficiente para llevarla a casa, pero contrario a una noche de insulso humor negro y sangre a borbotones –pasaban sin filtro imágenes de todo tipo de tabú y del extremo del ser humano disfuncional–, Visitor Q (Bizita Q, 2001) es perturbadora y agobiante. Sin saberlo, estaba frente a uno de los directores más controversiales del cine contemporáneo, el voltaje de sus producciones no es para el espectador sensible, hasta los más osados también quedan perplejos.
En Yao, a las afueras de Osaka, era común crecer entre miembros de la yakuza, eran los vecinos, los amigos, era la gente con la se convivía, la clase obrera, un sector poblado por inmigrantes, en su mayoría coreanos. Es en este lugar, en 1960, donde nace Takashi Miike, uno de los cineastas más prolíficos de la actualidad. El entorno en el que crecía daba pocas opciones para un futuro lejos de pertenecer a la yakuza, pero se encontró con el motociclismo, pasión que, entre carreras y accidentes, le arrebató para siempre a más de un amigo. “… Solo después de un accidente sientes miedo y el sentido del peligro de lo que estás haciendo, tal vez porque éramos muy jóvenes, solo una semana después ya nos hacían falta las carreras; cuando volvía a mi motocicleta en esas ocasiones era doblemente emocionante, más de lo normal…”, cuenta Takashi en el libro Agitator (2006), de Tom Mess. Al ver las destrezas de otros chicos del barrio comprendió que no lograría mucho como piloto, pensó entonces en ser mecánico y pertenecer a un equipo profesional, pero esto le implicaba estudiar, en particular, matemáticas y física, lo que lo cuestionaba, pues nunca fue un buen estudiante; la otra opción era entrar a la yakuza, pero, igualmente, el oficio del gánster implicaba un gran sacrificio, cosa que no le convenció.
Esta suerte de guiarse por el menor esfuerzo lo llevó al lugar en el que se formaría como director; esta vez, con algo más que pequeños sacrificios, se encontró con extenuantes jornadas de trabajo. Tenía 18 años y, mientras estaba en Osaka, un anuncio en la radio lo lleva a Yokohama, donde promocionaban cupos para ingresar a la escuela de cine, la cual no requería exámenes de admisión. Esto fue música para sus oídos y la perfecta oportunidad para alejarse de su familia y salir del denso aire de Yao, que no prometía un buen futuro.
Como era de esperar, tampoco se interesó mucho en sus estudios, con un empleo de medio tiempo en un club nocturno era poco lo que asistía a clase, por rebeldía, su ausentismo fue un golpe de suerte y se le presentó una gran oportunidad, el director de cine Imamura Shohei buscaba estudiantes que quisieran trabajar gratis como asistentes de dirección, sus compañeros de clase estaban lo suficientemente ocupados en sus proyectos como para aceptar un trabajo no pago, así que, sin pensarlo mucho, aceptó.
Pasó diez años trabajando en diferentes proyectos para televisión, al lado de reconocidos directores de cine, como Toshio Masuda, Shuji Goto o Kazuo Kuroki; aprendía el oficio pasando largas jornadas en los estudios; poco a poco fue escalando de tercer a primer asistente de dirección, logro que llegó en 1991, con el director Hideo Onchi, en la producción de la película Shimanto-gawa, su último trabajo en calidad de asistente.
A finales de los años ochenta, Japón experimentaba un crecimiento económico importante después de la Segunda Guerra Mundial, los grandes inversionistas vieron en el V-cinema un gran negocio, el formato para video era de bajo presupuesto y buenas ganancias, las producciones se enfocaban en temas de acción con toques de sexo y comedia, permitía una mayor libertad de producción y menos censura. Por lo lucrativo que prometía el nuevo formato, las productoras ofrecían oportunidades a nuevos directores, este sería el terreno perfecto para que Takashi cultivara su carrera como director y explotara su talento y la particular forma de expresar sus ideas cinematográficas. En 1991, dirigió Eyecatch Junction (Toppuu! Minipato tai) y Lady Hunter: Prelude to murder (Redi hantaa: Koroshi no pureryuudo), producciones donde se vislumbra no solo el rasgo de la ultraviolencia, sino lo prolífico que podría llegar a ser. Eran los primeros pasos de uno de los directores más polémicos, no solo para el cine japonés sino para el cine mundial.
En la estética se hace evidente la fuerte influencia de la narrativa gráfica de la historieta japonesa, la cual ha trabajado de la mano con Hideo Yamamoto, como también la fuerza de su historia que refleja el peso del contexto en el que creció. Una infancia que vio, en primera fila, la cotidianidad del actuar de la sociedad Yakuza, un entorno cultural con una identidad ambigua, donde sentía que su forma de ver el mundo no encajaba del todo en la sociedad en la que vivía, y sumado a un padre que, por oficio, era soldador y, por diversión, apostador y bebedor fueron situaciones que forjaron su estilo de cine tan diverso como único.
Ciertamente, sus películas tienen un alto contenido de violencia, de sexualidad perturbadora que raya en el límite moral, en algunas de sus producciones usa un lenguaje cinematográfico no convencional y es esto lo que hace de él un cineasta que levanta ampolla. Tartan Asia Extreme fue, por muchos años, el principal distribuidor en Europa y Estados Unidos del cine alternativo del Este Asiático, pero la representación tan explícita de la violencia o ultraviolencia le costó la censura y varios cortes en sus producciones antes de ser lanzadas en el Reino Unido por parte del Consejo Británico de Clasificación de Películas.
