Los años 70, proclives al cine de catástrofes de todo tipo, no podía obviar el colapso que podía provocar la idea del desparrame de un virus de rápida propagación que pondría en peligro a la humanidad. En esta tesitura se sitúa El puente de Casandra, un típico filme de la época, a imagen y semejanza del producido en los Estados Unidos, con una historia dramática sobre una enfermedad, e interpretada por una glamorosa pléyade de estrellas. La participación en el cartel de los distinguidos actores no es más que un reclamo comercial para afianzar la rentabilidad de la producción, en manos del ambicioso Sir Lew Grade, que poco tiempo más tarde se estrellaría en la taquilla con el costoso proyecto de Rescaten el Titanic (1980), de Jerry Jameson.

El comienzo de la acción del entretenido filme del cineasta de origen griego, George Pan Cosmatos, que también participa en el guion junto a Tom Mankiewicz y Robert Katz, no está exento de cierta ironía. En la sede de la OMS en Ginebra, supuestamente una institución bunkerizada y con una fuerte custodia, tres maleantes penetran en sus instalaciones, logran acceder a la zona que guarda letales sustancias, donde uno de ellos se contagia y, en su huida, se monta en un tren. Una vez a bordo del convoy, solo hace falta esperar saber quiénes son los ilustres pasajeros que en ruta a Estocolmo van a experimentar una situación de angustia y pánico.

The Cassandra Crossing

Dos escenarios van a centrar el desarrollo argumental. Por una parte, la oficina de control de la crisis, al mando de un oficial del ejército norteamericano, el coronel Mackenzie (Burt Lancaster), de turbio comportamiento, y la doctora Elena Stradner (Ingrid Thulin), precavida y juiciosa. En el otro lado, un largo ferrocarril en cuyo vagón de primera clase se reúne un puñado de personajes con cierta importancia. Los más destacados y cuya labor es fundamental son: el Dr. Chamberlain (Richard Harris), Jenny Rispoll (Sophia Loren), Nicole Dressler (Ava Gadner), Haley (J.O. Simpson), Herman Kaplan (Lee Strasberg) y Robby Navarro (Martin Sheen), entre otros. Todos ellos se convertirán en inesperados héroes al sumar a la colectividad como una camaradería para enfrentarse a una situación límite.

La frialdad y sequedad de la sala de seguimiento contrasta con el bullicio y tumultuosidad que se vive y respira en el tren. Dos enfoques que representan maneras y modos de encauzar un problema de proporciones mayúsculas. Mientras el mando militar adopta su postura marcial y nada piadosa y procura que el incidente se resuelva satisfactoriamente, pero sin que su ponzoña salpique a nadie que no viaje en el interior del convoy. En pocas palabras, neutralizar un episodio lamentable para no justificar la falta de seguridad en el enclave norteamericano de la OMS. Su oponente, la doctora Elena, intenta racionalizar el serio percance desde la perspectiva científica. Ni qué decir tiene que su visión es frenada y engullida por la arrogancia de Mackenzie. Es decir, un virus tiene que combatirse por la fuerza, si fuese necesario, en vez de aplicar soluciones médicas, cuando se constata que un perro infectado y sacado del vagón experimenta una notable mejoría gracias al oxígeno enriquecido.

Todo lo contrario sucede en la zona afectada del tren, donde se va a librar una batalla por la supervivencia y donde van a discurrir los instantes más vistosos, dramáticos y espectaculares. Incluso, jugando con el suspense y el salvamento en el último segundo. Un modelo de cine que dio buenos resultados y que era muy agradecido para el espectador, porque después de un largo trayecto de sufrimiento y el corazón en un puño, el público experimentaba una explosión de alivio cuando el desenlace era satisfactorio, pese al sacrificio de algunos personajes que resultaban simpáticos y entrañables.

El término Cassandra hace referencia a una diosa Troyana que predecía catástrofes y advertía a la gente la llegada de calamidades. En este caso, el puente del mismo nombre, situado en Polonia y cerca de un antiguo campo de concentración (lectura sionista muy recurrente también en el cine de los setenta), es una construcción obsoleta y en mal estado. La autoridad militar quiere desviar el convoy a ese lugar para que no logre cruzarlo y se despeñe al agua.

En este sentido, la película es pesimista, demoledora y fascista. La cúpula castrense desea la muerte de todos los viajeros para que el estallido vírico no se conozca por la opinión pública y evite incómodas denuncias. Con tal de informar que el descarrilamiento del tren ha sido un desafortunado accidente, asunto concluido y archivado. Qué diferencia, en otro orden de referencias, cuando Burt Lancaster se convertía en un genuino héroe en la formidabl, El tren (1964), de John Frankenheimer, protegiendo obras artísticas del saqueo de los nazis.

Tráiler de la película:

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El regreso aficheMar adentro, en la intimidad, un misterio sin resolver. Incursionamos en los rasgos de una paternidad inconclusa. El examen a fondo se desvía de contenidos específicos para centrarse en la globalidad de un maltrato no exento de “buenas intenciones”.

Trayecto que juega con lo incierto de un regreso tan inesperado como demorado; se ubica en la paradoja de semejanzas que giran en torno a temores vencidos ante la emergencia; un miedo radical, esencial a la defensa de una dignidad humana amenazada por la represalia.

Zvyagintsev inserta el bisturí a fondo, canaliza momentos alternantes que denotan complacencia y coraje forzados ante circunstancias extremas. Al final, la conjunción en las alturas evita el mar profundo. La evasión se transforma en resultado, la muerte y el abismo abren un conjuro que sella un saber innecesario. El filme elide lo que quizá, el espectador, en sus maquinaciones, está intentando discernir.

La película se inicia en el ritual, “como si” de una inmersión en el mar que, desde las alturas, representa la valentía del hombre en contraposición al temor merecedor de apodos discriminantes: el que no salta es un gallina. Luego, sobrevendrá la caída, la tierra afianza realidades que circunscriben la acción a circunstancias de valentía o coraje verdadero. Consecuencias del tránsito hacia un aprendizaje concreto, desprotegido del mar, colchón simbólico que alberga un tránsito mediado por lo conocido, en tanto riesgo atado a presunciones avaladas por la experiencia cotidiana.

Iván y Andrey son dos hermanos que viven con su madre; un buen día, luego de estar mucho tiempo ausente, llega un padre a quien apenas conocen. Los llevará de “paseo”. Una incursión temporal que nos permitirá explorar las relaciones dentro de tipicidades evolutivas, en el interior de un marco autoritario reivindicador de respeto por la fuerza.

Sabor a rescate de tradiciones patriarcales donde la hombría se asocia al fomento de una crianza apuntalada en resistencia a la debilidad, sea cual fuere su origen. La edad no es atenuante, la rudeza y el maltrato enseñan a ser hombre, pero, claro está, cuando el respeto ha sido ganado, no antes; a menos que razones de preferencia y ansias de transformación se asocien a valoraciones que abrevien caminos.

El regreso fotograma

Ivan y Andrey, dos hermanos con apuestas diferentes de resistencia; el primero no está dispuesto a la sumisión y el esfuerzo sin aclaraciones previas, el segundo necesita afianzar su momento vital en el reconocimiento de la capacidad para asumir “responsabilidades de hombre”. Las recepciones son diferentes, el trato también lo es. Padre que pretende ser guía ejemplar desde la intolerancia por la diferencia; ni por un instante es de recibo la individualidad,  el molde no distingue instancias, las fórmulas producen “agallas” desde el ejercicio fiel del rol masculino ideal, los chicos deben aprender.

Gran farsa, esfuerzo por entronizar la pseudograndeza que oficia de incógnito; la protección lo asume en términos de padre “virtuoso” en artes educativas resistentes a la evidencia de tradiciones perimidas. Un ser desconocido, incertidumbre que se vuelve intolerable, aunque solo para Iván, el más pequeño, más necesitado de protección que de afirmación en el camino hacia la adultez. Será la piedra en el zapato generadora de conflicto. La ausencia de explicaciones ante el abandono es inaceptable, el derecho de protesta se abroquela, la rebeldía rebasa sus posibilidades en medio de obstinaciones y enojos. El niño temeroso y obediente se volverá juez penetrante, al punto de comprender mejor la situación que su hermano, cautivo de necesidades propias del momento evolutivo.

Una desilusión cargada de agonía, interminable pasadizo hacia la nada, recreación como anexo de actividades tan privadas como inconcebidas: nunca sabemos en concreto el para qué de un retorno montado sobre otro. Padre ausente en permanencia; la inmaterialidad es incapaz de organizar algo que se extiende a la esencia misma en la incompetencia para el rol. Juego de abandonos que perduran en el tiempo, la presencia no construye paternidad; es la comprobación de una extrema inoperancia que se esfuerza por torcer hechos emocionales en función de verdades naturales. Ser padre, realidad que pretende ser impuesta desde el deber ser, no califica en las acciones, su único asidero es la evidencia de los datos, la procreación como suceso ineludible.

El regreso plano

Invitación a la introspección desde un formato de niñez  personal; tarea que requerirá al espectador máxima agudeza. Un desafío al que Zvyagintsev hace rato nos tiene acostumbrados.

Ignorancia, desprotección, autoritarismo, castigo, violencia inconfesa; todo bajo un manto de inconsciencia generalizada, solo destruida por la perspicacia suspicaz de Iván, fiel representante de lucidez y madurez desplazadas hacia el sufriente, leitmotiv reforzante de posibilidades que aflorarán en momentos críticos.

La fotografía tramita una relación con la naturaleza donde los tonos azulados parecen querer mimetizarse en el mar. Espacio significativo, desde el comienzo asociado al miedo, el ocultamiento, el peligro que, sin parecer tal, culmina en episodios que conjugan tanto la valentía, la muerte, y hasta la virilidad, como refuerzo de la autoestima. Un universo que relaciona las alturas y las profundidades en términos de valentía, peligro, afirmación y muerte. Todo lo crítico se concentra allí, comienza y empieza en ese símbolo tan polivalente como contundente; síntesis de múltiples ideas circulantes durante el desarrollo de la cinta.

Película marina con degradación del azul hacia tonos opacos, todo se asocia a ese fondo, aunque con distinción cromática que diferencia figura, de contexto. Estética discreta y coherente; tramita la sobriedad en medio de la crisis, el ambiente, como sostén del alma humana, no está eximido de realidad, participa cual ave de mal presagio que anuncia circunstancias y opciones para decisiones inmediatas.

El regreso escena

Movimiento de cámara administrado con maestría; tanto el plano fijo, como los sutiles travellings, ilustran el relato con prestancia. Es la gradual ebullición de conflictos humanos esperables retratados desde una lógica contemporánea que solo atina a responder en razón a la infancia. Toma de partido propia de una idiosincrasia made in siglo XXI, derechos humanos, y principios de protección a la niñez, ya consolidados luego de un extenso tránsito.

Un cuidado expreso por la iluminación en pasajes donde los protagonistas semejan, por un instante, y de manera casi imperceptible, sombras a pleno día: trayecto en auto en medio de una tensa discusión resuelta en medidas drásticas.

El filme está plagado de sutiles elementos que se vuelven huidizos ante la menor desatención. La música compuesta por Andrey Dergatchev es uno de ellos; determina de forma intermitente la gravedad del asunto mediante una sensación constante de inquietud que se confunde con los sonidos del ambiente.

Ivan Donbronravov es la solvencia ante un estado de ánimo regido por la incomodidad y disconformidad propias de un inexplicado y exigente abandono. Se pretende barrer bajo la alfombra todo tipo de anuncio promotor de comprensión.  Es fiel reflejo de la rebelión ante una autoridad autoproclamada a base de credenciales nominales, criterio poco convincente hasta para un niño. Iván comienza a despegarse de la infancia, la desvalidez del inicio cede paso a la oposición, la testarudez es signo de una obcecada protesta. No es capricho, las razones asisten, nos vuelven testigos cómplices de algo que comienza a experimentarse como una inadvertida injusticia: el padre cree en sus métodos más allá del dolor ajeno.

Pieza maestra de Zvyagintsev. Ópera prima ganadora del León de Oro en Venecia 2003, nos introduce en una temática que será desarrollada con mayor potencia y especificidad en Sin amor (2017), obra desde ya recomendada.

Un cineasta profundo, complejo, actual, álgido, persistente en sus notaciones acerca de la desgracia humana universal.

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ElresplandorCartelStanley Kubrick estrenó El resplandor en 1980. En su filmografía, se encuentra situada entre el fracaso comercial de Barry Lyndon (1975) y La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987). Era la primera vez que se adentraba en el género de terror. Al parecer, un ejecutivo de la Warner le envió la novela homónima de Stephen King y se interesó inmediatamente. No obstante, para la elaboración del guion no contó con King, sino que contrató la colaboración de la también escritora Diane Johnson, experta en novela gótica. En realidad, Kubrick no estaba exactamente interesado en trabajar sobre espíritus malignos y fantasmas, base principal del libro de Stephen King. Lo que al cineasta en verdad le fascinaba era el desarrollo de los desvaríos psicológicos de un protagonista a la búsqueda de la destrucción, tanto de su familia, como de sí mismo. El resultado es una combinación de géneros que impide su inclusión en uno determinado.

La película se abre con un plano cenital, convertido en panorámica y largo travelling sobre las Montañas Rocosas. En una estrecha carretera, se divisa un automóvil, al que seguimos hasta su llegada a un edificio majestuoso, una especie de castillo en medio de la nada. El vehículo está ocupado por nuestro protagonista, Jack Torrance (Jack Nicholson). Se dirige a una entrevista de trabajo en la que ansía obtener el puesto de conserje o técnico de mantenimiento del hotel Overlook, ese grandioso edificio que hemos mencionado. Se trata de un trabajo temporal de cinco meses de duración, concretamente los correspondientes al cierre del establecimiento en invierno. La entrevista se desarrolla satisfactoriamente y el empleo ya es de Jack; no obstante, el gerente le avisa, por precaución, que unos años antes el antiguo guarda mató a su mujer y a sus dos hijas, suicidándose posteriormente. No parece ser un inconveniente para Torrance, al expresar que la soledad no le asusta y tampoco lo hará a su mujer, Wendy (Shelley Duvall), ni a su hijo de cinco años, Danny (Danny Lloyd). Ambos le acompañarán en esta aventura. 

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Con dicho arranque, nos adentramos en un mundo extraño, en el que lo esotérico, las visiones, la telepatía o las fusiones entre pasado y presente se imponen. Estamos ante un filme cargado de simbolismos. Como ejemplo, sirva la obsesión por el número 42. Al mismo corresponderán las veces que Wendy amaga con el bate de béisbol en su pelea con Jack, al número de coches aparcados en el hotel al inicio o a las veces que el Correcaminos exclama “¡bip-bip!” en la televisión. ¿Quizás en consonancia con las generaciones que separaban a Abraham de Jesucristo, según la Biblia? O también el perfecto encuadre simétrico de la máquina de escribir de fabricación alemana Adler que utilizaban los nazis. ¿El folio en blanco preparado para vomitar los  nombres de los judíos destinados a los campos de concentración? O esos ríos de sangre que se desbordan del ascensor de tanto en tanto… ¿A lo mejor encuentran su referente en el genocidio perpetrado contra los indios en Estados Unidos? No olvidemos que el hotel en donde Kubrick nos abandona con la familia Torrance está construido encima de un cementerio aborigen, a pesar de la oposición de la población india. Precisamente, el nombre del establecimiento, “Overlook”, significa en inglés ignorar o cerrar los ojos ante alguna cosa. 

En realidad, lo que más nos ha interesado de la obra en este momento para volvernos a acercar a ella ha sido, concretamente, la mirada que realiza sobre la violencia machista, una forma de perversidad bárbara que por desgracia continúa de perpetua actualidad. Y Jack Torrance es un hombre brutal, egoísta, enfermo, esquizofrénico, maleducado y colérico. Y no seguimos con los adjetivos por vergüenza. En cambio, su mujer, Wendy, resulta una fémina de carácter apacible, amorosa, comprensiva y siempre atenta al bienestar y deseos de su compañero. Por su parte, el hijo de ambos, Danny o Doc, reúne características muy especiales. Parece poseer un sexto sentido que le permite percibir visiones, sonidos o pensamientos extrasensoriales. Estamos ante un chiquillo muy sensible y que por ello es consciente de la calidad del terreno que pisa. Y si bien este aspecto de la violencia masculina era más evidente o estaba mostrado con mayores pistas en la obra original de Kubrick de 146 minutos, en la recortada por él mismo, la que nos ha llegado, también contiene indicios para que nos situemos y percatemos de quién y cómo es realmente Jack Torrance. 

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Así, paso a paso, vamos descubriendo el alcoholismo de nuestro infame protagonista, además de los ataques verbales y físicos perpetrados en el pasado contra su familia. ¿Casualidades en algunos casos? ¿Accidentes? Nos tememos que quien juega con fuego termina quemándose y en Jack se aúnan su nula capacidad afectiva, la drogadicción y unos valores alejados de cualquier humanismo. Las palabras solidaridad, amor o igualdad de género no se encuentran en su vocabulario. Para Torrance, el mundo, y en especial su familia, únicos seres vivos a su alcance para manejar, no son más que marionetas al servicio de sus reales antojos. Si tienen que acompañarle cinco meses aislados entre montañas nevadas, lo hacen; si el niño, mientras recorre los pasillos con su triciclo, se queda sin educación, pues tampoco importa; o si su mujer le molesta en la ilusión de convertirse en novelista, se le aleja de malas maneras, con insultos, faltando a su dignidad y con la energía de un toro indignado de ser víctima de sufrimientos por capricho. Jack Torrance se presenta como el prototipo de macho que considera a la mujer, y de paso a sus retoños, meros objetos esclavos de sus deseos. Jack Torrance, la fuerza bruta en cuerpo y alma. Afortunadamente, aunque Wendy es sumisa y Danny un crío, no son estúpidos y saben reaccionar cuando la alimaña de su marido y padre expulsa el veneno que le corroe. 

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Para todo ello, Stanley Kubrick, con su famoso perfeccionismo, se vale de una puesta en escena impecable y sabe jugar de modo preciso con el tamaño de los planos, los movimientos de cámara, el juego de luces o la alternancia de escenas. Imposible no rememorar ese famoso uso de la steadycam, persiguiendo a Danny por los pasillos. Los recursos de guion y la escenificación de Kubrick para crear y mantener el clima de tensión e intriga también son certeros y numerosos: apariciones, laberintos, contactos mentales, ilusiones ópticas, sucesos inexplicables o fotografías en donde no se debería estar. Además, se utiliza la profundidad de campo para expresar el alejamiento que va abriéndose entre los personajes en la soledad de la enorme mansión.

Jack Nicholson, en su caracterización de hombre enfermo en locura progresiva, realiza una interpretación espeluznante, repleta de gesticulaciones y miradas exageradas y turbadoras. Una actuación que va creciendo en histrionismo conforme avanza el filme y en Torrance va germinando el convencimiento de que cualquier fracaso en su existencia debe achacarse al poco apoyo recibido por parte de su pareja. Si le da por escribir un libro y a lo mejor es incapaz de rellenar un folio, no duda en culpar a su mujer: por molestarle, por llevarle el desayuno, por invitarle a estirar las piernas para dar un paseo… La soledad y frustración de su personaje va convirtiendo la interpretación de Nicholson en la imagen de un esquizofrénico incapaz de abandonar el atolladero, léase laberinto, en el que se ha introducido. Por su parte, Shelley Duvall, la actriz que interpretó a Wendy, bastante tuvo con aguantar el rodaje al que sometía Kubrick a sus actores. Independientemente de la calidad de las tomas filmadas, hacía repetir las mismas decenas de veces, para desespero de los profesionales. Duvall declaró, años después de su intervención en la película, lo insoportable que le resultó la interpretación, obligada a llorar doce horas al día, unos nueve meses sin parar y con apenas uno o dos días de descanso semanal.  

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No queremos dejar de mencionar a las dos “infantitas”, las hermanas Grady, heroínas de un imaginario colectivo. Ese par de gemelas desiguales, “vestiditas» de azul, de la mano, que siguen causando mayor pavor que las tormentas de nieve o los ríos de sangre. Una imagen icónica inolvidable, sobre todo para ciertas generaciones de algún país con corona todavía a cuestas. Dejamos para otra ocasión elementos muy relevantes del largometraje, como el análisis de las múltiples explicaciones que se han intentado elaborar ante los fenómenos paranormales que la obra contiene, la excepcional banda sonora que ahonda en el desasosiego y el pánico o el excepcional juego de luces que irá modelándose hacia la oscuridad en paridad con el conflicto. Incluso detenernos en las fuentes filosóficas o literarias en la que se sustenta la película. No nos queda ninguna duda de que el maestro Kubrick no dejará de deslumbrarnos nuevamente con otros componentes en un próximo visionado de El resplandor. Desde luego, la habitación 237 ya está instalada desde hace tiempo en nuestras peores pesadillas y nos tememos que sin visos de abandono.

 

Tráiler:

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En los siguientes dos artículos presentaremos un breve estudio comparado y transdisciplinar abarcador de los principales trabajos fílmicos, televisivos y documentales resultantes de la novela The Shining (1977) de Stephen King[1]. En el presente artículo la novela será críticamente analizada seguida de sus adaptaciones fílmicas en los artículos II y III, para, en ulterior trabajo, brindar otro análisis comparatista abarcador de su secuela literaria Doctor Sleep, 2013, una nueva novela de King sobre el personaje de Danny Torrance, y su adaptación cinematográfica de 2019.

The Shining - Libro
The Shining – Primera edición

Entre otras razones, la tercera novela de Stephen King resultó ser una de sus mejores obras porque, como el propio autor dijo: «Jack Torrance soy yo». Tras publicar Carrie y Salem’s Lot, el autor quería cambiar la ubicación de sus obras y decidió pasar una temporada en un lugar señalado al azar en el mapa, este sería Colorado, y allí marchó con su mujer y su hijo de tres años. Al Stanley Hotel, un hotel creado en honor a la fallecida mujer del dueño, un ama de casa muerta por descarga eléctrica durante una tormenta y que, aseguran, realiza allí apariciones, además de otros espectros que provocan ruidos nocturnos. Como luego escribiría en su novela, también era cambio de temporada cuando llegaron al hotel y, como los protagonistas, también los tres comieron solos en el gran comedor con las mesas restantes con las sillas encima y escuchando una música sinfónica muy siniestra por megafonía.

King decidió recorrer el hotel vacío, tomó una copa en el bar donde estaba el único empleado, como en aquel pasaje de la novela hará Jack Torrance. Después se fue a dormir, sí, a la habitación 217, y más tarde despertó entre sudores por una pesadilla terrorífica en la que su hijito corría por el pasillo girándose hacia atrás mirando algo que lo seguía… Se levantó, se fumó un cigarrillo y mientras admiraba por la ventana las majestuosas Rocky Mountains, el autor afirma ya tenía el cuerpo principal de la novela urdido en su cabeza. Quería escribir una de las grandes novelas norteamericanas y sus treinta millones de ejemplares vendidos al menos avalan que entusiasmó a muchos tipos de lectores. Como crítica literaria no puedo obviar ciertos pasajes algo efectistas y un tempo narrativo en ocasiones irregular, con anticlímax que se extienden algo más de lo debido, pero también era efectista la morbosa escena final de Las uvas de la ira y algo lento el tempo de Crimen y Castigo, dos excepcionales obras de arte. No está a la altura de ambas, pero también es magistral.

En conjunto los elementos de la narración resultan impecables y la novela ofrece el sabor único que emana de las novelas con pulsiones de liberación autobiográfica: la ira del autor, la rabia por la castración identitaria que los hijos proporcionan en ciertas personalidades, el alcoholismo, el padre de Jack también alcohólico… Todos componentes de la vida del autor que se reflejan en esta novela de atractivos tintes góticos. Seguramente si esta novela hubiera sido hallada en un arcón de un castillo del s.XIX, diríamos hoy que es una obra maestra gótica decimonónica. Pero claro, King dice en 1977 en esta novela a propósito de la guerra de Corea, por boca de un personaje: “Este país no debería seguir con esas pequeñas guerras sucias. La CIA ha estado en la base de todas las pequeñas guerras sucias en las que se han metido los Estados Unidos en lo que va de siglo. La CIA y la diplomacia del dolar”. Y en 2022 afirmó que su país se parece a la novela El cuento de la criada[2]. En 2023, en la mayor ola de prohibicionismo de libros de E.U., se prohibieron 16 de sus libros[3]. Venda cuanto venda, no le serán perdonadas sus afirmaciones contra las instituciones norteamericanas que tanto critica, no mientras viva.

Una vez comentado el mínimo descompás que hallamos en el uso del tiempo, resta comentar los otros cuatro elementos de la narración. En cuanto al narrador, se conforma como el usual narrador omnisciente que prevalece en las primeras novelas de muchos autores, aún apegados a su necesidad de decirle al lector directamente lo que debe pensar en vez de permitir al personaje desarrollarse más autónomamente mediante el diálogo o las descripciones que de él hacen otros personajes. No obstante, su omnisciencia resulta imperceptible pues se sirve del recurso de destacar explícitamente los pensamientos de los personajes, lo que nos permite bucear en sus emociones e intereses formando parte de sus vivencias de forma, a veces, estremecedora.

En cuanto al espacio, un imponente hotel en lo alto de las Rocosas se ve rápidamente aislado por una sucesión de nevadas tremendas y adquiere unas resonancias excepcionales, el hotel es quizá el principal protagonista, su personalización es clara, posee voluntad. Afirma Jack: “El Overlook se estaba divirtiendo en grande. Tenía un niñito a quien aterrorizar, un hombre y su mujer para convertirlos en recíprocos enemigos”. King nos adelanta aquí el final. La casa-hotel los vencerá como familia. La familia y su retrato son claves.

Stephen King
Stephen King

Hemos de referirnos a nuestro anterior trabajo “The Innocent o el espacio aterrador” en donde el espacio-casa era igualmente personaje y viva narratividad, allí citamos las palabras de Gaston Bachelard “las habitaciones y la casa son diagramas de psicología que guían a los escritores”. No procede aquí reiterar nuestro análisis de los contrastes entre los Espacios de Exterior y Espacios de Interior, pero tanto en la novela como en sus adaptaciones todos ellos ofrecen ricos matices. El hotel es escalofriante y es el espacio escogido por King el principal generador de una atmósfera desasosegante, el uso de sus dimensiones, contrastes lumínicos, geometrías, sonidos y estancias descritas ofrecen un resultado angustiante del que se sirvió inigualablemente Kubrick. Las descripciones de King del Hotel Overlook poseen una vivacidad y tenebrosidad únicas.

Tras narrador, tiempo y espacio, lo más importante, los personajes y la acción. Junto con los tratamientos del espacio, ellos encarnan los componentes artísticos más notables. El tratamiento exquisitamente detallado de los tres personajes, así como la redondez de su desarrollo están a la altura de los perfiles de Steinbeck o Dostoievski en sus citadas obras: Jack, Wendy y el niño Danny son descritos atendiendo a la educación recibida, se analiza la carga que cada uno lleva por las limitaciones o trastornos de la personalidad de sus respectivos progenitores, lo que nos hace entenderlos mejor y empatizar con ellos. El estudio de las lacras y cargas de una familia es rico y minucioso. Esta será una deficiencia en la adaptación fílmica de Kubrick.

Danny tiene poderes telepáticos y de precognición, es muy interesante todo lo que conlleva narrativamente sus habilidades (no nos extraña que le dedicara otro libro 36 años después), y la forma en que lo afronta un niño de 5 años enormemente inteligente. Siente el distanciamiento de sus padres, escucha sus pensamientos, pero también ve qué va a suceder en el hotel y los asesinatos del pasado le provocan imágenes de lo sucedido. Se dedica mucho tiempo al tema, que tiene absorto al lector. “En este hotel hay algo que parece que quiere apoderarse de él. Y que si es necesario pasará por encima de nosotros para conseguirlo” -dice la madre después de que el niño aparezca magullado por un espectro y en shock. Esta Wendy es más lúcida e intuitiva que la Wendy chillona de Kubrick. Jack más tarde se admite, aunque sólo a sí mismo: “El hotel quería a Danny, a todos ellos tal vez, pero a Danny seguramente. Los animales del cerco se habían movido de veras. Y en la habitación 217 había una mujer muerta”.

Danny, con sus poderes de videncia de resonancias psíquicas y juego telepático, descubre que su padre está siendo devorado por la voluntad del hotel, descubre su confusión al creerse el elegido por el hotel cuando es el propio Danny quien sabe que él mismo “es como una llave” para los poderes oscuros de aquel lugar. El hotel quiere “adueñarse del muchacho y de su fantástico poder”. Poco a poco una fuerza oscura había ido acrecentándose en el hotel, nutriéndose de los asesinatos allí cometidos al tiempo que alimentaba la locura y alucinaciones de huéspedes hasta enloquecerlos para generar más crímenes: redrum / murder. Resulta muy interesante que no terminamos de saber qué es esa fuerza oscura, esa cosa que sube en el ascensor y escapa por el aire en la escena final. La explicación del cementerio de indios bajo el hotel que da Kubrick resulta una simpleza poco original, que proviene de novelas anteriores de King y que será igualmente exprimida en célebres películas y adaptaciones suyas posteriores Poltergeist (1982), Pet Sematary (1989), etc. Pero en The Shining, King fue más sinuoso y sutil con esta maldad, más indirecto y sugerente.

La sutilísima descripción de la evolución psicológica de Jack Torrance entre su personalidad adictiva, despótica, débil y la absorción paulatina y maquiavélica que el lugar realiza sobre su persona merecería un estudio en sí mismo. Desde el amor disfuncional por su mujer e hijo avanza intermitentemente hacia un destructivo sentimiento homicida hacia ellos. Hay gran arte en la creación y evolución de este personaje, se trata de un ejercicio literario sutil, así como en la lectura que del padre va haciendo su hijo pequeño.

La acción es conocida, un profesor con algunas publicaciones ha quedado en paro por golpear a un alumno, llevaba entonces sobrio un mes, pero tenía problemas con el alcohol que se relatan. King dedica casi una cuarta parte de la novela al retrato de la familia y sus orígenes, lo que reporta un importante sesgo de novela psicológica a la obra. Su mujer, Wendy, ha sido criada por una narcisista, bajo continuos comentarios invalidadores, parece que encaja con el despotismo invalidador del marido, un escritor que la llama “estúpida”, resentido por su infancia y porque nunca ha terminado de obtener reconocimiento. Ella, por su parte, admite en la novela que a veces se descarga en demasía con Jack por un grave error del pasado, pegó al niño yendo ebrio y le fracturó un brazo. La desconfianza reina entre ellos, pero también la lucha por el amor mutuo y por mantener la familia unida. Por ello aceptan cuidar seis meses un hotel en invierno en la montaña, sabiendo que se quedarán aislados. Jack desea terminar un drama, desean pasar tiempo juntos, él debe ocuparse del mantenimiento del hotel, lo que permite descripciones de cada rincón y le lleva a descubrir un álbum de recortes con mucha información sobre el hotel, donde se alojaron presidentes, pero también la mafia, donde hubo asesinatos varios y fiestas, lujo, despilfarro y belleza.

Así pues, la acción reúne elementos de la novela psicológica, gótica, fenómenos paranormales, espacios naturales y arquitectónicos impresionantes y el contexto ejemplificante y social de los efectos del alcohol en una familia. Resultan de excepción la exploración de las personalidades narcisistas que rodean a Wendy, victimista y pasivo-agresiva, el análisis del perfil del niño Danny, insólitamente inteligente y afectado por su capacidad visionaria; además es ricamente retratada la evolución de Jack Torrance, el padre, en quien se desata algo oscuro -no una enfermedad mental como Kubrick simplificó- a causa de la estancia en el hotel. Las etopeyas son memorables, también la del personaje del hotel.

The Shining - texto
The Shining – texto

La intertextualidad es muy rica. Incluye homenajes a obras que la precedieron como la de Shirley Jackson, La maldición de Hill House (también aquí se produce la personificación de la casa como ente diabólico o espectro maléfico), La Máscara de la muerte roja de Poe (con el mismo baile de máscaras, el reloj de efectos siniestros y las manchas purpúreas en los cadáveres) y Otra vuelta de tuerca de Henry James (otra casa llena de espíritus maliciosos que poseen a las personas, ya hemos referido nuestro trabajo acerca de su adaptación cinematográfica). La lectura de esta novela y sus imágenes bullen en la mente del lector sin dejarlo respirar durante días. El Overlook es algo vivo lleno de espectros y pulsiones del más allá, el hotel funciona como el impulsor de la destrucción de esta familia, podemos casi sentirlo instalándose en nosotros poco a poco. El libro sí constituye una de las obras de la gran novela norteamericana.

 

[1] Todas las citas pertenecen a la traducción de Marta I. Guastavino Castro, quien tradujo The Shining inicialmente en 1977 (Círculo de Lectores) como Insólito esplendor, ella misma utiliza a lo largo del texto esplendor al referirse a esos extraños poderes telepáticos y premonitorios de algunos personajes. Preferimos este sustantivo porque el esplendor se asocia a algo que proviene del interior, mientras que el resplandor puede confundirse con un reflejo provocado por algo externo sobre el objeto. Danny en sí mismo esplende. Más tarde el título se tradujo como El Resplandor a causa de la notoriedad de la película de Stanley Kubrick. Comprendemos los fines comerciales del título, pero por sus connotaciones, encontramos más acertada la traducción esplendor. Seguimos la edición primera de coleccionismo The Shining, Doubleday, 1977 y para las citas traducidas de Guastavino: El Resplandor, Ediciones Orbis S.A, 1995.

[2] https://www.larazon.es/cultura/20220625/7vu7znavcbhwnkuwdrt5axsrsy.html

[3]https://www.infobae.com/leamos/2023/11/09/prohiben-16-libros-stephen-king-en-estados-unidos-en-la-peor-ola-de-censura-de-la-decada-debo-estar-haciendo-algo-bien/

 

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Palma de Oro en Cannes, en 1997, esta película singular me dejó perplejo cuando la vi por primera vez. Volviendo a verla después de años, sigue pareciéndome algo hermética y me sigue dejando perplejo y algo irritado, ya que me parece que no hay preocupación del cineasta de que la mayoría de los espectadores tenga acceso a ella.

