Críticas
Enfrentándose al desconcierto
Un diván en Túnez
Un divan à Tunis (Arab Blues). Manele Labidi Labbé. Francia, 2019.
Selma es una psicoanalista tunecina que lleva años viviendo y estudiando en Francia. Cumplidos los treinta y cinco, decide volver a su país con el objeto de rehacer la vida e intentar encontrar su identidad, instalando una clínica para dedicarse a su profesión. Pero las cosas no van a venir tan rodadas como quizás imaginaba. El filme se sitúa tras la revolución de 2011 y se trata del primer largometraje de la directora franco-tunecina Manèle Labidi. Se inició en la realización con un corto, Un chambre à moi (2018), basado en el ensayo Una habitación propia de la escritora británica Virginia Woolf. Curiosamente, en este número de la revista hemos analizado dos películas que coinciden en el origen tunecino de sus autores, en la coproducción francesa, en su año de estreno y en los momentos y el lugar en los que se desarrolla la trama. Nos referimos, además de la que ahora estamos comentando, a A son, del director Mehdi M. Barsaoui. Aparte de todo ello, creemos que pocas coincidencias adicionales podrán esbozarse.
La autora de Un diván en Túnez, nacida en Francia e hija de emigrantes tunecinos, se adentra con dicha obra en una historia de vuelta a las raíces. Y el principal problema que encontramos en la película es la elección del punto de partida en relación con el género en el que se pretende transitar. Y el error consiste exactamente en intentar convertir en una comedia lo que en realidad es un drama. Selma vuelve a sus orígenes, pero en su naturalidad no engaña a nadie. Sus familiares, que permanecieron en la tierra natal a pesar de dictadores y revoluciones, se preguntan por qué ha vuelto. Casi todos, por no decir todos, hubieran dado la fortuna que no tenían ni tienen por haberse exiliado tanto en su momento como en la época en la que se desarrolla el filme (en este último caso, las máximas frustraciones parten de los más jóvenes). Selma regresa orgullosa y sin muestras de fracaso, con la peregrina intención de montar una clínica para los “chalados” locales. Un sinsentido que nadie acepta de buen grado: ni los familiares mencionados, ni funcionarios, ni amistades, ni conocidos.
La obra se rodea desde el inicio de una especie de “buena onda”, de una forma de presentar los conflictos de manera adulterada, enfrentándose a los problemas con una actitud evasiva o escapista. Y no se duda en insertar situaciones inexplicables que se intentan manejar evitando la profundidad y apelando a la sonrisa. Incluso tampoco hay vacilación en poner en boca de personajes chistes de bajo calado o incluso de grueso trazo. Entre las primeras, esto es, esas tesituras incomprensibles, se sitúa el inaudito fenómeno de que Selma pretenda instalarse en Túnez y abrir consulta sin la habilitación y los permisos correspondientes. Y en lo referente al segundo punto, a los chascarrillos o salidas chistosas, se encuentran las ocurrencias de mal gusto referentes a personas transexuales o transgénero; también se tiran dardos a políticos con mayor o menor veneno, según gustos. Así, no faltan referencias a Donald Trump, a Vladímir Putin o a exdictadores varios, incluso locales.
La película cuenta a su favor con un guion muy ágil, aunque probablemente reiterativo, si comparamos la corta duración en minutos del largometraje y la sensación que queda en cuanto a la dilatación de los mismos. El filme, además, deriva hasta lo onírico y procura su traslado a la realidad, aprovechando los caminos psicoanalistas y freudianos que transita. También a su favor, pensamos que la obra crece con esa metáfora que se establece entre la necesidad de terapia que precisa tanto un país como sus habitantes, tras la salida de un régimen autoritario que amordaza el pensamiento libre. Una situación que se desdobla entre lo nacional y lo personal, precisando de una “reconstrucción” global. Cabe igualmente señalar aquí el acierto en la atractiva iluminación de la obra, que destaca el carácter mediterráneo del país con una luz y un brillo potentes, acrecentados con tonalidades muy saturadas.
Merece párrafo aparte la interpretación de la actriz protagonista, de Golshifteh Farahani. Ya nos encandiló con su actuación en la entrañable Paterson (Jim Jarmusch, 2016). Y al ver esta nueva aparición en pantalla, nos ratificamos en la sensación de que a esta mujer le quiere la cámara y con su presencia frente a ella, es capaz de acumular toda la atención de forma intensamente seductora. Además, hay que tener en cuenta que Selma, su personaje, está conformado con carácter serio y casi encerrado en un mundo interior. Golshifteh Farahani se convierte en el pilar fundamental de la obra, haciendo que en el plano todo lo demás pase a un carácter secundario. Hasta sobrelleva con dignidad el postureo que en ocasiones debe adoptar a cuenta de su idiosincrasia como “discípula” de Sigmund Freud o de su presunta situación de mujer liberada.
Precisamente, conectando con la supuesta personalidad de Selma, que hemos denominado, entre otros rasgos, como mujer independiente y libre de ataduras, llegamos a la mayor trampa que contiene la obra de Labidi. Pues bien, esa persona autosuficiente que parece estar mejor sola que mal acompañada, resulta que tiene ambiciones y dependencias distintas. Una trampa para el público que encierra el guion del filme. Liberaciones o luchas feministas que se precipitan en el lodo con la patética escena que cierra el largometraje. Después de palabras y más palabras, a los seres humanos se les conoce por sus hechos. Ya decimos, un ardid que pretende empatizar con el mayor número de espectadores, creemos que con manejos erróneos y conclusiones patéticas.
Para terminar, nos ha quedado un sabor ácido con el panorama que la realizadora elabora de Túnez. Ya hemos dicho que la acción se sitúa hace algunos años, tras la revolución de 2011, pero la imagen que percibimos es la de un país muy retrasado en casi todos los aspectos; que funciona de mordida en mordida; que tiene encerrados dentro de los armarios a demasiados seres humanos; que juega en la opacidad con drogas como el alcohol; que arrastra excesivos traumas infantiles o familiares. Una nación que juega a la modernidad y a lo más rancio, sin salir de lo segundo y pretendiendo llegar a lo primero. No olvidamos que la trama se desarrolla alrededor del diván de una psicoterapeuta ni las especiales condiciones políticas y sociales en que se encontraba el estado tras dictaduras y sublevaciones. Pero quizás, dicho panorama sombrío no era estrictamente necesario. Es probable que esta triste constancia derive de la visión de un país por ojos que, aunque se pretenda lo contrario, se han convertido en extraños en la tierra de sus antepasados.
Tráiler:
Ficha técnica:
Un diván en Túnez (Un divan à Tunis (Arab Blues)), Francia, 2019.Dirección: Manele Labidi Labbé
Duración: 88 minutos
Guion: Manele Labidi Labbé
Producción: Kazak Productions, Arte France Cinéma
Fotografía: Laurent Brunet
Música: Flemming Nordkrog
Reparto: Golshifteh Farahani, Majd Mastoura, Hichem Yacoubi, Amen Arbi, Ramla Ayari, Aïsha Ben Miled, Feryel Chammari, Moncef Anjegui, Moncef Ajengui
Buena crítica, enhorabuena. La película no me convenció, un punto de vista excesivamente francés, un costumbrismo fácil que no intenta profundizar antropológicamente, falta de credibilidad en el guión y falta de profundidad en secundarios e historias paralelas. Intenta abarcar y se queda in medias res.