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Una década convulsa: American Gangster (Ridley Scott, 2007)
American Gangster (2007) es una producción que fue rechazada en su día por el cineasta Oliver Stone y, posteriormente, por Anthony Fuqua, antes de que se hiciera cargo de ella Ridley Scott. A pesar de que la idea del film parecía encajar antes con otros directores, Scott aceptó este proyecto que no era tan lejano a su forma de trabajo, narrando la historia del conocido narcotraficante Frank Lucas, enmarcado en escenarios desesperanzadores y descompuestos por la corrupción que asolaba las calles del Nueva York de 1968.
El famoso mafioso de origen afroamericano Frank Lucas —interpretado por Denzel Washington— toma el poder del imperio del narcotráfico en Harlem, tras atestiguar la inesperada muerte de su jefe, para el cual trabajaba tan solo como chofer. Frank interpreta esa situación como la gran oportunidad de su vida, tomando las riendas del negocio y realizando su propia idea del American way of life.
Este negocio de sustancias ilegales se aprovechaba, mediante una serie de importantes contactos situados en el ejército estadounidense, importando heroína a través de una ruta del sudeste asiático durante la guerra de Vietnam, consiguiendo unos precios y unas condiciones con las que el resto de mercados no podía competir. De esta manera, Frank continúa subiendo peldaños y quitándose a peones de por medio, ya que a cuantos menos intermediarios, mayores serán los beneficios obtenidos.
Durante el ascenso al hampa de este antiguo chofer, el agente Richie Roberts —interpretado por Rusell Crowe—, uno de los pocos policías honrados que parecen quedar en el cuerpo, intentará detener el avance del mafioso Frank Lucas y su imperio de la droga. El lado marginal de Richie le ayuda a desenvolverse con su instinto en las calles, donde rápidamente se da cuenta de que algo está cambiando, sin embargo, este carácter profesional colisiona con su vida, que se desmorona, mostrándose también de forma deleznable como un padre desastroso y un marido infiel.
Nos encontramos ante otra historia más sobre gangsters, donde se repiten ciertos arquetipos y códigos ya conocidos anteriormente por el género. Pero el film no se quedará ahí, ya que la enorme fuerza del agitado contexto que se vivía en esos últimos años de los 60 en Estados Unidos, permite la plasmación de un escándalo como la de este ejército americano que aprovecha su situación en Vietnam para introducir sustancias farmacológicas prohibidas en su propio país.
Ridley Scott se sirve de esta famosa historia sobre el narcotraficante Frank Lucas para realizar también una crítica a las altas esferas del ejército, que de manera corrupta actuaban como intermediarios, utilizando su intervención en Vietnam, para enviar aviones militares llenos de heroína de una gran pureza.
El film pretende mostrar la nueva realidad que ha llegado a las ciudades más modernas de Estados Unidos, donde en las calles se empieza a gestar un clima de violencia y desigualdades, que surgen debido al aumento de control y poder de las mafias. El espíritu de gangster que representa Frank se relaciona perfectamente con su gran espíritu de empresario, convirtiéndolo en un sujeto frío y calculador, que adquiere unos valores que antepone sobre cualquier cosa, mientras miles de personas mueren en las calles a causa del veneno que les proporciona.
Nuestros dos protagonistas —interpretados por Denzel Washington y Russell Crowe— representan en este contexto la distinta cara una misma moneda: pertenecen, cada uno, al lado opuesto de la ley, pero guardan en común más parecidos de lo que en un principio pueda resultar. Ambos personajes se construyen a sí mismos con base en su ética personal, la cual está por encima de todo, aunque sea, en ocasiones, una fuente de conflictos a la hora de realizar y alcanzar sus metas.
Frank utiliza este discurso para eliminar a cualquier peón sin ningún tipo de miramiento, siempre que la situación lo requiera, es capaz de hacer cualquier cosa por proteger el imperio que ha construido. Se preocupa porque quiere que su producto sea el mejor que circule por las calles, a pesar de que la heroína ya se ha convertido en una epidemia cuyas consecuencias han sido desastrosas, pero todo esto no quita su preocupación por su familia, a la que dice intentar brindar lo mejor que tiene.
De esta moral que adopta el narcotraficante, se pueden explicar también ciertos aspectos de Richie, el policía que no ha tomado nunca ni un centavo que no le perteneciera, un motivo que hasta le ha costado cierta exclusión por parte del resto de agentes neoyorkinos que sí cobran comisiones y utilizan su posición de privilegio para perpetuar la corrupción. Sin embargo, estos valores los apreciamos, a la vez que podemos comprobar cómo engaña a su mujer y manipula a quien sea con tal de conseguir sus cometidos.
A medida que avanza el film conoceremos más a estos dos solitarios personajes, que irán equilibrando una balanza general en la que —tanto en lo personal como en lo profesional— parece que el ascenso de uno conlleva el hundimiento del otro, hasta que el clímax de la película nos lleva a su última parte, donde sus caminos se cruzarán para poner fin a una situación que ha llegado demasiado lejos.
Ridley Scott aporta una perspectiva turbulenta de lo que significa el tan mitificado sueño americano, bajando a la aristocracia estadounidense del pedestal en el que se había alzado, y al que el espectador medio estaba acostumbrado a ver en las representaciones cinematográficas. En esta América de los años 70, se nos presenta una Nueva York que funciona como espejo de la nueva sociedad traumada por la guerra de Vietnam, junto a la agresiva expansión del opio y la heroína que introducían los soldados estadounidenses destinados a la guerra. En términos de Lipovetsky, podríamos considerar el desarrollo de este contexto como la introducción de una cultura hedonista que busca una satisfacción inmediata, placeres y bienestar.
Los 60 fueron una década tremendamente convulsa en los Estados Unidos, desde John Fitzgerald Kennedy, su breve mandato y asesinato, hasta Lyndon Baines Johnson, en una década marcada por unas políticas que pretendían tapar las vergüenzas que ya eran evidentes por el ciudadano norteamericano sobre la barbarie que estaba teniendo lugar en la guerra de Vietnam. De este modo, Ridley Scott supo ser justo en su representación, pero sin ser infiel a la tradición cinematográfica que exige el género y que han construido los clásicos precedentes, incorporando montajes paralelos y un diseño de producción ambicioso, desde el reparto hasta la propia línea narrativa que se desenvuelve a lo largo de los 157 minutos.
Por otra parte, la cuidadísima fotografía que corre a cargo de Harris Savides y la música de Marc Streitenfeld contribuyen a aligerar el ritmo de la narración de una película larga, donde también entra en escena un gran número personajes diferentes. En este apartado del elenco de actores secundarios destaca una mayoría de origen ítaloamericano, una decisión bastante acertada que aporta más veracidad a la historia y a la puesta en escena.
Pero, a pesar de esta plantilla de actores, y de más de una impactante escena que quedará en la memoria de muchos, la película se desenvuelve en sí misma con ciertos clichés que alargan una trama que ya sonará al espectador de otras películas estadounidenses sobre gangsters, generando así algunos altibajos en su aspiración de convertirse en un nuevo clásico del género.