La intriga es simple, pero sorprendente: un hombre de unos cincuenta años da vueltas en las afueras de Teherán, conduciendo un automóvil. La mayor parte de la película da vueltas en redondo. A cargo del espectador queda el interpretar tal recorrido. El protagonista busca a alguien que lo ayude en su proyecto de suicidarse y promete mucho dinero a quien acepte. El “ayudante” deberá ir al amanecer al lugar donde él ha cavado una fosa y en donde se acostará durante la noche luego de haber tomado una gran cantidad de pastillas para dormir. Deberá enterrarlo, arrojando tierra encima o, de lo contrario, ayudarlo a salir del hoyo si su proyecto ha fracasado y aún está vivo.

Podemos decir que el cineasta mantiene el suspenso, porque el protagonista solo revelará su proyecto hacia la mitad de la película. Hasta entonces somos testigos de su deambular, durante el cual propone un pasaje a tres hombres, sucesivamente, que se sientan junto al conductor para escuchar la proyección del futuro y próximo lugar definitivo del protagonista: la muerte.

Mientras tanto, bombardea a cada pasajero con preguntas de todo tipo, y cada uno de ellos reacciona de manera diferente, en adecuación con quiénes son: un militar joven, un religioso y un taxidermista empleado de un museo. Este último, el más viejo, finalmente aceptará. No es casual que lo sea: su trabajo ofrece la eternidad a los animales que embalsama. Tampoco es casual que, al codearse con la muerte diaria, pueda ser sensible a la solicitud del Sr. Baadi, Y que sea también él quien le dé una lección de vida, al intentar convencerlo de renunciar a su proyecto: él mismo había querido suicidarse, pero el descubrimiento de un cerezo y el sabor de las cerezas maduras le hicieron olvidar su deseo de muerte.

Estamos en presencia de una fábula filosófica y poética sobre la vida, la muerte, las pequeñas cosas que nos conectan con este mundo: cerezas, sol naciente, luna, viento, naturaleza. Algo inherente a la filosofía Sufi en Irán, donde el soplo de la vida, la respiración y la naturaleza tienen gran importancia en lo cotidiano.

Voluntariamente (lo dijo en algunas entrevistas), el cineasta nos deja inventar como queramos la razón de la solicitud del conductor, ya que nada sabemos de él, quién es, por qué está en esa situación o de qué huye.

Durante los primeros treinta minutos, la ambigüedad reina y podemos creer que se trata de una tentativa de encuentro homosexual. La homosexualidad y el suicidio están prohibidos en Irán e, implícitamente, el cineasta lo da a entender sin hacer hincapié en el tema. Los discursos de los tres interlocutores del personaje revelan algo del funcionamiento de la sociedad iraní, religiosa y autoritaria.

Sin duda, esta forma enigmática de abordar varios temas sin dar ninguna explicación ni clave de entrada se deba, en parte, a la censura de la que Abbas Kiarostami ha sido víctima la mayor parte de su vida. Pero también es una forma de considerar el cine, una manera personal de proponerlo: quiere dar la máxima libertad a los espectadores, incluso la de terminar las películas que él deliberadamente no termina. Pretende así (lo ha dicho en sus entrevistas) que, de alguna manera, cada espectador complete la película, que sea casi co-guionista.

Es también el caso aquí, ya que el cineasta no contesta a varias de las preguntas que el espectador puede hacerse a lo largo de la película. Es una de las particularidades del cine de Kiarostami la de hacer participar activamente al publico. Tampoco concluye esta, la interrumpe antes de que se sepa si M.Baadi logra suicidarse o no, si el taxidermista cumple su promesa de volver al alba o no. M.Baadi, acostado en la fosa bajo la lluvia de una fuerte tormenta, espera, y se pasa a una pantalla negra que dura largo rato.

La siguiente secuencia nos muestra al actor y al cineasta en el campo (esta vez, verde y luminoso, porque es primavera), rodando tomas durante la preproducción. Filmadas en video y mucho antes de la película, estas imágenes contrastan violentamente con la imagen de la película que veníamos viendo y perturba tanto en términos de forma como de contenido, frustrando a todos aquellos (incluido yo mismo) que esperamos el final de la historia.

La puesta en escena pasa por una pantalla negra que dura largo rato y desemboca en una serie de imágenes luminosas que contrastan con el ocre anterior, filmadas en video. El procedimiento incita al espectador a pensar, a tratar de darle a la obra su sentido personal.

La película tiene bellezas formales, como los travellings que muestran las colinas desnudas, ocres, la camioneta vista de lejos, las imágenes del campo alrededor de Teherán, áridas (es otoño), desiertas, con la ciudad en construcción, creciendo desordenadamente hacia la modernidad.

La ausencia casi total de música, excepto al final, no deja sin embargo espacio para el silencio: camiones, excavadoras, autos, perros ladrando, maullidos desesperados, gritos, conversaciones… la vida transcurre en un incesante ruido, cuya presencia constante es fuente de angustia.

Al verla nuevamente, la misma perplejidad e irritación persisten. La impresión de que se le pide mucho al espectador. El eterno trayecto, finalmente, cansa y hasta puede aburrir. Demasiada conceptualización mata la emoción, y no saber nada sobre el personaje impide la empatía con él.

Abbas Kiarostami es un artista radical y eso es admirable, pero su radicalidad puede suscitar (como Haneke, aunque sin su frialdad) adhesión o rechazo. Sin llaves suficientes, sin información que pueda despertar emociones y frustrados por la ausencia de final concreto, la belleza de algunas tomas, el dominio de los medios técnicos (la casi totalidad filmada en un auto, es un desafío) y la excelencia de los actores no fueron suficientes para recibir mi total adhesión.

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Cartel de El señor de los anillos: El retorno del Rey La última entrega de la trilogía basada en la obra literaria de J.R.R. Tolkien guarda un aire de término y despedida. La superproducción iniciada el año 2000 tenía por objetivo llevar al celuloide el complejo mundo nacido de la pluma del escritor inglés. En ese sentido, el largometraje cumple su función con creces, ya que logra conectar con un público lector por medio de un lenguaje cinematográfico asociado a los códigos narrativos presentes en la obra de Tolkien. En ese sentido, Peter Jackson explora la dimensión fílmica del relato escrito. Así también esta trilogía ha tenido un efecto inverso, aproximando a los cinéfilos a la literatura de la Tierra Media. Considerando estos antecedentes, el visionando de la película a casi dos décadas de su estreno aún mantiene la misma frescura, lo que está condicionado por la construcción visual de la cinta.

La estructura narrativa del film se desarrolla a través de dos arcos argumentales que solo confluyen en el desenlace, tras un punto cúlmine de aproximadamente 90 minutos de duración. Por un lado, el arco argumental establecido a partir del trayecto que Frodo, Samsagaz y Gollum realizan hacia el Monte del Destino. Por otro lado, el segundo arco argumental se centra en una sumatoria de combates liderados por Aragorn y Gandalf, que a lo largo del visionado se torna monótono y le resta ritmo a la estructura fílmica del largometraje. Es así como el espectador se introduce en la trama a través de personajes que reflejan el contrapunto entre el bien y el mal, pero no logra reconocer figuras intermedias que otorguen otros matices. Sin embargo, destaca el protagonismo y el desarrollo dramático que adquiere Gollum, corporalmente interpretado por Andy Serkis y cuya experiencia inauguraría una serie de caracterizaciones asistidas por Computer Generated Imagery, entre las que destacan King Kong (Peter Jackson, 2005), la trilogía de El Planeta de los Simios o las últimas versiones de Star Wars. Jackson sitúa a este personaje en la introducción del film mediante una analepsis, permitiendo que el espectador sea testigo de su origen, empatice con él, además de advertir la trascendencia argumental que asumirá a medida que avanza la cinta y que decantará en el clímax.

Fotograma 01 de El señor de los anillos: El retorno del Rey

Destacan las escenas de combate, que están muy bien construidas pero caen en un exceso coreográfico y de efectos especiales en Virtual FX, lo que se torna empalagoso y atenta contra el ritmo del film. Al margen de la crítica, el director neozelandés no olvida sus orígenes cinematográficos, al utilizar efectos especiales y maquillaje de la vieja escuela, lo que aporta realidad y corporeidad ante los entornos virtuales creados de manera digital. Es así como la dimensión artística de El señor de los anillos: El retorno del Rey regala al espectador una serie de particularidades de la filmografía de Peter Jackson, lo que se puede verificar en la utilización de látex en el maquillaje de las criaturas, similar a la caracterización de los extraterrestres de Mal Gusto (Bad Taste, 1987), los dementes personajes de El delirante mundo de los Feebles (Meet the Feebles, 1989) o las hordas de zombis de Braindead: Tu madre se ha comido a mi perro (Braindead,1992). La utilización del Computer Generated Imagery ya le había permitido caracterizar al espíritu antagonista de Agárrame esos fantasmas (The Frighteners, 1996) y en la última entrega de la trilogía de Tolkien no ha dudado en volver a hacer uso de esta herramienta digital para poblar la Tierra Media con un batallón de almas guerreras. La propuesta artística de las secuencias de combate y la construcción visual de la Tierra Media se apoya en una cuidada elección de locaciones, el desarrollo arquitectónico digital, el diseño de vestuario y la caracterización de un sinnúmero de criaturas que forman parte del universo creado por Tolkien y que Jackson generosamente se encarga de reflejarlo en la película de la manera más real posible. Sin embargo, si bien la construcción digital permite que el espectador explore la diversidad de paisajes y situaciones escritas por Tolkien, también da cuenta de la intención de la película por anteponer la espectacularidad de la construcción visual por sobre la inteligencia en la construcción discursiva del relato fílmico y ahí se asoma el punto más débil del largometraje.

Fotograma 03 de El señor de los anillos: El retorno del Rey

No veo inconveniente en que el planteamiento de Jackson sea priorizar las escenas de acción, dejando de lado la configuración cinematográfica articulada por el discurso de sus personajes. Empero, la tercera experiencia de Peter Jackson deambulando por el mundo creado por Tolkien se torna monótona debido a la reverberación de los combates y los interminables desplazamientos que los personajes realizan por la Tierra Media. El film no logra profundizar en desarrollo dramático de la gran cantidad de personajes secundarios y solo es posible ver tímidos bocetos de cada uno de ellos. Esta situación determina que, tanto el clímax del film como el de la trilogía, solo sea una gran exposición de pirotecnia acompañada de diálogos sin intensidad, lo que determina que tras 201 minutos de metraje el espectador solo espere pacientemente que toda esta épica concluya.

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Cartel El señor de los anillos: La comunidad del anilloEl 19 de diciembre de 2001 se estrenaba la primera película de la trilogía de The Lord of the Rings, de Peter Jackson (2001), una obra que revolucionó la industria del cine. Este diciembre cumple veinte años de su estreno y el paso del tiempo la ha dejado intacta. Sigue estando igual de viva como el día de su llegada.

Peter Jackson elaboró cinematográficamente la obra de J.R.R. Tolkien, respetándola y cautivando a los espectadores en la gran pantalla. El señor de los anillos: la comunidad del anillo (2001) inició un efecto eufórico, esparciendo esperanza en el género fantástico, que se expandió por las salas de cine. Sigue sorprendiendo, como el primer día, por sus imágenes acompañadas de la espectacular y elocuente banda sonora de Howard Shore. Una banda sonora que se identifica con la trilogía.

El film se sitúa en la Tierra Media, en la que la magia existe y viven distintas criaturas –magos, elfos, enanos, hobbits– que conviven entre sí. Sauron, el villano, ha creado un anillo superior a todos. Este objeto, que nace del ansia de poder y de dominar el mundo, se ha forjado con el objetivo de someter a todos aquellos que se opongan al gran Señor Oscuro. Su esencia nace de la necesidad de gobernarlos para atraerlos y atarlos a las tinieblas. Ha despertado, después de años oculto, en las manos de un simple hobbit, Bilbo Bolson, y ha oído la llamada de su amo. Desea volver con su dueño. Este peligro amenaza la Tierra Media. Todas las razas se enfrentan al destino, a esta maldición, y deben decidir cómo acabar con él. La única manera de destruirlo es devolverlo al corazón de Mordor y arrojarlo al bárbaro abismo del que procede. Los hobbits tienen en sus manos el destino de todos. Nueve compañeros se disponen a cumplir su misión. La comunidad del anillo ha emprendido su viaje.

La comunidad del anillo

La trilogía de El señor de los anillos aporta innovación. Los efectos visuales, realizados mediante el uso del ordenador, y los paisajes reales representaron un gran avance. Un antes y un después en la historia del cine, a través de la creación de esculturas de criaturas y edificios, como es el caso del troll que aparece en las cavernas en Moria, escaneados para su transformación digital. Tras construir el esqueleto y los músculos por ordenador, los diseñadores de Weta Digital incorporaron la piel escaneada, realizando así, la animación. De esta manera se facilitó la materialización por pantalla de las grandes batallas militares, como la que aparece en el prólogo, creando miles de individuos por ordenador, dotándolos de conductas individuales y movimiento. También apreciamos la aportación de maquetas realizadas para grabar las grandes edificaciones. Encontramos, entre estos prototipos, el del reino de Gondor, la gran Ciudad Blanca.

En el inicio, el director nos sitúa con gran precisión en la historia, mostrándonos los territorios que imaginó Tolkien. Los paisajes sitúan al espectador en este espacio mágico e idílico. Aporta variación y un contenido complejo en la trama, mediante la magnitud del abanico de personajes que aparecen. Abarca muchos temas que siguen siendo contemporáneos: la confrontación entre los pueblos, la perspectiva individual versus la colectiva, la tentación del mal, el fracaso de la voluntad del hombre y la corrupción… Una lectura particular puede sostener que el personaje de Gandalf encarna a Jesús, la deidad que baja a la tierra para guiar en el camino a todos aquellos que descarrilan. Personifica la razón y la bondad. El anillo se relaciona con la incitación y la avaricia. Los seres son tentados, como Adán y Eva ante la manzana prohibida. Hasta la persona más inocente, como Frodo Bolson, es provocado por la fruta, que, en este caso, es un objeto tan sencillo e inocente como un anillo. La influencia de la moral cristiana se percibe en la lucha interior de los personajes, que se debaten entre el bien y el mal. Todos aquellos que rozan su vida con dicho objeto han sido seducidos, adentrándolos en esa oscuridad y locura.

The Lord of the Rings

El poder del anillo es el centro de la trama, junto con la historia de cada uno de los personajes, en el que te identificas con ellos, y llegas a preguntarte, ¿Qué haría yo en su lugar? Empatizas con cada uno de ellos y experimentas una montaña rusa de emociones que va de la ternura a la perturbación. Todos y cada uno de ellos ayudarán al pequeño Frodo Bolson a llevar esta carga, mientras sea él quien la lleve.

La fotografía te traslada a estos paisajes idílicos. Nueva Zelanda, que protagoniza gran parte del territorio de las tres películas, es espectacular a la vista de cualquiera. Se convierte en el hogar de la Tierra Media, donde presenciamos la localización de espacios como Hobbiton, Rivendel, Mordor y Edoras. El director transformó los terrenos, recreando la Comarca, adaptando así Bolson Cerrado. Una vez que se acabó el rodaje de la trilogía, se desmontó el decorado, dejando la estructura a la vista. Así podría ser visitada por los turistas que querían vivir la experiencia de palpar los lugares de la gran historia de Tolkien.

Frodo en Rivendel

Estamos ante de una trilogía que mantiene la misma línea de espectacularidad. Una obra maestra que revolucionó a los seguidores del género fantástico y que, además, supuso un boom en las taquillas. Aún, en 2021, veinte años después, sigue estando en el ranking de las películas que han reventado la venta en ventanillas. Los fans de la historia y los personajes quieren volver a disfrutar de la experiencia en la gran pantalla. ¿Vivirán felices nuestros personajes, para siempre, hasta el fin de sus días?

 

Tráiler

 

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La excepcionalidad prolongada en la que vivimos a causa de la pandemia que azota el mundo desde finales de 2019 (aunque no fuimos conscientes de ella hasta bien entrado 2020) provoca que las salas de cine se enfrenten a uno de los momentos más duros de toda su existencia. Paradójicamente, esa misma circunstancia ha propiciado, al menos en España, una interesantísima política de reestrenos que nunca se había dado, al menos de forma generalizada, de manera que las películas más taquilleras (aun siendo esa taquilla bastante magra) sean reestrenos de títulos de hace veinte años.

Ayer, sin ir más lejos, fui con mi hija a ver El hobbit: Un viaje inesperado (The Hobbit: An Unexpected Journey, Peter Jackson, 2012), pero en los últimos meses también he podido ver en pantalla grande títulos como Deseando amar (Fa yeung nin wah, Wong Kar-Wai, 2000), El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, Hayao Miyazaki, 2001) y la trilogía completa de El señor de los anillos. Parece que, además de una fábrica de sueños, el cine se ha convertido también en una máquina del tiempo, pero me preocupa que esta política de reestrenos responda a un intento desesperado por devolver a los espectadores a unas salas bastante desiertas, que todavía esperan los grandes estrenos de 2020… y de 2021.

La cuestión es que, aunque he ido a ver la trilogía completa, y ahora estoy yendo a ver la saga-precuela de El hobbit, he elegido la segunda de las entregas de El señor de los anillos porque, en buena medida, es una película que no solo sirve de bisagra entre La comunidad del anillo y El retorno del rey, sino que en sí misma contiene muchos aciertos y es la que convierte un relato de aventuras como el de Frodo (Elijah Wood) en una epopeya, una aventura de proporciones épicas en busca de la salvación de la Tierra Media.

Aunque no coincide exactamente la distribución de los episodios de las novelas de Tolkien con los guiones de las películas, la trasposición al cine es bastante fiel. La película de Peter Jackson comienza cuando la comunidad ya se ha disuelto: Gandalf (Ian McKellen) ha desaparecido; Sam (Sean Astin) y Frodo se encaminan hacia Mordor; Merry (Dominic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd) han sido secuestrados por los Uruk-hai de Saruman (Christopher Lee); y Aragorn (Viggo Mortensen), Legolas (Orlando Bloom) y Gimli (John Rhys-Davies) tratan de rescatarlos. En esta segunda entrega aparecen dos personajes fundamentales para la trilogía, Gollum (Andy Serkis) y el rey Theoden (Bernard Hill). Gollum, del que ya se había hablado en La comunidad del anillo, se convierte en el guía de Frodo y de Sam, a quienes promete llevarlos hasta la Puerta Negra. Theoden, rey de Rohan, se encuentra bajo el embrujo de Lengua de Serpiente (Brad Dourif) y su voluntad es dominada por Saruman.

Es curioso comprobar cómo hay algunas cosas que se resignifican con el tiempo. A mí me ha pasado, por ejemplo, con toda la parte del Bosque de Fangorn, la de Bárbol (a quien le pone voz John Rhys‑Davies, el mismo actor que da vida a Gimli). En su momento, me pareció un poco infantil porque me recordaba a una reciente versión de dibujos de El bosque animado (Ángel de la Cruz y Manolo Gómez, 2001), pero esta parte cobra especial relevancia en una época, como la nuestra, en la que la preocupación por la naturaleza y el medio ambiente se ha convertido en algo esencial para la propia supervivencia del ser humano como especie.

De todas maneras, si hay un episodio épico en esta entrega de El señor de los anillos, ese es el de la batalla del Abismo de Helm, lugar al que el rey Theoden conduce a su pueblo para que no sea exterminado por las tropas de Saruman. En cierto modo, Las dos torres dispone las piezas sobre el tablero de Tierra Media y lo deja preparado todo para el enfrentamiento final, cuando las tropas de Sauron asedien Minas Tirith, capital de Gondor.

Premios: Ganadora de dos Oscar, Mejor Edición de Sonido y Mejores Efectos Especiales, y nominada a otros cuatro: Mejor Película, Mejor Dirección Artística, Mejor Montaje y Mejor Sonido.

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Cartel de El Señor de los AnillosCasi once años han pasado desde que la original trilogía del anillo llegó a su fin. ¿Y qué se puede decir todavía que no se haya dicho ya? Las historias de Frodo y los Hobbits, de Gandalf el mago y Aragorn el montaraz, forman parte de la cultura popular de la actual generación, y aunque bien es cierto que también fueron acreedoras de un fenómeno similar cuando los libros aparecieron, las películas de Peter Jackson dieron a conocer el maravilloso mundo de Tolkien a gente como yo.

Tenía once años cuando El Señor de los Anillos: el retorno del Rey (The Lord of the Rings: the Return of the King, 2003) se estrenó en la gran pantalla. Me gustaba mucho el cine aunque todavía no lo consideraba un estilo de vida. Aun así, le pedía a mi madre que comprara el periódico el día posterior a los premios de la Academia para enterarme de los ganadores, ya que el show siempre terminaba demasiado tarde y solía tener clases al día siguiente. Los Oscars, a pesar de ser considerados comerciales, también son los premios cinematográficos más universales y de fácil accesibilidad, o por lo menos así lo consideraba en ese entonces (no creo que supiese todavía nada de Cannes ni de Sundance). Que una película ganara un premio ya era suficiente para querer verla… ¿pero que ganara once? Si antes tenía mi curiosidad, ahora tenía mi atención.

Como fanático incondicional de Harry Potter (pues La Piedra Filosofal se trató del primer libro “largo” que leí en mi niñez) era consciente de los numerosos cambios que exigían las adaptaciones cinematográficas, y estaba desarrollando el hábito de leer primero el libro antes de ver la película, si ese era el caso. Y así me introduje en el mundo de Tolkien. Viajé a través de sus páginas. Descubrí lugares inimaginables, historias increíbles acerca del poder, la valentía y la capacidad de crear. Era un lenguaje y una clase de literatura a la cual no estaba acostumbrado, y a la que nunca había tenido acceso. Eso rodeaba sus párrafos con una especie de misteriosa expectación que se trasladó conmigo hasta la versión cinematográfica.

El retorno del ReyFue aproximadamente un año más tarde cuando vi las películas. ¿Qué sabía de directores? Únicamente conocía a Tim Burton. Así que al leer los créditos mi pregunta innata fue: ¿Peter Quién? En fin, no importa. La Comunidad del Anillo fue todo lo que esperé; la adaptación perfecta. Ver el mundo que imaginé plasmado en la pantalla de mi televisor era una experiencia aterradora y placentera al mismo tiempo. Sin embargo, había algo más. Algo diferente.

Al ver Las Dos Torres la sensación persistió, y estaba seguro de que estaba viendo un tipo de cine (al igual que me sucedió con los libros) al que no había tenido acceso. Podría exagerar, pero sentía que estaba ahí, inmerso. Hoy soy consciente de los elementos magistrales que contribuyeron de forma subjetiva a esa sensación, como por ejemplo, la banda sonora de Howard Shore. Pero a los doce años eso no me importaba. No eran relevantes para mí las piezas, sino el conjunto.

El Señor de los anillos. el retorno del ReyCuando llegué a El Retorno del Rey, cambió por completo mi percepción del cine. Había entre sus imágenes un alma, una meticulosidad de la cual no estaba consciente, pero que transformaba La Tierra Media en algo muy real, tan real como para alegrarme, emocionarme, temer o sufrir por lo que sucedía ahí. Lo que hoy podría desglosar en esta “crítica”, gracias a las cosas que he aprendido, ya lo han analizado muchos en el pasado, así que no perderé tiempo en ello. Porque en ese entonces mi pensamiento no analizó el guion y su estructura. Tampoco exploró la fotografía ni extrajo los usos del lenguaje cinematográfico. En ese entonces, y es la sensación que todavía me invade mientras escribo estas líneas, fue: esta película tiene alma. Está viva.

Esa era la principal diferencia entre todo lo que había visto hasta ese momento y la trilogía del anillo, en especial su conclusión. Había una fuerte conexión emocional, un hilo invisible que elevaba el listón de lo que conocía. Por muy infantil que pueda parecer, sería válido hacerse la pregunta: ¿cuántas películas tienen tal impacto emocional sobre nosotros que reverberan con el pasar de los años, a pesar de la transformación de nuestros gustos? El Retorno del Rey fue ese antes y después de mi formación cinematográfica. Fue la chispa que encendió el fuego. Es de más prestigio decir que la película que te inspiró a hacer cine o a escribir de cine forma parte de la filmografía de Truffaut, Godard, Fellini o Takovsky. Sí, está bien. También son cineastas que amo. Pero dudo mucho que hubiese llegado a ellos sin la gran experiencia de inmersión cinematográfica que ideó Peter Jackson.

Fotograma de El Señor de los anillosAl día de hoy, me gusta visitar su trilogía solo cuando es necesario, y apartar El Retorno del Rey siempre para el final, como debe ser. No quiero desgastar las emociones; esas sensaciones que con los años ahora también van cargadas de nostalgia. Sé que hablo como si estuviese en los últimos años de mi vida, como si las películas tuvieran cincuenta años, o más. No es así, por supuesto. Pero transportarme a la Tierra Media es lo más cerca que he estado de la magia. Todavía me lleno de temor cuando Frodo entra en la guarida de Ella-Laraña. Me enfurece la locura de Denethor. Mi corazón se encoge cada vez que Sam dice “Vamos, Sr. Frodo. No puedo llevarlo por usted, ¡pero lo puedo cargar a usted!”. Hay un espacio muy particular en mi cabeza para todos estos sucesos, y en retrospectiva puedo decir que el filme de Jackson no solo me inspiró a dedicarme al cine. Además, moldeó parte de mis costumbres como autor, y por ende, como persona.

Y si hay algo que también me enseñó, fue a tomar riesgos. A seguir una visión concreta. Y a amar verdaderamente lo que se hace.

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Cartel de El show de TrumanEn el momento en que se estrenó El show de Truman, había fronteras que la televisión no se había atrevido a cruzar, límites que no se había atrevido a transgredir. Me refiero, claro está, a la presencia en nuestras pantallas de programas como Gran Hermano, formato que, ya desde su propio título, homenajeaba sin ningún pudor a la excelente distopía de Orwell, 1984. El show de Truman, en realidad, es una película sobre el programa de televisión homónimo. De hecho, su metraje no comienza con los títulos de crédito habituales (que aparecerán al final), sino con la cabecera del programa, en la que comprobamos que todos los habitantes de Seaheaven, excepto Truman Burbank (Jim Carrey), son actores que se mueven en un plató gigante, una especie de ciudad ideal, utópica. Como afirma Christof (Ed Harris), el gurú de la televisión que ha creado el programa, todo es mentira salvo Truman: él es auténtico, él es “de verdad”.

Más allá de los referentes televisivos a los que pueda aludir la cinta, El show de Truman admite una lectura en clave moral y ética, ya que nos sitúa frente a un individuo que trata, en primer lugar, de conocerse a sí mismo, de descubrir cuál es el lugar que ocupa en el mundo. En segundo lugar, plantea una cuestión escalofriante: ¿somos en realidad tan distintos a Truman?; ¿no están nuestras vidas tan programadas como la suya?; ¿no estamos cada vez más controlados, más vigilados?

Fotograma de El show de TrumanEn El show de Truman confluyen dos talentos creativos de primer orden. Por un lado, Peter Weir, que es, sin duda, uno de los grandes directores australianos, aunque ya hace bastante tiempo que está perfectamente integrado en el sistema de producción de Hollywood. Comenzó su carrera con un buen número de cortometrajes y algunos largometrajes de corte innovador y experimental, como Los coches que devoraron París (The Cars That Ate Paris, 1974), Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975), La última ola (The Last Wave, 1977) y El visitante (The Plumber, 1979), pero empieza a ser conocido en los años ochenta, con títulos como Gallipoli (1981), El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982), Único testigo (Witness, 1985), La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986) y El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989). En los noventa, dirige tres películas, Matrimonio de conveniencia (Green Card, 1990), Sin miedo a la vida (Fearless, 1993) y El show de Truman (1998), mientras que en la última década solo ha dirigido dos, Master and Commander: The Far Side of the World (2003) y la reciente Camino a la libertad (The Way Back, 2010). Por otro lado, Andrew Niccol, el guionista, que ha participado también en el guion de La terminal (The Terminal, Steven Spielberg, 2004) y ha escrito y dirigido títulos como Gattaca (1997), S1M0NE (2002), El señor de la guerra (Lord of War, 2005) y la más reciente In Time (2011). Lo cierto es que el guion de Niccol en manos de Weir se ha convertido en un clásico de los años noventa, una película que no solo no ha envejecido, sino que adquiere más vigencia en un mundo en el que cada vez nos sentimos más observados.

El show de TrumanEn cuanto al reparto, los dos actores que llevan el peso de la cinta son Jim Carrey, en su primer papel dramático, y Ed Harris. Ambos resultaron galardonados con el Globo de Oro por sus actuaciones, el primero como actor dramático y el segundo como mejor actor de reparto. Carrey aparece prácticamente a lo largo de todo el metraje, mientras que Harris tiene unas intervenciones muy breves pero intensas. Aunque Christof es quien ha creado a Truman para el mundo televisivo, nunca llegarán realmente a encontrarse, aunque sí hablan al final de la película. Completan el reparto Laura Linney y Noah Emmerich, como los actores que encarnan a la esposa y al mejor amigo de Truman, respectivamente, y Natascha McElhone, que encarna a una ex actriz del programa convertida en una activista que quiere que Truman descubra la verdad.

Imagen de El show de TrumanLo más curioso de esta película, que es una versión cinematográfica del mito de la caverna de Platón, es que nos advertía sobre los peligros de la televisión (y de las telecomunicaciones en general) justo en un momento en el que todavía no se había generalizado el uso de internet. Más allá de la crítica al mundo de la televisión, algo que ya habíamos podido ver en títulos tan emblemáticos como Network (Sidney Lumet, 1976) y Al filo de la noticia (Broadcast News, James L. Brooks, 1987), lo que plantea El show de Truman es la necesidad que tiene el individuo de buscar la verdad y poder elegir. Christof ha creado un paraíso para Truman, pero ese paraíso se ha convertido en una jaula de oro y le ha robado lo más valioso para un ser humano: una vida propia en la que pueda tomar sus decisiones. Por eso Truman tiene ese aspecto permanente de niño grande, porque todavía no ha podido madurar al no poder elegir.

The Truman ShowLa música, en El show de Truman, ayuda a subrayar en todo momento las emociones del protagonista: dudas, sospechas, ilusiones, esperanzas, miedos, liberación… En la banda sonora confluyen cortes de tres procedencias distintas: en primer lugar, la música clásica sirve para retratar el idílico mundo de Seaheaven; en segundo lugar, los temas de Philip Glass se emplean en los momentos clave; y, por último, Burkhard Dallwitz es quien se ha encargado de armonizar todo lo anterior y enlazarlo con las partituras compuestas ad hoc. La escena en que Christof orquesta el encuentro de Truman con su padre (Brian Delate) es realmente magnífica y despierta en nosotros una emoción engañosa, ya que somos conscientes de que todo es una mentira y que se trata de un ser humano jugando a ser Dios.

La pérdida de libertad del individuo en una sociedad cada vez más globalizada es algo que se encuentra a la orden del día. No hay tanta diferencia entre Truman y nosotros. Algún día, puede que nosotros, como Truman, tengamos la oportunidad de cruzar esa puerta en mitad del cielo que nos va a llevar a nuestra propia vida. Y, por si no nos vemos luego… ¡buenos días, buenas tardes y buenas noches!

Premios: Ganadora de tres Globos de Oro al Mejor Actor Dramático (Jim Carrey), Mejor Actor Secundario (Ed Harris) y Mejor Banda Sonora (Burkhard Dallwitz y Philip Glass); ganadora de tres Premios BAFTA al Mejor Director (Peter Weir), Mejor Guion (Andrew Niccol) y Mejor Diseño de Producción (Dennis Gassner); nominada al Oscar al Mejor Director (Peter Weir), Mejor Guion (Andrew Niccol) y Mejor Actor Secundario (Ed Harris).

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Cartel de la película El sueño eternoEl sueño eterno, uno de los iconos del cine negro americano de los años 40, es una película con una trama compleja. El argumento proviene del libro The Big Sleep, de Raymond Chandler, y ya en la propia novela, el escritor decide que el lector no reciba más información que la obtenida por el detective que encarna Humphrey Bogart, Philip Marlowe.

Esta misma estrategia es seguida por Howard Hawks, concibiendo las secuencias como episodios de la investigación de Marlowe, que interviene directamente en todas ellas para esclarecer los hechos, circunstancia esta última no totalmente conseguida, destacando en especial alguna pieza que no encaja en la trama, como uno de los asesinatos de cuyo autor no se supo nunca, no solo por el espectador, sino también por el director y por el propio Chandler.

Un general millonario y excéntrico, con dos hijas, Vivian y Carmen, involucradas en asuntos turbios, decide contratar a un detective privado, Philip Marlowe, para que resuelva sus problemas familiares. Así empezará un farragoso y oscuro viaje de violencia y romanticismo por los ambientes más sórdidos de Los Ángeles.

No obstante, lo fundamental e intenso de la película no es su trama enrevesada, sino el ambiente conseguido a través de las acciones rápidas, diálogos ingeniosos, fotografía en claroscuro sin recursos preciosistas, lugares sórdidos, y ante todo, las excelentes interpretaciones que crean, no solamente personajes, sino verdaderos arquetipos ampliamente admirados. Los diálogos fluyen ágilmente, apoyados tanto por la habilidad de Chandler en sus novelas para elegir una prosa brillante, áspera, escabrosa, atractiva y laberíntica, como por la maestría de Howard Hawks y William Faulkner para aligerar y pulir semejante material, que además estaba escrito en primera persona. El ingenio y rla apidez en los diálogos está plenamente conseguido, desembocando en algunas ocasiones en frívolas discusiones dialécticas cargadas de contenido erótico. Las escenas, así mismo, discurren trepidantemente, sin respiro alguno, la historia va atrapando y envolviendo desde los primeros momentos, en el inolvidable invernadero, donde el protagonista es contratado para investigar un chantaje, entre el olor de las orquídeas, la asfixiante atmósfera y el presentimiento de la putrefacción que se avecina.

