Críticas
Nadar de noche en aguas oscuras
Zama
Lucrecia Martel. Argentina, 2017.
El pasado mes de septiembre, el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la Argentina (INCAA) publicó en el Boletín Oficial una serie de medidas concentradas dentro de la resolución 942/2017. Estas medidas determinan modificaciones sustanciales sobre los costos medios de producción de un largometraje y el acceso a créditos y subsidios por parte de aquellas realizaciones de menor presupuesto. La resolución fue duramente cuestionada por casi todas las asociaciones de realizadores y autores de cine argentino, que sostuvieron en sus comunicados oficiales que las nuevas medidas apuntan a asfixiar financieramente al cine independiente, el cual debe su existencia prácticamente al Fondo de Fomento establecido por la Ley de Cine promulgada en 1994. Las controversias en torno a la resolución 942 se suman a un clima de descontento generalizado por parte del sector independiente del cine argentino hacia las nuevas autoridades del INCAA, a las que acusan de condicionar las reglas del juego favoreciendo a las grandes productoras. Este descontento parece haberse iniciado en abril de este año con la abrupta remoción del entonces presidente del INCAA, Alejandro Cacetta, ocurrida tras una denuncia efectuada por el Ministerio de Cultura y que se basó en un informe periodístico emitido por televisión abierta. En aquel momento, las mismas asociaciones acusaron al informe de «operación mediática» avalada por el Gobierno con el fin de favorecer la designación de nuevas autoridades que se amoldaran mejor a un plan de recortes y a la eliminación del Fondo de Fomento para este tipo de producciones. Como ocurriera en aquella ocasión, la reciente resolución vino precedida de otro informe televisivo en el que se resumió el supuesto despilfarro financiero llevado a cabo por la gestión anterior del INCAA, con la presencia en los estudios del actual titular del Sistema Federal de Medios y Contenidos Públicos avalando los dichos de la investigación. Independientemente de la veracidad o falsedad de estas acusaciones, resulta llamativa esta sincronización entre informes mediáticos llenos de imprecisiones (los conductores de estos programas mostraron un desconocimiento abrumador sobre el tema en cuestión) y las medidas inmediatas que adoptaron las autoridades políticas después de su difusión.
Todo este cuadro de situación viene en relación al estreno de Zama, último largometraje de Lucrecia Martel, de quien podríamos decir que es una realizadora emblemática de esta generación de cineastas que surgió bajo el manto protector de la Ley de Cine y el Fondo de Fomento. Sus anteriores películas (La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza) se hubieran visto seriamente afectadas de haber entrado en vigencia las nuevas disposiciones del INCAA, pero Zama puede presumir hoy de ser el fruto de una múltiple coproducción entre varios países de Europa con el aporte de la mayor productora cinematográfica argentina (Patagonik Film Group). Esta condición privilegiada en la que cobró vida el último proyecto de Martel y en el que la directora logró dar rienda suelta a su modo único e intransferible de filmar representa un extraño triunfo para todos aquellos defensores del concepto de autor, teniendo en cuenta que se trata de la cineasta argentina más elogiada de las últimas décadas. Quizás sea esto lo que justifique todos los halagos desmedidos –y también varios enconos tardíos con su obra previa- que la película obtuvo incluso desde antes de su paso por los festivales de Venecia y Toronto y su estreno comercial en la Argentina. La película superó los 80.000 espectadores en casi un mes de cartelera, una cifra muy considerable para una película de sus características. La publicación de un diario de rodaje escrito por Selva Almada y la presentación de un documental sobre la filmación de la película, llamado Años luz, contribuirán también a edificar esta pequeña leyenda que debemos entender que ya es Zama, preseleccionada para representar a la Argentina en el rubro Mejor Película de Habla No Inglesa en la próxima entrega de los premios Oscar.
