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Tarkovski, Erice, Lacuesta: tres directores en torno a la pintura
La pintura y el cine son dos disciplinas artísticas que han dialogado entre sí en numerosas ocasiones, bien a través de documentales, bien a través de biopics más o menos canónicos que presentaban la vida de algún gran pintor. De todas maneras, a la hora de aproximarme a las fructíferas relaciones existentes entre las artes plásticas y el séptimo arte, he decidido detenerme en la obra de tres directores que, aunque, en un primer momento, parece que no tengan demasiado que ver entre sí, guardan muchos más puntos de contacto de los que cabría esperar. A lo largo de estas líneas, tres serán los directores convocados: Andrei Tarkovski, Víctor Erice e Isaki Lacuesta. Los tres, con formatos y estilos distintos, se han ocupado de la pintura en sus filmografías.
Tarkovski, en su segundo largometraje como director tras La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), firma un monumental fresco histórico ambientado en la Rusia del siglo XV, Andrei Rublev (1966), que tiene como protagonista principal al pintor de iconos. Resulta curioso comprobar cómo Tarkovski, el gran cineasta del tiempo –uno de sus ensayos se titula, no en vano, Esculpir en el tiempo– rueda, en riguroso blanco y negro, uno de las más atípicos biopics jamás dedicados a un pintor. Aunque se ocupa de la vida de Rublev cuando pinta los iconos de la catedral de la Asunción del Kremlin y de la catedral de la Dormición en Vladimir, en ningún momento, salvo al final de la película, contemplamos su obra. El film se concibe a modo de retablo, una de las expresiones artísticas propias de la época medieval. Hay en Andrei Rublev una reflexión sobre el arte, sobre el compromiso del artista y sobre el pasado histórico de Rusia. Nunca muestra al artista trabajando, pero sí lo presenta cuando sale del monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio, en su camino a través de un país lleno de contrastes y tensiones, fruto de su naturaleza doble, ya que Rusia es, a un mismo tiempo, oriente y occidente.
Hay en Andrei Rublev un viaje iniciático, una suerte de bildungsroman, en el que el joven monje, antes de convertirse en el gran pintor de iconos, conoce su país y se reafirma en sus creencias religiosas. La película consta de un prólogo al que le siguen ocho fragmentos que abarcan veintitrés años de la vida de Rublev, desde 1400 hasta 1423. Sin duda, una de las mejores escenas es el diálogo entre el propio Rublev (Anatoliy Solonitsyn) y Teófanes el Griego (Nikolai Sergeyev), su maestro, acerca del arte. El sentido de arte y su relación con el poder son dos de los temas centrales de la película, que, no obstante, tiene algún acierto visual magnífico, como cuando presenta la Crucifixión de Cristo en un paisaje nevado.
Y, si bien Andrei Rublev se ha rodado toda en blanco y negro, Tarkovski se reserva el uso del color para el final, cuando presenta las verdaderas pinturas de Rublev, esos iconos por los que es mundialmente conocido. Los tizones de un fuego que se extingue toman, en primer lugar, el color de las ascuas, y una disolvencia en rojo nos conduce hasta la obra de Rublev, que, hasta ahora, no había sido mostrada: primero, detalles muy próximos; después, los frescos enteros. Carlos Tejeda, en su monografía sobre el cineasta, lo afirma así: “Con el acompañamiento de un coro litúrgico, Tarkovski muestra detalles de los iconos de Rublev que culminan con el de la Trinidad, que se considera su obra maestra. Detalles que sugieren la anticipación del arte abstracto, el suprematismo o el arte conceptual. Es el arte como medio sublime para representar la espiritualidad y la esencia de la existencia humana. Pero también la explosión de creatividad de un Rublev que ha vuelto a despertar a la vida” (Carlos Tejeda, Andrei Tarkovski, Madrid, Cátedra, 2010, p. 281).
El propio Tarkovski, en Esculpir en el tiempo, se ocupa de Andrei Rublev: “Al principio parece que para su protagonista la cruel verdad vital está en contradicción absoluta con el ideal de la armonía de su creación artística. Pero la afirmación central de esta película es precisamente el hecho de que un artista solo será capaz de expresar el ideal moral de su época si no huye de sus sangrientas heridas, si las vive en su propio cuerpo, en su propia vida. El trascender en nombre de un quehacer superior una verdad ‘baja’, experimentada en toda su crueldad: esa es la verdadera misión del arte, que en esencia es algo casi religioso, una toma de conciencia sagrada de un alto deber espiritual” (Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo, Madrid, Rialp, 1991, pp. 195-196).
Esta última reflexión puede servir para enlazar Andrei Rublev con la segunda pieza de este tríptico, El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992), una obra maestra, como la película de Tarkovski, pero cuyo planteamiento es radicalmente opuesto. El sol del membrillo es, hasta la fecha, el tercer largometraje de Víctor Erice tras El espíritu de la colmena (1973) y El sur (1983). A caballo entre el documental y la ficción, Erice se aproxima al trabajo cotidiano del pintor Antonio López. La cinta comienza el 29 de noviembre de 1990, cuando Antonio López está montando el bastidor para un nuevo lienzo. Hay un escenario determinado: el chalet madrileño en obras, cercano a la estación de Chamartín, en el que el pintor de Tomelloso trabaja pero no vive. Allí, en el jardín, le aguarda un membrillero, que él mismo ha plantado cuatro años antes, que pretende plasmar en óleo.