Lauren Bacall y Humphrey BogartEl sueño eterno contiene las principales características del cine negro: el oscurecimiento en la temática y el ambiente, callejones y cuartuchos en donde se esconden los personajes, sombras y luces en exteriores nocturnos, o interiores protegidos de cualquier claridad, creando con ello una verdadera tensión dramática. La iluminación de las imágenes engendra una atmósfera turbia, sombríos despachos y solitarios, brumosos y agobiantes paisajes exteriores, fundamentalmente los urbanos, con luces tenues y callejones mugrientos. Tampoco falta el buscador de la verdad, en este caso un investigador privado, ni la mujer fatal (aquí contamos con varias). Son mujeres poderosas y seductoras, que no ponen reparos en utilizar cualquier recurso, incluso sexual, para contrarrestar el dominio masculino.

Sin embargo, a diferencia de otras películas del género, la narración es cronológica, no hay saltos temporales y tampoco se utiliza una voz en off para situar la acción, ni tampoco extrañas angulaciones de cámara.

Los flashbacks y la voz en off son aprovechados habitualmente en el género negro, el primero para otorgar al relato una complejidad que propicie la participación del espectador y para subrayar la fatalidad en cuanto sitúa los hechos en un pasado inamovible, y el segundo para introducir subjetividad en el relato y procurar cierta identificación con el protagonista, dado su carácter amoral o incluso delincuente (recordemos ejemplos de ello en obras clave como Perdición/Double Indemnity, Billy Wilder, 1944; Retorno al pasado/Out of the Past, Out of the Past, Jacques Tourneur, 1947; o Laura, Otto Preminger, 1944). También es habitual el uso de angulaciones, influencia significativa del expresionismo alemán, para provocar situaciones de intranquilidad. Sin la necesidad de la utilización de dichos recursos, Hawks, con un cine que parece sencillo y natural, poniendo la cámara a la altura de la mirada de los intérpretes y concentrando la acción dentro del encuadre, consigue una perfecta recreación de la descripción atmosférica de un universo criminal con maestría, y la traición, el asesinato, el chantaje y la perversión conforman una pesadilla fatalista marcada por la muerte (recordada precisamente por el mismo título de la obra). Narrando en tercera persona, consigue igualmente que nos sintamos cercanos al héroe, que pensemos con él cuando se rasca una oreja, y que sigamos su discurrir con intensidad y empatía, a pesar de la dificultad de la malla argumental y la incomprensión que rodea los acontecimientos.

The Big SleepHumphrey Bogart encarna magníficamente la soledad del valiente existencialista, tipo duro, impasible, con instinto, y además, íntegro, irónico y romántico. Por su parte, Lauren Bacall está espléndida en su oscuro papel de mujer fatal. Muestra clase, altivez, seguridad, sensualidad y poderío. La química entre ambos, que existió fuera de la pantalla (se casaron ese mismo año) se refleja brillantemente en la ficción. Esa tensión sexual contribuyó también al éxito de la película, al superar los límites mojigatos y puritanos de la época. Alrededor de ambos, el film presenta una colección extensa de personajes de toda la escala social, desde las altas esferas hasta el matón a sueldo o el chantajista sin escrúpulos. Los actores secundarios también destacan a gran altura, brillando Dorothy Malone como empleada de una librería, quien nos brinda un momento único, con la exuberante y ardiente escena en la tienda, junto a Bogart, y Martha Vickers, en el papel de Carmen Sternwood, hermana pequeña, que

“tiene todos los vicios y alguno más que se habrá inventado”, ello en palabras de su propio padre.

En definitiva, una obra inolvidable e imperecedera, que para saborear plenamente, conviene dejar de lado el confusionismo argumental, y saber arrastrarse ciegamente con la amoralidad de los personajes, con los ambientes turbios y sofocantes, con el ritmo de escenas endiablado y con los atractivos diálogos y el suspense sensual configurado.

Tráiler:

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the-third-man-cartelEl tercer hombre es una de esas películas que tiene todos los ingredientes que se necesitan para convertirse en todo un clásico del celuloide: un buen guion, unas portentosas interpretaciones, una exquisita puesta en escena y la demostración de una excelente habilidad para que cada plano, cada frase y cada movimiento de sus personajes queden inmortalizados de una forma única y se conviertan en referentes de admiración e inspiración a escala universal.

No obstante, El tercer hombre no es un clásico cualquiera, no se trata de esa clase de películas épicas que sientan un nuevo modo de ver el cine, tal y como son El nacimiento de una Nación (The Birth of a Nation, David Wark Griffith, 1915) o El Acorazado Potemkin (Sergei M. Eiseinstein, 1922), sino una pequeña obra maestra de artesanía que, como ocurrió con Casablanca (Michael Curtiz, 1943) o Forajidos (Killers, Robert Siodmak, 1946), con un bajo presupuesto supo aprovechar todo su potencial artístico y creativo para plasmar en una narración ágil y fluida una historia capaz de cautivar al público con su encanto, aunque el reconocimiento de la crítica tardaría en llegar.

the-third-man-1De entre los varios misterios que encierra la película de Carol Reed, quizás el que ha generado más debate haya sido el de su autoría. Si bien la cinta la firma Reed, el guion se supone basado en la novela homónima de Graham Greene, quien estuvo en desacuerdo con varios cambios que tanto el director como el propio Orson Welles hicieron de algunas de las escenas. De hecho, se afirma que el mismo Welles tuvo una participación muy activa tras las cámaras, cuya huella se deja sentir en la escena de la primera y magistral aparición de su personaje y en la grandiosa secuencia de la persecución por las alcantarillas de Viena. La múltiple autoría del largometraje no hace sino reafirmar la sofisticada complejidad que lo envuelve y que se aprecia en los variados recursos de cámara y luces utilizados que hacen de El tercer hombre una película tan singular como universal, tan simple como densa y tan cruda como entrañable.

De hecho, la historia que narra el filme es muy sencilla y está contada con una gran habilidad de síntesis narrativa. Holly Martins (Joseph Cotten en una de sus mejores actuaciones) es un escritor de novelas baratas del Oeste, admirador de Zane Grey, que llega a la Viena de 1947 para reunirse con su amigo de la infancia, Harry Lime (Orson Welles), quien le ha ofrecido un trabajo. Al llegar a la ciudad, dividida por las fuerzas aliadas vencedoras en la guerra, se encuentra con la sorpresa de que su amigo ha muerto atropellado. Todos afirman que se trató de un accidente y que dos hombres fueron los que se llevaron el cuerpo de Harry de la calzada, pero un testigo se empeña en que hubo un tercer hombre en el lugar de los hechos, al que nadie ha identificado.

the-third-man-2Decidido a desvelar la verdad sobre los hechos, Holly conocerá el oscuro mundo del mercado negro y de los sucios negocios relacionados con el tráfico de la penicilina, hasta verse envuelto en una trama que le hará ver que todo en lo que había confiado corre el riesgo de tambalearse y desaparecer. En su recorrido se enamorará de Anna (Alida Valli), la anterior amante de Harry, y se enfrentará a un universo lleno de traiciones, espionaje, asesinatos y oscuros secretos que no comprende. El mundo en el que vivía Harry Lime y que Holli descubrirá muy a su pesar.

Pero lo que caracteriza a la cinta, como hemos indicado, es su versatilidad en los recursos de cámara y en su agilidad narrativa. Desde el principio, como si de un cuento se tratara, una voz en off nos introduce en la Viena de la postguerra y en la historia de Holly Martins, con unas pocas imágenes y un montaje rápido. En una sola escena, la del bar, se nos muestra de forma brillante la relación del protagonista con Harry y el origen se su larga amistad. Todo ello se acompaña de un gusto por los encuadres inclinados, los contrastes de luces y sombras, la sobreimpresión y los contrapicados y picados, atributos dignos del lenguaje expresionista que el filme recupera, haciéndolos propios y adaptándolos a una historia donde priman las miserias humanas y el sentimentalismo.

the-third-man-3Precisamente, el sentimentalismo que se percibe en la película se combina perfectamente con un toque de humor negro y un cierto divertimento que se hace posible gracias al acompañamiento, desde el principio hasta el final, de la mítica e inolvidable banda sonora a cargo de la cítara de Anton Karas, un ritmo dinámico, agridulce y melódico que dota de personalidad propia al filme y ayuda a definir a los personajes en todas sus dimensiones. La música se convierte en una protagonista más del filme, al actuar de vehículo de expresión de emociones y sentimientos de los protagonistas, del mismo modo que se puede apreciar en los trabajos de Bernard Herrmann para Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958) o Psicosis (Psycho, Alfred Hitchock, 1960).

No obstante, la esencia de El tercer hombre y el punto que articula la narración y hace a la historia atractiva y especial es la relación entre sus dos protagonistas, El escritor Holly Martins y su enigmático amigo de la infancia Harry Lime. Holly se presenta como un autor provinciano y sencillo que no conoce el mundo más lejos de su hogar. Se trata de un personaje que está en un lugar que no le corresponde y que contrasta con las aptitudes de los otros personajes, con la inteligencia y profesionalidad del mayor Gallaway, con la tesitura y encanto melodramático de Anna y, por encima de todo, con la fuerza atractiva de la imponente presencia de Harry, un Orson Welles que se apropia de cada plano en el que aparece con su sola presencia, con su solo gesto de presentación a la cámara: una media sonrisa que hace enamorarse a cualquiera del cine.

the-third-man-4Harry, por el contrario, se muestra como la personificación de la imposibilidad de separar el bien del mal en una persona, es un superviviente de las circunstancias en las que vive y que ha optado por un gélido código moral que Holly se niega a adquirir (lapidarias las frases en la noria sobre los puntitos negros y  los Borgia, el Renacimiento y el reloj de cuco). De hecho, la lucha entre las dos personalidades se expresa de forma brillante en la desesperación final de Harry/Welles en las alcantarillas, cuando ve que no tiene salida, y la bella imagen cargada de sentido de Harry, extendiendo los dedos por encima de la rendija para acariciar el aire que nunca más volverá a respirar.

El tercer hombre es una historia sobre una sociedad destruida por la guerra que saca el lado más oscuro de las personas y obliga a traicionar a los que fueron nuestros amigos, es la historia de una Viena en la que no vemos el azul del cielo reflejado en el Danubio, sino el negro del agua que corre por sus alcantarillas subterráneas. Como se ve en la  imponente escena final de la película, se trata de una historia en la que todos salen perdiendo y en la que los héroes no tienen recompensa, pues ésta pasa de largo. Pocas veces en el cine se ha hundido emocionalmente a unos personajes con tanta elegancia y excelencia como en El tercer hombre.

 

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Revisionar es de sabios. Me doy cuenta cuando vuelvo a ver por segunda vez El Vengador Tóxico (The Toxic Avenger, Michael Herz, Lloyd Kaufman, 1984), esta vez con una mirada más profunda y con una panorámica más amplia con respecto al mundo cinematográfico que se expone y que se oculta. La primera de ellas, no por eso menos gratificante, pero sí en una sesión nocturna adolescente, con la inofensiva intención de echarse unas risas con el compañero de clase con el que mantengo el oscuro secreto, y la firme creencia, de que las películas de Serie B son buenas.

Uno siempre intenta ponerse al día con el cine actual. Ya sea por temas profesionales o cinéfilos, siempre intentamos descubrir aquella exótica película que prevemos será la que reviente taquilla o la que se convierta en la obra maestra de nuestro tiempo, pero rara vez, al menos en mi caso, echo la vista atrás para rescatar esas películas que por algún motivo trazan nuevos caminos en tu mente y que mantienen un vínculo de cariño inesperado, y que en muchas ocasiones, se guardan bajo llave por ese temeroso y siniestro pensamiento de creer que si vuelves a destaparla, la magia que hizo hechizarte en su momento desaparecerá. ¿Cuántas veces ha ocurrido que aquella película que tanto os gustaba, con el paso de los años y en un segundo visionado ha ido perdiendo ese sentimiento que tanto os unía? Pues bien, afortunadamente hoy no es el caso, y quedo tremendamente impactado con la vigencia que tiene El Vengador Tóxico en la contemporaneidad. La similitud es pasmosa después de más de treinta años. Y qué mejor momento para reivindicar esta marginada cinta que los días que nos acontecen, donde el mundo de los superhéroes con sus vigorosos protagonistas, los espasmódicos planos de acción y la recubierta digital, recargada de efectos especiales, han secuestrado nuestras carteleras.

El protagonista de esta historia no pega ni con cola en los parámetros del superhéroe actual, y aunque su estructura molecular podría pasar perfectamente por una rareza mutante de los X-Men, bien es cierto que se mantiene alejado de los imperiosos días de la Marvel, de lo cual, dicho sea de paso, estoy enormemente agradecido. No siento la necesidad de hacer un reencuentro, sino una reivindicación de un filme que, para ser sinceros, si no fuera por Internet seguiría enterrado en los márgenes del séptimo arte. Obscena, repugnante, con un presupuesto ajustado y políticamente incorrecta, no es plato de buen gusto, o lo que es lo mismo: pura carne de cañón para lo que denominamos Serie B. Es hora de ensuciar ese marco audiovisual tan estético, correcto y homogéneo, es hora de sacar la basura.

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Melvin es un acomplejado pero feliz joven que trabaja como limpiador en un gimnasio en la localidad de Tromaville (Vease aquí la extraña coincidencia entre el nombre de la localidad y el de la  productora). Vive con su madre, y podríamos decir sin miedo a equivocarnos que pertenece a ese desgraciado status social de chico marginado. Acosado por una pandilla de jóvenes, Melvin decide lanzarse desde la ventana de su gimnasio con la mala suerte de caer en unos cubos con material radiactivo. Eso será un antes y un después en la vida del protagonista, pues se ha convertido en un deformado mutante con super fuerza, siendo así el único que puede acabar con la escoria de la ciudad y la corrupción política que está infestando la ciudad de residuos contaminantes.

Menudo disparate. Supongo que algo así saldría de la boca de los creadores de El Vengador Tóxico al ver el resultado final, lo que no imagino es la cara que debieron poner los de Troma (Compañía de producción independiente ligada al cine de las Series B y Z con películas de alto contenido erótico y violento), mientras veían cómo su extraña creación mutaba y mutaba, al igual que su protagonista, hasta convertirse en prácticamente un icono del cine de culto de los ochenta, y es que esta cinta resulta tan particular que si viéramos en ella a un unicornio de tres ojos con peluca interpretando a Pavarotti, pasaría (entre otras de las singulares escenas) totalmente inadvertida. En 79 minutos vemos de todo, ¡incluso una historia de amor! Vale, sí, entre un horrible mutante radioactivo y una atractiva chica ciega, ¡pero es lo más creíble de la historia! Ya dicen eso de que el amor es… pues eso, ¿Qué mejor que una chica ciega para reafirmar la frase?

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Pero, ¡alto!, tampoco disparemos a quemarropa, no todo lo que pasa en Tromaville se reduce a violentas peleas callejeras con personajes variopintos, o a ese macabro entretenimiento juvenil de atropellar y asesinar con el auto a la primera persona que visualizan tras el volante mientras conducen hasta los topes de alcohol y drogas, detrás de todo este desvarío psicotrónico hay una temática nada despreciable y de un valor cívico interesante. Es más, me doy cuenta de que la juventud de los ochenta, así como la nuestra, tiene nexos de comportamiento muy similares. No, si al final, depende cómo lo mires, resultará que lo que parecía un mal viaje con LSD de cuatro locos acaba siendo hasta visionario. Fijaros, sino, en el cómico y exagerado retrato que se hace de la juventud; chicos jóvenes preocupadísimos por no encontrarse un gramo de grasa en sus esculturales cuerpos, chicos y chicas que se pasan todo el día en el gym derrochando energía y derramando sudor para el dios Narciso, para que su pedestal del culto al cuerpo siga dominando sus mentes mientras se mantienen ocupados e ignorantes de los verdaderos problemas sociales. O la utilización del exhibicionismo y el sexo esporádico y sin demasiado sentido que denota hedonismo juvenil por los cuatro costados. Y como colofón, esa estúpida y obsesiva manía de fotografiar o grabar cualquier acontecimiento que ocurre alrededor, con intenciones de disfrute y goce personal, sin pensar en las consecuencias ajenas. La realidad es que, en una época en donde reina Instagram y las redes sociales, estas anecdóticas puntualizaciones me han resultado no menos que curiosas.

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Los trapicheos del Estado con la contaminación y la corrupción de la política también son objetivo para Toxie (nombre dado a Melvin después de su transformación), que está tremendamente involucrado en limpiar los callejones de escoria y de reventar esas cloacas corrosivas que huelen a putrefacción gubernamental. El cuidado del planeta y nuestra responsabilidad con el medio ambiente tintan el filme de una temática ecologista.

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No es casualidad que cuando unimos las palabras Serie B, Gore y película de culto, surja como uno de los mejores representantes esta extraña y bizarra criatura de las profundidades de las cavernas, a modo de icono y estandarte de un cine que pasa inadvertido para la mayoría del mundo, que se mantiene alejado de la luz por su incorrección y castigado por su mal comportamiento, por no atenerse a la normas, porque no atiende a razones morales, por eso su exhibición en la pantalla grande coincidía con la franja horaria de la medianoche, la misma hora en la que las brujas salen a invadir el cielo, los adultos se van a dormir y los adolescentes  trasnochábamos para descubrir un mundo oculto, libre y apasionante, a oscuras y entre las cuatro paredes de nuestra habitación, como una especie de ritual prohibido.

 

 

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Cartel de El VientoUn tren surca la inmensidad de una vasta e inhóspita llanura del desierto de Mohave. Dentro, una joven delicada, sentada en los primeros asientos, es observada fijamente por unos ojos malignos. Letty (Lillian Gish) se adentra en los dominios de un viento implacable. Inspirada en la novela homónima de Dorothy Scarborough, El viento (1928) es la sexta película americana de Victor Sjöström, director sueco que tras llegar a Hollywood, convocado por Louis B. Mayer en 1924, desarrolla una corta carrera bajo el nombre de Victor Seastrom. El filme puede considerarse uno de los grandes clásicos de finales del cine mudo y una obra maestra del cine de Hollywood.

Los inicios de Victor Sjöström deben rastrearse en el cine mudo sueco, del cual fue artífice y fundador. Antes de viajar a los Estados Unidos, había desarrollado una prolífica carrera que incluía más de una veintena de títulos y logros claves en el desarrollo del lenguaje del cine mudo. Su constante interés en experimentar con la técnica narrativa y cinematográfica lo llevó a revolucionar el cine. Para 1916, con el filme La extraña aventura del ingeniero Lebel, utiliza la analepsis como medio para contar su relato, a través de vueltas atrás sucesivas que dejan ver la narración desde diferentes puntos de vista. Con La carreta fantasma (1921), marca un punto de inflexión en la historia del cine con el uso de la sobreimpresión fotográfica para mostrar las almas errantes y el perfeccionamiento de la analepsis como estrategia narrativa.

El viento es una clase magistral, donde se combinan de forma soberbia la técnica fílmica con la narración. El guion fue escrito por Francés Marion -una de las grandes guionistas del siglo veinte, junto a June Mathis y Anita Loos-, ganadora dos veces del Oscar a mejor guion en 1930 y 1931. La historia de Scarborough, escogida por la primera dama del cine americano, Lillian Gish, presentaba las condiciones idóneas para que Sjöström hiciera de ella una pieza memorable que recordara aquellas primeros filmes daneses y suecos, donde los elementos naturales parecen planear oscuramente sobre los grandes amores: rayos, incendios, arenas movedizas, protagonistas de esos primeros dramas mundanos. El Viento, no obstante, va a dejar ver la impronta de Hollywood, sobre todo en el tono moralizante que adquiere hacia el final.

Fotograma de El VientoNarra la historia de Letty, una joven proveniente de Virginia, que viaja a Texas para quedarse a vivir en lo que ella cree que es un adorable ranchito en Texas. Su juventud y dulzura contrastan con este ambiente hostil y desconocido, donde la vida es tan dura como el carácter de sus habitantes. Parte fundamental de la apertura son los tres personajes masculinos que encuentra en su camino y van sembrando el miedo y haciendo oscuros augurios para ella. Como mucho cine clásico, desde un inicio se sientan las bases de un drama que no pierde tiempo en circunloquios y va perfilándose plano a plano.

Letty será recibida por Beverly (Edward Earle), su primo y Cora (Dorothy Cummings), la esposa, que da visibles muestra de desagrado ante su presencia. La llegada a casa no será la ideal, una pequeña chanza infantil le cuesta una cachetada, el ambiente rezuma hostilidad. Una escena magistral resume la relación que existirá entre ambos personajes femeninos, reforzando  todo lo que las actitudes y los pocos intertítulos anteriores han preconizado. Una mano delicada en primer plano sufre el calor de una plancha, su dueña no se atreve a quejarse pero no está acostumbrada a hacer este tipo de trabajo. Es la mano de Letty, que mientras sobrelleva los trabajos domésticos, observa como Cora destripa una vaca y disfruta manoseando uno de sus órganos. En un solo plano se resume la escena, Cora, a la izquierda, observa a la joven, mientras afila los cuchillos; Letty, a la derecha, y entre ellas, una vaca destripada. Sella el odio de esta mujer frustrada y seca la entrada de sus propios hijos, que huyen asustados de sus manos ensangrentados, mientras van a recibir los mimos de la tierna y adorable Letty.

Letty deberá encontrar su lugar en aquel espacio inhóspito, reajustando su propia forma de ver el mundo y a sus habitantes. No queda espacio para la dulzura y la candidez, en un sitio donde las decisiones se dirimen a tiros. El filme presenta una estructura narrativa clásica, compuesta por tres unidades: primer acto, recibimiento/rechazo  y primera decepción (primer punto de giro); segundo acto, búsqueda de una alternativa ante las amenazas y segunda decepción (segundo punto de giro); y tercer acto, casamiento forzado y búsqueda de un lugar; todo el relato, atravesado por la presencia taumatúrgica del viento y desarrollado a través de un lenguaje cinematográfico profundamente experimentado y sagaz.

Sobreimpresion de El VientoSjöström es capaz, a través de un gesto, de una escenografía, de la pobreza, de los ropajes, dotar a sus personajes de una vida interior, de una profunda caracterización sin perturbar el desarrollo de la narración, enriqueciendo infinitamente el contexto subyacente del filme, en el que, además, maneja elementos de carácter surreal y localista, como las leyendas de los Injuns –nombre peyorativo que se le daba a los nativos americanos-, que es utilizada por los pretendientes de Letty, ya sea para asustarla -Wirt Roddy explicándole que el viento podría volverla loca- o para insertar esa cualidad mágico mítica del elemento y darle al personaje un cualidad benévola -Lige y su historia, que mezcla lo poético con lo popular y que está más vinculada a la ontología de la región. Según los indios, el viento del Norte es el fantasma de un caballo que vive en las nubes, una bestia blanca y salvaje que da coces entre las nubes, versión que  se expresa a través de una sobreimpresión que alcanza grados de lirismo, que lo equipara con las presencias fantasmales de La carreta fantasma o los sueños de la Godoul de Renoir en La hija del agua (1925).

Su estilo da cuentas de las influencias del Kammerspielmfilm en la concentración de grupos reducidos de personajes en muy pocas locaciones –para este filme, siete personajes y unas cuatro locaciones fundamentales-, el dominio de los elementos y eventos de carácter simbólico –el viento protagonista, sobrenatural de la historia, símbolo de un mal que acecha, el uso subjetivo de la luz  bastante moderado- y la perspectiva dramática, siempre enfocada en el interior de los personajes.  Todo esto, cautelosamente medido por los productores de la MGM, que nunca dieron rienda suelta al ingenio de Sjöström. Es por ello que El viento es un filme magnífico, pero mesurado, de un aliento poético poco desconocido en el Hollywood industrial y que da cuentas de la maestría de su director, quien coloca nuevamente a Lillian Gish –ya lo había hecho en La Letra Escarlata (1926)-  a la altura de sus mejores interpretaciones con Griffith.

El viento de Victor SeastromUna de las censuras más notables que sufrió Sjöström de parte de los productores de la MGM fue el final trágico, de larga y prolífica tradición en el cine nórdico. En Hollywood, desde que Griffith insertó el happy ending como resolución a una tensión dramática final que lo hacia más gustoso y esperanzador, un final trágico podía acabar con la carrera de un actor. Como expresa Lillian Gish en 1991, en una introducción para la versión masterizada del filme, luego que terminó el rodaje en el desierto de Mohave y todo el mundo creía que tenían una buena película, los productores se negaron a un final donde Letty corría loca hacia el desierto y moría. Ya tenía la Gish para ese entonces siete finales trágicos en su haber, por lo que estuvo encantada de cambiarlo en la versión que quedó en el metraje final.

El filme, como era de esperarse, tuvo un final no tan feliz. Convertida en un éxito artístico, la recepción del público americano fue un fracaso. Aunque Sjöström fue de los pocos directores emigrados que gozó tanto del éxito comercial como de popularidad, su impronta de genio era demasiado para la mentalidad encorsetada del gran público. Haría solo una película más, antes de regresar a su tierra natal para retornar a su profesión de actor hasta su muerte.

Trailer:

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Elana aficheHistoria de diferencias sociales de clase, dilema que nos posiciona frente a la volatilidad de una razón esquiva a la aprehensión. Se escurre entre los dedos en medio de la delicadeza cinematográfica; lentos y sutiles movimientos de cámara acentúan diferencias contextuales. Modales antagónicos y derechos contrapuestos son ofrecidos a la distinción. Mundos que rivalizan desde idiosincrasias egocéntricas matizadas por características típicas de una percepción de la justicia social distorsionada por la clase. La posición denota el enfoque,  aunque en el fondo, es la misma, ambas partes se consideran con derecho a reclamar. Lógicas del dar y recibir contrapuestas se unen en la misma raíz.

Una mirada astuta que deja solo al espectador y reparte por igual las tendencias. Svyagintsev toma distancia, tanto de los pobres holgazanes, sentados en la irresponsabilidad, como del autoritarismo egocéntrico e insensible, que no brinda segundas oportunidades, y se rige por un racionalismo moral impenetrable al pedido de quienes se supone son sus afectos.

En medio de esta situación juega Elena. Se trata de una enfermera jubilada casada con un anciano y autoritario hombre adinerado. La relación parece más de empleada doméstica y patrón que de matrimonio. Ella le solicita dinero para pagar la universidad de su nieto, y así, evitar que sea reclutado por el ejército, él negará la ayuda. Se configura el nudo del problema.

La procedencia del dinero es algo que no interesa, no sabemos cómo lo obtiene Vladimir, pero sí se plantea la exigencia desde la irresponsabilidad. Los “desposeídos” son presentados como demandantes desde la mala planificación familiar y la holgazanería exigente. Las lógicas se contraponen ante la responsabilidad social. La victimización del pobre se diluye, aun así, el egoísmo del hombre rico es enfrentado, su devenir, en base a decisiones racionales, parece no alcanzar como atenuante.

Elena fotograma

Drama silencioso, lo afectivo depara sorpresas. La fidelidad sentimental trastabilla por contraste en la aparición de Katerina. Los sentimientos se intercambian, lo aparente cede paso a intenciones verdaderas, comprendemos más acerca de la pareja. El disimulo se mimetiza al interior de puestas en escena donde Elena parece ser parte de espacios interiores; la cámara la sigue sigilosamente. Los recorridos hogareños son registrados con suaves paneos y lentos travelling. Todo parece muy natural, son los movimientos habituales, y la intención de mostrar lo que sobra frente a lo que falta. El apartamento de Vladimir luce amplio, grandes espacios vacíos cobijan la funcionalidad y el orden. No así, la locación de la familia del hijo de Elena, viven hacinados, tanto por las estrechas dimensiones del hogar, como por acumulativo efecto de voluntades sin deseos de trabajar. Lo pequeño luce mucho más pequeño cuando contiene más gente.

La calma, como concepto, se vuelve abarcativa de dos realidades que la sostienen, tanto desde la vagancia y el alcoholismo, como de la pulcritud, el orden y el raciocinio. Al principio, y al final, sigue siendo lo mismo, sea cual sea la posición que se adopte; el paisaje exterior continua en la monotonía de una calma presagiada desde el prolongado plano inicial. Las ramas de un árbol, un pájaro negro de mal augurio posado; está amaneciendo en medio de las fijezas de un orden interior que la cámara registra en planos dilatados. El paso del tiempo concibe el mismo escenario, más breve y sin el pájaro. Pese al cambio, nada ha cambiado; el espacio vital pasó transitoriamente a manos ajenas que se repiten en cotidianeidades rutinarias. El filme se toma su tiempo para explicar una historia tan gráfica como ordinaria.

Elena escena

Las oportunidades son solo chances de proseguir por un tiempo más, dilatar situaciones que podrán volver a repetirse sin autónoma solución; la gente seguirá funcionando igual. El eterno retorno se anuncia en la llegada del futuro hijo en medio de una lógica inmediatista que solo es consciente de los problemas, más no de sus causas.

La inconsciencia de una vida parasitaria cobra dimensiones expansivas. En medio de una ambientación descomprimida, en términos, tanto de amplitud espacial, como de habilidad para falsear los hechos, Elena sabrá sostener lo que más le importa en el mundo: su hijo y nietos. Nadezhda Markina participa sin reproches, elude el thriller con solvencia, la tensión nunca se materializa, el increscendo es tempranamente abortado por sucesos breves, indicadores de sorpresas tan inmediatas como posibles. El producto es deudor de lo cotidiano como posibilidad no necesariamente sospechada.

Todo lo que puede ser elimina el suspenso, porque es esperable, por tanto, se desintegra su capacidad de generar sorpresa. Lo inesperado no tiene cabida, la gradualidad de la acción se conjuga en la idea de alguien fiable, que se comporta de manera razonable según la experiencia cotidiana del espectador.

Una película de la vida, sin llegar a impactar deleita, ni siquiera inquieta; los ingredientes del thriller están minimizados, desactivados desde la cotidianidad. Las fuerzas de lo esperable son trasmitidas desde estereotipos de pensamiento que guardan espacio, posibles virajes que terminan configurándose en medio de lo que parecían afectos legítimos. El suspenso no existe, todo se resuelve en la gradualidad narrativa, los lentos movimientos de cámara desafían la atención;  pasamos de una serie de hipótesis iniciales, muy firmes, a un viraje no declarado. Se manifestará en términos de último recurso para denotar una capacidad de acción inesperada por alguien que ofrecía una comprensión basada en bondades no confirmadas. En ese sentido, la labor de Markina despunta una sumisión a la espera del resultado de la siembra. La cosecha se hará carne en decisiones inesperadas; es la decepción que se obtiene cuando los servicios perseguían otros fines. Noticias que llegan, un vuelco instantáneo, no hay proceso previo y gradual que desarrolle tensiones, se conforman mojones que determinan acciones resueltas en el momento, tan posibles como poco originales.

Elena plano

Un drama tan controlado como el llanto de Elena. El embate de la circunstancia naturaliza reacciones acordes a tomas de partido esperables. El conflicto queda oculto en el disimulo de lágrimas que apuntan a la impresión; la cámara sabe explotar perfiles furtivos donde la protagonista parece también ocultarse a nuestros ojos. La multiplicación  de la sutileza, en imágenes duplicadas, refuerza la intención; lleva el cinismo al límite: Katerina no sospechará.

La secuencia final propone escenas que operan sentido desde la contigüidad espacial. Sasha en la terraza escupe hacia abajo (gesto que ya vimos en su padre), Sergey bebe cerveza sentado en el sofá, jóvenes juegan un partido de fútbol en la calle, un bebé acostado sobre la cama intenta pararse; el ocio conecta generaciones en una identificación que  presagia más de lo mismo, de manifiesto, y en plena “reproducción”.

Filme que, merecidamente, se llevó el Premio Especial del Jurado en Cannes 2011 (Un Certain Regard). Obra que perturba desde la objetividad del planteo, nos remite a una asunción personal, nos deja solos ante el dilema: ¿cómo entender la diferencias de clases en el siglo XXI?

 

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El concepto de aventura nos lleva a tener una visión estructural completa (y a veces compleja) de la acción en tanto unión de segmentos de una historia (de un cuento) cuyo objetivo es entretener al público. Si un espectador se sienta ante una pantalla y decide ver un film de aventura, la motivación que lo empuja a optar por esta decisión es y tiene que ser la de querer pasar un buen rato olvidándose por un momento no tanto de lo problemas del mundo real (¿por qué, efectivamente, hay que hablar de una dicotomía de mundos, como si en el nuestro no fuera posible la presencia de la felicidad?) sino de las limitaciones a las que nos vemos sometidos. El cine, al fin al cabo, representaría una serie de eventos atados por un montaje (a veces excelente) que compone un cuento orgánico, y el género al que pertenecen las diferentes obras nos permiten tener de antemano una categorización que lleva a que nos acerquemos con unos conocimientos previos de la estructura general. Si yo me pongo a ver un film de aventura, entonces, ya tendré unos prejuicios que me ayudarán a descifrar la película (obviamente esto no les puede pasar a quienes no hayan visto en su vida ninguna película).

Lo que a veces pasa es que surgen obras que salen de las limitaciones de producto de género y que, gracias a su eficacia, se convierten en la presencia simbólica del género mismo. Indiana Jones en busca del arca perdida, desde este punto de vista, no es un simple resultado, una parte (quizás poco interesante o, por lo menos, un poco olvidable) de una categoría: todo lo contrario, su existencia es la de un punto fundamental de toda la producción cinematográfica de esta tipología, ejemplo príncipe de lo que significa efectivamente la mezcla de “aventura” y de “diversión”. Y el hecho es que Henry Jones Jr. es un personaje que ha sabido ir más allá de su presencia en la pantalla, figura que se mueve el las luces de los proyectores, traspasando la frontera entre lo real y lo irreal, construyéndose un espacio en el imaginario colectivo. El sombrero y el látigo ya son elementos fetiches, punto de encuentro entre la abstracción de un personaje ficticio y la inmortalidad en la cultura humana (obviamente esta inmortalidad va a tener su merecido final, cuando ya el ser humano haya perdido su espacio en el cosmos, dentro de unos millares de años, pero, ¿por qué nos tendría que importar ahora esto?).