Abundan sus detractores y hasta lo han considerado enfermo, ¡loco!, pues no tiñe de rojo las pantallas, las baña en sangre; no solo ruedan cabezas, se mutilan pies, brazos, manos; además, tiene una particular forma de representar la sexualidad, que linda entre la provocación y la aberración, en fin, es un festival de violencia extrema y sadismo para el espectador. En su defensa, Takashi argumenta que la violencia en sus películas no toma lugar en la pantalla, sino que habita en la cabeza de quien ve sus filmes, es el público quien crea y decide la intensidad y la severidad de las escenas, por tanto, si existe un fuerte choque frente a las imágenes, este se produce por su propia imaginación, así, entonces, el director pone en jaque a la audiencia para que asuma una posición crítica sobre las imágenes mostradas.
Pero no solo es la violencia la base de su cine, si bien tiene sus opositores, los admiradores de su versatilidad pesan más. Aunque Audition (Ôdishon, 1999) ha sido calificada como ultraviolenta, al igual que la censurada Ichi the Killer (Koroshiya 1, 2001) o Visitor Q (2001), considerada como una las más complejas de digerir, la aparente imagen transgresora de este japonés se desdibuja en el humor negro que le imprime a las adaptaciones de anime como Yatterman (Yattâman, 2009) o del manga Zebraman (Zeburaman, 2004), donde conjuga tantos elementos como posibilidades hay, llevando al espectador, audazmente, de lo bizarro a lo cómico y al culto. Para Tarantino, con quien trabajó en Sukiyaki Western Django (2007), “es uno de los directores más grandes de hoy”.
Amalgama sin miedo alguno y a su antojo todos los géneros posibles, es tal la diversidad de sus producciones que las películas inclasificables son, en el buen sentido, un “dolor de cabeza” para la crítica, se identifican elementos del terror y gore, una fuerte identidad con el anime, el manga y hasta la ciencia ficción hacen parte de su haber, muchas de ellas en un estilo peculiar son homenajes a clásicos. No es una mezcla al azar, se toma la libertad de incorporar gran cantidad de recursos, su genialidad radica en la capacidad de encontrar las conexiones entre esos elementos que resultan en narrativas sólidas y un carácter de transversalidad. Con un centenar de películas en sus treinta años como director, puede decirse que ningunos de los títulos atribuibles a su trabajo comprende la extensión temática con la que desarrolla sus propuestas, su talento rompe las reglas, la estructura y los estilos, tampoco se encasilla, considera que son el público y la crítica quienes, a su albedrío, pueden ubicar o categorizar sus obras, pues “hacer una película multigénero es natural”, se transitan de manera orgánica, y por el contrario, establecer fronteras obstruiría su potencial creativo.
El contexto de la Osaka en que Takashi creció, marcó una identidad a la deriva, no reconoce esta ciudad como su lugar natal al cual retornar, además de sus raíces coreanas con las que poco contacto tuvo y un entorno social en el que nunca logró sentirse cómodo se reflejan en el uso de personajes no japoneses, retrata a la población marginada venida de otras culturas, haciendo frente a la homogeneidad japonesa de la ideología kokutai, cuestionando así a su propia sociedad. Sin embargo, al ver sus películas, evidencia un profundo conocimiento y ritualidad de su cultura, es cuidadoso al marcar esos detalles no solo en producciones como Hara-kiri, muerte de un Samurai (Ichimei, 2011) o 13 Asesinos (Jûsan-nin no shikaku, 2010), sino a lo largo de todos sus rodajes.
En sus propuestas rechaza el heroísmo con fines morales, por el contrario, aborda lo social, lo sexual y los tabúes contemporáneos, llevando al espectador a una confrontación sobre los límites de las normas del comportamiento social, pero no lo hace con una intención política específica, de hecho, vista su trayectoria, es reacio a las normas narrativas de estilo o lenguaje cinematográfico establecido, aunque esto lo hace, en efecto, político, correcto o incorrecto, ya depende de quién y desde dónde lo ve.
Este panorama de imágenes perturbadoras, de temas escabrosos y la presencia de los clásicos podrían dibujar a Takashi como un ser oscuro, de difícil acceso, pero es lo contrario, se aleja de las pretensiones del mainstream, es una persona que dialoga con sencillez, es pausado en su hablar y en sus movimientos, a las preguntas de los medios responde puntual y con certeza, reflexiona cada cuestionamiento, no titubea ni se desvía. Es un hombre serio, pero con un ácido sentido del humor. Obviamente, no se esperaría menos de él. Es un director que detrás de cámaras está en permanente construcción, no tiene ínfulas de dominio en la realización, está de lleno en cada escena, hombro a hombro, con su equipo de producción, goza su trabajo y lo hace con una religiosa disciplina, es coherente en su discurso y no se encasilla ni se pierde en la gloria de las estrellas, tiene presente el camino recorrido, los grandes esfuerzos que lo hacen hoy un director inagotable. Es que ha filmado hasta cuatro películas por año, pero sin la obligación de la demanda comercial, sino por su genial capacidad y arduo trabajo.
Su cine no es para todo el público, pero cuando se conoce cada vez más el contexto de las temáticas que desarrolla, cuando se desprenden la taras del tabú y se comprende ese uso de la violencia que, si hace mella y nos confronta de tal manera, es, tal vez, porque está dolorosamente fuera de la ficción, y Takashi la condensa ante nuestros ojos de forma visceral. Este cine puede ser explorado de una manera diferente, quizás no menos controversial, pero sí donde se dilucide el subtexto y, por qué no, un enfrentamiento más certero con nuestros obtusos imaginarios.
BIBLIOGRAFÍA
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