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Vuelvo al Sur, como se vuelve al primer amor
Hay viajes soñados, donde nos imaginamos junto al mar o la montaña, para pasar unos días de descanso bien ganado después de trabajar todo el año; hay otros, que son exultantes o pesadillescos debido a químicos o plantas alucinógenas; están los iniciáticos y los de carretera; los de trabajo y los de castigo; los elegidos y los impuestos… todos tienen alguna característica de lo que narra La Odisea. Y como en la obra de Homero, todo viaje tiene un fin, que es el regreso al hogar, a la patria, a la tierra que nos alberga, a la familia que nos espera, los abrazos de los amigos, los olores y sabores de nuestra región y la música que nos define.
Hay viajes luminosos y otros, oscuros. Desde estas páginas, varias veces nos hemos referido a momentos históricos tristes para Sudamérica, que han signado a toda una generación, que fue diezmada por las diferentes dictaduras que asolaron la región. Esos momentos tan tristes, siempre latentes en alguna propuesta política que pide el retorno de los militares al poder, sumieron a gran parte de la población en una diáspora por países que supieron albergarlos y protegerlos de la tortura, la muerte y la desaparición.
Argentina y Chile, dos naciones del Sur extremo de América, también sufrieron intensamente una política de exterminio como Uruguay, Brasil, Perú y otros que formaron el famoso Plan Cóndor, especie de “tierra liberada” para perseguir y matar o devolver a sus países a quienes se refugiaban en territorios vecinos. Muchos de los que huyeron más lejos alcanzaron (alcanzamos) a sobrevivir. El ostracismo y el exilio fueron monedas corrientes para toda esa generación que contó entre sus compañeros, amigos y familiares con algún “desaparecido”.
De los que se quedaron, muchos fueron diezmados. Los que se fueron, siguieron militando y muchos de ellos volvieron con motivo de lo que se conoce como “la contraofensiva”, creyendo que los militares estarían acabados y ellos podrían por fin liberar a una patria tantos años maltratada. Infancia clandestina (Benjamín Ávila, 2012) narra la historia de Juan, un niño de 12 años que entra al país clandestinamente para reunirse a su familia, que está preparando la acción armada en el contexto de la contraofensiva referida. Quizás el pasado de Juan podría ambientarse en los espacios de La guardería, el sensible documental de Virginia Croatto que reúne los testimonios de compañeros en la guardería de Cuba, donde quedaban en custodia los chicos de los combatientes que volvían a la Argentina para emprender la acción final contra la dictadura. Hoy sus relatos demuestran la otra cara de la infancia clandestina. Unos niños que se despedían de sus padres sabiendo que podrían no volver más. Los adultos que los cuidaban, también entrevistados, conmueven con su entereza para darle solidez a la custodia que les ofrecían a esos niños amparados por una ideología y soportados por la fuerza de la voluntad en la lucha por un país mejor donde volver. Porque aquí también se trata de volver… volver de un viaje obligado al hogar perdido. Los testimonios de aquellos chicos hoy adultos prefieren demorarse en el compañerismo que tenían en Cuba, mientras que algunos no se sintieron cómodos con la familia que los recibió. La brecha ideológica era brutal y, en general, se sintieron incomprendidos. Luego de ver este documental se abre una cantidad de interrogantes internos en el espectador. ¿Cómo esos padres podían dejar a sus hijos en otro país para irse a la Argentina a arriesgar la vida? ¿No pensaban en el desamparo de los niños? ¿Cómo los chicos pueden mostrarse felices si están obligados a permanecer lejos de sus padres en un país ajeno? Todas esas preguntas y otras que seguro surgirán tienen respuestas. Los protagonistas, ahora adultos, las brindan con cierto quiebre en su relato, la emoción los invade y no sabemos si hoy como padres se plantean esas dudas o, por el contrario, añoran aquellos años en que eran felices aún frente a un futuro tan amenazante. Gran relato de Croatto, que utiliza la medida justa para no caer en la emoción fácil y logra dar una respuesta válida a cada una de las dudas que va creando el mismo relato.