Lo que sí ha funcionado (y funciona) admirablemente es la mezcla de blanco y negro por un lado, y de tonos de gris por el otro. En el primer caso nos referimos a la figura de los enemigos, unos nazis que, por su valor histórico, no presentan ningún matiz que los ponga fuera del área de lo completamente negativo: ellos son el mal, encarnan lo peor de la especie humana, y por esta razón no solo no sentimos ningún tipo de remordimiento cuando los vemos morir, sino que su destrucción completa nos dona cierto tipo de felicidad (no se trata de sadismo, sino de la aceptación del bien que le gana al mal). Sin embargo, Indiana Jones, si bien forma parte del concepto de “blanco” (lo justo, lo bueno, lo moralmente deseable), se sitúa en una complejidad de sombras; el hecho de que tenga sus manchas hace que se revele menos claro, más difuminado, lo cual provoca cierto interés por parte del público. Indiana Jones, por ejemplo, demuestra cierta carencia moral a la hora de elegir entre dejar que los nazis se queden con el arca y destruirla, indicio este de un carácter ético, sí, pero de estilo profesional. Jones es un personaje bueno, entonces, pero cuya curiosidad científica puede poner en peligro todo el mundo.

El aventura, entonces, aquel proceso de movimiento que nos lleva desde las Amazonas hasta los EEUU,desde Mongolia hasta Egipto, todo esto en el contexto del mundo de los años 30 (el ‘36, para ser más exactos, un momento en el que las naciones estaban a punto de dejarse arrastrar por los primeros síntomas de una guerra por venir), se desarrolla en una serie de episodios que ponen en marcha un ritmo siempre veloz pero que nunca va de prisa. El trabajo del equipo Spielberg-Lucas-Kasdan-Kaufman huye, por las razones anteriores, de la suficiencia, de lo “normal” (palabra esta que normalmente define una mediocridad no negativa pero indiferente), y se abre paso a la presencia en la memoria cultural de los nacidos entre los años ‘70 y los ‘90. ¡Qué mueran los nazis, entonces, y qué el nuestro héroe sea definido como bum (un holgazán)! Demostración, esta primera entrega, de que el mundo pulp de los primeros años del siglo pasado puede resurgir, como cualquier otro tipo de producción de la cultura popular, si el astillero que se crea a su alrededor está en las manos de gente no solo capaces sino enamoradas de su forma. Carta de amor por un mundo que ya no existe, ejemplo fundamental de lo que define la palabra “aventura”.

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Si de terror hablamos en lo que se refiere a las películas y, sobre todo, a los cuentos, podríamos caer en la tentación de llevar a cabo un análisis que se acerque más a los cánones de lecturas psicológicas de Freud para así poner de relieve aquellos indicios que, teóricamente, demostrarían la presencia de un subconsciente prohibido. De hecho, podríamos preguntarnos por qué el terror en tanto género funciona, no obstante la (no muy latente) dicotomía entre lo que se nos presenta, la dualidad de lo prohibido en tanto causa de dolor psíquico y en tanto necesidad rebuscada de una sensación a la que no queremos sustraernos. Si por un lado se presenta, entonces, la voluntad de alejarnos de lo que nos provoca algo que no queremos sentir, por el otro es como si la presencia de una seguridad concreta (el arte en tanto cuento oral, cuento escrito, cuento dibujado, cuento de imágenes en movimiento) nos permitiera acceder a este mundo desconocido, dejándonos desatar aquella curiosidad por lo clandestino sin tener que pagar el precio de un contacto con la realidad. Si las apariencias son las de una necesidad masoquista (o hasta sádica), entonces, al profundizar en la lectura del terror podríamos abrir las puertas de una morbosidad metafórica.

De hecho, este concepto de metáfora se une bastante bien al significado profundo de la mayoría de las obras de arte, ya que si un sentido tienen, muchas veces se trata de presentarnos bajo una forma irreal lo que constituyen nuestros deseos. La metáfora sería entonces la concreción de un diálogo profundo pero escondido, como si tuviéramos cierta vergüenza al hablar abiertamente (sin inhibiciones) de aquellos temas que, de por sí, nos provocan cierto malestar psicológico debido a nuestros bloqueos culturales. Si de lobos se habla, entonces, en la obra de Neil Jordan (director) y Angela Carter (escritora y guionista), resulta necesario poner de relieve algo que ya en su hechura revela una conexión bastante explícita con el mundo de la sexualidad: el lobo representa así el macho, la figura de una sexualidad violenta, hambrienta de carne (joven) y de sangre (femenina). Ser selvático, capaz de matar y por esta razón peligroso, el lobo es la concreción de una vida que se sitúa fuera de la civilización, lejos del mundo humano con sus construcciones (mentales o reales) que reducen lo exterior (lo que está fuera del pueblo) a una estructura de vida que hay que rechazar por ser dañina y por llevar fácilmente a la muerte.

Sin embargo, el discurso de Jordan y Carter quiere ir más allá para demostrar cómo esta dualidad entre lo exterior (fuera de la sociedad humana) y lo interior (dentro de los sistemas civiles) no es algo que se establece solo desde un nivel cultural, sino que se entremezcla con las condiciones psicológicas del sujeto, en especial manera, el femenino. El lobo no representa así solo una metáfora civilización-natura, sino que pone de manifiesto los impulsos que intentamos esconder o dominar, impulsos que se deben a una estructura biológica de la que solo podemos escapar con una castración que nos llevaría a una crisis psicológica o, en el peor de los casos, a una esterilidad física, la impotencia de una sexualidad casi inexistente, frígida. El lobo existiría en tanto símbolo (metáfora) de algo que está dentro de nosotros, pero que, por una cuestión cultural, hemos estado intentando alejar de nuestra misma conformación, como si su presencia significara el darse cuenta de que nuestra candidez está manchada de aquellos deseos suprimidos que dejarían libre una estructura inversa a la que hemos creado para nosotros, el andamio con el cual vamos trazando los perfiles de nuestra personalidad en tanto parte de una comunidad.

Si la obra se situara solo en este marco, ya sería bastante como para darle al público un discurso con el que entablar un diálogo intenso, pero la capacidad artística de Carter y Jordan logra ir más allá, dejando paso a una lectura diferente: a protagonizar esta película no nos encontramos ante la figura del lobo o del cazador, sino ante la de la(s) mujer(es) y, sobre todo, la de una muchacha. Que nos guste o no, entonces, el discurso de Jordan y Carter se mueve en torno a la sexualidad femenina y a cómo, efectivamente, se esconde en ella la necesidad de tener una relación sexual (verdadera o solo imaginaria) con el lobo mismo; si el animal representa los instintos y la atracción (el lobo es un animal atractivo, así parecen afirmar los dos autores), es la mujer quien no puede ocultar a sí misma esa atracción que siente y que le abre los ojos ante el mundo de la sexualidad. Se destruyen así, por necesidad, los sentidos de culpa de una cultura que no le permite a la mujer tener sus relaciones libremente ni acceder a sus deseos más profundos. El pacto que se crea entre las acciones (psicológicas) en la pantalla y la lectura (interior) que pone en marcha el espectador confluye así en un reconocimiento de la sexualidad femenina en tanto acción necesaria y libre, elemento de una trayectoria de formación personal.

Bildungsroman, entonces, de la sexualidad femenina, representación de los deseos profundos, superación del miedo a la sexualidad y aceptación de su violencia fingida, que quizás nunca haya existido. Deconstrucción de una visión falsada de la corporeidad femenina (la descubierta, no solo del cuerpo, sino también de la carga sexual), aceptación de la imposibilidad por parte de la cultura, de la sociedad, de lo humano de deshacerse del  componente natural, biológico, espontáneo. En compañía de lobos intenta así construir una lectura diferente de la estructura discursiva de la damsel in distress (la mujer en peligro), ya que si de distress tenemos que hablar, en este juego en el que no hay nada verdaderamente violento (solo metafórico en tanto cine) la mujer se carga de un rol activo, coprotagonista de un juego en el que participa porque ella quiere, aun si no lo deja ver (pero, ¿no es esto ya parte del juego?).

Tráiler:

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Resulta difícil hablar de un supuesto objetivo del arte (o del oficio) del documental: teóricamente lo que se intenta hacer es presentarles a los espectadores una imágenes reales, acercarles a “lo que es”, huyendo de cualquier tipo de ficción. Obviamente esto es imposible: la presencia de una imagen lleva a una lectura de ella, una interpretación consciente o subconsciente que permite su interpretación y su aceptación en tanto material discursivo que se instaura en un doble contexto, el del lector (mi cultura) y el de la producción del mensaje (la cultura en la que nace el producto). En el caso de un documental, la complicación de los niveles de lectura se complica ya que la relación imagen-espectador se ve forzada (muchas veces sin que nos demos cuenta) por el ojo del director, quien decide no solo el ritmo global, sino qué se verá en la pantalla: la presencia de un doble foco se debe así al iris de quien está en la butaca que ve lo que el iris de quien está detrás de la cámara quiere que se vea. Lo pasivo y lo activo se entrelazan.

Si la objetividad del documental, en tanto testigo de la realidad, resulta imposible de defender, de todas formas no podemos negar que hay una diferencia necesaria, innata, entre las imágenes de lo real (la presencia del ojo del director es un subproducto no rebuscado e inconsciente) y las imágenes de la ficción (la presencia del ojo del director es una necesidad querida e ineludible). La formulación de determinadas miradas, la consagración de cierto ritmo, el uso de la música, todo esto conlleva una estructura personal que pone de manifiesto el deber del acto creativo humano, en tanto testigo de unas acciones que se desarrollan ante él y que hay que registrarlas según unos patrones predefinidos y unas claves de escrituras (los cánones) que hagan digerible su lectura. Si este es el punto de donde tenemos que partir, en el caso de Mondo Cane esta necesidad de análisis se hace más necesaria, ya que el espectador podría caer en el peligro de no saber a qué está a punto de enfrentarse.

Definir la obra como simple shockumentary no tendría mucho sentido si antes no estuviéramos preparados para traducir y aceptar el significado de “choque”: la acción de provocarnos asco no basta, ya que el asco puede ser dirigido hacia diferentes objetivos, exactamente como puede ser físico (el acto de vomitar), psicológico (rechazar la presencia de lo que no queremos), o ambos (cerrar los ojos antes imágenes horribles). El choque que nos provoca (que quiere provocarnos) Mondo Cane no es una lluvia de escenas terribles, sino un ritmo calibrado que nos lleva de un extremo (del mundo) al otro, mostrando lo real en sus varios niveles: si el mundo se presenta como un conjunto de diferentes culturas, un mosaico que se fragmenta cada vez que aumenta su tamaño, el deber de los documentalistas, en este caso, es entonces mostrar este caos y subrayar cómo todo se entrelaza en la absurdidad de las diferencias y de las similitudes. El efecto de alejamiento que surge durante la visión nos empuja así a cuestionarnos.

El objetivo de Mondo Cane, entonces, no es solo juntar una serie de escenas de todo el mundo, escenas que pueden ser tan innocuas como terribles, sino crear una red de imágenes, de eventos, que lleven a un cambio radical en su lectura global debido a su yuxtaposición. No se trata así solo de mostrar lo que es un tabú (la muerte, la sangre), sino de calibrar la presencia de los diferentes episodios en relación a la estructura total que va desarrollándose en la pantalla y en nuestra mente; el efecto esperado es una sucesión de emociones que logran ir más allá de un simple responso sensible. El objetivo de la película se desvela paulatinamente, y una vez que hayamos permitido la presencia de lo “infilmable” ante nuestros ojos, así como de lo que normalmente podría resultar “poco interesante” (personas bailando, borracheras, ancianos de vacaciones), nos será posible profundizar y explorar nuestras reacciones ante la obra.

Se trata de la metáfora del cuerpo: la visión (y el concepto general) a la que estamos acostumbrados es la de una imagen fragmentada, pero perfecta en su conjunto ficticio. Una mano es un instrumento positivo que forma parte de una estructura nítida, pero si abrimos los ojos a las partes escondidas (los tabúes) el conjunto total nos causará un desfase entre nuestros prejuicios y la realidad. La presencia de una mirada que guíe la nuestra es un acto necesario para que logremos distanciarnos de un contexto apaciguador en el que vivimos: si, como hemos dicho, el objetivo de neutralidad de un documental es inalcanzable como su intento de mostrar la realidad, es también necesario reconocer cómo la sensación de alejamiento a la que nos obliga Mondo Cane es un mecanismo de distanciamiento de nuestra realidad (nuestra cultura, nuestro modo de ser, nuestra mirada) para acercarnos a una visión más global (¿más verdadera?) del mundo. Si es imposible mostrar “lo que es”, esto no significa que estemos ante una dualidad blanco/negro, sino que son posibles unos niveles de matiz.

Mondo Cane es entonces más que un simple collage de escenas, algunas innocuas y otras chocantes. Es una demostración de la variedad del ser humano, un trabajo antropológico que pone de manifiesto las estructuras de las sociedades y de las culturas; el espectador se sumerge (¿es sumergido?) en un panóptico, despojándose lentamente de sus prejuicios hasta llegar al punto de preguntarse dónde se encuentra la diferencia entre su cultura y la de otros seres humanos. La anarquía del ritmo (anarquía rebuscada y, por esta razón, ficticia) se espeja en la anarquía de los eventos humanos, el torbellino de emociones que obligan a un acto superior, que vaya más allá de las sensaciones y entre en el dominio del análisis. Se logra así el objetivo príncipal de cada obra de arte: reacción emotiva, sí, pero seguida por una necesaria reflexión.

Trailer

https://www.youtube.com/watch?v=MuD8MRvalvo

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EuropaCartelAlemania, 1945. La guerra ha terminado. El país está en ruinas. Millones de desplazados se encuentran lejos de sus hogares y deben vivir entre escombros. La nación fue repartida en cuatro zonas de ocupación, controlada cada una de ellas por Estados Unidos, URSS, Francia y Gran Bretaña. El orden existencial se encontraba desquiciado. La lucha por sobrevivir se imponía, apagando cualquier sentimiento de culpa que pudiera haber surgido por los crímenes cometidos. Las familias deambulaban arrastrando sus pertenencias, los jóvenes merodeaban, se dormía en las estaciones, en las casetas de las huertas, en búnkeres, en pisos abarrotados de parientes, en los bancos de los parques… La suciedad, el desánimo y el hambre imperaba. La corrupción se impuso y el robo y el saqueo se generalizaron para seguir sobreviviendo. Se hablaba de un tiempo de nadie, de un tiempo de lobos en el que el hombre se convirtió en lobo para el hombre.

En ese lugar y en ese momento sitúa Lars von Trier su película Europa. Leo Kessler, un joven norteamericano idealista, de ascendencia alemana, llega al país germánico con la pretensión de ser útil en tales circunstancias. Su tío trabaja en la compañía de ferrocarriles nacional, Zentropa, y le consigue un puesto en la misma como revisor. Se viajaba entonces mucho en vagones de mercancías, pero también circulaban de nuevo trenes de pasajeros. Dada su irregularidad, los pasajeros se agolpaban en las estaciones. Los trenes iban abarrotados, se cancelaban o tenía que detenerse en plena vía por el estado de los raíles. En las estaciones solo subía una parte mínima de los que esperaban. Algunas personas conseguían montarse por fuera, en los estribos, aferrados a las manijas. Curiosamente, la resistencia violenta de nazis fanáticos contra la ocupación fue escasa, aunque existió. Las acciones guerrilleras del movimiento, de la Werwolf (hombre lobo), se dirigieron preponderantemente frente a ciudadanos alemanes hartos de la guerra. El director danés recurre a los movimientos de dicha organización para otorgarle un papel importante en la narración de su obra.

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El filme pertenece a la trilogía europea del realizador, junto a El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984) y Epidemic (1987). Su objetivo era poner de manifiesto los traumas del continente, a través del seguimiento de un personaje idealista que no contribuye precisamente a resolver los problemas que pretendía combatir. Europa se inicia con una voz en off que introduce al espectador en un estado hipnótico. El actor sueco Max von Sydow, con una declamación profunda, grave y pausada, al tiempo que un tren avanza por las vías en mitad de la noche, nos invita a sumergirnos en un trance, contar hasta diez y aterrizar en Alemania, año 1945. La voz de este narrador se intercalará a lo largo de todo el largometraje adelantando sucesos cuyo acontecer se muestra como inexorable. Entramos de este modo en una especie de pesadilla nocturna en la que los límites de lo real y lo fantasmagórico se difuminan. La influencia de autores como Orson Welles, Carol Reed, Fritz Lang o Charles Laughton se hace patente a lo largo de la película. Lars von Trier nos ahoga en un ambiente negro, opresivo, conspirador, estancado, repleto de perdedores, de supervivientes, de vencedores oportunistas, de víctimas, de seres delirantes incapaces de asumir la derrota. Mientras tanto, nuestro joven e inocente Leo Kessler es utilizado como una marioneta por todas esas fuerzas antagónicas, hasta el desastre final.

El realizador, tal y como él mismo sostuvo con pedantería, amalgama una verdadera obra maestra que destaca por combinar diferentes niveles fílmicos. La detención del tiempo sabe plasmarla con exactitud a través de superposición de imágenes, coloración de determinadas zonas en los planos, movimientos de cámara infinitos… La focalización estalla para fragmentarse en distintas variables dentro del mismo plano, en un carnaval de imágenes expresionistas. Como subrayó Domènec Font, en este largometraje el autor danés aprovecha con tesón para sacar a relucir su carácter desmedido y barroco, para apuntalar su estética del exceso o convertir el filme “en un objeto excéntrico y esencialista”. Leo Kessler, a su pesar, se ve envuelto en un laberinto montado en un tren en marcha que parece no dirigirse a ninguna parte. Leo Kessler, convertido en un falso héroe opaco, extranjero e impotente. Y Nietzsche, actuando como auténtico director de orquesta mientras fuerzas diabólicas llaman a la puerta de la atormentada existencia de Leo Kessler. En realidad, Europa, a través de su narración, de su representación, de sus imágenes, lo que en verdad nos traslada es a un estado mental que se ahoga entre lo real y lo irreal. 

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Uno de los personajes principales de la obra, Max Hartmann, el director de Zentropa, debe pasar por un procedimiento de “desnazificación”. El sospechoso de haber pertenecido o colaborado con los nazis era obligado por las fuerzas de ocupación a probar su inocencia, quedando excluida cualquier absolución por falta de pruebas en contra. Abominable inversión de la carga de la prueba. Con la ayuda de un militar de alto rango del ejército norteamericano, consigue exculparse y demostrar su honorabilidad a través del falso testimonio de un judío. Obtiene así el denominado “certificado Persil”; seguidamente se suicida, en una escena muy potente. Cuando un ser humano resuelve terminar con su vida, únicamente cabe preguntarse las razones que le han empujado a ello. Y muchos de los motivos inciden en la ausencia de esperanza, el sentimiento de haber perdido para siempre aquello sin lo que entiende que no se puede vivir: la salud, la dignidad, la fortuna o la persona amada. Y Max Hartmann, además del desconsuelo, del cataclismo, del naufragio que asola a su país, reventado e invadido por el salvajismo, además de eso, siente vergüenza de su pasado. Y curiosamente, el personaje tiene el mismo nombre que el padre biológico de Lars von Trier, cuya existencia acababa de descubrir y que se desinteresó absolutamente de su hijo. No resulta baladí que en la película el judío que miente está interpretado por el propio realizador.   

La desolación del paisaje inmediato al fin de la guerra en la nación germánica o países ocupados ya fue mostrada en soberbias películas más próximas históricamente, como Alemania, año cero de Roberto Rossellini (Germania, anno zero, 1948) o El tercer hombre de Carol Reed (The Third Man, 1949). En la primera seguíamos los pasos de un niño en la ciudad de Berlín, urbe completamente destruida. En la segunda, nos situamos en una Viena también devastada, dividida en sectores y totalmente corrompida. En Europa, Lars von Trier exhibe su espectacular visión del caos absoluto, del desorden total, del sinsentido, de cataclismo que aniquila la realidad. Un universo en el que el bien y el mal se desdibujan y desdoblan y en el que ya solo cabe la supervivencia o el abandono. Con la destrucción total de todas las referencias anteriores, la crueldad y la memoria o la ausencia de ella terminan estallando en la oscuridad. Ese “horror, horror” que expresó Kurtz con sus últimas palabras en El corazón de las tinieblas, tras haberse dejado llevar por los abismos del alma. Y como única posibilidad, ya solo queda la inercia del movimiento.  

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El realizador danés, desde sus inicios, ha evolucionado partiendo de la narración de historias más o menos complejas hasta tomar conciencia de que todos los lenguajes artísticos, las cuestiones sociales, la realidad y lo imaginado, también las matemáticas o la filosofía pueden ser materia fílmica. Desde su particular código, consigue indagar en las raíces del ser y del existir. Creemos que muy a su pesar, Nietzsche se coronó como uno de los principales puentes para el florecimiento del “espíritu alemán”. Su superhombre  fue utilizado por el régimen de Hitler para poner en práctica el pensamiento totalitario y posibilitar y justificar con ello crímenes atroces. Pero la aventura se terminó y un oscuro y profundo abismo cercó a la civilización resultante, mientras se imponía la voluntad semiinconsciente de restar realidad al genocidio, de irrealizarlo o espectralizarlo. Lars von Trier martillea con su discurso apocalíptico desde el punto de vista de Günther Anders en lo referente a la “regla de la desproporción»: en el mundo tecnificado en el que nos encontramos, cada vez con mayor intensidad, se encuentra el abismo entre lo que somos capaces de hacer y la limitada comprensión de sus consecuencias. Ahí es posible buscar y encontrar alguna de las raíces de “lo monstruoso”. 

Tráiler:

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eva_al_desnudo_cartelEva al desnudo (All about Eve) es una verdadera joya de 1950, escrita y dirigida por Joseph L. Mankiewicz (La condesa descalza, 1954; Cleopatra, 1963), en la que como espectadores nos sumergimos en el enigmático mundo tras bambalinas de Broadway, para conocer los ardides y situaciones que se desatan diariamente al caer el telón.

La icónica Bette Davis, en una brillante interpretación de la diva Margo Channing, actriz de teatro que, a pesar del inminente paso de los años, continúa personificando los mismos roles protagónicos de su juventud, dejando ver el drama tan intenso que implica envejecer para las grandes estrellas del espectáculo; una dura realidad que afronta la mayoría de las actrices cuando aquellas más jóvenes vienen pisando sus talones.

Mankiewicz adaptó el guion a partir de The Wisdom of Eve, una historia corta escrita por Mary Orr, utilizando su cinismo y agudeza para construir una ficción filosa, relatada en un flashback, aunque no estamos seguros de quién es el que narra, si su amiga Karen Lloyd (Celeste Holm) o el crítico de teatro Addison DeWitt (George Sanders), pero con la suficiente información para dejarnos saber que no todo sucedió como lo esperaban y que en los hechos que se cuentan hay numerosos giros de tuerca que el espectador logrará develar a lo largo del filme.

Eva_al_desnudo_Bette Davis

La trama se remonta al instante en que Eve Harrington (Anne Baxter), una joven y bella admiradora de Margo es presentada a su ídolo, y se convierte además en su eficiente asistente particular, involucrándose en su vida y sus asuntos privados, codeándose con sus más cercanos amigos y círculos artísticos, con intenciones, que prevemos, no son tan inocentes como la de una simple devoción.

Eva al desnudo, con un manejo hábil del argumento, entreteje las situaciones por medio de suspenso e intriga, de tal forma que la atmósfera incierta del filme nos envuelve, brindándonos momentos exquisitos, construidos a partir de elaborados diálogos en los que las dos protagonistas se despliegan con estupendas actuaciones, que les valieron la nominación al Oscar, compitiendo a su vez con Gloria Swanson, pero perdiéndolo ante Judy Holliday, por Born Yesterday (Nacida ayer).

No obstante, la presea a mejor película sí se le otorgó a Eva al desnudo, así como Mankiewicz obtuvo uno como mejor director. Finalmente, consiguió seis premios de la Academia de los catorce a los que fue nominada; récord en nominaciones que solo alcanzó Titanic en 1997, consiguiendo once estatuillas.

Eva_al_desnudo

Curiosamente, por azares del destino, ese mismo año se estrenó Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950), dirigida por Billy Wilder y con Gloria Swanson como protagonista, abordando el mismo terrible conflicto, del ocaso de una estrella, aunque abordado desde un tono más trágico.

En genera,l el resto del reparto de Eva al desnudo es, en su conjunto, muy sólido, consiguiendo involucrar al espectador en los enredos, por lo que el relato se percibe como muy creíble y entretenido. Entre los que aparecen, sorpresivamente, se encuentra una bella y recién conocida Marilyn Monroe, en los inicios de su carrera, haciendo un papel sencillo pero que le va bastante bien. Se trata de una joven aspirante a actriz que es la novia del productor y que su belleza, más que su talento o inteligencia, es la que deslumbra a los que la conocen cuando lo acompaña a la fiesta en casa de Margo.

Eva_al_desnudo_película 1950

Por su parte, los ingeniosos y brillantes diálogos son sumamente cuidados y a lo largo del filme generan las escenas más llamativas, incluso explosivas, lo cual nos deja ver el manejo tan detallado que Mankiewicz logra de su guion, y cómo transmitió a sus actores la importancia de cada palabra y la intención de cada conversación.

En Eva al desnudo el nudo narrativo se va embrollando alrededor de Margo, quien, poco a poco, va llevando su personaje al límite entre la sospecha y el melodrama, confundiendo a los que la rodean con lo que parecieran simples caprichos de estrella madura, cuando en realidad se trata de acertadas intuiciones, reforzadas por la agudeza de su sirvienta Birdie (Thelma Ritter), quien desconfía de la ambiciosa Eve desde el primer instante, y que por medio de la ironía y el sarcasmo logra infundir las sospechas en Margo y, por consiguiente, en el espectador.

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De tal forma que Eva al desnudo nos conduce por los caminos de la intriga y el suspenso, para finalmente hacernos reflexionar sobre la indomable ley de la vida, en la que el paso del tiempo es cruel e imparable. Somos testigos de la fama, la gloria, pero también de la caída, la decadencia y el olvido. Asimismo, asistimos al ascenso de una chica de pueblo, aparentemente inofensiva e inocente, que de a poco va develando su ambición sin escrúpulos, construyendo un personaje dual y muy interesante, enredando la trama cada minuto más, lo cual se agradece y se goza. Por tal motivo, el filme no ha sufrido el desgaste del paso del tiempo que tanto afectó a su protagonista; por el contrario, se siente tan vigente y atractivo como si se hubiera realizado hace poco, y se disfruta gustosamente, siendo un reencuentro que vale la pena tener.

 

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La realidad en cuanto elemento en el cual estamos situados tiene, desde un punto de vista filosófico, una serie de conceptos de carácter metafísico que manifiestan la dificultad de expresarla clara y rotundamente. Desde la cuestión de la cueva de Platón hasta los pensamientos de Descartes con su imposibilidad de decir qué es lo que es efectivamente real, los filósofos nos ayudan a ampliar nuestra manera de analizar el mundo que nos rodea, hasta derrumbando lo que creemos ser elementos fijos e inamovibles. Sin embargo, la cuestión de la realidad en cuanto elemento único es puesta en entredicho también por la ciencia, la cual nos lleva a pensar en los diferentes puntos de vista según el tipo de ojos (los de los insectos, por ejemplo, no son como los de nosotros, los simios evolucionados), como también en las posibilidades que los mundos paralelos (¿infinitos?) comportan en relación con el concepto de unicidad de nuestra existencia. La sociología, obviamente, tipo de ciencia de carácter más humanista, se inserta en este discurso y estudia otro tipo de realidades diferentes en las que nos sumergimos, como puede ser la de los libros, de los filmes o, desde algunas décadas, la de los videojuegos.

En el caso de eXistenZ, película de 1999, la estructura narrativa crea una serie de elementos diferentes capaces de enlazar entre ellos y el espectador un discurso de tipo no solo filosófico y sociológico, sino también político y cultural. La definición de realidad, de hecho, es aquí el punto de partida para un análisis capaz de manifestar el malestar psicológico que los diferentes niveles de lectura y uso de lo real o de lo ficticio comportan; este malestar, obviamente, no quiere llevar a un juicio negativo, sino a que nos demos cuenta de la dificultad implícita de construir mundos que, en su consistencia, no nos permiten tener una visión correcta de lo que, en definitiva, tendríamos que llamar lo concreto, lo tangible. La voluntad por parte de Cronenberg de mostrar diferentes niveles, entonces, supone un acto de complicación en relación con el proceso de lectura crítica del texto fílmico, no tanto en lo que a la estructura narrativa se refiere, sino en el conjunto de significados que se amontonan a través de las imágenes.

La religiosidad, elemento fundamental de esta película, nos enseña el cambio de rumbo que se inserta en una sociedad en la que se intenta escapar de la realidad de un mundo con el cual no estamos en grado de convivir. Se supone, entonces, que lo ficticio, el universo irreal hacia el cual se dirigen los jugadores de eXistenZ, tiene mayores atracciones, lo cual comporta una idealización extrema hasta cruzar el límite de la idolatría: más que un simple paraíso accesible a todos (o casi), el mundo irreal de eXistenZ es efectivamente una experiencia inolvidable capaz de arrebatarnos de nuestra realidad para que nos insertemos para siempre en los intersticios del ciberespacio. Lo que esto supone, por supuesto, es la posibilidad de convertirnos en los héroes de este juego, lo cual lleva a tener una visión del propio “yo” que subraya aquel valor de unicidad del cual no podemos jactarnos en nuestra vida cotidiana.

El resultado final de eXistenZ no es simplemente una película sobre el significado de lo que es, en nuestro mundo, el elemento social y cultural al que llamamos “videojuego”, sino un análisis profundo de sus mecanismos y del valor personal que se manifiesta en la voluntad de escapar de nuestra realidad y convertirnos en los protagonistas de una aventura ficticia. La conexión entre el placer sexual biológico y el placer extradimensional del ciberespacio se entremezcla así para dejar al espectador en una situación de pérdida de certezas y de aumento de dudas hasta una final que pone en marcha otro nivel de realidad (sin saber, efectivamente, de qué tipo de realidad estamos hablando). El resultado es una película que, como en el caso del discurso general cronenberguiano, quiere entablar un diálogo sobre el concepto mismo de ser humano, de lo que nos hace ser lo que efectivamente somos, y de las implicaciones biológicas entre los diferentes elementos que ocupan un lugar de primera importancia en la sociedad presente. ¡eXistenZ ha muerto, que viva eXistenZ!

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Fireworks Wednesday aficheDrama emocional que da en el tono justo. Las explosiones de Mozhde y Morteza dosificadas al estilo Farhadi; un contrapunto, cargado de excusas e inculpaciones, nos conduce a momentos de duda, el guion permite sacar conclusiones a su debido tiempo. Al final, accedemos a las comprobaciones de una dinámica relacional que involucra a propios y ajenos. Roohi será la espectadora, oficiará de bisagra que articula la movilidad de los vínculos. El rol que la convierte en pieza clave dentro de un mundo de secretos, chismes y acusaciones,  propios de una cultura excesivamente moralista.

Crítica que se entromete en el abuso por la diferencia social desde la perspectiva de lo naturalizado. La empleada doméstica, más allá de intereses propios, es para todo servicio. Un egocentrismo familiar que nunca mira en función del otro, obsesión ilimitada que no observa consecuencias, rasgos de carácter que nos hacen dudar de la diferencia entre ilusión y realidad.

Mozhde y Morteza constituyen un matrimonio que vive con su pequeño hijo. El conflicto se desata cuando ella comienza a dudar de la fidelidad de su esposo. Acusa a Morteza de tener una relación con Simin, vecina que habita el apartamento de enfrente. En medio de esta situación, Roohi es contratada como empleada doméstica, se verá envuelta en problemas que no imaginaba;  tendrá que tomar decisiones en momentos álgidos del conflicto.

Sin duda, estamos frente a un gran guionista, con una clara impronta de autor, sus trabajos son identificables desde el despliegue de elementos que, sin alterar el avance de la historia, nos colocan y reubican en posiciones de permanente duda y expectativa. Siempre aparece alguna aclaración, que genera una vuelta de tuerca, para redireccionar el conjunto de ideas hacia una lógica alterantiva. Farhadi suele componer conflictos que no parecen esclarecerse, ni en su resolución ni en sus verdades determinantes. Luego de barajarse con maestría, las piezas finalmente se acomodan, no en sentido de mezcla azarosa, sino de configuración hacia posibles conclusiones, incluso contradictorias a lo sugerido por la evidencia.

Lo social aparece sumido en un orden conceptual, a su vez subsumido en el despliegue de escenas de contraste sutil. El filme abre desde un trayecto precario: moto destartalada en medio del árido paisaje, agencia de trabajo, espera por una oportunidad laboral. El picado, entre las ramas vacías, señala la presencia del otoño, momento en el que, quizá, los bolsillos estén “pelados” como esas ramas. No obstante, la gente es optimista con poco. Más adelante, tendremos el conflicto central en una clase media de buen pasar económico, con empleo y transporte decente, en un accionar egoísta, obsesivo, negligente y abusivo.

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Un planteo posicionado en condiciones morales, la contraposición es llevada al extremo en la presencia de Roohi. Más allá de falsedades y enredos, es articuladora de distinciones en la justificación del buen obrar. Lo político no emerge en la diferencia. Sin generalizaciones desmedidas, las razones apuestan a rasgos morales de clase. Simin ofrece la excepción imperfecta como opción alternativa ante el feroz embate de un contexto receloso y suspicaz.  La moral general es puesta en entredicho, para ser exhibida en términos relativistas, ante la complejidad de un ser social atado a la defensa del propio interés en circunstancias particulares. Morteza será el ejemplo de un vaivén operativo acorde a conveniencia, un discurso móvil que contrasta con la alternancia en las explicaciones de Roohi y la intención de salvar la situación sin pensar en sí misma. Momentos donde la timidez no pesa, solo lo hará ante los propios reclamos. La doméstica se retira del servicio a cualquier hora, y ni siquiera es capaz de reclamar su chador, su intento se extingue en un tímido pedido acallado por promesas incumplidas. Tiempo y existencia son subordinados a los demás.

Un cine con poco movimiento de cámara, solo algunos pequeños travellings con paneos muy cortos, siempre aprovechando el espacio entre los protagonistas para asegurar la continuidad en momentos cruciales. Una edición con muchos planos que buscan el detalle de la experiencia desde diferentes ángulos, y muy encima, tanto de objetos como de personajes. La posición de la cámara no se agota en recetas repetidas, sino que busca la perspectiva exacta para que el espectador pueda escudriñar, tanto en las emociones del momento, como en la sensibilidad que el ambiente pretende trasmitir.

