Series de TV
True Detective
En esta aparente edad dorada de las series de televisión ya no sorprende la irrupción de algo como True Detective. Un dúo protagónico de fuerte presencia cinematográfica (y con Matthew McConaughey en plena racha de legitimación actoral), un showrunner proveniente del mundo de la literatura policial y la producción de HBO oficiaban de firewall contra todo prejuicio, haciendo sumamente improbables las chances de que nos encontráramos frente a un bluff en un terreno que últimamente viene “pifiando” más bien poco en cuanto a apuestas de ficción (se me ocurre pensar únicamente en Luck, aquel malogrado potro de carreras de HBO cuya suerte se diluyó junto a la vida de unos cuantos equinos muertos en rodaje que imposibilitaron su continuidad). En todo caso, si había un factor de presión extra sobre los hombros de Nic Pizzolatto (creador y guionista) y la dupla Harrelson-McConaughey, todos ellos productores ejecutivos de True Detective, ese debía ser el elevado número de viudos y huérfanos de las ficciones televisivas desamparados por la finalización de Breaking Bad o el impasse de Game of Thrones, y con un paladar demasiado curtido en estas sofisticadas y virtuosas epopeyas de Gilgamesh a las que el cine vino a impregnar de bendiciones formales (¿Cuáles serán mejores hoy por hoy? ¿Las series o las películas? ¿Cuáles se retroalimentaran de las otras?).
Estamos en el sur de Louisiana. Dos detectives ya retirados del cuerpo de Investigación Criminal son interrogados separadamente por dos agentes de la policía estatal. Hace diez años atrás interrumpieron de manera escandalosa y por razones desconocidas un vínculo profesional de por sí conflictivo y accidentado que, sin embargo, los había llevado a concluir una investigación en torno a un asesino serial. Crímenes cometidos a mediados de la década del noventa, con una puesta en escena de clara iconografía religiosa, bajo el amparo de instituciones políticas y educativas, unos diez años antes de que los huracanes descargaran su furia bíblica sobre esos pantanos trágicos del delta del Mississippi, con la total desatención de los estados centrales como cómplice inesperado. Si bien hubo un supuesto incriminado que pagó por estos crímenes, la espiral de violencia aún no se detuvo, y los detectives Martin Hart (Woody Harrelson) y Rust Cohle (Matthew McConaughey) no parecen haber cerrado todos los círculos.
La primera mitad de la serie funciona como un muy extenso flashback reconstruido a partir de las actuales declaraciones de los ex colegas, cuyas suertes corrieron igual o peor destino que el de aquel territorio salvaje asolado por vientos embravecidos e incendios forestales. La acción se retrotrae a 1995, cuando Marty y Rust empiezan a investigar el homicidio de una prostituta brutalmente violada y torturada, con simbología religiosa impresa en su cuerpo. El poder de intuición del detective-chamán Rust permite deducir que este no ha sido el primero ni tampoco el último de los crímenes que su autor decidió perpetrar. Indagando en archivos y expedientes, los oficiales comprueban que hubo una serie de muertes previas que pasaron bastante inadvertidas para las autoridades de su tiempo. A partir de aquí empieza una trama de investigación bastante frecuente en las ficciones cinematográficas de mediados de los noventa que tienen en Pecados Capitales (Se7en, David Fincher) a su patriarca narrativo. Tampoco faltan los habituales contrastes en el binomio protagónico, contraponiendo el pesimismo intelectual y alucinógeno de Rust con la hipocresía moral y la pacatería de Marty. Fricciones conceptuales y culturales ilustradas con las largas y desoladas parrafadas pseudo-existencialistas de Rust, también puntuadas con los desastrosos intentos de Marty por mantenerse como fiel esposo, padre ejemplar o policía sobrio. El contraste aflora también en el interrogatorio actual, diecisiete años después de esta primera colaboración policial entre ambos detectives. Rust declara con mirada extraviada, latas de cerveza, cigarrillos y sentencias de brutal pesimismo sobre la condición circular del tiempo y la involución de la especie humana. Marty lo hace con cierta frustración y melancolía a cuestas, pero con los pies siempre bien puestos en la tierra. El futuro de ambos se parece demasiado y se intersecta en ese interrogatorio actual que se ve interrumpido abruptamente en la segunda mitad de la serie, cuando el dúo de detectives retirados decide retomar por cuenta propia el curso de la fallida investigación.
La serie está impecablemente fotografiada y sus recursos suelen ser apropiados y pertinentes al desarrollo de los acontecimientos. Hay un privilegio enorme del paisaje impregnado de un feísmo que, curiosamente, no adolece de ambigüedad estética, como ocurría en la mencionada Pecados Capitales. Lo feo aquí resulta auténtica, genuinamente feo. El paisaje industrial está perfectamente ensamblado a la construcción de los personajes, como puede apreciarse con bastante claridad en la secuencia de presentación de la serie. El ritmo interno de cada episodio es equilibrado y justo, y el espectador cuenta siempre con el tiempo necesario para procesar toda la información necesaria sin que se la resalten con groserías formales. La música interviene de manera adecuada, casi orgánica, con previsibilidad pero nunca con obviedades. Instituciones mentales, escuelas religiosas abandonadas, campamentos de prostitutas o de motoqueros, clubes nocturnos, iglesias incendiadas. En todo subyace el rastro de huracanes, inundaciones y todo tipo de desgracias fluviales por venir, sumado a la desprotección total de las autoridades. Ni la política ni la educación y, menos aún, la religión son aspectos que contribuyan a proteger la vida de la gente en este recorte sureño de True Detective. Solo la moral resquebrajada de estos dos personajes desamparados parece funcionar como estrecho corredor hacia la luz final del túnel.
True Detective podría haber sido una astuta actualización de cierta tradición neo noir mezclada con guiños pulp y algún eco literario del gótico sureño (Flannery O’Connor, H.P. Lovecraft). Sus referencias literarias son explícitas y algún sitio de Internet se encargó de revelarlas. El propio Nic Pizzolatto aludió en entrevistas a la obra del escritor Robert Chambers, precursor de Lovecraft y autor del mítico El Rey de Amarillo, al que toma prestado para ocultar la identidad del asesino principal de la serie, al igual que Carcosa, sitio ficcional creado por otro contemporáneo de Chambers, Ambrose Bierce. Pero la inteligencia de la serie pasa por otro lado, un poco alejado de asesinos virtuosos con discurso social o complejos patrones criminales recargados de simbología. Su grandeza tampoco descansa en los talentos actorales en juego (a la indiscutible sociedad Harrelson & McConaughey, también habría que sumar a Michelle Monaghan, con su serena tristeza y resignación, en un registro actoral medido y nada intenso). La formidable planificación escénica y el trabajo de cámara de la serie son, sin duda, uno de sus puntos más altos, alcanzando su expresión más pura y lograda en el final del cuarto episodio, un impresionante raid violento mostrado en una única toma, que repercutió fuerte en redes sociales, artículos de blogs y videos en You Tube. Pero mucho de todo esto sería pura superficie lustrosa si no fuera porque se trata de un producto de enorme sensibilidad geográfica donde el paisaje pareciera respirar, construyendo una atmosfera inquietante. En ese curioso panteísmo agnóstico descansa el enorme poder de convicción de True Detective, aunque sobre el final haya pretendido atar todos los cabos sueltos y reafirmar su condición de hit narrativo de la temporada.
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