El final fue anunciado. Los combatientes de la contraofensiva fueron exterminados. Aún hay juicios sobre los desmanes de los dictadores sobre esa juventud que se desprendía de lo más valioso de sus vidas para luchar por un país que los viera crecer bajo los valores que defendían.
El exilio para muchos otros fue salvador, pero antes de notarlo, hubo que acostumbrarse a vivir en otra geografía, con costumbres y códigos diferentes, alejados de la tierra que añoraba Martín Fierro mientras convivía con los indígenas en un rincón lejano de su hogar. Sin embargo, esa expatriación fue una escuela para cada uno de los que la sufrimos. Una escuela enseña, forma, demuestra… Las naciones que nos cobijaron disfrutaban de la democracia tan añorada y ausente de nuestros países, por lo que sus pobladores no solo nos brindaron cobijo, sino también alegría, esperanza y algún atisbo de felicidad en la desgracia. Conocer esas realidades nos abrió un mundo de posibilidades: transitar libremente por el territorio, conocer otras costumbres y paisajes, entender otras historias y poder expresarnos libremente. Si estar lejos de casa era triste, todo lo que recibíamos nos colmaba de una felicidad que no conocíamos.
Toda esa alegría la trajimos con nosotros al volver al país. Al fin se daría el reencuentro con nuestros seres queridos y con la vuelta de la democracia, seríamos felices para siempre en casa. No fue tan idílico. Encontramos un país devastado por la miserable política de exterminio político y por una guerra contra los ingleses, justa pero inoportuna; encontramos a una generación que no se comprometía políticamente y a un país volcado al consumismo que había impulsado un gobierno popular, que no tuvo mejor idea que equiparar la moneda nacional con el dólar, con las consecuencias que hoy todavía sufre la Argentina. La democracia impulsó el juicio a las juntas militares argentinas, hecho registrado por Santiago Mitre en Argentina, 1985 (2022). Chile, en cambio, mantuvo varios años más el gobierno dictatorial de Pinochet, gracias a trampas legales que desafiaron el pedido internacional de captura por crímenes de lesa humanidad. Un juicio acotado condenó a los cabecillas de la dictadura argentina, aunque al poco tiempo fueron indultados. Todo sorpresas para mentes que habían interrumpido su vida en el país a mediados de los 70 y que recuperaban su estancia en la tierra que los vio nacer en los 80. Casi diez años de distancia abrían un abismo generacional imposible de conciliar. Costaba más acostumbrarse al propio país que al que nos cobijó. Lo describe como nadie Fernando “Pino” Solanas en Sur (1988), donde Floreal regresa luego de años de cárcel (otro tipo de exilio, otro tipo de viaje):
Para todos va mi canto
Va buscando su raíz
Somos hijos del exilio
Dentro y fuera del país
Que país roto y mafioso
Y tan lleno de manejos
Que país más peligroso
Nos dejaron estos viejos.
Con música de Astor Piazzola y letra de Pino Solanas, la letra de “Hijos del exilio”, en Tangos, el exilio de Gardel (1985) es un retrato de lo que les esperaba a sus personajes, luego del largo exilio en París.
Muchos trajimos las huellas de otras tierras en nuestro acento, en las comidas que incorporamos, en los amigos que hicimos e, incluso, en los hijos que tuvimos en aquella segunda patria. Los chicos llegaron amando el país de sus padres y se incorporaron a veces rápidamente, otras con dificultades, a sus costumbres, al clima y a las vicisitudes de este Sur incorregible. Un lugar en el mundo (Adolfo Aristarain, 1992) habla de ese encuentro/desencuentro, de la distinta disposición y posibilidad de adaptarse a un país propio pero desconocido.
Otros quedaron en el exilio, su segunda y definitiva patria, enojados con la que los expulsó. Defiende esta opción el personaje de Federico Luppi en otra película de Aristarain: Martín Hache (1997):
Eso de extrañar, la nostalgia, todo eso… es un verso. No se extraña un país, se extraña el barrio, en todo caso, pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras (…) ¡La patria es un invento! ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Una estadística, un número sin cara… Tu país son tus amigos ¡y eso, sí se extraña!, pero se pasa. Que la patria es un verso ¡estoy de acuerdo!