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La conversación en el auto, entre Simin y Morteza, denota diversos conceptos. El vehículo, detenido en la solitaria callejuela, vale para indicar, tanto lo furtivo del encuentro, como las soledades de los protagonistas. Los planos, dentro del auto, informan acerca de un conflicto alternativo, de tratamiento acorde al tenor de una relación diferente a la del matrimonio, fluye la confesión con planos y contraplanos asfixiantes. Retrato de una dependencia emocional que choca con la realidad de la experiencia. Simin es la esperanza para un altruismo redentor que, ante el privilegiado acceso a la verdad, asoma desde la identificación con la experiencia del otro. Es reconocimiento de acciones asociadas a momentos, nadie está a salvo de reiteraciones indeseadas, todos podemos ser, en algún momento, abandonados o engañados, el presente no es un seguro que ofrezca inmunidad; es, simplemente, una oportunidad para entender y decidir.

Las calles plagadas de fogatas, festejos de año nuevo, un volver a empezar; en medio de emociones sin resolver, el camino aun no despejado. Contrasta el matrimonio futuro con sus expectativas desde la precariedad de un comienzo material: Raoohi se encontrará con su novio en medio de la noche.

La profundidad de campo, el trayecto, en medio de un porvenir oscuro, informa acerca de lo incierto de los acontecimientos futuros. Morteza y Raoohi rebelan realidades diferentes enfrentadas a un porvenir incierto. El hurgar en auto ajeno señala la inquietud en la persistencia de Morteza. Algunos asuntos quedan pendientes.

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Para terminar, especial mención a la dirección de actores, imposible separar ficción de realidad, la compenetración en los roles luce exquisita. El triángulo, compuesto por Mozdhe, Morteza y Roohi, consigue una credibilidad a prueba de objeciones. La tensión se traslada al espectador de manera natural; más allá del talento del elenco, advertimos un alto nivel de exigencia en la preparación previa.

Tercer largometraje de un cineasta que nos tiene acostumbrados a realizaciones de excelencia, una mirada aguda e incisiva que expone los vínculos familiares en el Irán del presente.

 

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Fitzcarraldo aficheUna ópera en medio de la selva reaviva la locura de la ambición; los excesos de Fitzcarraldo vuelven absurda una aventura que, por fugaces momentos, juega en tonalidad de comedia. La peripecia de Kinski abusa de un rostro desquiciante en todas sus versiones. Una privilegiada estructura de rasgos versátiles es la precondición para un actor que trasmite sin esfuerzo emociones varias.

El barco es un protagonista central llevado al límite de sus posibilidades,  gestor de un éxito que se consume por sí mismo; como ya lo diría Herzog: “la conquista de lo inútil”.

Fitzcarraldo es un emprendedor que necesita dinero para cumplir su sueño: construir un teatro en la selva y contratar a Caruso. Para ello, decide dedicarse al negocio del caucho. Compra tierras de difícil acceso, que, como única alternativa, lo forzarán a intentar desplazar un barco a través de la montaña.

La película comienza en un contrapunto que resalta el talante pueril de los ricos. Fitzcarraldo pretende emprender un camino y la oscuridad lo acoge en su seno. Desde lo incierto de la jungla emerge un bote que se acerca a la orilla, la ausencia de luz indica una procedencia carente de claridad en sus propósitos. De un plano general pasamos a un plano medio, y el contrapicado, que exhibe el ascenso por escaleras hacia un mundo de lujo, contrastante con la precariedad del bote con averías, que volvió imposible la comodidad en el traslado. La cámara capta las manos lesionadas  por el viaje a remo.  Kinski  se encuentra con todo el glamour de la ópera,  un ambiente donde la diversión se asocia al despilfarro; no estamos frente al espectáculo artístico como tal, es la necesidad de recreación de una clase que necesita prestigiarse con la cultura. Fitzcarraldo es reconocido como un par a prueba. Deberá demostrar su capacidad para hacer dinero, solo así, será plenamente aceptado.

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Distintas valoraciones atraviesan diferentes circunstancias: una cultura burguesa, propia de magnates del caucho, que disfruta del dinero como paradoja, en tanto valor y no valor al mismo tiempo. La superabundancia y facilidad hace del despilfarro objeto de diversión. Don Aquilino disfruta de alimentar a sus peces con billetes, mientras Fitzcarraldo necesita dinero para montar una ópera en la Amazonia.  Un contrapicado nos muestra la competencia de animales por un puñado de billetes, circunstancia que refleja la persistencia de los juegos de la naturaleza aún fuera de ella, paradoja en un microespacio que simula el gran río que el protagonista deberá afrontar bajo otras circunstancias.

Hay algo de incoherente en una historia que contrapone la mitología a la cultura del esfuerzo concebido como resultado de la explotación del enajenado desde la diferencia de valores. La competencia es aceptada como colaboración entre pares, la adrenalina circula como motivador, no se pierde de vista el accionar del otro. En algunos casos  importa el dinero, en otros, el conjuro a los malos espíritus. Lógicas diferentes son movilizadas bajo un marco de explotación, en aprovechamiento de una sumisión posibilitada por la alienación.

Fitzcarraldo plano

Herzog  funde la hostilidad humana en el tan trillado discurso de la armonía de la naturaleza. El aprovechamiento del otro se entremezcla con la vegetación, el mar, el barro; el hábitat del indio es utilizado en función de intereses que le son ajenos. La naturaleza es lucha por la supervivencia, y en ese territorio se entremezclan tanto intereses económicos como vitales y espirituales. Ingresa a escena el hombre blanco, la cultura occidental. No está amparado por el concepto de civilización, es equiparado al resto del ambiente; un elemento más que contribuye al “equilibrio” desde el aprovechamiento de su superioridad.  Todo es naturaleza, y todos luchan por intereses implicados en complejidades de diverso orden. Animales, indígenas, trabajadores,  burgueses y emprendedores integran el mismo ecosistema con diferentes funciones y grados de hostilidad más o menos implícita.

El barco es la civilización incrustada en lo primitivo, que, sin embargo, no deja de prestar una doble función imaginaria: sueño del teatro propio y combate a los espíritus malignos. El indio no está fuera del mundo por su primitivismo, y el hombre blanco occidental no se aleja de la barbarie por pertenecer a la civilización. El barco es síntesis donde convergen diferentes pretensiones, en función de utilidades dispares que terminan uniéndose, sin lograr armonizar, justamente, porque no es la condición de la naturaleza. En la hipótesis de Herzog  hay confrontación de intereses que no  equilibran el sistema de la vida, sino que atentan contra él mediante oposición abierta, solapada o latente.  La narración se configura como delación en la apariencia.

El barco es instrumento de conexión con lo sagrado desde diversas perspectivas. Fitzcarraldo no sacraliza entidades inmateriales, su adoración deviene amor por la ópera.

El guion es inteligente, encadena una situación sin salida a otra incierta y a una tercera que, sin prescindir de las anteriores, integra planos aéreos de una precaria plataforma, acorde a un “dios” que se nutre de la necesidad ajena.  Es la razón de una puesta en escena que exhibe la grandiosidad de la selva desde los movimientos circulares de un helicóptero, junto con un poder que, si bien, consigue utilizar la fuerza en función de sus intereses, está amparado por una atmósfera fortuita, implantada desde planos generales y medios, que muestran canoas en el río e indios rodeando tripulantes a la hora de la cena.  Kinski se luce con sus expresiones, un rostro privilegiado que todo lo comunica. Es explotado por Herzog en primeros planos y planos medios, donde se juega todo: temor, duda, ira, sorpresa, etcétera.

El agua como símbolo de lo oculto, lo misterioso, y, a la vez, fuente final del orgullo de Fitzcarraldo, es exhibida  en prolongados planos generales, que van a contrastar con la escena de los rápidos, montada en tomas más breves que, desde el detalle, brindan mayor expectativa.

Fitzcarraldo escena

Las balsas y el barco ofrecen el contrapunto de dos mundos diferentes, que, por momentos, entran en una alianza que confunde intenciones. Habrá primeros planos y contraplanos generales que cerrarán una falsa oposición, solo comprendida a medida que la cinta transcurre. El cierre a una posibilidad dará paso a otra, que se gestará desde minuciosos planos generales, en alternancia con planos medios, que reflejan el esmero en el trabajo frente a los casi imperceptibles movimientos de un barco que resiste el esfuerzo.  Esta vez, la naturaleza humana combina el trabajo físico con una utilización espiritual de la tecnología; el beneficio no opera como reforzador del sistema en la tarea de acumulación de capital. El capricho pequeño burgués sirve de antesala a la seguridad de las almas, es donde se entrecruzan lo material y lo espiritual en su primera dimensión. La segunda viene dada por el éxito, en un desafío que, aunque culmina siendo inútil, es fuente de satisfacción. Lógica de la importancia personal, que se cuela desde los misterios insondables de la jungla.

Prolongadas escenas de un barco entre márgenes selváticas. Planos generales que ofrecen al espectador la doble perspectiva de la nave: en tránsito en ambiente misterioso, y el abordo, que nos muestra el paisaje desde el intento de observación de lo oculto tras el follaje. El agua es símbolo arquetípico, tanto de fuerzas espirituales, como de necesidades personales no concebidas como propias, solo satisfechas al amparo de oportunidades integradoras de naturaleza y tecnología.

La lógica capitalista se desmenuza en alternativas tan persistentes como el propio deseo de acumulación.  El deseo de triunfar explica el sentimiento de satisfacción, aunque lo inútil sea el resultado. El dinero es mediador  bajo una fantasía que opera como motor de deseo. La inseguridad impulsa al indígena a olvidar  su tradición, en aras de conservar la vida. La ira se apaga y el azar protege de una desgracia mayor. La fantasía permite conjurar la maldad, mientras los magnates del caucho disfrutan de su diversión en la gran fiesta del despilfarro. Los planos medios muestran humanos compartiendo champagne con caballos. La superabundancia altera el significado del dinero. Para todos será diferente, según las propias necesidades.

 

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 Todo comienza con alegría : un autobús lleno de mujeres que van a participar de la “Fiesta de los solteros” en un pueblo de España, en donde faltan mujeres.

Flores de otro mundo es un filme que podemos considerar menor, es decir, sin pretensiones formales ni profundas reflexiones políticas sobre el por qué de tal desierto femenino en el mundo rural. Icíar Bollaín centra la atención en las mujeres, su fuerza, su lucha por vivir y afirmarse, su dificultad para vivir sin hombres. Su película es feminista, seguramente, pero no juzga sino que muestra. Con atención, agudeza, sensibilidad y humor aborda el tema universal de las relaciones entre las mujeres y los hombres, pero en un contexto singular: la soledad de los hombres, particularmente en las zonas rurales. No se ocupa en indagar las causas profundas de ese problema, ni tampoco pone énfasis en el hecho de que sean mujeres latinoamericanas las que llegan. Salvo uno de los personajes, una mujer que vive en Bilbao (y que finalmente no se quedará en el pueblo a pesar del amor compartido con uno de los protagonistas), las demás llegan de Cuba o de la República Dominicana, es decir de países pobres y sin trabajo.

El encanto del filme reside, precisamente, en su tono de comedia melancólica, en su aguda observación de los personajes, en su manera de indicar con levedad los problemas, a través de pequeños acontecimientos cotidianos. Llevar a pastar las vacas (es la mujer quien lo hace), comidas en casa de una pareja que vive en lo de la madre de él (Luis Tosar), ya que los hijos solteros viven con sus madres, y estas admiten con dificultad los cambios, es decir que sus hijos crezcan; incompatibilidad de edades y culturas, y violencia machista (la cubana y el que pretende vivir con ella, a pesar de tener varios años más y aspiraciones de pareja que ella no comparte).

Desde el punto de vista formal, la película avanza según un guion lineal, sin gran despliegue de movimientos de cámara, sin efectos particulares. La estética es naturalista, la realidad es lo que es, sin transposición de ningún tipo y la puesta en escena solo pretende contar la historia con simplicidad. Le falta alcanzar un clima más áspero, que probablemente una puesta más estudiada hubiera logrado, pero seguramente no era el propósito de la cineasta el de hacer búsquedas formales. Así como se desarrolla, no hay realmente un clima dramático, ni siquiera en las escenas más duras, como la de los golpes a la cubana o el intento de separación de la pareja protagónica. Las consecuencias no son graves, se resuelven lo mejor posible, porque la realizadora elige la empatía con los personajes.

Desde ese punto de vista de la actuación, Icíar Bollaín es una excelente directora de actores y las actrices, de varias generaciones, son todas excelentes. A menudo nos reímos y hay alguna idea que vas más allá de la mera transcripción de la realidad , como los planos con cuatro ancianos sentados en una pared baja , típicos de los pueblos, pero que cobran aquí un estatuto de coro, comentando el ir y venir de las mujeres, reminiscencia dramatúrgica del coro de las tragedias griegas que relatan los avatares de la historia. De amor se habla poco, las mujeres (madre, nuera, cualquiera que sea su edad), dicen de los hombres : «Me trata bien». Y los hombres no hablan…

Al final, nos quedamos con un sentimiento de melancolía , también porque el tema sigue vigente en muchos países de Europa, excepto que ahora las mujeres vienen de Rusia y de los países del Este y que se las encuentra y elige por Internet.

La película se cierra con la llegada, al año siguiente, de un nuevo autobús lleno de mujeres para la nueva “Fiesta de los solteros”. Un enjambre de niños lo persigue, manera de decir que la vida continúa, que se formarán parejas y nacerán niños. La mayoría de los que vemos vienen de países diferentes y el plano que los detalla antes de la llegada del autobús no es anodino. Llegaron con sus madres y fueron admitidos en esa sociedad de pueblo pequeño sin discriminaciones debidas al origen o al color de la piel.

Une película menor, pero con encanto y una cierta emoción, que por su sencillez misma puede llegar a públicos diferentes y hacer reflexionar sobre problemas humanos no tan sencillos.

Trailer

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fresas-salvajes-cartelPara muchos, Fresas Salvajes es la mejor película de Ingmar Bergman, para otros, una obra muy correcta pero en exceso sobrevalorada De lo que no hay duda es de que, por su profundidad, elegancia y perfección técnica se encuentra entre las películas más relevantes e influyentes del cine europeo.

Ingmar Bergman nos regala un relato complejo pero a la vez de alcance universal, trágico pero con toques de humor, duro y contundente en algunos pasajes pero tierno e inocente en otros, una historia, un viaje que nos atrapa de principio a fin a través de oníricos y exquisitos planos, inolvidables secuencias y una dirección de actores magistral. Con todo ello, Fresas Salvajes constituye una obra maestra de referencia, una joya intimista que brilla por su contención y sobriedad, perfecta recreación agridulce de la espera de la muerte en la que los recuerdos, el pasado y lo olvidado vuelve como las olas a la orilla del mar, sencillamente una obra preciosa.

La historia es bien sencilla, en esta dinámica, peculiar y bella “road movie” nórdica, gélida y muy cálida al mismo tiempo, el protagonsita es Isak Borg (inmenso Victor Sjöstrom, de principio a fin), un veterano y reputado médico de setenta y ocho años al que le comunican que va a ser nombrado Doctor Honoris Causa en la Catedral de Lund por sus cincuenta años dedicados al trabajo y a la investigación en la medicina.

fresas-salvajes-3Esa misma noche sufre un sueño premonitorio en el que, paseando por las solitarias calles de una ciudad, presencia el paso de un coche fúnebre que después de un fuerte choque deja caer un ataúd en el que ve su propio cuerpo, una premonición de su muerte que le empujará a reflexionar y prepararse para el final. A pesar de la larga distancia del trayecto, y en contra de los consejos de su ama de llaves (con la que mantiene una relación de cariño y respeto encubierto por continuos desacuerdos y discusiones, uno de los pocos toques de humor en la película, y en el cine en general de Bergman) decide emprender el viaje por carretera, conduciendo su propio coche.

Junto a él, le acompañará su nuera, Marianne (Ingrid Thulin), en plena crisis matrimonial con su marido Evald (Gunnar Björnstrand),  y que le irá recordando a lo largo del recorrido, muchos de sus errores del pasado. De camino hacia su destino, los protagonistas deciden parar en la casa en la que Isak pasaba los veranos de su infancia con su familia, una casa de campo en la que, como él todavía recuerda, crecen fresas salvajes. En esta parada, los recuerdos de tiempos pasados vendrán a su mente y se fundirán en el presente como parte de la misma realidad en la que el mismo Isak estará físicamente presente en los momentos de su niñez y juventud.

fresas-salvajes-portadaEn esos recuerdos, presentados en forma de flashbacks, aparecerán personajes de su pasado, como el interpretado por una joven Bibi Andersson como su primer amor, distantes pero cercanos, con el mismo estilo narrativo por momentos que el relato de A Christmas Carol, de Charles Dickens.
A través de la fotografía de Gunnar Fisher, el espectador sigue al personaje interpretado pro Victor Sjöstrom en un viaje, exterior pero sobre todo interior, en el que se dan cita multitud de temas y experiencias que Bergman trata con sutil delicadeza y elegancia, tales como el aislamiento de la vejez, la reflexión sobre los errores del pasado, el egoísmo de la indiferencia hacia los problemas de los demás, incluida la propia familia, la frialdad en las relaciones, el distanciamiento provocado y el arrepentimiento, la redención, la pérdida de los recuerdos borrados por una memoria selectiva, la decadencia al fin y al cabo de un hombre frío, que cerca del momento de mayor frialdad de  su vida, su muerte, revive instantes de suma calidez, como su infancia o su primer amor, un primer amor que, con la tragedia como toque distintivo del director sueco, queda manchado por el sabor amargo de la no correspondencia. Bergman sabe y demuestra que por cada cucharada de miel viene otra de hiel.

fresas-salvajes-4La historia, como bien se ha indicado, es la historia de un viaje, un viaje hacia el reconocimiento y hacia la muerte, y como característica de la “road movie” no podía faltar el habitual elenco de personajes que se van uniendo de forma esporádica a nuestros protagonistas. Por una parte, están los jóvenes con los que se encuentra en la finca donde pasaba la infancia, una chica y dos chicos que sienten respeto y admiración por el entrañable anciano y que connectan su solitaria y distante vejez con la vitalidad y energía de su olvidada juventud, pero además, encontramos a la pareja, marido y mujer, en constante discusión, cansados el uno del otro y a los que Isak se ve obligado a echar de su coche.

fresas-salvajes-2El viaje llega a su final, a la ceremonia en la Universidad de Estocolmo, pero la escena es breve y pasajera, casi, o explícitamente, como un pretexto, un Mcguffin que el director ha incluido para justificar lo verdaderamente importante: el viaje, lo que recuerda al eterno poema de Kavafis, la bellísima y universal composición “Ítaca”, aquello que de verdad importa no es el destino al que llegamos, sino lo que vivimos en el recorrido del trayecto, las experiencias, los recuerdos, las personas a las que conocemos, aprender de nuestros errores, reconocer nuestras faltas y saber pedir perdón, disfrutar del camino y apreciar que al final es más importante dejar huella en nuestro viaje que alcanzar el fin sin saborear cada paso, lo transcendente y profundo del filme queda patente, la reconstrucción de un personaje a través de sus recuerdos en forma de flashbacks, el resto, la entrega del premio, el final y propósito del viaje, no tiene más importancia.

fresas-salvajes-1Esta es una gran película sobre la vejez, pero no es la única que ha retratado este tema en el cine. Así, la exquisita y redonda Muerte en Venecia (Morte a Venezia, Luchino Visconti, 1971), de Visconti, la enternecedora En el Estanque Dorado (On Golden Pond, Mark Rydell, 1981), con Henry Fonda y Katharine Hepburn, o la más reciente y excelente Nebraska (Alexander Payne, 2013) son sólo algunos ejemplos de cómo esta última etapa de nuestra vida queda inmortalizada en el celuloide. En concreto, Nebraska es un perfecto ejemplo que podría decirse que se ha inspirado directamente en la película de Bergman, no sólo por el uso intencionado del blanco y negro, sino por conferirle el carácter de una road movie, con parada incluso en los sitios de la infancia y la definición de un personaje a través de sus vivencias pasadas, brillante.

En cuanto a las interpretaciones, como hemos comentado, Victor Sjöstrom llena cada plano en el que interviene, con su mirada perdida, sus silencios estratégicamente situados, sus gestos y movimientos, exquisita expresión de una melancolía palpable, sencillamente perfecto.

fresas-salvajes-5La elección de Sjöstrom como protagonista por parte de Bergman tiene algo de símbolico. El que fue, y siempre será, uno de los pioneros y grandes directores del cine mudo, con obras tan maravillosas e imperecederas como El Viento (The Wind, 1928) o La Carreta Fantasma (The Phantom Carriage, 1921), interpreta aquí a un anciano de setenta y ocho años, exactamente los mismos que él tenía en el año del estreno del filme, que espera el momento de su muerte, de un final que pronto llegará, al que se acerca en un viaje, en el que reaparecerán antiguos recuerdos, y no hay que olvidar que Fresas Salvajes fue la última aparición de Victor Sjöstrom en la gran pantalla, su última película, un final profesional y vital perfectamente aunados, a través de una gran película, Isak y Victor se unen en un solo personaje, la muerte cinematográfica traspasa el celuloide y se asienta en la vida real.

Fresas Salvajes es una película que explora la fríaldad humana en un momento vital delicado como es la vejez, a través de un viaje existencial íntimo, con el recurso de la comparación metafórica de la medicina, con ese distanciamiento e indiferencia hacia los sentimientos, el afecto y la calidez. En ese punto el diálogo sobre la extirpación de los recuerdos de Isak como una operación de cirugía perfecta, sin dejar el más mínimo rastro en la memoria, es excelente. Una película necesaria y exquisita como el título que la define.

Enlace al tráiler: 

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Asesinemos al protagonista de cada crítica, el juicio final sobre la cuestión de si ver la película merece más o menos la pena. Se trata de una pregunta honesta, necesaria, un poco vergonzosa y, sobre todo, fatídica en lo que se refiere al significado original de la palabra, aquel fato (la palabra no es española) que podemos traducir con destino, movimiento hacia o desde el filme (con menos palabras y con más simplicidad, se trataría del destino de la película de ser vista o de ser rechazada, según el juicio que exprese el crítico). Fritz es, rotundamente, una buena película, divertida, satírica, distante del politically correct y capaz de mofarse de todos, tanto del racismo como de las minorías, tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda, en un juego que pone de manifiesto una sensación de caos total que nos ofrece a un protagonista negativo, pero de aquella negatividad innocua, hija de una visión del mundo (una ideología instintiva) que antepone el sujeto al grupo, subrayando así la importancia (siempre para el protagonista) de liberar los impulsos más basilares, como el sexo. Película de animación, entonces, hecha (e ideada) para adultos, basada en los cómics de una de las figuras más importantes del underground estadounidense, Robert Crumb.

Si la película funciona, entonces, esto se debe a la capacidad por parte de Bakshi (el director) de ir más allá de la celda que el mundo de la animación se había creado y en la que parecía imposible crecer, so pena de no querer dejar que los huesos se deformaran, creando así un monstruo. Fritz representa así a la libertad violenta que estalla en medio de la censura, aquel tipo de producto que quiere romper con los esquemas ya conocidos e introducir un punto de vista diferente, haciendo que el espectador se ponga (sea puesto) ante una ventana a la que asomarse para ver las posibilidades que el cine otorga, en especial manera, el cine de animación. Esta necesidad de destrucción no se dirige hacia sí mismos, en un acto de nihilismo, sino contra unas reglas que parecen impedir (censurar) que el medio hable de determinados temas (la adicción a la droga, por ejemplo) y que enseñe lo que tiene que permanecer escondido (el sexo femenino o el sexo masculino); necesidad, entonces, de darle a un público maduro un producto capaz de hacerle reír, aquel tipo de risa no inocente que desencadena aquellos gritos de rebelión en contra de una estructura que huye de temáticas que podrían causar cierto malestar (pero que no por esto debería verse prohibida su discusión).

Fritz es entonces un personaje (un gato antropomorfo) amoral, cuya única necesidad es la de satisfacerse. Demistificación (destrucción) de los iconos Disney, con su perfección, su candidez y su inocencia, efectos estos de una visión positiva a toda costa, como si el mundo estuviera dividido en un blanco (los buenos) y un negro (los malos), y como si el bien siempre tuviera que ganar. Y aquí, otra vez, es donde encontramos la genialidad de esta película (como también de los tebeos en los que se basa), la falta de una demarcación perfecta entre los que quieren el bien y los que quieren el mal; si de personajes hablamos, entonces estos personajes son como Fritz, en parte amorales, si bien lo único que los diferencia de nuestro protagonista es una pizca de visión ideológica y cierta falta de aquel cinismo un poco egoísta. Estamos en un mundo horrible, terrible, divertido e indisciplinado, no muy distante del mundo en el que vivimos, espejo deformante, sí, pero atado a nuestra realidad, ya que la parodia y la sátira (ambas de carácter cínico, en nuestro caso) se basan en una lectura salvaje de la realidad.

Dilema (dilema verdadero, no falso, no postizo): ¿qué pasa cuando el subproducto se ve despreciado por el creador del protoproducto? De hecho, Fritz es una obra amada por su director (el susodicho Bakshi), pero odiada completamente por quien le habría dado vida al gato en los cómics (el ya mencionado Robert Crumb). ¿Tiene sentido, entonces, decir que una película es buena si el creador del material sobre el que esta está producida afirma rotundamente que lo que él siente es asco y vergüenza? Dilema, como acabamos de ver, que no se puede resolver fácilmente. ¿Quién tiene razón? Crumb, por ser el padre del personaje, o Bakshi, por ser el padrastro del gato? Resulta casi imposible llegar a un resultado claro, ya que ambos autores tienen derecho a proteger su obra en relación con la del otro. Crumb, justamente, defiende su autoría, mientras que Bakshi, por su parte, reivindica su visión. Quizás estemos aquí ante una cuestión más amplia; quizás el único juez (como si de un juicio tuviéramos que hablar) sea el público, cuya elección (amar a uno y odiar al otro, amar a ambos u odiar a los dos) sería lo que, más allá de cualquier necesidad artística y crítica, podría poner la palabra “fin” a esta diatriba. Fritz, de todas formas, está muerto: lo ha matado Crumb en la última aventura del gato, para que nadie pudiera usarlo en el futuro. Fritz ha muerto, ¡qué viva Fritz!

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Cartel de la película GladiatorEl Imperio romano estará en las mentes de las personas y, por lo tanto, en el cine por muchos años. Es una fuente inagotable de historias, de epopeyas heroicas y de traiciones miserables, de conquistas épicas y de derrotas abrumadoras, de guerras y de paz, de literatura, poesía y humanismo; de comportamientos mesurados y explosivos. Nuestros idiomas, nuestras leyes, muchas de nuestras costumbres, las naciones mismas de Europa, del norte de África y el occidente de Asia son en buena parte herencia de las provincias y de las conquistas romanas. Por todo ello y mucho más tenemos Imperio romano para rato en el cine y en nuestra cultura.

Gladiador dio continuidad, en su época, a varias famosas y premiadas películas sobre el imperio romano, notablemente La caída del Imperio romano (Anthony Mann, 1964), Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) y Ben Hur (William Wyler, 1959) y toma de ellas escenas e historias. De hecho, el director comentó que Espartaco y Ben-Hur fueron parte de su juventud (como ocurrió también para muchos de nosotros, veteranos amantes del cine). Ridley Scott se imaginó a su filme, producido casi en los comienzos del nuevo milenio, como una fuente de inspiración para que los públicos se acercaran al Imperio romano en uno de sus momentos de gran poderío militar y filosófico, bajo el emperador Marco Aurelio y en el inicio de la decadencia, bajo el comando desastroso de su hijo Cómodo.

Fotograma de Gladiator

La trama es muy atractiva e ingeniosa. En ella, el protagonista central, Máximo, recorre todos los caminos posibles. En los comienzos es un destacado general romano de extraordinarias hazañas, pero que en el fondo de su alma es agricultor, devoto creyente en los manes ancestrales y amante hombre de hogar. Por azares del destino y maliciosas artes de su poderoso enemigo, el nuevo emperador Cómodo, Máximo lo pierde todo, su familia asesinada, su vida y su finca en ruinas. Medio muerto y herido, luego de un intento de asesinato ordenado por el artero emperador, es recogido por una banda de traficantes que lo venden a una empresa de gladiadores de una provincia romana del norte de África, que lo convierte en un gladiador más, uno de tantos que sirven como entretenimiento a las muchedumbres antes de morir en cualquier combate ignoto. Sin embargo, Máximo es un experimentado luchador y experto en combatir, que no se resigna a la muerte y que, poco a poco, va escalando rangos en esta peligrosa profesión hasta convertirse en el más famoso gladiador del Imperio, destacándose en la sede misma de las sangrientas batallas del circo de sangre romano, el impresionante Coliseo, que la película recrea en su momento de máximo esplendor.

¿Qué nos aporta este filme, de manera que valga la pena un reencuentro con él? Quiero destacarlo como un recorrido por los ambientes de la guerra, que nos acercan a las intimidades del combate y de la estrategia, escenificadas en las luchas entre las tribus germánicas y las disciplinadas legiones romanas, a través de una épica batalla en los bosques. Con riqueza de detalles apreciamos las armas y los artilugios militares que se utilizaban del lado romano; ballestas, espadas, lanzas, catapultas, bolas de fuego, caballería, carretas y perros, escudos que se usan en perfecta formación, elegantes cascos, corazas y uniformes. Todo animado por el liderazgo decidido de generales que luchaban junto con sus hombres, que estaban pendientes de cada suceso. En contraste, las tribus germánicas solo disponían, según la historia que se nos cuenta, con su impetuosa y desordenada valentía, carentes de máquinas de guerra y de estrategias, siendo de esperar su segura derrota en la lucha con los romanos, como en efecto sucede.

Pero este es el cine y el guion que se ha seguido. Obviamente, no eran tan sencillas las cosas para los romanos en sus continuas luchas contra los pueblos vecinos al Imperio. Con frecuencia, el enemigo causaba estragos inmensos, y las conquistas siempre se encontraron con límites imposibles de vencer, siendo necesario al final establecer fronteras y negociaciones, dando lugar a una paz inestable e insegura que permitía a los grandes emperadores, como Adriano y Trajano, descansar de tantas batallas y lograr dejar sus huellas de gobernantes en la mítica ciudad.

El momento histórico, en verdad, se dio. Existieron el emperador Marco Aurelio, su hijo Cómodo y su hermana Lucila; existieron las guerras germánicas y en ellas lucharon los dos emperadores. Pero el filme acomoda bastante libremente las vidas de Cómodo y de Lucila en Roma y las intrigas del emperador contra el Senado, mostrando en el joven emperador a un personaje siniestro e inseguro, cuyas mayores artes eran la traición y los espectáculos de circo romano, con los cuales mantuvo el favor del pueblo. El objetivo buscado en la película es hacer de él el antagonista en la historia de Máximo, lo cual se logra exitosamente con la estupenda actuación de los tres actores que encarnan a estos personajes.

Un novedoso acercamiento hace el filme a la vida íntima del general Máximo. Es un hombre sencillo y devoto, que tiene un altar en su tienda de campo, con figuras votivas que representan a su familia y a sus ancestros, a las cuales se encomienda antes de la batalla; en más de una ocasión, estas imágenes se retoman, lo cual naturalmente nos identifica con el personaje, nos lo humaniza y nos genera empatía, sentimientos todos importantes para que los espectadores aprecien la saga y se interesen por ella. Como está muy bien contada la película y enriquecida con aventuras y sobresaltos, tiene los elementos requeridos para que se convierta en un filme atrayente: melodrama, giros inesperados, desafíos imposibles, lucha entre el bien y el mal; intriga, traición, heroísmo, valentía y mucho movimiento.

Gladiator, crítica de la película

Es que es agitada y movida la vida de los gladiadores, personajes valientes y dignos, resignados, en general, a su desafortunado destino de esclavos bien alimentados, bañados en la gloria fugaz de sus espectáculos de combate cuerpo a cuerpo, que se entrenan sin descanso, trabajando en equipo, quizás colaborando con aquel que algún día los matará. Se los muestra en sus barracas conversando y comiendo, entrenándose con espadas de madera y de verdad, sufriendo golpes y humillaciones. El filme nos acerca a las vidas de algunos de ellos, a sus nostalgias y recuerdos familiares y los de sus terruños que, seguramente, no volverán a ver. Pero ante todo, nos sumerge en sus luchas cuerpo a cuerpo, con todo tipo de lances y de terribles golpes de astucia y de violencia. Nos llevan estos abundantes momentos del filme Gladiator a pensar en el eterno ciclo de valentía y de heroísmo a que está apuntada nuestra raza humana, que la ha llevado a desperdiciar las vidas de tantos en un espectáculo que ojalá se limitara a las películas, en vez de tener que ser actuado una y otra vez en las calles, en los campos de batalla, en las vidas de los bandidos que destruyen y de los militares y agentes del orden que tratan de contenerlos; de los conquistadores y de los conquistados.

 

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Cartel de Goodbye Dragon InnElegante baile de katanas y samuráis abre esta fantasía. Se percibe, tras las cortinas, un descolorido mundo.  Una sala antigua y decadente acoge al público por última vez.  Sonidos y silencios marcan el ritmo, construyendo un puente hacia la ilusión que se desvanece a cada paso.

Un cine a punto de cerrar sus puertas proyecta su última película y sirve de escenario para que ilusiones y recuerdos acudan a él una vez más. Sin apenas diálogos y con escasos personajes van transcurriendo las escenas que esbozan tristeza, soledad, anhelos… Un sinfín de sentimientos deshojados con sutileza y maestría.

El director y guionista Tsai Ming-Liang, como el gato de Cheshire en Alicia en el País de las Maravillas (Lewis Carroll, 1832), nos guía por terrenos resbaladizos que huelen a culpa, nostalgia y humedad, en los que se confunden realidad y ficción. Los deseos de la humanidad, esbozados como nunca.  Descubrimos en su cine pinceladas de la Nouvelle Vague francesa o del Neorrealismo italiano que, tamizados por la mirada oriental, alcanzan junto a él una nueva dimensión.

Pocos diálogos y ritmos pausados marcan su estilo peculiar. Desde Rebeldes del Dios de Neón (1992), su primer largometraje, nos acostumbra a lidiar con la soledad y la incomunicación, los silencios resuenan en lo más profundo de nuestro ser, conviviendo con el eco de sonidos huecos y vacíos.

Las pulsiones sexuales en la escena del baño, el actor que se emociona al verse en la gran pantalla o esa relación que se intuye entre el camarógrafo y la taquillera son solo algunos momentos en los que podemos percibir tales reacciones.

Godbye dragon inn proyector

La cámara plasma discretamente la queda realidad.  De manera estática y colocada en puntos estratégicos nos brinda con calma planos largos cargados de matices. El tiempo posibilita que nuestra mirada se adapte, se acomode a la imagen y, en último término, nos vincule a ella buscando más allá. Ojo que no busca, fácilmente mirará pero apenas verá.

Un ejercicio visual muy cuidado amplía la atención de un espectador que, a priori sorprendido, se imbuye con tiempo suficiente en este particular y enigmático ejercicio.  Aprender a mirar, como percibió el filósofo Ernst Gombrich  (1909-2001), se convierte, de esta forma, en una compleja labor. El director, fusionando pasado y presente,  nos invita a ello en todo momento.

Pocos zooms seleccionados centran la atención del espectador. El público, sentado de espaldas y perfectamente enfocado,  disfruta los últimos minutos de la proyección.  Los créditos, difuminados, se intuyen en la pantalla. Unas angulaciones modifican la posición de rostros y nucas, mostrándonos ambos lados de un mismo ser que, como las caras de una moneda, se vinculan de forma peculiar.

Una de las escenas más bellas es la protagonizada por la taquillera (Chen Shiang-chyi ), que aparece retro iluminada tras la pantalla cuajada de puntos de luz, danzando a su alrededor.

Otros bellos momentos se muestran en la sala de proyección donde, absorta en sus pensamientos, contempla, frente al mochi, un cenicero repleto de colillas. Muestra del amor secreto que le profesa al proyectista (Lee Kang-sheng).

También subimos junto a ella la escalera metálica de caracol, sintiendo en cada peldaño cómo se diluye su cojera. La cámara elije los puntos y observa su ascensión sin apenas intervenir.

goodbye dragon inn taquillera

Algunos puntos rompen la sutileza y sorprenden al espectador japonés (Kiyonobu Mitamura) que está más atento a lo que acontece a su alrededor que al propio metraje en sí. A través de sus ojos observamos su molestia y estupefacción frente a modos de proceder del resto de personajes reales o ficticios. Fumar, comer o poner los pies sobre las butacas son comportamientos poco respetuosos en cualquier idioma o latitud.

Las expresiones que nos ofrecen todos los personajes son tan explícitas que no se echan de menos los diálogos. Hablar, en este caso, está de más, puesto que distraería la atención del curioso espectador que disfruta la mudez de este transitar.

La voz protege la vulnerabilidad de uno mismo. Estos silencios nos proporcionan una coraza que posibilita que nuestros sentimientos más íntimos se mantengan ocultos y protegidos. Nuestra alma se siente segura allá, donde casi no llega luz.

Fuera de la sala reina la quietud. Una cadencia de tacones se confunde con la lluvia, el gotear de unos grifos que ya no cierran como deberían o el sonido del rollo de película al pasar por el antiguo proyector.  La entrada del cine espera con calma que termine la proyección, un gato ajeno a todo cruza el espacio. Ya casi nadie nos recuerda, ya casi nadie viene al cine.

Aquí comienza el baile de sombras. Personajes ficticios se mueven como espectros, saliendo y entrando a la sala en plena proyección o cruzando pasillos como almas en pena.

Los inocentes ojos de un niño, absorto en el juego de luces y colores proyectados, son muestra de la inusual ingenuidad del espectador común. Es el único que parece interesarse realmente por lo que acontece en pantalla. Al salir de la sala junto a su abuelo, concentra todo el tiempo en un tramo de pasillo. Ambos representan toda la historia del local desde su nacimiento hasta su fin. Sensibilidad que inquieta y enternece a partes iguales.

goodbye dragon inn despedida

Un cine encantado que pierde su misterio al encender las luces. Un plano largo muestra una panorámica de butacas vacías. El alma de la sala se dispersa como el humo y marcha al unísono con sus personajes y espectadores.

La música de Yao Lee nos evoca nostálgicos e inolvidables recuerdos. Los aromas nos transportan a otras épocas,  huelen a un pasado que persistirá por siempre en los corazones de quienes sepan apreciarlo. Calderón de la Barca (1600-1681) nos propuso una ilusión, una sombra, una ficción. Que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son. La verja cae irremediablemente, es el cierre definitivo de la morada del dragón.

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Cartel de la película Hamlet

Hamlet es, sin duda, una de las obras más importantes de la literatura universal, y una de las piezas teatrales más recordadas de William Shakespeare, el escritor más influyente de todo el mundo anglosajón. No es extraño, por tanto, que el cine se haya interesado por esta tragedia en numerosas ocasiones. La trasposición que hoy hemos convocado en estas líneas no es la primera, ni mucho menos, pero sí una de las más prestigiosas y conseguidas, y la que, en cierto modo, ha marcado el camino posterior para todas las trasposiciones de Shakespeare. Detrás de las cámaras de esa adaptación –y delante, pues se reserva el papel protagonista– se encuentra uno de los más grandes actores británicos de todos los tiempos, Sir Laurence Olivier, que desplegó sus dotes interpretativas tanto en el cine como en el teatro. Aunque tan solo dirigió cinco películas a lo largo de su dilatada carrera, las tres primeras estaban basadas en textos de Shakespeare: Enrique V (Henry V, 1944), Hamlet (1948) y Ricardo III (Richard III, 1955).

Que Shakespeare es casi un género cinematográfico es algo que ya vimos en su momento, en el artículo “‘Jesús, las cosas que hemos visto’: Shakespeare en el cine”, por lo que ahora nos centraremos en Olivier y en las distintas adaptaciones que se han llevado a la pantalla de la tragedia del príncipe de Dinamarca. Acaba de estrenarse Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn, Simon Curtis, 2011), en la que Kenneth Branagh interpreta a Olivier. No deja de ser curioso, ya que Branagh y Olivier comparten muchos puntos en común. Es un interesante juego de espejos, porque, en efecto, nadie mejor que Branagh para hacer de Olivier, con el que se le ha comparado en tantas ocasiones.

Fotograma de la película HamletHamlet no es solo una tragedia de la venganza, sino la gran tragedia de la duda, ya que Hamlet es más un héroe de la palabra que un héroe de la acción. Hay extremos que no podemos resolver, como la propia locura de Hamlet o la implicación de Gertrude en el asesinato de Hamlet padre, por eso no es casualidad que muchos críticos se hayan referido a Hamlet como la “Mona Lisa” de la literatura moderna. Olivier recreó un Hamlet con claros tintes edípicos, con lo que enlazaba la tragedia isabelina con la tragedia clásica sofoclea. Lo más llamativo es que Olivier rueda su película en interiores –salvo la muerte de Ofelia, inspirada directamente en el cuadro de Millais– y prescinde de tres personajes, Fortimbrás, príncipe de Noruega, y Rosencrantz y Guildenstern, amigos de Hamlet, lo que le costó, en el momento del estreno, duras críticas, pero le permitió aligerar el metraje y dejarlo en dos horas y media.

Lo bueno de los grandes clásicos de la literatura es que siguen despertando nuestro interés, y eso es lo que le pasa a un personaje como Hamlet, que se ve envuelto en una difícil situación: Gertrudis (Eileen Herlie), madre de Hamlet, acaba de casarse con Claudio (Basil Sydney), su cuñado, poco después de la muerte de su esposo. Olivier encarna a un Hamlet permanentemente de luto y apesadumbrado por la muerte de su padre, cuyo espectro se le aparece y le dice que su muerte no fue fortuita, sino un asesinato cometido por Claudio. Hamlet finge primero su locura y posteriormente enloquece (o casi), provocando el caos a su alrededor, ya que, cuando trata de vengarse, provoca la muerte de Polonio (Feliz Aylmer), la locura de Ofelia (Jean Simmons) y el ansia de venganza de Laertes (Terence Morgan).

Hamlet, de Laurence OlivierEn cierto modo, Laertes y Hamlet son personajes similares, ya que a ambos les mueve el deseo de venganza, si bien la forma en que asumen esa tarea es bien distinta. Laertes es un vengador cegado por la ira, en tanto que Hamlet quiere estar seguro de que es verdad cuanto le ha contado el espectro, de ahí que urda una trama para asegurarse: representar frente a la corte La muerte de Gonzago, en un brillante ejercicio de teatro dentro del teatro, para ver la reacción de Claudio.

Olivier emplea flashbacks para el relato de ciertos hechos y transforma algunos de los soliloquios de Hamlet en monólogos interiores que el personaje no pronuncia, tan solo piensa –en esto se diferencia de las adaptaciones modernas–. La corte de Elsinore, un tenebroso castillo junto a un acantilado, deviene un hortus conclusus o jardín cerrado, una auténtica cárcel, como afirma el propio protagonista. Aunque no hay en el Hamlet de Shakespeare una lectura edípica en clave freudiana, es un concepto que explota convenientemente Olivier, ya que el príncipe se muestra muy distante con Ofelia pero manifiesta por Gertrude un amor algo más que filial –la besa en los labios en distintos momentos del film–.

Escena de HamletHa habido otras adaptaciones de Hamlet muy estimables, como la de Grigori Kozintsev (1964), en clave existencialista; la de Franco Zeffirelli (1990), que sigue de cerca la de Olivier; o la de Kenneth Branagh (1996), que trasladó la acción a una Dinamarca que parece la Rusia zarista pero respetó el texto íntegro –cuatro horas de duración–; ahora bien, lo que no podemos negarle a Sir Laurence Olivier es el hecho de que prácticamente “se inventó” al personaje de Hamlet para el cine. No es poco, desde luego.

Premios: ganadora de 4 Oscar: Mejor Película, Mejor Actor (Laurence Olivier), Mejor Dirección Artística (B/N) y Mejor Vestuario (B/N); ganadora de un BAFTA a la Mejor Película; ganadora de dos Globos de Oro: Mejor Película Extranjera y Mejor Actor (Laurence Olivier); ganadora del León de Oro y de la Copa Volpi a la Mejor Actriz (Jean Simmons) en el Festival de Venecia.

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La búsqueda de una redención o de una liberación, no en relación con nuestra vida sino con la de los que amamos, es un punto de partida fundamental en la construcción y el mantenimiento de las relaciones interpersonales que forman parte de nuestro conjunto. Queremos salvar a los otros para que, de esta forma, puedan tener una vida (o lo que sea) en la cual el elemento de “mal” no tenga lugar, demostración esta de una voluntad de un carácter parecido al concepto de sacrificio, ya que estaríamos haciendo todo lo posible por otra persona sin tener, desde nuestro punto de vista, ninguna ventaja real. Por supuesto, alguien podría afirmar que el acto mismo de sacrificar nuestras fuerzas es, de por sí, un premio que se basa en cierta necesidad de convertirnos en héroes (y, quizás, al mismo tiempo víctimas); sin embargo, la respuesta que podríamos dar es que, desde un punto de vista utilitarista (y, obviamente, lógico), entre perder nuestro tiempo para ayudar a otra persona y no hacer nada, esta segunda opción sería la que más sentido tendría, ya que no nos llevaría a poder caer en algunos mecanismos en los que desperdiciamos nuestras fuerzas.

La base teórica de la que parte esta segunda entrega de la serie Hellraiser, aquí firmada por segunda y última vez por su creador, Clive Barker (solo, en este caso, en relación con la estructura narrativa, no al guion o a la dirección), es la de una protagonista que, después de lo sucedido en la película anterior, se pone en una situación de querer salvar a una persona con la que tiene una relación muy estrecha, aquel mismo padre sacrificado por parte de un tío amoral. Esta necesidad de salvar a los otros es la misma que teóricamente actuaría como punto de partida para otro personaje de este cuento, un doctor cuyo objetivo, desde un punto de vista social y cultural, sería el proceso de salvación de sus pacientes (la cura, en otras palabras, tiene que llevar a que se pueda seguir viviendo, extirpando el mal y dejando libres a quienes sufren física y mentalmente); sin embargo, la comparación que se establece entre estas dos vertientes es de incompatibilidad, ya que el juego narrativo se sitúa en la necesidad de poner patas arriba lo que sería una normal expectativa.

No todo, entonces, es lo que parece ser, lo cual nos lleva a poner en marcha una serie de lecturas que van más allá de lo aparente y que, en la estructura fílmica, subrayan la voluntad de jugar con el espectador hasta permitirse una serie de acciones que dejan libertad completa para la presencia de una estrategia de sorpresas (para el público, obviamente), lo cual significa un diálogo con el espectador, que parte de la voluntad de una narración capaz de ofrecer siempre algo nuevo. Esta voluntad de prosecución y de metamorfosis del discurso de la obra anterior aparece directamente en los primeros minutos, en los cuales podemos ver a Pinhead nacer en las colonias del imperio británico. Volver al principio, entonces, es una necesidad que nace del acto de querer profundizar y desvelar, sin que por esto los mecanismos de tales acciones no funcionen en el conjunto narrativo; todo lo contrario, cada detalle es un perfecto engranaje que da al cuento que se va desarrollando un valor preciso en la estrategia global que Barker y sus colaboradores entablan en el lienzo de la pantalla.

Abunda, la película, de aquel splatter que habíamos aprendido a amar y a apreciar (no todos, obviamente, solo los que amamos este subgénero) en la primera entrega, y al aumentar los litros de sangre y los metros de entrañas no podemos sino entrar en contacto con una realidad terrorífica y horrorífica en la que el cuerpo solo es el punto de partida para un desmembramiento artístico. Sigue, por supuesto, la correlación entre dolor y placer, y la cuestión del sexo extremo (más allá del simple sexo, se podría decir) engloba parte del discurso fílmico; y, efectivamente, es el placer que mueve a los malos, mientras que los buenos se encuentran en una situación menos corporal y más abstracta, como si el discurso profundo fuera el de una distinción entre los instintos y los sentimientos, entre el cuerpo y la mente. Se abre así un aspecto de acercamiento y alejamiento en relación con el texto fílmico en lo que a la cuestión de lo concreto se refiere, ya que los cuerpos hechos pedazos suponen cierta presencia física que se opone a la presencia más intelectual (lógica, racional) de la protagonista. El resultado final, sin embargo, no es solo una dualidad que remonta al nacimiento del ser humano, sino que manifiesta la capacidad de encontrar un punto de diálogo de primera importancia por parte del autor británico con su público.

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El placer sexual se basa en dos elementos interdependientes: por un lado está la presencia de lo físico, de lo corporal, mientras que por el otro se insinúa la cuestión del cerebro, el elemento que nos lleva hacia el estímulo de carácter intelectual. El sexo, entonces, no se limita a la simple acción mecánica del encuentro de dos cuerpos (o tan solo uno, como también de tres o más), sino que instaura un discurso textual biológico que abre paso a una lectura de este factor humano en relación con las diferentes maneras de conseguir el orgasmo. Hay que notar, además, que el sexo es también una necesidad pura de los hombres y de las mujeres (y de toda la gama de diferencias de género) capaz de generar una serie de movimientos de atracción y de repulsión que manifiestan las diversas tendencias de cada uno de nosotros. Sin embargo, sean lo que fueren nuestra afición y nuestros gustos (lo importante es no generar daño y respetarse), el objetivo final sigue siendo siempre el placer, aquella pizca de hedonismo personal con la que se ponen en marcha muchas de las aventuras de la raza humana.

Basada en la novela de Clive Barker y rodada por el mismo autor, Hellraiser es una película que nos invita a entrar en contacto con universos paralelos, en los cuales la búsqueda loca por el placer físico termina con un orgasmo infinito del cual las víctimas intentan escapar. Este placer no se basa, de todas formas, en el simple acto sexual, sino que aumenta desmedidamente el significado de cuerpo (elemento biológico, hecho de carne, piel y huesos, además de sangre) y la conexión entre placer y dolor; de hecho, el dolor es el punto más alto de este juego orgásmico, y las susodichas víctimas estarían obligadas a seguir sintiendo los dos elementos hasta un punto de goce que va más allá de lo soportable. Metáfora quizás bastante obvia de los actos de sadomasoquismo (más que metáfora habría que hablar de símbolo), lo interesante no estaría en el contacto que se establece entre placer y dolor, sino en la voluntad de vida.

Efectivamente, el principio sobre el cual se basa el cuento que Barker nos narra es el de renacimiento y de vuelta a la vida. El antagonista de nuestra película estaría luchando por escapar de aquel mundo de placer infinito en el que ha llegado para así volver a la realidad humana (la de nuestro cosmos) a través del sacrificio de otros seres humanos (sacrificios no voluntarios, por supuesto). Lo que deriva de esta perspectiva sería el cambio radical de un segundo nacimiento, del acto de recobrar nuestro cuerpo, reconstruyéndolo hasta la perfección de los detalles. Es una acción, como podemos descubrir analizando el texto fílmico, que va más allá de lo natural y que, por esto, se deshace de las simples reglas naturales según las cuales la vida puede crearse solo a través del encuentro de dos cuerpos (uno femenino y uno masculino), y solo abriendo paso a una criatura que necesita tiempo para crecer.

La presencia de la mujer en la estructura narrativa nos llevaría además a tener una situación de duplicidad en relación a su simbología. Por un lado, nuestra protagonista encarnaría la juventud (con su carga reproductiva y su placer por una sexualidad todavía nueva) y el amor real (por su padre, por ejemplo), mientras que la ayudante de nuestro antagonista se muestra capaz de matar para devolverle el cuerpo a su amante, desnaturalizando así el carácter de la mujer en tanto creadora de vida. Los niveles de lectura se cargan por estas razones de una serie de interdependencias capaces de aumentar el juego estructural de una película que, en su arquitectura narrativa, funciona perfectamente en lo que a sus engranajes se refiere. El resultado final es una iconicidad no solo de los seres extradimensionales que se mueven de su mundo al nuestro gracias a una caja de carácter mágico, sino también de una narración clara y con un ritmo espléndido.

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Cartel de la película Holocausto caníbalExiste, en la historia del arte, la tendencia a la creación de obras que tienen como objetivo, entre otros, excitar los sentimientos. Normalmente se trata, en su mayoría, de aquellas emociones que se pueden catalogar bajo el nombre de llanto o risa: se llora o se ríe según nos encontremos ante una tragedia o una comedia. La estrategia resulta ser muy simple: yo, creador, entablo una serie de acciones que te llevan a ti, usuario, a tener cierto tipo de reacción. Las técnicas empleadas, obviamente, se unen para así obtener el efecto global deseado: hacer que rías o llores tendrá como segundo objetivo la necesidad de crear un diálogo más bien abstracto. Las lágrimas que salen de los ojos, teóricamente, son el resultado de un proceso de identificación: cuando la obra quiere salir de una fruición superficial, lo que hace es profundizar el significado intrínseco al que quiere llevarnos. Lo que sentimos, entonces, no es sólo un fin en sí mismo, sino la vía gracias a la cual podemos alcanzar un resultado más fuerte: aun en los casos menos cerebrales, no se ríe sólo porque queremos reír, sino porque reír nos hace sentir bien (intentamos sacar provecho de una situación definida).

En el caso de las películas de terror el sentimiento excitado es el del miedo: para dar cuenta de esta elección y, sobre todo, del porqué el público sigue viendo estas obras, tenemos dos opciones, o sea admitir la existencia de un proceso de masoquismo negativo (me hago daño y no recibo placer) o de masoquismo positivo (me hago daño y recibo placer). El gusto (a veces amor o pasión) por sentirse en peligro quizás se deba a que, en el subconsciente, sabemos que lo que hay en la pantalla no se espeja en lo que hay en la realidad: nuestra butaca nos permite asegurarnos de nuestra seguridad física. Ver, en este caso, significa entrar de manera casi pornográfica en aquel mundo que nos está prohibido: yo no puedo vivir aquellos eventos (podría morir), pero sí puedo verlos, si bien la sociedad me dice que se trata de algo clandestino.

Fotograma de Cannibal Holocaust

Cannibal Holocaust (1980), con dirección de Ruggero Deodato y guion de Gianfranco Clerici), decide seguir el camino del terror para ir más allá: se supera el concepto de miedo, se saca lo gráfico del horror (sólo el concepto), se busca el realismo y se le ofrece al público un producto cuyo objetivo es sacudirlo, hacer que pierda sus coordenadas y que se abra (que abra los ojos) ante un espectáculo horrible. No basta con mostrar la sangre: es fundamental, ontológicamente necesario, que la violencia esté en primera línea, que se cumpla una violación del espectador capaz de hacerle querer volver la cabeza y cerrar los párpados. Rechazamos la mirada, huimos de la pantalla, porque lo que se nos enseña es algo que no podemos soportar: la carga emocional (el asco) es tan fuerte que sentimos la necesidad de alejarnos, de no dejarnos arrastrar por una obra que parece haber sido concebida como acto negativo, perversión del concepto típico del mundo cinematográfico, o sea la acción de mirar.

El diálogo con el alma voyerista del espectador se ve subrayado por la estructura misma de la película. Estamos ante diferentes niveles de fruición de lo filmado: primero estamos nosotros, en nuestras butacas, después el profesor Monroe, quien encuentra una película, y finalmente la película misma en la que vemos lo que pasó (el misterio de la desaparición de un grupo de jóvenes reporteros). Lo que pasa es entonces una red de relaciones visuales: el ojo del espectador es el ojo de Monroe que es el ojo de quien rodó las escenas en la selva. A través de este mecanismo se hace visible la particularidad de lo que significa ser espectador: nuestra pasividad es total, ya que no podemos elegir qué ver, desde qué punto de vista, durante cuánto tiempo. La relación entre pantalla y público resulta ser no un diálogo sino un monologo; se construye una red de poder en la que nosotros, sentados ante unas imágenes en movimiento, no tenemos ninguna capacidad activa. La única opción que tenemos para salir de esta esclavitud es la de escapar de la película, volver al mundo real y cerrar los ojos o mover la cabeza, acciones estas que señalan la presencia de un control necesario, de una vuelta a la corporeidad.

Holocausto caníbal, crítica

Lo somático, la presencia del cuerpo es el segundo punto neurálgico de la película. La violencia en sí no basta, hay que enseñarla: destripar aquí funciona sólo si es posible filmar esta acción. Lo que no se ve no ocurre, la cámara es el manantial de la existencia: la presencia física es el resultado de una mirada que sigue las siluetas de los cuerpos, intentando superar la frontera de la pantalla. Si lo que vemos son, desde un punto de vista científico, sólo luces y colores, fantasmas sin materia, su descuartizamiento nos empuja a reflexionar sobre la distinción entre realidad y ficción: la destrucción del cuerpo es un acto violento, pero su representación nos permite acceder a este acto sin que nos sintamos completamente incómodos, lo cual aumenta la violencia global ya que el hecho de que nos permitamos ver acaba en un malestar psíquico.

Resulta imposible no tener una reacción ante la brutalidad de las imágenes: su fuerza las hace parecer reales y nuestro cerebro las registra como tales, como si fueran verdaderas. Todo esto nos lleva a cuestionarnos sobre el componente voyerista que forma parte del cine: ¿por qué nos gusta ver y, sobre todo, hasta qué punto queremos dejar abiertos los ojos? Al espectador se le presenta así la necesidad de analizar sus deseos, situándose ante el mecanismo de la curiosidad (como también de la morbosidad), motor de toda búsqueda de conocimiento.

 

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Cartel de la película ItalianamericanItalianamerican (EUA, 1974) es un mediometraje documental filmado por Martin Scorsese. La película constituye un retrato íntimo sobre la manera de habitar el barrio de Little Italy, al sur de Manhattan. A través del testimonio de los padres de Scorsese, el espectador se aproxima a la dimensión familiar y barrial que compone el entorno fraterno del cineasta. Esta obra se enmarca en la línea de Back on the Block (1973), de Elliot Geisinger, cuyo relato cinematográfico se articula a través de los testimonios que Martin Scorsese realiza por Little Italy, mientras filma Mean Streets. Este último antecedente no es menor, ya que la época de filmación de esta película se ubica entre dos largometrajes que forjaron la mirada de autor del director italoamericano, como son Mean Streets (1973) y Alice Doesn’t Live Here Anymore (1974). Italianamerican se centra en los aspectos más significativos de los mencionados filmes del cineasta, al incorporar la aspereza de la calle y la cotidianeidad del departamento de Charles y Catherine Scorsese. Mediante una construcción visual en formato entrevista, cuya fotografía se caracteriza por una imagen bruta y sin ornamentos, el espectador es testigo de un cineasta que se está reconociendo. Scorsese toma las riendas de la interlocución, conduciendo la conversación a través de gestos, preguntas simples o monosilábicas respuestas.

Charles y Catherine Scorsese se mueven con naturalidad y son retratados naturalmente, mientras le narran a su hijo sus orígenes italianos, las costumbres sociales y la añoranza de una cultura propia alejada del continente americano. En la naturalidad de aquel relato oral es donde radica la potencia de esta exquisita pieza cinematográfica. Por otro lado, la intimidad y naturalidad del testimonio también se refleja en términos espaciales, ya que la película se desenvuelve libremente entre la sala de estar, la cocina y el comedor, donde la cámara capta coloridos muros y sofás que dan cuenta de una vida de época. El lente de Scorsese logra retrata la cotidianeidad de su hogar, motivando a que el espectador se empape por lo acogedor de la morada y sienta el visionado como una simple tarde de visita a unos amigos de Little Italy. No son grandes espacios los que componen el film, ya que la cámara se concentra en una familia de clase media trabajadora con total realismo social. La espacialidad del hogar también determina el equipo técnico que participa de la película y que queda declarado al inicio del filme. Se aprecia un cine de guerrilla, donde Scorsese dirige a un pequeño equipo de filmación, cuyos integrantes, inocentemente, se asoman entre varias secuencias del filme, insistiendo en lo reducido de los espacios sociales.

Martin Scorsese y sus padres

El sustrato de la película se construye a base de recuerdos. Scorsese escucha, define las pausas, así como también genera confianza con la cámara, permitiendo que sus padres se explayen y se desenvuelvan con total naturalidad. La intensidad del relato se concentra en la figura de Catherine Scorsese, con un texto descriptivo asociado a la vida y el carácter de la mujer italoamericana. Charles Scorsese plantea un testimonio medido y reservado, centrado en la vida social del barrio. El cineasta insiste con estructurar la construcción cinematográfica mediante la dimensión espacial del barrio y la dimensión oral de los testimonios, ya que el relato de su madre se proyecta desde los muros hacia adentro, mientras que el del padre se concentra en la calle y los rincones de la ciudad, o sea, desde los muros hacia afuera. Si dentro de la casa de los Scorsese la cámara se mantiene estática en gran parte del metraje, al salir a la calle se libera, lo que da cuenta de una primera aproximación por parte del cineasta a sus característicos planos secuencia que profundizaría en Goodfellas (1993).

Así como se reconoce el testimonio oral como un elemento fundamental que define el contenido discursivo de la película, también se puede apreciar el uso de material de archivo, como imágenes y películas de época, que junto al sucio lente de Alec Hirschfeld determinan su lenguaje cinematográfico. El error y la imperfección son parte de la construcción visual del filme, ya que lo enriquecen a través de su naturalidad. Es un relato con interrupciones, lo que lo hace más humano y próximo para el espectador. Es así como la película constituye un tributo a las primeras generaciones que habitaron el barrio y a la fortaleza de los primeros inmigrantes que tuvieron que situarse en un contexto ajeno y, sobre él, inculcar su cultura local. En ese sentido, Scorsese incorpora en el relato cinematográfico una actividad doméstica característica de la colonia italiana, como lo es la preparación de la pasta. El cineasta se apoya en su madre, quien pacientemente explica la preparación, entrega algunos secretos culinarios, que vuelven a aparecer de manera escrita y a modo de receta en los créditos finales del filme. Ambos Scorsese cocinan: Mientras Catherine sazona la pasta y enseña a preparar las albóndigas, su hijo Martin condimenta su película, a través de libretas con apuntes de producción y elementos técnicos de filmación que se divisan sobre una mesa atiborrada de comida. La cámara, siempre atenta, rueda en todo momento, captando hasta los detalles más ínfimos e íntimos de la domesticidad presente en el proceso gastronómico y cinematográfico.

Tal como lo plantea la construcción textual del título del filme, Italianamerican es una pequeña película que no aspira a nada más que a aproximar al espectador a la convivencia de dos culturas totalmente distintas, como lo son la italiana y la norteamericana. Años más tarde, Scorsese profundizaría en esta relación, a partir del análisis cinematográfico, desentrañando las bases del cine norteamericano en A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (Martin Scorsese, 1995) o el cine italiano en My Voyage to Italy (Martin Scorsese, 1999). Sin embargo, lo más significativo de Italianamerican es que constituye la piedra angular para comprender la cultura que ha configurado el imaginario del cineasta italoamericano.

 

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cartel goldfinger james bondA estas alturas, es posible que tanto Casino Royale (Martin Campbell, 2006) o Skyfall (Sam Mendes, 2012) ya dispongan de un bagaje cualitativo que pueda contestar a James Bond contra Goldfinger su vitola de mejor película de Bond. Pero lo que nadie le podrá quitar es su posición precursora del esquema arquetípico de toda la saga. La película, basada en la séptima novela de Ian Fleming sobre su personaje más conocido, es el espejo en el que se mirará el agente 007 con más asiduidad. A partir de ésta las siguientes entregas parecerán reboots que la gente irá a ver, con la expectativa ya programada y con mínimas sorpresas.

En la película de Guy Hamillton, por primera vez el metraje se inicia con una mini misión desvinculada de la trama principal. Recurso que funciona, acumulativamente, como una especie de pila perfiladora de destrezas del agente. Se trata de construir el superhéroe en sus características arquetípicas: Clase, ingenio, determinación y galantería conquistadora. Es una fórmula que se repite, años más tarde, con Indiana Jones en En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, Steven Spielberg, 1981), personaje que, por cierto, se construyó en base al agente de Ian Fleming, si recordamos la famosísima anécdota entre George Lucas y Steve Spielberg en una playa hawaiana, cuando, en pleno brainstorming, trataban de idear un nuevo héroe a la altura de Bond.

Una virtuosa secuencia de créditos “entre actos”, con temas de estrellas de la canción (antes se limitaba al tema principal de John Barry), separa en James Bond contra Goldfinger, y en adelante, el prólogo de la trama principal. El tema y el diseño conceptual del video musical cobra un valor per se, también como elemento propagandístico.

Aunque no es su primera aparición, los gadgets de “Q” (Desmond Llewelyn) se potencian con el icónico Aston Martin, homenajeado en las dos últimas cintas dirigidas por Sam Mendes. Todos estos elementos, junto al esquema narrativo, se convierten en parámetros ineludibles en todas sus secuelas. Esto hace de la tercera película de la saga, el producto “Bond” definitivo.

goldfinger-2La película de 1964 fue también la primera en contar con un gran presupuesto, de proporcional reflejo en taquilla. Pero más allá de su indudable impacto comercial, uno de los valores más memorables de James Bond contra Goldfinger, respecto al resto de entregas, es la huella icónica de sus escenas. En lugar privilegiado se encuentra la irrepetible imagen de la muerte de Jill Masterson (Shirley Eaton), la chica asfixiada cutáneamente por un baño de oro puro. Una instantánea que no solo se instala como signo distintivo de la cinta de Hamilton, sino como efigie de toda la saga, y que ya tiene su lugar en la historia del cine. Es, probablemente, la escena más importante de los 50 años de Bond, aunque no la única que merece la pena subrayar.

En un segundo escalafón podemos recuperar la simbólica escena del láser entre las piernas de 007, juguetón intento por castrar la masculinidad del agente misógino por excelencia (no será el único que veamos, recordemos el doloroso interrogatorio de Casino Royale). Las persecuciones con el Aston Martin y cualquier toma en la que aparezca el maquiavélico Goldfinger (Gert Fröbe), el sibilino magnate obsesionado con el oro, merecen toda la atención.

chica oro james bond goldfingerEl magnate proyecta la tipología de villano “quirúrgico”, que parece tener todo bajo control e ir muy por delante de todo el mundo. Es, a su vez, parte esencial del elenco de personajes y artilugio como deus ex machina utilizado por los guionistas para informar al público (y a Bond) de sus verdaderas intenciones. Resulta paradójico ver cómo Aric Goldfinger supera a la mismísima organización SPECTRA en carisma. La inquietante tranquilidad con la que lleva a cabo sus planes, contrasta con la extrema competitividad que atesora, su auténtico talón de Aquiles. Todo un personaje, loco y visionario a partes iguales, con el que no será difícil empatizar, de alguna forma, también loca.

Enfrente, uno de los mejores acabados de Bond le espera. Sean Connery luce como nunca ese traje socarrón que prefigurará el método Roger Moore. Sin llegar a su vis cómica, pero con la mejor mezcla de todo: percha, fisicidad, ironía, frialdad… Connery es el perfecto jugador de póker: siempre ocultando sus debilidades, mientras distrae la atención con la clase y la educación del gentleman que retrata. Hamilton presenta a un Bond, cuya irresistible presencia es capaz de virar la fiel motivación (orientación) que Pussy Galore (Honor Blackman) mantiene de inicio a su favor. De nuevo otra alusión simbólica, aunque más subliminal, si cabe, que la ya citada del láser.

aston martin james bondNo es cuestión de señalar a James Bond contra Goldfinger como una película perfecta, no lo es. Tampoco es incontestable su ya tradicional posición, casi unánime por parte de la crítica, del mejor Bond de todos los tiempos, como ya hemos indicado. Pero no se trata de eso. Más bien consiste en recordar su valor como referencia, por ser aquella a la que se ha vuelto una y otra vez cuando la saga se ha perdido.

Conviene, pues, recordar la película de Hamilton como el eje desde el que pivota una saga que ha sido copiada, reverenciada y parodiada hasta la saciedad. Una colección de películas, cuya longevidad hace que midan, por sí solas, la temperatura de la Guerra Fría (amplificada en las entregas de Roger Moore), que enmarque el paranoico juego del espionaje entre naciones, que alimente las fantasías tecnológicas más increíbles o que gradúe el nivel de machismo en el celuloide (tan arraigado al personaje, sobre todo en los primeros títulos) de los últimos 50 años. James Bond es un superviviente nato. Camaleónico según el modelo de su tiempo, pero siempre fiel al molde original. El héroe acicalado y «rasurado a conciencia”, rediseñado secuela a secuela, pero que nunca volverá a parecerse, mucho me temo, al mejor: Connery, Sean Connery.

