Viñetas y celuloide
Watchmen: un viaje entre medios
A mediados de la década de los 80, el mundo del cómic se encontraba en constante mutación. Los superhéroes sobrevivían como concepto pilar de la vertiente más comercial del medio, a pesar de los muchos vaivenes que habían sacudido el mercado en años anteriores. El lector parecía haber perdido el interés por las aventuras de estos míticos tipos enmascarados, hasta el punto de que, a finales de lo 70, ocurrían cosas impensables como el cierre de la colección de los X-Men por falta de ventas. Las editoriales del ramo se veían obligadas, por las circunstancias, a la experimentación constante para llamar la atención de un público que se alejaba de los lugares comunes a la búsqueda de nuevas emociones.
Básicamente, aquellos niños que, mes a mes, visitaban los kioscos con la emoción de leer las aventuras de sus héroes favoritos habían crecido. No se conformaban con la ligereza de los maniqueos conflictos que nutrían las viñetas de los comic-books. Ahora eran coleccionistas, reivindicaban el medio como arte con lenguaje propio e incluso intelectualizaban y analizaban lo que, en apariencia, no pasaba de mero entretenimiento.
Por supuesto, muchos de estos inquietos jóvenes se convirtieron en autores. Algunos de ellos estaban destinados a cambiar la industria e, incluso, la concepción del propio cómic en la cultura pop. De entre aquella pléyade de nombres míticos, destaca, por la importancia de su obra, el británico Alan Moore.
Moore se convirtió en cabeza de lanza de toda una generación llegada desde las islas al todopoderoso mercado estadounidense. Aportaba elegancia literaria, afán investigador y respeto reverencial por las posibilidades del cómic como medio de expresión. Alguna de sus primeras obras ya fueron toda una declaración de principios, sorprendiendo a propios y a extraños por la sofisticación que ofrecían aquellas propuestas, que elevaban al medio a esa deseada edad adulta.
Corría el año 86 cuando Moore, acompañado por el dibujante Dave Gibbons, dinamitó los cimientos del cómic de superhéroes, con la publicación de la que es su título más célebre: Watchmen. En esta elaborada fantasía casi apocalíptica, Moore ofrecía un estudio pormenorizado de la psique del enmascarado, envuelto en una amalgama de referencias y técnicas narrativas, rompecabezas de historias dentro de historias y toneladas de simbología incrustada en un mundo muy parecido al nuestro.
En Watchmen, Moore y Gibbons ofrecían al lector la posibilidad de experimentar en un entorno reconocible la existencia de los héroes. El obsesivo planteamiento visual resaltaba el sentimiento plomizo de desesperanza, y los caballeros de brillante armadura se quitaban los disfraces para dejar al descubierto una colección de mentes fracturadas, que dejaban claro que, tras la máscara, se ocultaban seres humanos con sus contradicciones y taras.
Nada volvió a ser lo mismo. A partir de ese momento, Watchmen, para bien y para mal, era el espejo en el que se miraba la industria. Demostraba que el cómic podía mirar de tú a tú a otras propuestas artísticas de mayor consideración por la opinión popular, ganando premios como el Hugo, hasta entonces destinado en exclusividad a obras literarias. Sobre todo, daba alas a esa reflexión que los lectores proponían desde hacía años acerca de la identidad del noveno arte. Moore y Gibbons esculpían con letras de oro sus nombres en la historia del medio.
Era inevitable que una historia tan potente como la que leíamos en Watchmen estuviese en el objetivo de las grandes productoras de cine. Por supuesto, la adaptación de la obra suponía un esfuerzo titánico para captar todas las capas de la propuesta. La importancia de Watchmen estaba tanto en lo que contaba como en la manera de hacerlo, y trasladar eso a imágenes era de máximo riesgo. El elegido para la gloria, Zack Snyder.
Hay que reconocer el esfuerzo del polémico director. De hecho, se puede decir que la adaptación de Watchmen era la crónica de un fracaso anunciado. Si se seguía paso por paso el complejo laberinto narrativo de Moore, el resultado podía ser una película falta de ritmo y esclava de esa complejidad. Si se renunciaba a la esencia, a las pantallas llegaría algo sin alma, vacío espectáculo de golpes y efectos especiales.
Snyder optó por la vía intermedia, aderezando el producto con su propio mundo visual, excesivo y barroco. Watchmen, en general, gustó, y la percepción es que es la mejor adaptación posible, teniendo en cuenta la naturaleza del original. En todo caso, Snyder abrazaba sin tapujos los clichés del género que Moore señalaba con el dedo acusador en su guion, al mismo tiempo que adaptaba a su gusto muchas de los ingredientes incómodos de la poción de Moore y Gibbons. En especial, hay un alejamiento absoluto con respecto al trabajo del dibujante, puesto que el sobrio estilo de realismo impenitente es ignorado por Snyder, que utiliza el efectismo enervante, marca de la casa.
El cine se quedó a medias en la traslación a la acción real de la pieza maestra. No era, ni de lejos, tan innovadora y definitiva como sí lo fue la versión en viñetas. Quedaba patente que el medio se quedaba corto para adaptar los enrevesados códigos de la amplitud creativa de Moore y Gibbons.
Han pasado muchos años para que alguien se atreviese de nuevo con el universo de Watchmen. Damon Lindelof, personaje con tantas luces como sombras en su carrera, se adentraba en el proceloso e incómodo proceso de captar la esencia de aquel cómic que lo cambió todo, en esta ocasión en formato serie. Quizá en esta reencarnación se pudiese trasladar la fenomenal encrucijada de relatos dentro de relatos y tensión psicológica que Snyder apenas atisbó en la película que firmaba años atrás.
Una vez vista la vuelta de tuerca de Lindelof a la obra de Moore, no queda más remedio que rendirse a la evidencia: el Watchmen de HBO es al mismo tiempo descarada revisión del mito y reverencia a los supuestos marcados por el escritor inglés. Sobre el mismo esquema, Lindelof retoma el devenir de los desquiciados Minutemen años después, enmarcados en la actualidad. Si el cómic era producto del histerismo de la Guerra Fría, la serie nace de los ecos de una sociedad al borde del colapso, y retrata los Estados Unidos de la era Trump. El mismo proceso narrativo, lo que empieza como una investigación de asesinato torna poco a poco en un delirante ejercicio de ciencia ficción con no pocas connotaciones sociales, Añadimos a la ecuación el fastuoso entorno visual, que traslada al espectador a hipnóticas experiencias cercanas a lo psicodélico.
Totalmente libre y sin prejuicios, Lindelof consigue con su secuela apócrifa el acercamiento más inteligente y visionario de cuantos se han desarrollado alrededor de la antológica colección de cómics, y deja para el recuerdo la serie que estará en las quinielas para lo mejor del año.
Quizá sea este experimento en ocho episodios el cerrojo a las intentonas de dar vida a las viñetas de Moore y Gibbons. Moore no se ha pronunciado al respecto, pero su opinión acerca de las adaptaciones de su obra no son especialmente amables (y con razón). Aunque me gusta imaginar al expeditivo guionista apretando los puños mientras ve la serie y piensa «Maldita sea, lo han conseguido». Será difícil de superar con el listón tan alto.