Hay otros se fueron de su tierra para siempre y de la expatriación pasaron al autoexilio, pero siempre se sintieron atados a su patria. El caso de Patricio Guzmán, es paradigmático. Cuando Salvador Allende fue derrocado por el golpe militar liderado por Pinochet, estaba rodando La batalla de Chile (Chile-Venezuela-Francia-Cuba, 1972-1979). Fue detenido en el Estadio Nacional hasta que, finalmente, pudo salir al exilio clandestinamente para terminar su película en Cuba. Actualmente, está físicamente instalado en Francia, pero desde siempre su corazón reside en Chile, como lo atestiguan sus 24 documentales, que tienen al país del extremo Sur como indudable protagonista. Su último filme, La cordillera de los sueños transcurre bajo su narración pausada, intentando explicar los sentimientos que lo convocan a mostrar ese Chile al que se ama pero al que no logra volver. Con la cámara instalada frente a las escaleras mecánicas de un centro comercial, sostiene que se siente ignorado, no integrado a esos cuerpos que transitan y a esas voces que le son ajenas. Los lugares que habitaba siguen estando, aunque en ruinas, rebelándose también a desaparecer sin ser lo que eran. Describe a su país como nadie. Esa extensa y angosta proporción de tierra recostada contra Los Andes lo conmueve y lo distancia. La cordillera despoblada tiene la misma proporción que el valle poblado y sin embargo, se muestra impenetrable. Esa masa de piedra con altas cumbres nevadas ofrece la belleza y el peligro a partes iguales. ¿Qué misterio esconden esas moles que separan a Chile del resto del continente? Largos planos aéreos recorren la hermosura de esos picos elevados hasta que el drone sobrevuela una montaña vaciada en su interior. La huella de su devastación se ve igualmente hermosa, pero encierra un trasfondo aterrador. Porque esa montaña está siendo explotada para beneficio de unos pocos. Un territorio salvaje ya ha sido ganado por la mano del hombre. Así como el Amazonas va siendo talado, la cordillera, esa mole impenetrable, lo más seguro que tienen Chile y Argentina para recostarse, ya acusa la salvaje codicia de los poderosos. Ese mar de montañas imponentes y hermosas ya tiene una herida. Y solo es el comienzo…
La voz casi neutra de Guzmán adquiere sus matices en las frases que va soltando pausadamente, instalando la desazón que va penetrándonos mientras admiramos paisajes de indecible belleza. La cordillera de los sueños es el cierre de una trilogía, integrada por La nostalgia de la luz (2010), con el cielo y el desierto como protagonistas, y El botón de nácar (2015), en la que el océano se impone como el sujeto en el que se centra un relato conmovedor. Su mirada de exiliado se completa con la figura de un par, Pablo Salas, que en soledad ha registrado todos los desmanes de la dictadura militar. Salas no ha salido del país y guarda su archivo en cintas discontinuadas con el registro diario de la realidad chilena. No hay duda de que Patricio Guzmán ama a Chile, que su país le duele, que lo conmueve, lo inspira, lo envuelve y lo eleva como el más auténtico cineasta chileno de la actualidad. Desde el exilio, logra que toda su obra sea un homenaje a ese Chile que se le resiste hasta que con una cámara y textos profundos logra doblegarlo.
Quienes volvimos, obtenemos de los testigos que no se fueron el relato de lo que sucedió en esa pausa (esa vida paralela que estaba sucediendo al mismo tiempo pero en otro espacio) imposible de comprender. Todos tenemos lagunas y carencias. La historia reciente de nuestros países ha dejado marcas indelebles en cada uno, imposibles de ignorar, imposibles de borrar… Pero han quedado mandatos de una generación que nos impulsa a seguir luchando, ahora con armas menos letales y más efectivas, como es el voto, en esta democracia imperfecta en la que vivimos.