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Jóvenes prodigiosos, cartelCurtis Hanson (1945-2016) tiene un lugar asegurado en la Historia del Cine gracias a un clásico del neonoir como L.A. Confidential (1997), adaptación de la novela de James Ellroy que llevaron a cabo el propio Hanson y Brian Helgeland, y con la que obtuvieron el Oscar al mejor guion adaptado. Aunque L.A. Confidential me parece una auténtica joya y un magnífico homenaje al cine negro de los años 40, confieso que siento especial debilidad por su siguiente película, Jóvenes prodigiosos, basada en una novela de Michael Chabon, que se centra en la figura de un escritor en decadencia, reconvertido en profesor de escritura creativa en Pittsburgh (Pennsylvania), ciudad que se convierte en un personaje más de la historia.

Jóvenes prodigiosos es una comedia negra divertidísima, con muy mala leche y políticamente incorrecta, que sigue de cerca, durante un fin de semana, los prodigios y azares del decadente y errático Profesor Grady Tripp (Michael Douglas, en uno de los mejores papeles de su carrera), un novelista que obtuvo un gran éxito con su opera prima, Hija de pirómano, publicada siete años atrás, pero que lleva ya mucho tiempo en dique seco, bloqueado con una novela fallida y monumental que va camino de convertirse en una obra enciclopédica. Es, desde luego, un personaje muy agradecido, al que le caen todas las desgracias encima durante ese fin de semana, lo que, en cierto modo, le obliga a tomar decisiones. Grady Tripp, al igual que Hank Moody (David Duchovny), el protagonista de la serie Californication (2007-2014), es un tipo que intenta hacer lo correcto en mitad de un mundo en pleno desmoronamiento, y hay ahí una grandeza patética que salva y redime al personaje, a pesar de todos sus defectos y todas sus miserias.

Durante el fin de semana mencionado, la Universidad Carnegie Mellon organiza en Pittsburgh el Festival de las Palabras, en el que participan el alumnado, el profesorado y un buen número de figuras literarias, entre las que destaca el exitoso y millonario Quentin Morewood, más conocido como Q (Rip Torn). Grady no está pasando un buen momento creativo, y a eso se le suma el hecho de que su esposa acaba de abandonarlo, de que acaba de llegar a la ciudad su agente literario, Terry Crabtree (Robert Downey Jr.), en busca de la novela y de que su relación con la rectora Sara Gaskell (Frances McDormand) se complica. Afortunadamente para Grady, su relación con el impredecible James Leer (Tobey Maguire) y la disciplinada Hannah Green (Katie Holmes), dos de sus mejores alumnos, supone un auténtico soplo de aire fresco.

Si bien Michael Douglas compone un personaje magnífico, lo cierto es que la galería de secundarios que lo rodean resulta espectacular. Todos tienen su historia, e incluso algunos objetos, como una chaqueta que perteneció a Marilyn Monroe, un Ford Galaxy granate oscuro de 1966 entregado en pago a una deuda y el batín de franela que Grady se pone para escribir, se convierten en auténticos motores de la trama. Todo puede pasar en Pittsburgh durante el Festival de las Palabras, sobre todo porque hay un buen número de aspirantes en busca de una buena historia.

Todo esto, además, con algunas canciones de Bob Dylan como telón de fondo, que se animó a componer el tema principal de la película, “Things Have Changed”, canción con la que ganó el Oscar y el Globo de Oro, nada menos. Y, aunque la voz en off resulta, en ocasiones, un tanto machacona, toda la película destila amor por la literatura y por el cine clásico, ya que James Leer, además de un niño prodigio de la narrativa, que está constantemente inventando historias sobre su supuesta vida, está obsesionado con los suicidios de Hollywood (Marilyn Monroe y George Sanders son motivos recurrentes en Jóvenes prodigiosos) y lleva en la mochila la biografía de Errol Flynn y una copia en VHS de Escrito en el viento (Written on the Wind, Douglas Sirk, 1956). El propio Grady, casi al final, presenta una reflexión magnífica sobre su oficio: “Nadie le enseña nada a un escritor, le dices lo que tú sabes, le dices que encuentre su voz y no la pierda”.

En definitiva, detrás de todos los sucesos, avatares y peripecias que se dan a lo largo del fin de semana, lo que encontramos es una pequeña historia de amor entre dos personas maduras, y eso nos habla de las segundas oportunidades. Si van a Pittsburgh un fin de semana de febrero, procuren coincidir con el Festival de las Palabras, puede que vean por allí a Grady Tripp presentando su segunda novela, quién sabe.

Premios: Ganadora del Oscar a la Mejor Canción y nominada en las categorías de Mejor Guion Adaptado y Mejor Montaje; ganadora del Globo de Oro a la Mejor Canción y nominada a la Mejor Película-Drama, Mejor Actor-Drama (Michael Douglas) y Mejor Guion.

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Keoma-cartelFranco Nero es uno de los rostros más característicos del western europeo. El año pasado pudimos verlo en una pequeña aparición en la ya clásica Django desencadenado (Django Unchained, Quentin Tarantino, 2012). Se trataba de un pequeño guiño u homenaje que Tarantino le rendía a una de las mejores películas de Sergio Corbucci, Django (1966). Pues bien, diez años después de interpretar a ese desconocido que arrastra un mugriento ataúd, Nero protagonizó otro western no menos salvaje y atávico, pero crepuscular, en el que encarnaba a un mestizo que regresaba a su pueblo natal tras la Guerra de Secesión y lo encontraba azotado por una plaga de peste y regido con mano de hierro por un cacique sudista llamado Caldwell (Donald O’Brien). En esta ocasión, el nombre del personaje interpretado por Nero era Keoma.

Keoma-01Quien dirigió este casi último western europeo fue alguien curtido precisamente en los decorados del género, Enzo G. Castellari, prolífico director (todavía en activo; su último trabajo, Caribbean Basterds, es de 2010) que pasó del western al cine bélico y de ahí al policiaco, como otros directores italianos de la época. Ahora bien, si hoy en día recordamos a Castellari es, más que por sus propias películas, por el hecho de que Tarantino lo haya convertido en uno de sus maestros. De hecho, Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) tomaba prestado el título del de una de las películas bélicas de Castellari, Aquel maldito tren blindado (Quel maledetto treno blindato, 1978), conocida en inglés como The Inglorious Bastards.

keoma-02Keoma es, sin duda, la obra maestra del cine de Castellari, que, aunque en muchas ocasiones convierte la necesidad y la ausencia de medios en soluciones imaginativas, en otras, como ocurre en Aquel maldito tren blindado, se le notan demasiado los costurones. En el desarrollo argumental, Keoma no es distinta a muchos otros westerns: pistolero que regresa a su pueblo e impone su justicia a diestro y a siniestro. Es en los detalles donde se nota la carpintería de Castellari: una plaga de peste, un pueblo en cuarentena, un amigo del pasado, la condición mestiza del héroe, su familia adoptiva, un cacique racista y otros elementos que configuran un cóctel realmente explosivo.

keoma-03En realidad, como ha apuntado Antonio Bruschini, Keoma parece, por el uso de la fotografía, una película ambientada en la Edad Media, un “western medieval”, idea que viene subrayada por la plaga de peste que está asolando el pueblo y por la aparición del personaje de la hechicera (Gabriella Giacobbe), inspirado, según el director, en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1956). Otro rasgo muy llamativo, pero evidente, son las similitudes entre el personaje de Keoma y Jesucristo, no solo por el físico, sino también por la sesión de tortura a la que lo someten los hombres de Caldwell, con crucifixión incluida. Según Bruschini, “es un western gótico y místico, violento y surrealista al mismo tiempo, del todo atípico. Quizá involuntariamente, Keoma, precisamente por su visión lúgubre de un Oeste tétrico y desolado, refleja simbólicamente el dolor de su autor por el fin del western all’ italiana, decretando así una especie de apasionada elegía”.

Keoma-04En plena agonía del western, no solo del europeo, Castellari logra recombinar las piezas típicas del género para ofrecer una película brutal y obsesiva, en un ambiente infernal y desesperado. Así, el tiroteo final, que es un enfrentamiento cainita, se desarrolla simultáneamente al parto de Lisa (Olga Karlatos). Keoma cuenta, además, con la interpretación de Woody Strode, uno de los grandes nombres del cine de John Ford. Además, la película de Castellari admite una admite también una interpretación en clave marxista, como El halcón y la presa (La resa dei conti, 1966) o Cara a cara (Faccia a faccia, 1967), de Sergio Sollima.

Keoma-05De todas maneras, y para concluir, me gustaría subrayar dos elementos muy llamativos de Keoma. En primer lugar, la música de los hermanos De Angelis, que tratan de recrear las voces y estilos de Joan Baez, Leonard Cohen y Bob Dylan. En segundo lugar, el uso de la cámara, que es magistral en algunos momentos, como cuando Keoma cuenta con los dedos en plano subjetivo, o, sobre todo, en la primera escena, antes de los títulos de crédito, cuando Castellari se atreve a realizar un flashback en un mismo plano: Keoma regresa y se encuentra con la hechicera, y allí mismo, sin corte alguno, la cámara gira y muestra a un bebé que era el propio Keoma.

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Cartel del filme LAtalanteMás de medio siglo ha pasado desde el estreno de L’Atalante (1934), filme que consumió el último aliento de la quebradiza salud de su director, Jean Vigo. Vigo no vivió los avatares que su único largometraje experimentó luego de su muerte, cuando la productora Gaumont mutiló y cambió el montaje original para hacerla más atractiva. Renombrada Le Chaland qui passe y con una ligera cancioncilla de moda incluida, el filme no tuvo el éxito que se esperaba. L’Atalante vivió en las sombras hasta que en los años 50 los cineclubes franceses comienzan a dimensionar la figura de su creador y 57 años después –en 1985- se recupera una copia del metraje original sin editar y se realiza una reconstrucción fiel a su visión.

L’Atalante resume las características de lo que hasta ese momento había sido el estilo de Vigo, cuyo lirismo visual y narrativo lo convirtió en el inspirador de los movimientos de la vanguardia cinematográfica francesa de los años 50 y 60. El realismo poético y naturalista se une en su obra con un discurso anárquico que heredó de sus padres, los recuerdos de una infancia compleja y un espíritu revolucionario. En su cine lucha contra la establecida industria fílmica y sus derroteros coercitivos con la creación, reescribe los códigos dominantes en el cine de la época, muestra una auténtica visión estética y se acerca de forma crítica a la realidad social de su momento.

El filme narra la historia de Jean (Jean Dasté) y Juliette (Dita Parlo) en un relato simple. Una historia de amor que busca su razón de ser en el severo y restrictivo mundo de la clase social obrera del París de los años 20, con sus ambigüedades y paradojas. Jean, un joven inocente y conservador con pocas oportunidades, Juliette, la joven e ingenua deslumbrada por la aventura y el mundo citadino y el tío Jules (Michel Simon), marinero de dudosa moral, subversivo y tontorrón. Los tres, junto a un joven grumete, emprenden el viaje de bodas de los recién casados a bordo de la barcaza L’Atalante donde florecerá la vida con su lirismo y sus vilezas. Juliette se aburre, quiere conocer París, la Ciudad Luz, Jean intenta complacerla, pero no comprende su comportamiento, los celos lo atacan y el tío Jules es incapaz de comprender a la pareja.

Última colaboración de Boris Kaufman y Louis Berger con Vigo, mucho de la maestría y poesía visual del filme se le debe a estos directores de fotografía. El primero, colaborador de todas sus obras y con él que Vigo compartió su gusto por el Cine-Ojo o el cine-verdad promulgado por el hermano de este: el ruso Dziga Vertov (Mijail Abramovic Kaufman). El segundo, de quien poco se sabe, colaboró con Vigo en Cero en Conducta y L’Atalante. El filme está influenciado por la escuela documental rusa en su uso de un cámara ágil que se mueve con los personajes, siendo partícipe y sujeto tácito en la búsqueda de una verdad sin efectos, de la vida al imprevisto; y por otro lado se sirve de cierto uso expresivo de puntos de vista artificiosos y la iluminación no natural.

Fotograma del LAtalanteAunque la obra de Vigo es posterior a la corriente impresionista del cine francés, denota también la influencia de esta escuela cinematográfica. Elementos como el uso de exteriores, la iluminación natural, las emociones como elemento central en el desarrollo de la acción y los personajes e incluso ciertos referentes visuales que lo acercan al impresionismo pictórico, como el plano general de los silos por donde pasan los novios en su caminata nupcial hacia la barcaza, que recuerda los famosos silos o grainstacks de Claude Monet. De igual forma, el uso de escenas de codificación simbólica u onírica – utilizadas en el impresionismo para recrear sueños, fantasías y subjetividades- se utiliza aquí como instrumento poético para ilustrar la eterna lucha entre libertad individual y colectiva con la representación de la sociedad como construcción hierática que coarta las libertades del ser o los conflictos internos de sus personajes.

L’Atalante es, sin dudas, un filme anárquico, pero no militante o político, aunque tenga referentes tan precisos como el personaje llamado Bakunin. En este caso, no es una anarquía definida por movimientos ni panfletos, sino una anarquía profundamente humana. Sus personajes son seres al margen de la sociedad -ya sea por sus circunstancias o sus decisiones- que desde el inicio rezuman una vida simple y desapegada que se burla de las normas de una forma infantil e inocua. Pertenecen a este mundo a la par que lo niegan o contradicen con su conducta y acciones. El gran logro de Vigo fue crear una simbiosis perfecta entre ideología y lenguaje cinematográfico. Una historia de amor tan simple, solo resulta esencial, cuando se narra de la forma tan auténtica y sólida con que se narra este filme.

Contrapicado de LAtalanteLa mayor parte del metraje es puro cine narrativo, estableciendo puntos de giro donde se intercalan escenas de contenido simbólico, que crean una ruptura con la realidad diegética y con la gramática cinematográfica. Por un lado, el realismo naturalista dominante se establece sobre los lineamientos del cine-ojo, del cine-verdad que denota la libertad del ser, la búsqueda de los sueños -decisión de Juliette de irse- y la franqueza de una vida libre; y por otro lado, el presagio en forma de alegoría, alertando sobre la gruesa sombra de la sociedad -en las críticas, en la imagen mayestática de una mujer obrera, la desaparición de Juliette en la niebla de las dudas o en la danza subacuática de Jean, secuencias construidas sobre códigos de representación visual simbólicos. Cabe señalar que, además, estas secuencias de carácter surreal van casi siempre acompañadas de una niebla densa y tienen una especie de carácter premonitorio respecto al futuro de los personajes.

Los diez minutos iniciales sirven para ilustrar esta relación que, aunque desigual en tiempo, resulta contrastante. El filme comienza con un tono naturalista, el tío Jules sale corriendo de la iglesia en la cual suenan las campanas, los novios salen vestidos en un monocromatismo contrastante –ella de blanco y él, de negro- e inician una marcha nupcial aderezada por comentarios, palmaditas en el trasero y llantos maternales. Una marcha rígida y ensayada, que más pareciera una representación, se dirigen hacia la barcaza que zarpará, dándole inicio a un viaje vital. Resuelta en 56 planos -aproximadamente 8 minutos, según la versión restaurada del 1991 y editada por Criterion Collection- en esta primera parte de presentación de la historia, la cámara se caracteriza por su móvil espontaneidad, uso de la luz natural, planos narrativos, donde vemos a los personajes moverse en perspectiva hacia interior del cuadro –marcha nupcial, caminata por el campo a través de la hierba-, travellings laterales desde el río, sólidos planos picados y contrapicados, paneos de seguimiento. La vida trasncurre dentro del encuadre de Kauffman y Berger de una forma exquisitamente natural. Y es este estilo fotográfico el que dominará la película entera.
El plano 57, famoso contrapicado de Juliette sobre la proa de L’Atalante, que sirvió como imagen para el cartel, se establece como el primero donde existe una ruptura con la realidad narrativa y representacional. A partir de aquí y hasta el plano 73, por alrededor de dos minutos, el filme toma visos surreales. Precedido de un plano símbolo, la casa donde se prenden las luces, el hogar en ciernes que acaban de formar los novios ante la mirada rígida de una comitiva que observa el barco zarpar, sin sonrisas, sin despedidas y sin la natural alegría que su capitán muestra. Juliette está parada al inicio de su vida matrimonial, Jean la requiere amorosamente y ambos caen al suelo, pero allí son atacados por los gatos del tío Jules. Los gatos, que son símbolos tanto de una sensualidad -bastante pronunciada en el filme- como de la mala suerte, estarán siempre presentes en los armarios, en la cama de los novios, sobre la cubierta del barco, intentando usurparles su amor.

Foto de LAtalanteJuliette se levanta y sale a caminar en un hermoso plano general sobre la cubierta del barco, rodeada de una bruma densa que la coloca como un espectro blanco y vaporoso sobre la negra marea donde se mueve el barco. Camina sobre el barco y la cámara sigue esta composición de extraordinaria poesía, Jean observa y ella sigue caminando. La cámara sube y podemos ver un cielo borrascoso, lleno de nubes, y la par que se descubre en un travelling lateral la imagen en contrapicado de una anciana con un niño tomado del brazo. La iluminación antinatural cae en sus rostros, mientras la señora se persigna invocando a la divinidad. En la misma posición que antes estaba la comitiva, se encuentra este personaje con el niño, con la diferencia que ya no se mira desde el barco con un punto de vista a la altura de los ojos, sino desde un contrapicado que convierte a este personaje mágico, surreal y definitivamente obrero, en un mal augurio o una sombra larga y solemne que se cierne sobre la pareja. Jean y Juliette luchan solapadamente contra un mundo que ha quedado en tierra, pero también llevan con ellos al tío Jules, quien ya se había persignado cerca de la iglesia y resume en su personaje todo lo que pueden temer y a la vez perder la joven pareja en su camino.

L’Atalante es un filme inmenso y profundo, y no resulta insospechado que en su momento fuera completamente incomprendido. Solo Jacques-Louis Nunez confiaba y conocía el genio de su director y apostó por el filme antes que nadie. Su visión avant-garde y su confianza resultan en la paradoja de habernos legado una excelente película que a su vez resultó la sentencia de muerte de su autor, debido a las condiciones inclementes de filmación y a la debilidad de su salud. Vigo, el cineasta maldito de Francia, murió sin ver su obra triunfar como lo hizo 20 años después, cuando se levantó la prohibición a Cero en Conducta, y su vida y obra tomaron la dimensión del genio.

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The beautiful city aficheLa historia se inicia en una especie de «reformatorio» signado por el desorden, y a la espera de un egreso que conduce a la pena capital. Akbar es acusado de la muerte de su novia, cumple 18 años y es trasladado a una prisión de adultos; en breve será colgado, a menos que el padre de la víctima otorgue su clemencia. Su amigo A’la saldrá del centro de reclusión juvenil para, junto a la hermana del condenado, intentar obtener el perdón. El damnificado se niega a pesar de la insistencia, el resto del film acarreará algunas sorpresas.

Segunda película del aclamado realizador persa. Expone los diferentes intereses en torno a una ejecución, y su relación con principios morales de peso en la sociedad iraní. Abre fuego a especulaciones asentadas en el nombre de Dios; los intereses se solapan en doctrinas pretendidamente blindadas por las «indicaciones» del Corán. La sabiduría, cimentada en la apariencia de «lo inobjetable», es uno de los puntos que abre paso a la reflexión al estilo Faradhi. Asistimos a una suerte de hipocresía revestida de sentencias coránicas de doble intención.

Ya en algunas entrevistas, el cineasta iraní había dejado en claro su propósito cinematográfico: la contemplación hacia la posibilidad de desatar la avidez intelectual de su público. En este extracto, perteneciente a la publicación cubana Juventud Rebelde, y durante su visita a este país en 2017, Asghar Farhadi declaraba al periodista José Luis Estrada Bentancor: «Espero que algún día se consigan tantas opiniones como espectadores. Me gusta la idea de que una película parezca un crucigrama y que el público rellene las casillas» (…) «No deseo transmitir ningún mensaje a los espectadores cubanos, más bien lo que quiero es sembrarles muchas interrogantes, dejarlos pensando, y motivarlos a que, cuando estén en casa, continúen reflexionando. No me parece importante que el público conozca mis intenciones. Prefiero que salgan de la sala haciéndose preguntas. Considero que el mundo necesita hacerse más preguntas y no tener tantas respuestas».

The beautiful city fotograma

La riqueza de personajes nos remite a la acostumbrada mano de Farhadi en el manejo de actrices y actores, la espontaneidad corroe la posibilidad de estereotipos y poses melodramáticas, justa contraposición al ejercicio del «espanto» frente al juego de valores entrecruzados con intereses que sortean la importancia de la vida humana. No es que la conmoción ante «las inmoralidades» sea inexistente, sino que se presenta en clave de naturaleza humana cincelada de manera acorde al trasiego habitual de las personas en la realidad social cotidiana.

Continúa Farhadi refiriéndose al cine iraní: «Es un cine que aparenta ser sencillo, pero que realmente muestra una complejidad temática impresionante. Hablamos de una cinematografía muy variada, con una cantidad considerable de películas, que se mueven por diferentes géneros. Ellas tienen en común que no han sido realizadas como mero entretenimiento para la gente, sino para invitarlos a reflexionar sobre nuestras vidas, sobre este mundo. Son películas que están muy cerca de la vida cotidiana de la gente».

El cine de Farhadi es un cine de guion, por lo cual debemos destacar su habilidad en la dirección de los protagonistas en escena. Un elenco prolijo y creíble nos sitúa en la diversidad de posicionamientos alternos que evocan un número de opciones en función de lugares sujetos a las normas de la cultura. Una buena oportunidad para aprender acerca de las tradiciones y reglas islámicas dentro de un país específico, y de manera crítica.

The beautiful city plano

Farhadi apela a quien, de aquí en más, será una de sus actrices fetiche: Taraneh Alidoosti. Tendremos oportunidad de verla en sus siguientes filmes: Fireworks Wednesday (2006),  A propósito de Elly (2009) y El viajante (2016). Expondrá una combinación que oscilará entre diversas implicancias a la interna de un juego que expresa sensibilidad y dureza conjugadas de modo pragmático. Firoozeh representa una serie de resoluciones camaleónicas, deja traslucir intenciones que anteponen principios a dignidades y emociones.

Del otro lado, Babak Ansari (A’la), su partenaire, aunque sin brillar como ella, denota un importante trabajo en la encarnación de un chico que debe elegir entre sentimientos y amistad.

Más del autor para la revista citada, esta vez, en referencia a su obra maestra Nader y Simín, una separación (2011): «(…) Claro, me tomó mucho tiempo seleccionar a mis actores, que es algo esencial cuando uno quiere hacer una película buena. Porque provengo del teatro, por lo general me tomo mucho tiempo en ello, pues me gusta que los actores solo tengan en cuenta las intenciones de los personajes, y ensayar mucho hasta que unos se conviertan en los otros, a partir de un guión muy concreto».

Impecable narración donde el fuera de campo deviene razón de ser para una trama que solo lo esboza en términos mínimos. El punto de arranque, en la personalización de Akbar, desaparece durante el resto del filme, es presencia que agita acciones permanentes y que, a su debido tiempo, signa la gravedad en el contenido del delito. El homicida, con 16 años, mata a su novia debido a que «no quería que otra persona más la tuviera». Es todo lo que sabemos del asesinato; se abren las puertas a lo relativo, cae lo absoluto, en tanto secuencia de normas morales inviolables; momento reflexivo que intenta extraer verdades de la experiencia.

La bella ciudad escena

A’la deberá definirse ante el dilema, pero la palabra del consejero no es suficiente, los otros también juegan. La participación dirime resultados, aunque siempre circunscriptos a reglas que, combinadas con intereses individuales, “aciertan” definiciones generadoras de acontecimientos diversos. No es simplemente un «aberrante caso de homicidio machista», sino un suceso que se presta al juego de intenciones a conveniencia, donde los afectos y emociones también juegan su papel sin necesidad de estricto arraigo en los valores preestablecidos, serán influencia diversa según el sentir y el pensar de cada quien. El momentáneo fluir de la exigencia denota la veleidosa circulación de un poder esquivo en permanencia; el precio de sangre, la intervención quirúrgica, el dolor del recuerdo y su «mitigación» en la «venganza», el espacio del amor, la inestabilidad de la carencia, establecen un «flexible» cerco a las decisiones humanas. Todo remite a un juego donde los límites se extienden o contraen según puntuales momentos signados por el dinero; su escasez promueve intenciones que desbaratan el respeto a las necesidades humanas en su faceta más espiritual, aunque no referida a cuestiones religiosas, sino inherentes al alma humana universal. Punto ante el cual la insatisfacción estrecha su mano a la obligación, el deber aterriza desde la decisión guiada en la tradición; momentos donde la conciencia debe aquietarse, pero dentro del margen de lo expresado por Farhadi cuando nos cuenta acerca de su interés en la valoración propia del espectador. La exclusión libera de recetas el drama, lo sumerge en una multiplicidad de opciones a considerar. Queda excluida la intencionalidad de aparatosos melodramas que pretendan captar la sensibilidad del espectador para direccionarlo hacia un punto amparado en lugares comunes esgrimidos desde la cultura.

Los espacios, derruidos y precarios, «degradan» la puesta en escena en un procedimiento necesario. La fragilidad sostiene derrotas y victorias transitorias; la clemencia, como posibilidad, transita por diversos momentos de desintegración y afianzamiento, finalmente, se transforma en botín por conveniencia. La puja entre intereses continúa, por momentos, aunque no siempre, aliada a buenas acciones. Es la complejidad de las relaciones humanas en todo su esplendor; lo bueno y lo malo barajados en acciones de los otros; no existen seguridades.

Farhadi nos brinda una visión profundamente humana, y hasta filosófica, del amor en diferentes versiones, con una fuerte impronta cultural islámica que, no por ello excluye la naturaleza humana en toda su extensión. La amistad, el amor de pareja, así como también de padres e hijos, son algunas de las cuestiones implicadas en este muy recomendable filme.

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LacabinacartelEste cortometraje del director español Antonio Mercero ha tenido el honor de haberse convertido en uno de los cortos que mayor repercusión de crítica y público ha conseguido en la historia del cine de este país. En cuanto a la crítica, fueron numerosos los premios internacionales conseguidos en su momento, entre ellos el Emmy al mejor telefilm; en cuanto al público, financiado por la televisión pública española y difundido a través de ese medio por primera vez el 13 de diciembre de 1972, originó en muchos ciudadanos tal impacto e inquietud que durante bastante tiempo se intentaba evitar la llamada a través de cabinas telefónicas públicas, ante el temor de quedar encerrados en las mismas. Todavía, si se pregunta a quien tuvo la oportunidad de deleitarse y aterrorizarse con este estreno, recuerda con claridad la claustrofobia e inquietud padecida, además del tono en el que vieron la película: en blanco y negro. En realidad, fue rodada en color, con un intenso tono rojizo amenazador de la propia cabina, pero el dato nos sirve para acercarnos al bajo desarrollo económico que se había alcanzado en ese momento en el país, todavía en la era de la dictadura franquista, grisácea y opaca, que si bien empezó en aquellos años su emisión televisiva en color con esporádicos acontecimientos, la nueva técnica no se implantó completamente hasta 1977. Tampoco el poder hizo ascos al éxito del producto que había financiado, aprovechándolo como un logro del régimen, tal y como hizo con eventos de tanta envergadura como un primer premio del Festival de Eurovisión o la medalla de oro en unas olimpiadas de invierno.

Lacabinafotograma1El cortometraje, partiendo de un guion del mismo Antonio Mercero y de José Luis Garci, arranca, en un plano cenital de una calle de Madrid, con la llegada de un camión cargado con una cabina telefónica para su instalación. La cámara pasa al plano detalle de su montaje, con el anclaje en el suelo, limpieza de cristales y apertura de puerta, que queda entornada, mientras los operarios se retiran despreocupadamente. Con dos travellings laterales de ida y de vuelta, vemos cómo el camión se va, mientras la cabina permanece expectante, casi respirando ansiosamente a la caza de su víctima. Es temprano, los niños van al colegio, los padres al trabajo, y entre idas y venidas, llega la presa, ni más ni menos que el personaje interpretado por José Luis López Vázquez, que entra en la nueva instalación, intenta hacer una llamada, interín, vemos a la puerta cerrarse, certificado audiblemente por un “click”, que terminará resultando fatídico.

Tenemos al protagonista encerrado en la cabina, y a su alrededor, con absoluta ignorancia de su angustia, vergüenza y desesperación, se va acumulando una verdadera fauna nacional, hasta desembocar en un grupo esperpéntico repleto de mirones, curiosos ante las desgracias ajenas, con vidas insulsas que necesitan del dolor de terceros para salir de la propia monotonía. Recuerda a cualquier accidente de tráfico en carretera, en donde las colas se forman, no por el propio accidente en sí, sino por el mismo morbo ante el sufrimiento ajeno que ralentiza la velocidad al paso por el siniestro.

La cabina deriva en un género de terror psicológico, y hasta puede verse una solapada denuncia del franquismo ante detenciones ilegales injustificadas o ante la falta de libertad de expresión, suprimiendo la capacidad de López Vázquez para hacerse oír con la palabra, lo que le empuja paradójicamente a una interpretación sobresaliente, basada únicamente en gestos corporales. También puede detectarse otra denuncia, en clave caricaturesca, a la inoperancia de las fuerzas de seguridad, de las autoridades o funcionarios, ya sean policías o bomberos.

Lacabinafotograma2El cortometraje, de 34 minutos, se divide en dos partes: la primera ya esbozada, con el momento del encierro del protagonista en la cabina y el circo que se monta a su alrededor, y una segunda, una extraña road-movie por las calles de Madrid, sus alrededores y extrarradios, además de por unas turbias, oscuras y subterráneas instalaciones que sirven maravillosamente para pasar del estupor al terror y, prácticamente, a la ciencia ficción, bajo los sones de El Triunfo de Afrodita de Karl Orff.

Al conjunto se le puede buscar explicaciones políticas, psicológicas, surrealistas, pero acaso nos encontremos ante una parodia de la vida misma, del destino humano, de la fatalidad de la existencia, que captura a todos y cada uno de los nacidos en un recorrido, cuyo último y final desenlace es, inevitablemente, la amargura, el dolor, la desesperación y la muerte. Todos los días nacen nuevos candidatos con número premiado para ese final inalterable, y por ello, ya nos ocupamos de instalar nuevas cabinas para no dejar sin suministro el servicio. La película se puede ver en su totalidad en el enlace que mostramos a continuación, lo que esperamos sea un deleite, tanto para aquellos que tuvieron la oportunidad de disfrutarla en su estreno, como para las nuevas generaciones, a quienes es prácticamente más cercano un dinosaurio, por los films de aventuras al efecto, que una cabina destinada para realizar en la vía pública una llamada telefónica.

La cabina:

Tráiler:

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Cartel de la película La diligenciaEsta nueva versión del clásico de John Ford, de 1939, es una película de carretera al estilo del Viejo Oeste. La carretera está constituida por los primitivos caminos que conectaban los pueblitos y las postas de reposo en el medio; la diligencia es el vehículo, conducido por arriesgados cocheros, acompañados de algún guarda armado en el pescante; los pasajeros experimentan en el filme el viaje de sus vidas, una jornada de transformación, de revelación y de iluminación; el camino atraviesa los ambientes que aportan las circunstancias necesarias para las transformaciones, junto con los personajes que van apareciendo a medida que el viaje transcurre.

Si algo tiene el Viejo Oeste norteamericano es, precisamente, ese ambiente de viaje de transformación, en el cual buena parte del espíritu de una nación en formación y de sus habitantes, nativos e inmigrantes, se desplazó hacia el occidente, venciendo desiertos, llanuras, cañones, montañas y condiciones hostiles, hasta llegar a la tierra prometida. Algunas veces, en busca de oro, otras en busca de trabajo y de estabilidad, en general, con la esperanza de volverse propietarios (granjeros, negociantes, empresarios o ganaderos) en esas tierras inmensas. Es el viaje hacia los grandes horizontes. El horizonte oscuro, la tragedia de estas jornadas, la constituye el desplazamiento forzado, la conquista y el dominio de los indígenas, que fueron, según nos dice el cine, derrotados a punta de bala; probablemente fueron apabullados y condenados a vivir en reservas por la mera presencia de las continuas ondas de inmigrantes y viajeros, acompañadas por compañías de caballería militar bien armada y disciplinada, ante la cual toda resistencia era prácticamente inútil.

Fotograma de La diligencia

En este ambiente de viajes necesarios y aventureros se reúne una disparatada tropa de viajeros. La forman una hermosa bailarina-mesera-prostituta de café, Dallas, que quiere huir a algún tipo de mundo nuevo, donde no sea tan evidentes la humillación y el menosprecio propios de su oficio; un vendedor de whisky, extraño personaje bonachón, que viaja de pueblo en pueblo, mientras recuerda con nostalgia su abundante familia y su hogar; un clásico tahúr, personaje que oscila entre el bien y el mal; el médico del pueblo, alcohólico vergonzante, que se mueve entre la malicia y la casi perdida vocación por sanar; un estafador, personaje egoísta y falso, siempre pensando en aprovecharlo todo para sus fines; un sheriff, testarudo en sus puntos de vista y valiente; una joven recién casada, en embarazo a punto de dar a luz, que desea reunirse con su esposo, oficial de caballería. Ellos emprenden un peligroso viaje, ya que en la región los indios han atacado violentamente. En el camino recogen a Ringo, un prisionero que se ha escapado en busca de saldar cuentas con los que han hecho gran daño a su vida. Con estos ingredientes, queda preparado el menú para narrar a través de los numerosos incidentes y los escasos y entrecortados diálogos que ocurren en la accidentada jornada de la diligencia, las diversas historias personales de este variado y pintoresco grupo de protagonistas.

Stagecoach

Como es de esperar, surge el melodrama, protagonizado por Dallas y por Ringo, que se van aproximando mutuamente a medida que se descubren como seres solitarios que podrían unirse por el amor, en busca de redención mutua. No es sencillo el desarrollo del naciente romance, en medio de la violencia, la desconfianza y las oscuras circunstancias. También, como tenía que ser, nace el niño en camino, ocasión para pintorescas escenas sobre el médico borrachín y mentiroso que se convierte en héroe y para unir al grupo y alentar sensaciones de esperanza y de fortaleza.

