Fuera de cuadro
El autor en la teoría cinematográfica II
A propósito de la política de los autores André Bazin planteaba la necesidad de considerar la dimensión histórica, tecnológica y sociológica que determinan lo que comúnmente se define como “un buen film”, “una obra maestra” o una película que evidencie un “estilo” o una “personalidad” con respecto al resto de las películas.
Las grandes películas, afirmó, surgen de la intersección fortuita del talento y del momento histórico (…). Además, el control de calidad garantizado por la bien lubricada maquinaria industrial de Hollywood aseguraba, prácticamente, un grado suficiente de competencia e incluso elegancia (citado por Stam:109)[1].
Ahora bien, qué hace que un filme se inscriba dentro del sistema del cine de autor. ¿Es posible definir un sistema que se muestre como contrario al cine de estudio, comercial y transparente?
Andrew Sarris, en 1962, introduce en Estados Unidos la teoría del autor con el artículo Notes on the Auteur Theory. Sarris parte del énfasis que los críticos franceses ponían en el estilo como expresión creativa.
Sarris sostiene que un estilo coherente une el “qué” y el “cómo” en una “proclama personal” en la que el director se arriesga y lucha contra la estandarización. Así, para Sarris, el crítico debe prestar atención a las tensiones entre la personalidad del director y los materiales con que éste trabaja. Este crítico estadounidense establece tres criterios para para reconocer a un autor: 1) la competencia técnica (un gran director tiene que ser al menos un buen director); 2) una pesonalidad reconocible (un director debe presentar un estilo recurrente. Así, la forma como un filme se presenta y progresa debe estar relacionada con la forma en que el director piensa y siente); 3) un significado interno surgido de la tensión entre el material y la personalidad del director. (Sarris en Film, Theory and Criticism p. 586).
Pauline Kael rebatió lo propuesto por su colega y compatriota Andrew Sarris en 1963[2], sobre la “competencia técnica”, argumentó con razón que es un criterio débil, pues algunos directores como Antonioni “van más allá de la competencia técnica” (pensemos nada más en los largos travelling y planos secuencia que caracterizan su obra). Con respecto al segundo criterio, sobre una “personalidad reconocible”, Kael lo confrontó argumentando que este punto favorece a los directores repetitivos, cuyos estilos son reconocibles precisamente porque nunca intentan nada nuevo. Y finalmente en relación al “significado interno”, lo consideró insosteniblemente vago y lo rechazó por favorecer a directores mediocres que van encajando como pueden el estilo en las grietas de la trama.
Para Stam, el debate Sarris-Kael enmascaraba el hecho de que ambos compartían una premisa clave: la idea de que la teoría/crítica cinematográfica debe ser evaluativa, centrada en clasificaciones comparativas de películas y directores (Stam:112).
Son muchas las críticas que ha tenido la teoría del autor. En principio destaca el hecho de minimizar el carácter colectivo de la creación de películas, e incluso el hecho, absurdo, de ignorar que también productores, actores y guionistas pueden considerarse como autores. Por lo que uno podría preguntarse hasta qué punto Bernardo Bertolucci es más “autor” de El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972) que Marlon Brando, o en qué medida Gena Rowlands, Peter Falk y John Cassavetes son los “autores” de A Woman under the Influence (1974). O, simplemente, qué sería de gran parte de la obra de Martin Scorsese sin Paul Schrader, Thelma Schoonmaker y Robert De Niro.
Stam resume cómo algunos autores muestran sus reservas con respecto a algunos presupuestos de la teoría del autor. Thomas Schatz, por ejemplo, retoma lo que Bazin denominó genio del sistema, esto es la capacidad de una máquina industrial bien financiada y cargada de talento para producir películas de gran calidad. (Stam: 113-14). Lo cual evidencia las debilidades de los criterios que presentaba Sarris para determinar cuándo un filme podría considerarse de “autor”.
Ahora bien, el deslinde que realiza la teoría del autor entre el “qué” (la historia, los temas) y el “cómo” (el estilo, el discurso, la técnica) sirvió para demostrar que el “estilo” tenía un valor en sí mismo, y que era precisamente en esa instancia, o en ese plano, donde estaba depositado lo “cinematográfico” o el valor de la obra cinematográfica. El “estilo”, la manera de narrar, de encuadrar o de editar, la puesta en escena de un filme, empezaba a reconocerse como un espacio de resonancias personales, ideológicas e incluso, como señala Stam, metafísicas.
Con la teoría del autor, estamos de alguna manera en la transición entre lo que Casetti (1990)[3] llama el paradigma ontológico y el paradigma metodológico. Aunque es evidente que el carácter romántico y apolítico del “genio autoral” colocaba a sus seguidores como fieles exponentes de un modelo de pensamiento que todavía estaba tras la “esencia” del cine, en un intento por definir su naturaleza artística.
Uno prodría preguntarse hasta qué punto el reconocimiento de un estilo y la puesta en escena personal puede verse como un sistema que se opone o diferencia de sistemas estandarizados, como el cine clásico hollywoodense.
Quienes escriben para el cine, o la televisión. No tanto para el teatro saben lo que hacen. Aquellos que escriben un libro no. Pero para ello están aquellos que con oficio y la ayuda de buenos «argumentistas» logran baratijas cinematográficas de gran éxito. Nada que ver con un escritor de «libros». El tema es demasiado complejo aunque está bien presentado pero no da para unas líneas sino más bien para un encuentro entre especialistas, entre los cuales no me encuentro.
Creo que es difícil definir con palabras lo que es el cine de autor pero es muy sencillo reconocerlo.
Normalmente los grandes creadores se han rodeado de un equipo de eficientes colaboradores con los que su instinto creativo coincidía y eso hace que sus obras posean una nota distintiva. Podemos considerar un ejemplo de esto a Federico Fellini y la colaboración de Tonino Guerra en los guiones y de Nino Rota en la música.
Lo que es cierto es que un mismo guión va a cobrar un color particular en manos de un «autor» y podría hasta pasar desapercibido en manos de otro equipo.
Entonces el cine de autor proviene de la creatividad y reconozco la pobreza total de argumentos del intelecto al momento de definir aspectos de la creatividad. Aquí es el ser humano en su totalidad el que percibe esas notas y es lo que diferencia a gran parte de la creación artística del hombre. Esto es imposible de ser tenido en cuenta en productos comerciales donde el simple hecho de convocar los mismos actores (Johnny Depp), músicos (Danny Elfman) y directores (Tim Burton) solo consigue arribar a un producto mediocre del mismo color que los anteriores, como bien dice el autor de esta nota.