Zama es una suerte de acontecimiento cultural, del cual todos parecen querer ser parte. El prestigio de esta película se decretó de antemano, prácticamente desde el mismo momento en que se dio a conocer que Lucrecia Martel estaba trabajando en la adaptación de la novela homónima de Antonio Di Benedetto, publicada en 1956, célebre por su reputación de obra intraducible al formato de cine. Martel arrastraba con la frustración de un proyecto cancelado en el que había invertido un año y medio de trabajo, la adaptación al cine de El Eternauta, la legendaria historieta de ciencia ficción de Héctor Oesterheld y Francisco Solano López. A modo de evadirse de este coletazo artístico, la directora emprendió una fatigosa travesía por el rio Paraná en la que leyó la novela de Di Benedetto. Martel conectó inmediatamente con su protagonista, Don Diego de Zama, un funcionario de la Corona Española confinado en tierras fronterizas a la espera de una orden de traslado que nunca llegará. En este personaje, Martel creyó ver representada también la figura de su creador, un escritor que contaba con 33 años de edad y poco tiempo disponible, ejerciendo su oficio de periodista al momento de dar forma a una novela inclasificable que fue objeto de estudio, análisis y ensayos en toda Latinoamérica desde su publicación. No es difícil encontrar un correlato entre el letargo de la espera eterna de Don Diego, los tiempos robados en una casa vacía donde Di Benedetto escribió Zama y la frustración devenida en impulso creador de Lucrecia Martel. La obra de Di Benedetto ya mantiene un vínculo consistente con el cine argentino de los últimos años (Aballay, Los suicidas). Zama, la novela, tiene una muy particular dedicatoria en sus primeras páginas: está dedicada «a las víctimas de la espera». Las de la película serán su protagonista y nosotros, los espectadores. Ahora nos toca considerar si la condición de víctima es necesariamente mala.
Zama es, en muchos aspectos, una película que sitúa a su propia realizadora en tiempos y espacios extraños a sus afinidades formales, como si durante el largo paréntesis de casi una década desde el estreno de La mujer sin cabeza la autora hubiera expandido los horizontes de su proceso creativo. Zama es su primera película «de época» y la primera ambientada fuera de Salta, su provincia natal. Su primera película basada en un material ajeno en lugar de un guion original. La primera en la que abandona a las clases privilegiadas de la burguesía salteña post dictadura por los funcionarios del Virreinato del Río de la Plata del siglo XVIII. Todos indicios de una cineasta inquieta, dispuesta a saltar al vacío, pero poco propensa a mantener un ritmo regular en la configuración de una producción propia. Lo que sorprende de Martel es que, si bien consigue dotar al relato de un estilo propio, manteniendo intacta su impronta autoral (nadie puede negar que Zama es sólo comparable con otras películas de su realizadora), tampoco cae víctima del síndrome que afecta a varios realizadores contemporáneos, que sistematizan a tal grado sus elecciones formales que terminan por someter cualquier relato a las coordenadas rígidas de sus caprichos estéticos (pienso en Haneke o González Iñarritu). Muchas escenas de Zama contienen aquellos rasgos distintivos del cine de Martel, pero la cineasta abrió la puerta a formas novedosas, incluso para su cine, en lugar de caer en las jurisdicciones del autoritarismo de autor o en la estilización solipsista. Todavía me sorprende advertir que algunas críticas levemente negativas hacia Zama hablen de manierismos o perezas intelectuales, como si la película fuera un ejercicio autocomplaciente de una realizadora que se asume sofisticada y en nada dispuesta a meter los pies en el barro. Escenas tan logradas como aquella en la que Don Diego de Zama convive en el mismo encuadre con una llama ubicada a sus espaldas justo en el momento en que recibe las malas noticias sobre las demoras en su traslado no pueden ser síntoma de ningún aburguesamiento académico. Podrán cuestionarse ciertas decisiones que parecen puestas a modo de señalización y facilitan la lectura sobre la caída en desgracia de su protagonista, muy especialmente el uso reiterado del shepard tone, esa ilusión auditiva que pareciera marcar un sonido en ascenso infinito que nunca alcanza su pico. Otro tanto sobre su insistencia en los encuadres claustrofóbicos que amputan la fisonomía de sus actores (la película se exhibió con una relación de aspecto equivocada en algunas de sus primeras proyecciones y algunos ojos incautos lo interpretaron como elecciones estéticas de su directora). Algunas elecciones previas de Martel, como la de omitir una escena de violación por el elevado número actual de casos de violencia de género en la Argentina, sí la posicionan en un lugar preocupante en cuanto a impartir un código de autocensura como una elección moral, limitando la dimensión política de su cine (pensemos en El otro hermano, de Adrián Caetano, si el director hubiera cedido ante estos imperativos morales).