En realidad, El sol del membrillo es, antes que una película sobre la pintura, una auténtica reflexión sobre el paso del tiempo y la contemplación de la vida. He ahí el auténtico milagro, no en el cuadro que pinta Antonio López, sino en el membrillero que contempla día a día, cuando trata de representarlo en todo su esplendor. Sin duda, uno de los mejores momentos es cuando le preguntan por qué no utiliza una fotografía para fijar el membrillero en un momento de luz y color óptimos, a lo que él contesta que lo que le gusta realmente, lo que le parece maravilloso, es precisamente estar junto al árbol, pasar las horas junto a él tratando de captar su esencia. La pintura, en ese momento, se convierte en algo accesorio frente al milagro de la vida, y el membrillero se transforma en una criatura a la que hay que proteger del viento y de la lluvia.
Mientras Antonio López trabaja junto al membrillero, unos albañiles polacos se encuentran reformando la casa; al mismo tiempo, María Moreno y José Carretero se dedican a su arte en otras estancias de la casa. El sol del membrillo es casi un diario filmado del trabajo del pintor. Poco a poco, tras los demorados y pacientes preparativos, la imagen del membrillero se va plasmando sobre el lienzo, primero en forma de óleo. Ahora bien, llega un momento, el 25 de octubre, en que el pintor decide dar por concluido el óleo y empieza un dibujo, en el que estará trabajando hasta principios de diciembre, cuando los membrillos empiezan a desprenderse del árbol. Aquí acabaría, en realidad, la parte documental de El sol del membrillo, pero Erice no renuncia a contar la historia del membrillero y sus frutos, por eso nos muestra cómo los membrillos caídos se van pudriendo en el suelo y cómo, llegada la primavera, el membrillero ofrece nuevas flores que pronto se convertirán en frutos. No hay mejor metáfora del paso del tiempo ni de la vida, aunque ha sido el arte, tanto pictórico como cinematográfico, el que ha conseguido que el membrillero vaya más allá de las tapias del jardín.
Uno de los grandes aciertos de la película son las conversaciones entre Antonio López y Enrique Gran, un pintor amigo que lo visita en un par de ocasiones. Gran murió en un incendio en su estudio de Madrid en 1999, con lo que El sol del membrillo se ha convertido, involuntariamente, en un homenaje a su memoria. Como afirma Antonio López, “en un árbol está contenido el universo”. Eso es precisamente lo que vemos en El sol del membrillo y en toda gran obra maestra: un universo en miniatura.
Y, si de la Rusia del siglo XV nos hemos trasladado hasta el Madrid de los años noventa, es hora de seguir nuestro descenso hacia el sur y llegar a África, concretamente a Mali, al país Dogón, lugar al que nos han llevado el director Isaki Lacuesta y el artista plástico Miquel Barceló. La última pieza de este tríptico tiene una doble dimensión: por un lado, una película de ficción titulada Los pasos dobles (2011); por otro, el documental El cuaderno de barro (2011). Lacuesta es el director de ambos trabajos, pero Barceló se encuentra en el origen de los dos. Lacuesta pretendía unir ficción y documental en una misma cinta, pero pronto se dio cuenta de que cada proyecto necesitaba su propio espacio creativo. Lo realmente curioso es que Los pasos dobles se encuentra muy en la línea de Andrei Rublev, mientras que El cuaderno de barro está muy relacionado con El sol del membrillo.
Los pasos dobles trata de reconstruir la vida del desaparecido pintor François Augiéras, una suerte de alter ego del propio Barceló, que fue quien se lo dio a conocer a Isaki Lacuesta: “La primera vez que escuché hablar sobre el ‘diablo eremita’ fue en el taller de Miquel Barceló: este me mostró algunos de los cuadros de Augiéras, y por aquel entonces aún no sospeché que acabaría inspirándome en ellos para rodar varias secuencias de Los pasos dobles. Barceló me contó aquel mismo día la historia del búnker misterioso. En el desierto africano, Augiéras encontró un búnker militar y lo cubrió por completo de frescos, como una suerte de Capilla Sixtina en medio de la nada. Augiéras decidió que la mejor forma de preservar sus pinturas era dejar que la arena las escondiera, hasta que ‘el hombre del siglo XXI’ volviera para encontrarlas. Augiéras también era un tipo extremadamente juguetón, y así, nos dejó escritas unas pocas y contradictorias pistas sobre el paradero de aquel búnker”.
Si Tarkovski trazaba en Andrei Rublev un viaje iniciático que concluía mostrando los frescos del gran pintor de iconos, Lacuesta reconstruye, por un lado, la vida del propio Augiéras, pero, por otro, muestra la búsqueda de ese búnker perdido en mitad del desierto, cerca del mar. Como ocurría en Andrei Rublev, Los pasos dobles se cierra con las imágenes de algunos cuadros pintados por Augiéras.
En cuanto a El cuaderno de barro, en realidad se trata de un documental escindido de la película anterior, ya que, si bien iba a estar integrado en un mismo metraje, al final se tuvo que separar porque había cobrado entidad propia. El sol del membrillo nos mostraba a Antonio López trabajando; El cuaderno de barro hace lo propio con Miquel Barceló, lo que ocurre es que Barceló tiene un taller en África, lugar al que lleva el espectáculo Paso doble, diseñado junto a Josef Nadj. Hay en El cuaderno de barro una reflexión sobre el tiempo y la caducidad de todos los soportes, tal como enseñan las termitas africanas, capaces de devorarlo todo. Por eso, al final, quizás debamos replantarnos el viejo tópico latino de ars longa, vita brevis y reformularlo en estos términos: omnia brevia. Al cabo, nada sobrevive a todo.
Muy buena nota. Por supuesto que hay muchas más películas en torno de los pintores y sus obras, pero estas tres son muy representativas.
Querido Guillermo:
Muchas gracias por tu comentario. Efectivamente, solo se trata de un apunte sobre un tema que resulta mucho más amplio. Un abrazo grande de
Joaquín Juan Penalva