Una pastelería en Tokio

Una pastelería en Tokio es una película tan pequeña, tan demorada y tan exquisita que lo único que desentona realmente en su conjunto es el largo (y confuso) título que le han puesto para su estreno en España. El título original, An, hace referencia, no al establecimiento que regenta el protagonista, sino a los dorayakis, unos pastelillos rellenos de una salsa dulce de alubias llamada anko. Se trata, en realidad, de una pequeña pieza de cámara escrita y dirigida por la prolífica y polifacética directora Naomi Kawase, realizadora de títulos como El bosque del luto (Mogari no mori, 2007) o la muy reciente Aguas tranquilas (Futatsume no mado, 2014).

La historia que se plantea en Una pastelería en Tokio, basada en la novela de Durian Sukegawa, está construida con elementos mínimos, de manera que se aproxima más a un poema fílmico que a una narración convencional. De hecho, durante buena parte de las casi dos horas de metraje el espectador llega a pensar que no se va a mover del escenario principal, que es la tienda de dorayakis. Todo lo que ocurre parece situarse en torno al pequeño y modesto local que regenta Sentaro (Masatoshi Nagase), al que una buena mañana llega Tokue (Kirin Kiki), una anciana que pide trabajo. Sobre estos dos personajes y su relación profesional se articulará casi toda la película, si bien, a partir de un determinado momento, cobra importancia un tercer personaje, Wakana (Kyara Uchida), una joven estudiante que es cliente habitual, junto a sus compañeras de clase, de Sentaro.

Estas son las piezas de un relato intergeneracional que esconde, en realidad, mucho más de lo que presenta a simple vista. Si hay una escena que resume a la perfección toda la película es la de la elaboración de la salsa de alubias, el anko. En esa escena, la anciana Tokue (que padece una enfermedad que ha sido considerada tabú en todas las sociedades del mundo) le enseña todo lo que sabe a Sentaro, que no ha sido capaz de elaborar hasta este momento su propia salsa porque se encuentra desconcertado, desorientado; también él, en realidad, esconde un secreto.

En general, la crítica ha señalado que Una pastelería en Tokio supone un giro definitivo de Naomi Kawase hacia la ficción, algo que ya había comenzado con su anterior película, Aguas tranquilas. Efectivamente, como en esta ocasión no parte de un material propio y tampoco aborda el género documental, eso le permite a Kawase no preocuparse tanto por lo que cuenta y centrarse sobre todo en cómo se lo cuenta al espectador, cómo transforma una narración literaria en una propuesta visual que conjuga muy bien el ambiente tranquilo y periférico de una ciudad como Tokio con el drama vital que viven sus personajes.

Al cabo, Una pastelería en Tokio es una película que aborda los grandes temas de todo tiempo y lugar: la soledad del ser humano en un mundo que no entiende del todo; la búsqueda de alguien con quien compartir nuestra vida; la aceptación del propio pasado y la necesidad de sentirse útil; el paso lento, firme e inexorable de un tiempo que nos lo ha dado todo pero no dudará en arrebatárnoslo. Los cerezos y los almendros, en este sentido, se convierten en testigo del paso de las estaciones.

Parece que no hay nada en esta película, pero cabe todo en su interior, y acaso nuestras vidas deberían parecerse a la forma en que Tokue elabora el anko. Así es como ve ella el mundo, y esta es la forma en que Naomi Kawase la presenta al espectador.

Premios: Espiga de Plata a la Mejor Dirección en el SEMINCI de Valladolid; seleccionada para inaugurar la sección “Un Certain regard” del Festival de Cannes.

Tráiler: