Investigamos
La representación del cine silente en el cine sonoro
Honrarás a tu padre
El cine dentro del cine, se ha convertido prácticamente en un género, en un paso inevitable por el cual la mayoría de los grandes directores se detienen a rendirle su merecido homenaje: lo hizo George Cukor con Hollywood al desnudo (What Price Hollywood, 1932), Federico Fellini con Ocho y medio (Otto e mezzo, 1963) y Entrevista (Intervista, 1987), François Truffaut con La noche americana (La nuit américaine, 1973), Wim Wenders con El estado de las cosas (The State of Things/Der Stand der Dinge, 1982), Tim Burton con Ed Wood (1994), Lars von Trier y Jørgen Leth con Cinco condiciones (The Five Obstructions, 2003), Michael Winterbottom con Tristram Shandy (Tristram Shandy: A Cock and Bull Story, 2005), nombrando a pocos y dejando fuera a muchos, y recientemente encontramos en cartelera a Simon Curtis con Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn, 2011) y a Michel Hazanavicius con la oscarizada The Artist (2011).
Pero este tributo no es nuevo, ya los grandes comediantes del cine mudo tomaron a la naciente realización cinematográfica para ambientar sus peripecias y mostrarnos divertidos relatos lineales. Así, Max Linder, el gran cómico francés, y el productor Charles Pathé, se interpretaron a sí mismos en Une séance de cinématographe (Louis J. Gasnier, 1910). Por su parte Charles Chaplin, en su alter ego Charlot, hizo desmanes en un set de rodaje mientras ayudaba a una joven actriz en Charlot, tramoyista de cine (Charles Chaplin, 1916) y Buster Keaton ejerció de camarógrafo en The Cameraman (Edward Sedgwick- Buster Keaton, 1928).
El tiempo corrió, como el celuloide en la gran pantalla, llegó el sonido a las salas y sus imágenes se silenciaron. Max Linder, víctima de frecuentes depresiones, se suicidó junto a su esposa en 1925; Buster Keaton fue fagocitado por el sistema de estudios en los años treinta para luego ser olvidado con el advenimiento del sonoro; y Charles Chaplin logró sobrevivir, fiel a sí mismo, pero debió emprender el exilio a finales de los cuarenta. Sin embargo, sus respectivos testigos se han recuperado y han vuelto a la gran pantalla, los tres han sido homenajeados a posteriori: En compagnie de Max Linder (Maud Linder, 1963), la hija de Linder recupera tres películas de su época americana e inserta material de archivo sobre su padre, mientras The Buster Keaton Story (Sidney Sheldon, 1957) y Chaplin (Richard Attenborough, 1992) son recreaciones biográficas de la vida de ambos, inmortalizados como personajes del cine dentro del cine.
Así, la reflexión sobre el hecho cinematográfico abre una brecha temporal, una distancia interna que obliga al realizador a revisar la historia cinematográfica reciente, a re-escribir, con imágenes, los hechos y las vidas de los protagonistas del silente para un presente de salas sonoras y pantalla a todo color.
El tango de la muerte
El biopic se presta inevitablemente para retratar a grandes actores, como los ya mencionados, Keaton y Chaplin, esas figuras icónicas del pasado, esfinges mudas que admiramos con devoción. Pero en este caso, la cámara actual, con la imagen a color y otorgando la voz a sus protagonistas, nos muestra los entretelones de la cámara histórica.
Uno de los grandes imanes para un biopic es una de las máximas que se le atribuye a James Dean: “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Sin embargo, el protagonista de Rebelde sin causa (Rebel without Cause, Nicholas Ray, 1955) no fue el primero en cumplirla a cabalidad. El gran seductor italiano, Rodolfo Valentino, y la hermosa Ruan Lingyu, conocida como “la Garbo china”, la siguieron al pie de la letra.
En 1921, Rodolfo Valentino, baila tango en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (The Four Horsemen of Apocalyose, Rex Ingram, 1962) y una película silente pone el ritmo de moda en planeta. Ken Russell, con una distancia de más de cincuenta años, nos muestra en su Valentino (1977) uno de los más virtuoso “pas de deux” de la historia: de Nureyev-Nijinsky o Valentino-Dowell, según en el espejo que se quiera ver, pero con una óptica muy distante. Igual ocurre con Ruan Lingyu-Maggie Cheung en Center Stage (Yuen Ling-yuk, 1992), donde Stanley Kwan nos abre las puertas de un salón de baile en el Shanghai de finales de los años veinte para demostrar que el tango es siempre emotivo y seductor, sin importar la latitud del planeta donde se ejecute.
El cine a otro tiempo
Pero también el cine silente tenía otro tiempo, que luego le robó la televisión, en las series de episodios que interpretaban valientes heroínas como la estadounidense Los peligros de Paulina (The Perils of Pauline, Louis J. Gasnier y Donald MacKenzie, 1914) y la francesa Les vampires (Louis Feuillade, 1915). Así los espectadores aguardaban pacientemente cada semana el estreno de un nuevo episodio en su sala de cine más próxima.
La realización de este género desaparecido, cual arqueología cinematográfica, será abordada desde una óptica reciente, con sonido y a color, pero manteniendo la distancia con el blanco y negro en la imagen seriada o “histórica”. Tal es el caso de Los peligros de Paulina (George Marshall, 1947), al retratar la historia, de manera lineal y convencional, de cómo una joven trabajadora deja la máquina de coser y se une a una troupe teatral, para posteriormente llegar al cine y representar a una heroína audaz y nada convencional. Medio siglo más tarde, una distancia más grande la marca Irma Vep (1996), donde Olivier Assayas, a modo de un gran ensayo, mueve con soltura la cámara y recrea la realización de un remake a la usanza del silente, protagonizado por Maggie Cheung como un guiño al pasado retratado recientemente en Center Stage, mostrando, a la vez, los entretelones de la vida íntima de sus protagonistas.
La historia jamás contada
Una de las obras maestras del cine silente es, sin duda, Nosferatu (1922) de F.W. Murnau, que cuenta con un remake de su compatriota Werner Herzog (1979) y el protagonismo extraordinario de Klaus Kinski, y que desde su estreno ha sido objeto de múltiples polémicas y rumores. Uno de ellos dice que el actor Max Schreck era realmente un vampiro, y que el inescrupuloso F.W. Murnau le pagó con el cuello de la protagonista en la escena final. Una fantástica historia que da pie a “un detrás de las cámaras” por parte de E. Elias Merhige con La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, 2000), y ahora Max Schreck es interpretado por Willem Dafoe, porque no cualquiera puede ser un vampiro.
Pero también había “prensa rosa” por ese entonces, y de eso se encarga Peter Bogdanovich, director para el cual viajar al pasado es parte de su pasaporte autoral, con su última obra cinematográfica El maullido del gato (The Cat’s Meow, 2001) para embarcarnos en un glamoroso y decadente yate de 1924 y narrar la misteriosa muerte del magnate de la prensa William Randolph Hearst, personaje que inspiró a Orson Welles para su Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941). A bordo se encontraban Charles Chaplin, la actriz y amante de Hearts, Marion Davies, y la columnista de prensa Louella Parsons, para celebrar, nada menos, que el cumpleaños del productor Thomas H. Ince. Así, la vida íntima de tan célebre tripulación, expuesta siempre a los reflectores, es un auténtico “detrás de las cámaras”, es la película que el público quiere comentar.
Otros tiempos, otro cine
Un hecho histórico es incuestionable, la obra del gran D. W. Griffith marcó al cine silente y el oficio en Hollywood. En Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976), Peter Bogdanovich, otra vez, además de recrear la factura de cortas películas, sienta a su troupe pionera ante la proyección de The Clansman (1915), con el título que fue conocida en California El nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, 1915). Los hermanos Taviani también se aprovechan de Griffith, como personaje histórico, pero se valen de su obra posterior, Intolerancia (1916), para contar la historia de dos hermanos italianos, artesanos de oficio, que trabajan en la construcción en la monumental ciudad mesopotámica en Good Morning, Babilonia (1986). Sin embargo, el pasado hollywoodense, también puede ser una mera invención, como el caso de The Artist, que lo distancia con su imagen en blanco y negro, como falso testimonio de una época.
Así, mientras el cine embelesaba a multitudes, la vieja Europa servía de escenario para la Primera Guerra Mundial, y de ello solamente dan cuenta los hermanos Taviani en su trágico final de Good Morning, Babilonia, y Nikita Mikhalkov, que a la vez nos señala que habían otras producciones cinematográficas en el cine silente fuera de Hollywood, con La esclava del amor (Raba Iyubvi,1976), al revelar la gran paradoja de momento: mientras el ejército blanco y el bolchevique se enfrentan, un equipo rueda una historia de amor con una diva ajena a la realidad.
La historia verídica vs. La historia fabulada
Volver al origen, contemplar el nacimiento del cinematógrafo, fue un sueño que en su centenario se manifestó bajo la mirada documental, como legítima heredera, pero con dos ópticas diametralmente opuestas: una plural y objetiva, y otra, autoral y manipuladora.
Por una parte, cuarenta directores internacionales aceptaron el reto de hacer un cortometraje utilizando la cámara original de los hermanos Lumière cumpliendo tres condiciones: la película no debía superar los 52 segundos, no podía tener más de tres tomas y la sincronización sonora no estaba permitida. Los resultados de Lumière y compañía (Lumière et compagnie, 1995) son sorprendentes, utilizando el naciente lenguaje cinematográfico del momento, lograron obras absolutamente anacrónicas, en el buen sentido, como homenajes a ese modo de representación “clásico”, como la obra de Idrissa Ouedraogo, que recuerda el primer gag fílmico de la historia, atribuido a los Lumière: L’arroseur arrosé. Mientras, en otro extremo están las obras de directores que, de por sí, han llevado el lenguaje cinematográfico a la vanguardia de su tiempo; tenemos el caso de David Lynch, cuyo cortometraje delata el presente de su obra realizado con anticuadas herramientas.
Y en otro extremo del planeta, en Nueva Zelanda, se estrena por televisión La verdadera historia del cine (Forgotten Silver, 1995), de Peter Jackson y Costa Botes, un falso documental que pretende atestiguar cómo un cineasta neozelandés ya fallecido, Colin McKenzie (Thomas Robins), se adelantó a la invención del cinematógrafo, al uso de su técnica e, incluso, al uso del sonido sincrónico y del color. Una excelente fábula para comprender el nacimiento del cinematógrafo, ya que la falacia de Colin McKenzie es una síntesis maravillosa de Lumière, Edison y Griffith.
El fin principio del fin
Contemplar el último rodaje, la última proyección, la última celebración de vida del cine silente, puede ser interpretado como una triste balada o una alegre canción, como el caso de La fiesta salvaje (The Wild Party, James Yvory, 1975) y Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen-Gene Kelly, 1952). En el caso de la primera, basta escuchar a Raquel Welch, aunque hermosa y seductora, cantando «Singapore Sally», para saber la tragedia que se le avecina, mientras que en Cantando bajo la lluvia, el trío de Gene Kelly, Donald O’Connor y Debbie Reynolds cantan un optimista “Good mornig, good morning” como bienvenida al nuevo día, al nuevo tiempo que les aguarda.
Así, la mirada de Yvory, con la mediación del tiempo, es absolutamente turbia y nostálgica, mientras que la de Stanley Donen y Gene Kelly es diáfana y sin rastros de pesar por el pasado reciente. La fiesta salvaje es la agónica historia de un cómico del cine mudo que presenta su última película, la decadencia y la tragedia del fin. Cantando bajo la lluvia es la transformación de una acartonada obra de silente en un alegre musical, un auténtico homenaje al género y las nuevas voces que surgieron con el cambio tecnológico. Dos caras de la misma moneda, como el diálogo de despedida entre Kathy (Debbie Reynolds) y Don (Gene Kelly) en Cantando bajo la lluvia:
— Esta llovizna de California es hoy más copiosa que de costumbre.
— ¿De veras? Para mí todo es luminoso y el sol brilla por todas partes.