Miradas sobre... 

Oppenheimer

EL GUION COMO OBRA LITERARIA

La lectura de un guion permite seguir los pasos necesarios para que un director (y no solo) sepa tanto qué como cómo llevar una historia a la pantalla. Nos ayuda, entonces, a construirnos mentalmente el conjunto de escenas que, en su totalidad, completan la experiencia fílmica inicial ya que, en otras palabras, crea las formas estructurales con las que se puede jugar visualmente. Hay, por supuesto, una serie de reglas para seguir que ayudan a tener, desde los primeros momentos, una idea precisa de lo que va dibujándose a través de la concreción de imágenes en el acto de crearse un vínculo entre palabras e imaginación. Y, por esta razón, la lectura de un guion es una experiencia que nos quiere llevar en cierta dirección, un work in progress de primera importancia (sin guionista no hay filme) que no puede cerrarse en su construcción, sino que pide que se lo lleve a otro momento en el camino hacia el producto final.

En el caso del Oppenheimer, de Christopher Nolan, la cuestión resulta ser diferente. Usa, de hecho, el autor un juego más que acertado e innovador cuando decide rechazar las convenciones y transformar el guion (y, por supuesto, la experiencia lectora) en un producto típicamente literario. El juego con el tiempo divide el contexto de la narración en dos grandes conjuntos, separados por dos elementos: la presencia-ausencia del yo hablante y el uso de un tipo diferente de presentación gráfica de las letras (la cursiva, por ejemplo, empleada para lo que, en la estructura global, se parece a un momento de despersonalización). Y, entonces, es con esta dualidad y con la licuación del tiempo que el lector se ve sumergido en una experiencia estructural y decididamente literaria.

Leer este guion va más allá de lo normal o, con una palabra demasiado cargada de sentidos diferentes, natural. Es, efectivamente, otra manera de experimentar lo que se inserta en un diálogo sobre nuestra historia y el valor de la ciencia en el mundo –no solo occidental– desde el final de la primera mitad del siglo pasado. Nos permite jugar, como espectadores virtuales de un texto escrito (y no solo para el cine sino –quizás sobre todo– para la lectura), con la posibilidad de leer y releer, de dejarnos guiar por el transcurrir del tiempo (con sus diferentes movimientos de flashback y flashforward), así como de pararnos, de moldear nuestra experiencia según nuestras ganas.

El guion de Nolan se transforma, entonces, y se reconstituye en la experiencia de sí mismo en cuanto obra literaria, producto que no se presenta solo como elemento apto para saber cómo y qué transformar en imágenes, sino también como elemento cerrado en sí mismo, una lectura tridimensional que sale de los bordes de las reglas sin por esto destruirlas totalmente, sino volverlas un poco más líquidas para que se adapten al contenedor que Nolan ha ido creando para acoger sus ideas. Leer, entonces, es otra acción que su une a su concreción visual y que, en el acto de confluir las dos hacia un conjunto final (lectura y visión), llevan a que nazca una explosión narrativa multidimensional.

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