Zama describe un estado de espera eterna, el de un funcionario de la corona española, atrapado en un umbral invisible que lo retiene lejos de su mujer y sus hijos (una nunca mencionada Asunción del Paraguay, en un nunca mencionado 1790). El desinterés de Lucrecia Martel por contextualizar adecuadamente el relato y su falta de apego al rigor histórico deben ser una de sus pocas muestras de fidelidad hacia el texto original. Don Diego de Zama (impresionante actuación contenida de Daniel Giménez Cacho) es postergado continuamente en sus deseos de volver con su familia por imposiciones burocráticas de las autoridades a su cargo. Esa mezcla de tedio y desesperación será el tono dominante en el relato, ocasionalmente atenuado por algunas incursiones nocturnas en burdeles o algunos vasos de brandy compartidos con una refinada dama de la alta sociedad española (Lola Dueñas). Martel, en lugar de elaborar un tratado formal sobre la espera, consigue orientar el relato hacia la configuración del deseo y la construcción de identidad de Don Diego como aspectos que contribuyen a cimentar una prisión invisible. En este procedimiento decantan varias de sus obsesiones habituales: la confrontación nunca subrayada entre civilización y barbarie, el registro del habla y la conversación como manifestaciones de orden estético, la pulsión sexual nunca consumada, el sonido como dimensión formal autónoma de la imagen, lo extraordinario en lo cotidiano sin rozar jamás el realismo mágico, el movimiento interno en el cuadro aportando dinámica a los planos fijos, la profundidad de campo cada vez más expansiva… Los niños siguen siendo portadores de extraños mensajes en el cine de Martel, como aquel que desciende de una embarcación montado en un palanquín y enuncia la reputación de Don Diego en una línea de diálogo que ya es representativa de la película. Los marcos de puertas y ventanas en segundo plano siguen marcando posibilidades de escapes que jamás se concretan. Algunos baúles que se mueven solos y cierto frenesí en escenas poderosas como la de la danza de los aborígenes mbayá acercan la película a una idea de exceso que Martel algún día podría llevar más a fondo. Ni siquiera la trama aventurera que asoma en la media hora final, la del intento de captura del bandido brasileño Vicuña Oporto (Matheus Nachtergaele) y hasta el momento lo más cerca que estuvo Lucrecia Martel de abordar un relato clásico, sacará a la película de esa atmósfera enrarecida en la que la cineasta prefiere quedarse junto a Don Diego.
Dueña de una maestría erótica nunca manifiesta, Martel envuelve todo el relato en una membrana sexual que el protagonista no puede perforar. El rostro de Daniel Gimenez Cacho (lo digo de nuevo, un actor impresionante) traduce adecuadamente esa fiebre de encierro, impotencia y espera. Zama carece de gestos presuntuosos y de canchereadas modernas. Martel podría ser una gran cineasta ciega, una integrante más de esa caravana nocturna de indios no videntes que caminan por la selva en una de las mejores escenas de la película.
La capacidad de Lucrecia Martel, lo que la hace portadora de un estilo intransferible de filmar, es la de narrar desde la cabeza de sus protagonistas. Nada se percibe como real en su cine; todo está embebido de un estado que oscila entre el letargo y la alucinación. Como con sus anteriores películas, a Zama conviene adentrarse por el lado de su estilo y no por los pliegues de su historia. Renegar de las relaciones de causa y efecto propias de cualquier relato tradicional, negándose a conectar mentalmente los sucesivos bloques narrativos. En definitiva, hacer lo mismo que Don Diego de Zama en aquella escena donde se recuesta en la hierba para espiar a esas mujeres guaraníes conversando desnudas en la orilla del río: escuchar hablar a los otros en otra lengua, sin comprender el diálogo, e intentar dejarse fascinar por el ritmo y la sonoridad del habla más que por su significado.
Tráiler:
Ficha técnica:
Zama , Argentina, 2017.Dirección: Lucrecia Martel
Duración: 115 minutos
Guion: Lucrecia Martel (Novela: Antonio Di Benedetto)
Producción: Coproducción Argentina-España-Francia-México-Brasil-Estados Unidos-Países Bajos; Rei Cine / El Deseo S.A / Canana / MPM Films / Bananeira / Louvertura / Nederlands Filmfonds
Fotografía: Rui Poças
Reparto: Daniel Giménez Cacho, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Lola Dueñas, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Vando Villamil
Excelente estudio. Muchas gracias