Mientras se van desatando los hechos y apareciendo las historias de los viajeros de la diligencia, los indios atacan insistentemente. No sabemos sus nombres, solo que los comanda un famoso Caballo Loco; tampoco atestiguamos sus hazañas y su heroísmo, ya que van cayendo uno a uno, sin lograr realmente alcanzar protagonismo. Igualmente pudiera contarse la historia de algunos de ellos, describir sus personalidades y sus particulares vivencias, sus propios viajes de carretera y sus iluminaciones y transformaciones a lomo de sus potros salvajes.

La diligencia 1966 - Crítica

Al final la jornada desemboca en el clásico desenlace de los dramas del Oeste, en los cuales se enfrentan en duelos, de pistola al cinto en la polvorienta calle principal de un pueblo, el bueno redimido y los malos condenados. En estos ambientes, el bueno es también el más inteligente y el más habilidoso.

También las distintas historias se van cerrando, dentro de los esquemas tradicionales del cine, donde todo tiene un final, sin que se dejen cabos sueltos. Ha terminado el camino y sigue la vida. Les dejo con dos joyas: los dibujos que Norman Rockwell hizo de los personajes principales y el tema principal.

 

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Cartel de la película La dolce vitaTres grandes fuerzas turbulentas tiene la vida, que se manifiestan como un atractivo remolino que atrapa a los seres humanos en caóticas espirales. En la simbología tradicional cristiana, algo desprestigiada por la modernidad, ellas son el demonio, el mundo y la carne, los tres enemigos del hombre: la malicia del razonamiento licencioso; el atractivo de las riquezas y de lo material y el dulce encantamiento de las energías sexuales desbordadas. Cuando se vive bajo la atracción de estas fuerzas se disfruta de la dolce vita, un espacio sin compromisos, en el cual no se aplican las severas admoniciones de la normalidad, ya que se vive según el instante, con entera disposición para aprovechar las oportunidades, sin atenerse mucho en las consecuencias.

Todos llevamos dentro esos instintos de dolce vita, aunque refrenados por las normas sociales y por temores de la actuación en público, de hacer el ridículo. Federico Fellini ha mostrado en su famosa película La dolce vita lo que se experimenta durante una serie de días y noches frenéticas, en los cuales pasa todo lo que le puede suceder a una persona que se deja arrastrar por los remolinos de la vida. Es una historia que se enfoca en tres aspectos: lo que experimenta un hombre atractivo y mujeriego que no sienta cabeza; lo que se vive en una ciudad como Roma, en una época en que  todo está cambiando, y lo que sucede en los mundos femeninos, reflejado en las historias de las mujeres que se atraviesan en la vida de este hombre singular.

Marcello Mastroianni en La dolce vitaMarcelo Mastroianni es el protagonista, encarna a Marcelo, un periodista que conoce a todo el mundo, que está cubriendo todo lo que sucede, que es envidiado por sus colegas y adorado por sus fotógrafos y colaboradores por su desparpajo y habilidad. Su cara atractiva, su sonrisa, sus gestos, sus frases ocurrentes, llenan la película y sirven de eje conductor, de manera que el espectador se va identificando, se va interesando por este hombre tan afortunado y tan perturbado, que tiene tiempo para todo, menos para dormir y para comportarse normalmente. En una semana impetuosa se relaciona con cinco o seis bellas mujeres; se acerca sentimentalmente a su padre, a quien poco o nada conocía; experimenta por instantes el misticismo al escuchar una obra de Bach interpretada por su mentor y amigo admirado; se relaciona con el mundo superficial del espectáculo y de la moda; participa en fiestas orgiásticas de la clase alta; presencia la muerte; experimenta el machismo y se acerca a la soledad y a la ternura. Da la impresión, y esta puede ser la esencia de la dolce vita, que nada le afecta, que nada aprende, que simplemente existe, vive y experimenta, sin realmente caer en cuenta.

Fotograma de La dolce vitaRoma es la ciudad protagonista. Al comenzar el filme, una figura de Cristo es transportada en helicóptero por los aires de la ciudad, con las manos extendidas, atravesando lugares simbólicos (las ruinas de las termas de Caracalla, los nuevos barrios, la ciudad antigua y el Vaticano).  Es un Cristo de cemento, sin poder real, que se mueve según los caprichos y los medios modernos del hombre; que no se asienta en los corazones, apenas cabe en las noticias superficiales de un periodista sensacionalista. La Virgen, la tradicional Madonna de esta católica ciudad es la aparición falsa a unos niños entrenados para engañar a los incautos, un objeto del show business, que se filma como espectáculo de masas. En la Roma de la dolce vita se vive en fiestas nocturnas, en las calles a ritmos veloces, en el chismorreo o en los cabarets. No es la vida de las casas de familia ni la del comercio o la del trabajo; tampoco la del estudio o la de la ciencia. El personaje, en apariencia, más sensato de esta loca ciudad y de esta película, el intelectual Steiner, de aspecto reposado, musical y familiar, escoge inesperadamente la locura del suicidio y la violencia contra sus hijos. Quizás si se hubiera alineado con los principios de la dolce vita desenfrenada no hubiera caído en las redes depresivas del que todo lo tiene y todo lo sabe, pero sin hallar real sentido en ello. El padre de Marcelo, un hombre de pueblo, dicharachero y sin aparentes complejos, que pasa fugazmente por la Roma de su hijo, se acerca a ella con fruición y luego se aleja súbitamente, casi con miedo, cuando cae en la cuenta de que ya no es hombre capaz de vivir las turbulencias romanas.

La dolce vita, de Federico FelliniFellini ha logrado filmar una obra maestra en buena parte por la actuación de las mujeres, por las escenas en que ellas dominan los collages de esta película sin trama. Ha quedado en la retina de los espectadores, por siempre, la figura de Anita Ekberg, con su pelo rubio, ondulante, con su cuerpo alegre y expresivo, increíblemente ligero y atractivo, como una diosa nocturna, en la fuente de Trevi. Pero no son menos espectaculares las escenas en que esta actriz contesta las desordenadas preguntas de los periodistas con alegre sensualidad e inteligencia, o en las que baila jugando picaresca con su traje negro, su sonrisa sensual y su rubia cabellera. En el filme, ella cumple el papel de mujer de ensueño, inalcanzable para el protagonista, mostrando que en la dolce vita no se logra la satisfacción real, aunque se la pueda rozar ligeramente. Otra mujer singular es Paola (Valeria Ciangottini), una joven mesera de Perugia, que simboliza a la mujer idealizada y angelical, igualmente inalcanzable para un hombre de mundo, ya que con solo tocarla, la corrompe y le hace perder su inocencia. El protagonista se mueve entre dos mujeres: su novia Emma (Yvonne Furneaux), celosa, de tendencias suicidas, resignada a sufrir y al machismo de su bello e infiel novio y su amante de ocasión Maddalena (Anouk Aimée), una heredera rica, tan superficial como inteligente. Estas dos mujeres simbolizan las fuerzas de estabilidad y las turbulencias que azotan al protagonista, incapaz de centrarse y de comprometerse.

La dolce vita es una historia sin trama, admirablemente narrada. Vale la pena verla con detenimiento, varias veces, para lograr apreciar el arte expresivo en toda su magnitud. Precisamente por tratarse de una sucesión de eventos sueltos, solo conectados por la vida del protagonista, se ha posibilitado que la actuación sea dulce, desenfrenada, suelta, llena de otros protagonismos sutiles. Fellini logró en verdad que todo su elenco se sintiera arrastrado por los remolinos de su loca historia.

Tráiler:

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LaedaddelainocenciaCartelNueva York, año 1870. Martin Scorsese busca reflejar en esta obra a la alta sociedad de la urbe a finales del siglo XIX. Se basa en la novela de la escritora estadounidense Edith Wharton, redactada en 1920. Una autora que utiliza la ironía para delinear a la clase privilegiada en la que se crió. Una posición crítica que también adoptó Scorsese en La edad de la inocencia, además de conformar una intensa penetración sicológica en el retrato de personajes. Nos movemos en un microcosmos elitista, conservador, de costumbres intensamente arraigadas cuyo cumplimiento es exigido, no importa la hipocresía que conlleve. Matrimonios concertados o de conveniencia; recato, pudor, obediencia y aparente insustancialidad en sus mujeres… Todos y todas siempre sin una greña fuera de lugar, ostentosamente vestidos (diríamos que encorsetados) y rodeados del máximo lujo y confort que en aquellas fechas era posible alcanzar…

Sin la inocencia del título, el largometraje se inicia con la representación de la ópera Fausto de Gounod. Precisamente, dicha obra inauguraba siempre la temporada operística en Nueva York a finales de la década del siglo XIX. Tentaciones diabólicas y seres excluidos socialmente por alejarse de normas establecidas caracterizan la composición del autor francés. Por su parte, Scorsese se afana en dibujar fiestas suntuosas en las que no ser invitado supone la no aceptación por la sociedad reflejada; compostura y represión de pasiones; falta de espontaneidad y etiquetas muy marcadas en relaciones comunes o no tanto…Se trata de un mundo ajeno o más bien sordo, no ciego, ante sentimientos auténticos. Lo que importa es la apariencia. El inmovilismo y la tiranía se imponen donde no es posible hacer visible lo que contraríe sus rígidas normas, unas costumbres que luchan por seguir subsistiendo. ¿Y con qué objetivo? Pues indudablemente, para perpetuar los privilegios que ostenta, pese a avances morales, sociales o incluso legales. Un mundo encerrado en sí mismo cuyo superficial interés se centra en permanecer atento y conocedor de los chismorreos sobre la conducta de sus miembros, seres con distinto poder según su particular estatus. Cotilleos y observación que pretenden no pasar por alto ninguna separación, infidelidad o derrumbamiento económico. 

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El realizador se consagra en la descripción del referido universo, prestando atención a cualquier elemento, ya pertenezca al atrezo o a la comedida interpretación de los actores. El plano detalle se erige en el emperador de los mecanismos cinematográficos utilizados para resalta la importancia de la falta de un anillo, de la fastuosa vajilla, de cuadros cuyo estilo varía según personalidad de sus dueños. Así, la naturaleza y el campesinado en los conformistas, los lienzos provocadores en los más osados, los vanguardistas de los rebeldes o los de carácter idealista evocadores de exotismos o ruinas en los soñadores. Elementos como la utilización de colores rojos (vestuario de la condesa Olenska interpretada por Michelle Pfeiffer) o los blancos (trajes de May, caracterizada por la actriz Winona Ryder) que funcionan como metáforas mesuradas para mostrar las convenciones y prejuicios por los que transitamos. 

No obstante, los recursos de Scorsese no se limitan al plano secuencia, claro que no. Los cenitales sirven para dejar claro al espectador el orden interno del microcosmos. O panorámicas, fundidos encadenados o planos secuencia que funcionan para conformar una puesta en escena que esconde una representación dentro de otra. Unos signos o mecanismos que funcionan como elementos expresivos de la sociedad retrógrada y mojigata en la que se bucea. Sin embargo, nos aleja del filme el intensivo recurso de la voz en off, de una narradora omnisciente que todo lo sabe y además, nos orienta sobre los sentimientos de los personajes. Creemos que es la única vez en que el autor recurre a dicho elemento extradiegético para recrear la manera en que los protagonistas perciben e interpretan el mundo. Desgraciadamente, también nos distancia del largometraje los títulos de crédito iniciales diseñados por Saul Bass, con los que se muestran sucesivas flores que se abren con delicadeza algunos instantes, enmarcados por encajes que parecen funcionar a modo de telarañas de difícil escape. Un comienzo muy cercano a la cursilería que se prolonga con la repetitiva y afectada banda sonora de Elmer Bernstein. 

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No queremos terminar este somero análisis sin hacer hincapié en un recurso que es utilizado con frecuencia en el cine del director estadounidense. Se trata de conformar una figura como principal eje del relato. A pesar de la voz en off, será en esta ocasión el personaje de Newland Archer, encarnado por Daniel Day-Lewis. Es su historia la que principalmente se narra, su represión y sus prejuicios que interpretan los acontecimientos desde un particular punto de vista. Lo mismo que en Taxi Driver con el diario personal de Travis (1976) o en Malas calles con los monólogos interiores de Charlie (Mean Streets, 1973). Un centro frente al que todo circula sin impedir ni justificar conductas y dejando la puerta abierta para que otras valoraciones o sensaciones penetren a través de miradas propias. Unas apreciaciones ajenas que también dejan translucir la sicología de personajes antagónicos como los de la condesa Olenska. Interioridades que igualmente se exhiben como metáforas. Sirva el ejemplo de esos leños ardiendo que se derrumban en la chimenea por dos veces.

Para acabar, también nos gustaría resaltar que en La edad de la inocencia se encuentran presentes obsesiones recurrentes del director. Nos referimos a aquellas como la culpa y redención derivada del cristianismo incrustado en el espíritu de Scorsese o la confrontación del individuo frente a colectividades, ya sean de la alta sociedad, de los italoamericanos o de la Mafia. La violencia explícita o soterrada, como en este caso, le sirve de vehículo en esa deriva entre pasiones y obligaciones. Imposiciones que quieran o no, son exigidas por el núcleo al que pertenecen para obtener protección y cobijo. Ventajas estas últimas que conllevan unos sacrificios para la supervivencia de unos y otros. Unos beneficios que, además, arrastran el martirio de la autodestrucción. Servidumbres que esclavizan pero que al mismo tiempo ayudan a la interpretación de comunicaciones no verbales desde su rígida moralidad. Un conjunto de apariencias que se confunden con códigos adquiridos y que conducen a la fatalidad, al dolor, al desengaño…Una soledad y un desamparo de los que muchas veces no se puede escapar a pesar de la búsqueda de redención. Como en Toro salvaje (Raging Bull, 1980), Uno de los nuestros (Goodfellas, 1980) o en El irlandés (The Irishman, 2019).

Tráiler: 

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La habitación del hijo aficheUn accidente inesperado trastoca la armonía familiar: la pérdida del hijo cala hondo en una estructura que no encuentra la manera adecuada de ejecutar el duelo.

El drama es calmo, aunque no menos indoloro. Es la historia del costo por detectar una narrativa que sane las heridas. La búsqueda se hace a tientas y en la inconsciencia, las modalidades se entrecruzan bajo intentos que se vuelven fallidos por mutuo entorpecimiento.

Una narración que se esmera en mostrarnos cómo el desequilibrio afecta también a seres razonables.

El mar oscila entre la forma de un híbrido representante insondable del destino y la posibilidad de sanar existencias rotas; calmo movimiento capaz de llevarse una vida y aportar al renacer.

La reiteración simbólica, como cura alternativa al discurso psicoanalítico, se esboza natural, sin que nadie lo note: la necesidad de vivir una experiencia que haga sentir la cercanía con el objeto se canaliza como algo es profeso. Los personajes son sujetos pasivos de un destino que ellos deciden sin saberlo. Es la experiencia de un final, a la medida de una familia que necesita encontrar un camino de reconstrucción. La poesía está sin que la notemos.

Gran trabajo de Nanni Moretti, que, en su momento, supo alzarse con la Palma de Oro en Cannes, por la forma de una delicadeza que sutilmente mueve piezas, en ese vaivén entre la muerte como fatalidad y la vida como afectación.

La habitacion del hijo fotograma

Un proceso de curación que necesita ser transitado sin menciones, solo alusiones, tarea que no significa especialidades sino vivencias. Huelgan los discursos, el análisis no encuentra lugar y se vuelve en contra de los especialistas, que, de manera sorprendente, un buen día encuentran que deben abandonarlo:  de pronto, se volvió algo inmanejable y contrario a su finalidad.

Es la valoración de diferentes tipos de herida, diferentes formas de error humano: el robo de un fósil, como gracia adolescente y la muerte como descuido fatal. Ambas fórmulas no exhiben posibilidad de comparación, el espectador debe notarlo a partir de la confusión de Giovanni.

La mente como un laberinto insondable en todas sus posibilidades, el travelling que acompaña al psicoanalista por las habitaciones de su casa no solo nos muestra el nivel económico del profesional, sino que  es símbolo de los vericuetos de la peripecia analítica y de los caminos que se ofrecen como alternativa para sanar. Están presentes antes del accidente. La activación será automática y tratará  de encontrar salidas.

La habitación del hijo juega en dos niveles, de manera permanente y sutil: la confusión mental y la solución concreta. Los pacientes traen problemas que se definen por ausencia de soluciones  prácticas, algo que comienza a afectar a Giovanni en su contacto con la muerte. Las dificultades para acceder a la “novia” de Andrea obturan el camino, esa propiedad transitiva que es necesario se exprese, para tomar contacto con el objeto angustiante a través de una mediación, el plano mental no contribuye. Se necesita el ritual, el “como si” de una ficción no reconocida como tal. Son las condiciones de curación en las que necesariamente debe desembocar la tarea de ensayo y error.

La música de Nicola Piovani acompaña desde un piano que suena a caja de música: sonidos bellos y a la vez reiterativos, suave tintineo de fondo que, de manera casi imperceptible, se acopla y esmera en ubicarnos bajo serenidades subyacentes a la vida. La exposición a la naturaleza no debe ser temida, es el hombre frente al universo: la inmensidad del mar es tanto problema como solución, muerte y vida.

El filme no se ocupa de comprensiones, la curación se vive sin tener muy claro el cómo. La puerta se abre para quien esté dispuesto a husmear, el espectador es un privilegiado en el acceso, más no lo son los personajes. El psicoanálisis es un direccionador de vidas concretas mediante tomas de conciencia; no es útil cuando irrumpe lo espiritual para demarcar otro tipo de existencia. Una vez generado el quiebre ya no hay vuelta atrás, hay que vivenciar la solución sin preguntar, solo experimentar la cura del alma. Semejante al proceso natural de cicatrización, con la diferencia que, ahora, se requiere de actos voluntarios, la inconsciencia es el factor común.

La habitacion del hijo fotogramat

La sabiduría no necesariamente debe transitar por la conciencia, es un ser que debe experimentarse en la acción exenta de preguntas y respuestas.

La fórmula, ya sea travelling  o cámara fija, suele centrarse en el recorrido de Giovanni, nos sugiere a alguien que siempre está llegando: a la casa, a la institución estudiantil, a la cancha de básquetbol, a recibir una noticia trágica; es el que se hace cargo. De pronto, es bloqueado por la tragedia, lo racional ya no alcanza, se necesita un paso más.

La película también juega con lo “roto”, objetos del hogar homologados a una vida donde la apariencia disimula la herida; afloran significados que ilustran la impronta de una vida familiar en equilibrio mediante reparaciones. La dificultad surge ahora, Giovanni fuerza un objeto significativo  y lo “rompe”. Lo despega de sus rajaduras. La herida queda a la intemperie, en carne viva; es una respuesta que denota el desborde de las circunstancias, el negarse a continuar: Giovanni encuentra dificultades para reparar y el discurso de la iglesia no lo conforma. Es plena crisis familiar que se irá desarrollando en medio de la búsqueda: no hay forma de acomodarse, el dolor invade todas las posturas posibles, y el espectador deberá ser paciente y esperar el final.

El guion divide el filme en tres parte: la armonía familiar, la muerte que introduce una crisis, y el desenlace, no obstante, la circulación de cierto grado de paz es constante, como un aferrarse de los personajes a su estado habitual.

La habitación del hijo toma

Los recuerdos  operan mediante flashbacks casi imperceptibles: fugaces y momentáneas asociaciones con contenidos vitales del pasado.  La disociación instrumental fracasa y los contenidos se confunden en la mente del psicoanalista; se aconseja suspender las consultas.  Los límites del ser humano son  puestos a prueba en medio de una música que nos sitúa a contracorriente de la desgracia y de una  desesperación que inunda los vínculos sin ser declarada.

Nos acercamos al misterio de la vida, donde el mar acciona su polisemia existencial en un intento por asistir a los personajes.

Hermoso filme que exige al máximo nuestra capacidad reflexiva. Una muestra del mejor cine italiano contemporáneo.

Trailer

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cartel de la pelicula la hora del lobo La historia del cine consigna que, a partir  de los años sesenta, la representación del horror en la cinematografía moderna cambia, ya no son extraterrestres o monstruosas criaturas quienes nos amenazan, ahora es el hombre mismo, el temor viene desde adentro, condición que provoca que el horror se vuelva antropocéntrico, esto es, situaciones que colocan  al  ser humano en los bordes de la locura y el deseo obsesivo. Con La hora del Lobo, Ingmar Bergman complementa de manera magistral este universo de horror psicológico, a partir de un proceso creativo, una estética propia y una forma completamente diferente de presentar el miedo.

Como proyecto, La hora del lobo nació de un guión inicialmente titulado Los devoradores de hombres, que debió haberse filmado antes que Persona (1966). Las razones de la postergación son ahora poco importantes, porque la filmación de esta película tuvo una gran influencia en el film que nos ocupa. Los planteamientos de un vampirismo metafórico, símbolo inequívoco de una situación de crisis,  y la pérdida de la identidad, tratados en Persona, tienen un importante reflejo en esta película, por ejemplo, a través de citar que el personaje de la ex mujer de Johan, Verónica, se apellida Vogler, igual que uno de los personajes de Persona, la insistencia de hacer sentir al espectador que se encuentra frente a una película, el miedo del artista que experimenta Elizabeth Vogler en Persona es el mismo que experimenta Johan.

la representación del horror

Fundamental en la historia de la cinematografía, el film sienta algunas bases del cine que ahondará posteriormente en el tratamiento de las psiques perturbadas, es el cine que se anticipa a los trabajos de David Lynch (Carretera perdida /Lost Highway, 1999),  David Cronenberg (Spider, 2002) y hasta Lars vonTrier (Antichrist, 2008), entre otros. Se trata de una obra personal con imágenes de un universo mental compuesto de  laberínticos pasillos, sombras amenazadoras, atmósferas densas y una innegable sensación de locura. Sutilmente, Bergman crea una alucinación donde el delirio impera, en la mejor tradición de Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, F.W. Murnau, 1922) y El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, Robert Winne, 1920).

A pesar del manto aparente de terror que cubre la película, se trata más bien de una exploración a los rincones más oscuros de la condición humana, en las que se manifiestan las constantes de su autor; una película sobre el horror, probablemente la más sombría y perturbadora de toda la filmografía bergmaniana. Una obra en la que el cineasta sueco reflexiona sobre las relaciones destructoras que tienen lugar entre el artista y su público.

la narrativa es una historia de amor

En el fondo, la narrativa es una historia de amor. Johan, un pintor, y Alma, su mujer, arriban a una isla desierta, un ámbito de tranquilidad que sirva como válvula de escape a sus problemas. Sin embargo, al caer la noche, las fisuras de su relación se hacen patentes, él vive atormentado por su pasado, cuyos secretos ella descubre clandestinamente al leer su diario y revisar su cuaderno de bocetos. Alma intuye la obsesión de su marido por su ex esposa, revelándole que ha leído su diario, y él le confiesa que ha matado a un adolescente que le tentó, provocó y atacó  durante una sesión de pesca en un acantilado.

La confesión de ambos origina la aparición de una serie de personajes, a cuál más inusual, que les traslada literalmente a los terrenos de lo liminal, resultando difícil separar lo real de lo imaginario, se trata de sujetos excéntricos, burgueses, cuya maldad se asemeja a los vampiros, y que Bergman denomina antropófagos. Johan tiene una profunda obsesión por su ex mujer, que va más allá, provocando un insano deseo de fagocitarse con ella, de aprehenderla y fundirse como una sola carne, de ahí la proyección de un círculo de paranoia, obsesión enfermiza, incomunicación, homosexualidad reprimida, tragedia, angustia, necrofilia, crisis y muerte.

el temor viene desde adentroA lo largo de la película, el pintor se transforma, pasando de un esposo amoroso a un artista atormentado, de un ser oscuro y confundido a un objeto finalmente devorado por sus propios miedos. Los caníbales no están afuera, sino adentro, son parte integrante de la realidad interna, reencarnación antropófaga de miedos, culpas y deseos reprimidos, que generan miedo, porque están dentro de uno mismo, no hay manera de evadirlos, ¿cómo escapar de uno mismo?

Al igual que en Persona, la historia abre buscando el asegurarnos de que estamos frente a un hecho cinematográfico; mientras aparecen los créditos podemos escuchar los sonidos propios de la filmación de una escena. El director busca la certeza de que como espectadores hayamos percibido el artificio, la ficción, la mentira. La narración, desde sus inicios, revela el mecanismo ilusorio y, en más de una ocasión, a lo largo de su desarrollo, esta situación vuelve a explicitarse.

En un magnífico ejercicio de síntesis narrativa, utilizando la cámara fija y con un plano medio de Alma, el audio desplaza a la imagen y el personaje cuenta todo lo que hay que conocer; a sus espaldas, el ulular del viento genera la atmósfera del film, la naturaleza  rebelde como indicativo de la condición mental de los personajes, la soledad de la isla para recalcar el aislamiento; la isla, no como espacio físico, sino como lugar mental, como ubicación psicológica, terreno propio de la psique.

Los devoradores de hombresDesconcertante y atrayente, el film permite, como en el momento de su estreno, aludir a una gran cantidad de matices y relecturas. Las espléndidas interpretaciones de Max von Sydow como el atormentado pintor, y Liv Ullman como contrapunto, resultan tan desoladores como el resto de los excéntricos personajes que les rodean. La banda sonora, sencilla y precisa, debida a la mano de Lars Johan Werle, acompaña las imágenes con la misma sutileza que lo hacen los prolongados silencios a lo largo del film.

Uno de los grandes aciertos es la fotografía en blanco y negro, debida a la cámara de Sven Nykvist, quien con su lente busca provocar fuertes contrastes entre luces y sombras, haciendo patente la influencia expresionista en Bergman, tanto desde el punto de vista estético como conceptual, en este sentido impera la tesis fundamental de la corriente expresionista, la interpretación subjetiva del mundo, donde lo imaginario y lo onírico se imponen sobre la realidad. El uso de blancos saturados en los exteriores y negros que van de las penumbras a las sombras da el toque enfermizo y fascinante, haciendo la historia hipnótica, provocando que siga el desarrollo de la trama  como si de una realidad se tratase, sumergiéndose en ella, identificándose, permitiendo que sus emociones y razonamientos den respuesta a las abstractas interrogantes planteadas.

Los devoradores de hombresEl monólogo de Alma, igual que el inicio,  resume la naturaleza de la relación amorosa entre ellos; “¿Es posible que una mujer, después de vivir  mucho tiempo con un hombre, pueda llegar a parecérsele? Quiero decir, si lo ama,  ¿trata de pensar y ver como él?, la pregunta, lejos de aclarar vuelve más ambiguos los planteamientos de la película. El silencio y la oscuridad de la noche jamás han estado tan llenos de significado.

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Cartel de La infancia de IvánIván es un niño de aproximadamente doce años que ha perdido a sus padres en la guerra, es adoptado por el ejército soviético y se vuelve un activo colaborador. Nos encontramos al final de la Segunda Guerra Mundial, en momentos en que el la Unión Soviética padece la invasión del enemigo nazi.

La valentía es la única opción en un mundo bélico donde todo el tiempo resalta lo impersonal de las fuerzas invasoras. Solo al final, algunos nombres serán expuestos bajo una suerte de presentación, que, por momentos, se asemeja al documental, para confrontarnos con una realidad que no distingue vencederos de derrotados a la hora de exponer razones convocantes a la muerte.

El comportamiento de Iván es fiel reflejo de la disolución de mínimas garantías para el resguardo de poblaciones en estado de vulnerabilidad; su empecinamiento en habitar un espacio social trascendente, desde acciones riesgosas que puedan transformarlo en héroe, dan cuenta de un estado evolutivo de transición que  puja por urgentes concreciones de sucesos que contribuyan a una identificación de emergencia. Debe saltar por encima de zonas procesuales, cuya ausencia comienza a tornarse significativa. La carencia de relacionamiento entre pares, así como también de modelos familiares, anulan la posibilidad de ofrecer modelos de vida a los cuales adscribir. La guerra es la posibilidad de una existencia digna, la construcción de significado bajo un marco de alto riesgo, lo único disponible en las actuales condiciones.

La infancia de Iván fotograma

Lo lúdico aflora y nos presenta a Iván como lo que es, un adolescente en transición que, dadas las circunstancias adversas, no debe darse el lujo de apelar a la fantasía por mucho tiempo, solo recoger esa satisfacción bajo fugaces instantes que terminan contaminando ese ensayo para la vida adulta con la tristeza por pérdidas pasadas. Rápidamente, es situado en la realidad del presente: el espacio que debe defender para proteger su dignidad es algo que, por el momento, se reduce a un sentimiento de valía personal en construcción. Esa es la importancia que le depara la participación en la guerra, su existencia le va en eso: será alguien en tanto realice una contribución que lo coloque en un lugar de aprobación y exaltación personal. No basta la presencia de un entorno protector si lo que hace es generar contradicciones entre  modelos que apuestan a un deber ser adulto y un deber ser niño: Iván está en una etapa de transición, necesita modelos que lo guíen en un proceso evolutivo. La elección irá en el sentido de modalidades de pensamiento y comportamiento adultas de acuerdo a las circunstancias actuales. Iván no se conforma con ser protegido en una zona de exclusión del riesgo: está dejando de ser un niño.

Tarkovski hace gala de una gran riqueza de imágenes: planos poco convencionales para el tratamiento de un género que cabalga por mitades en una combinación que podríamos denominar drama bélico. Lo primero es lo central, y lo segundo brinda un contexto en parte sobrentendido y en parte expresado, más desde la sugerencia que desde la crueldad y espectacularidad del combate. El enemigo nunca hace acto de presencia, salvo por las consecuencias. Explosiones y disparos definen el marco del drama humano, nunca llegan a constituirse en lo central. No es una película de guerra convencional al estilo de Hollywood: no hay política ni combate directo, solo alusiones a un contexto y la forma como es experimentado por los protagonistas.

Ivan´s chilhood

Tarkovski  juega sutilmente con contrastes, entre una fantasía que opera por el sueño o la ensoñación en vigilia.

La cámara se encarga de asumir un punto de vista mediante movimientos alocados, a través de desplazamientos por una pendiente arenosa o entre los árboles del bosque en invierno. El efecto es logrado mediante travelling o cámara en mano y asume la posición de la fantasía por movimiento  acelerado en derrapada o indireccionado entre los árboles. Son momentos donde la necesidad de Iván y la inmadurez de Mariíta dan cuenta de la irrupción de un deseo por carencia y un anhelo por inmadurez, respectivamente. La cámara habla y traduce lo que sucede en la mente de los personajes.

A falta de grandes diálogos, Tarkovski explica con la cámara. Al decir de Astruc, la utiliza para escribir los pasajes más significativos de su obra, incorpora al espectador y lo dota de una experiencia empática como forma de asimilar una comprensión a partir del sentir de los personajes. Todo un estilo personal que puede llegar a complejizar la comunicación si se trata de un espectador desprevenido en busca de fáciles trayectos narrativos.

La profundidad de campo, en combinación con primeros planos, es moneda corriente a la hora de trasmitir el vínculo con ambientes interiores y exteriores que trascienden la presencia humana, en términos de una distancia que se hace presente y contextualiza a los protagonistas, más allá de los vínculos que entretejen. Acompaña el contraste entre madurez e inmadurez, experiencia e inexperiencia, que se refleja en los diálogos. Todos están en el mismo “barco”, aportan a la causa desde lo que pueden a partir de diversas realidades evolutivas y de género. Los interiores brindan ese marco de momentos de distanciamiento y acercamiento, a través de puestas en escena explotadas por una profundidad de campo que permite la presencia de un amplio espacio de desplazamiento al interior del cuadro.

Ivan´s chilhood critica

La iluminación juega un papel trascendente, los claroscuros no solo marcan los momentos del día, sino que denotan el refuerzo de la incertidumbre por intermedio de planos con desplazamientos nocturnos, donde apenas se distinguen las figuras humanas. Es el señalamiento de una clara exposición al riesgo y la contribución a la conceptualización de un heroísmo carente de espectacularidad. Es el arriesgar la vida desde un deber ser sometido a una moral de reconocimiento social por la defensa de la patria, circunstancia que antecede y se ubica más allá de inadecuación alguna: el deber trasciende sexo y edad, no hay contemplaciones y tampoco imposiciones cuando el heroísmo se define como un servicio social.

Recordamos la escena del camión cargado de manzanas, la poesía se hace presente: el vehículo como símbolo de un tránsito de vida, es la infancia de Iván que se esfuma en medio de una transgresión autorizada por la purificadora agua del cielo. Lo no debido viene dado por las manzanas y su consumo, sumado al ofrecimiento que hace a la niña, nos recuerda al pecado original, solo que aquí, la presentación es bien diferente: se trata de una alteración indebida del ciclo evolutivo: la infancia de Iván, aunque perdida, es transformada en algo valioso y necesario. Los caballos se alimentan justamente de esa infancia perdida, a manera de una transgresión que nutre la parte instintiva de Iván, la zona que se vincula a la libertad, para una serena canalización de la ira como venganza por lo vivido.

La brillantez se patentiza en la promoción de un sinfín de contenidos a partir de una nada, que solo lo es en apariencia: parece imposible avizorar sentido alguno al margen de un necesario proceso reflexivo. Es el tipo de realización que, a pesar del tiempo transcurrido, reivindica la vigencia de un cine de autor que es necesario defender a ultranza.

 

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Cartel de la película White ZombieNoche cerrada en las Indias Occidentales, más específicamente, en la exótica isla de Haití. Un grupo de esclavos realiza un enterramiento ritual con cánticos y danzas en medio de la carretera. Una pareja de enamorados, Madeline (Madge Bellamy) y Neil (John Harron) busca la casa del Sr. Beaumont (Robert Frazer), un amable Don Juan aristocrático e isleño que le ha ofrecido a la joven una estancia en la isla para celebrar sus nupcias. Pero no todo es idílico en estas tierras inhóspitas, el Dr. Brunner (Joseph Cawthorn), predicador que lleva años asentado en la isla, sospecha de las intenciones del anfitrión.

La legión de los hombres sin alma, de Victor Halperin (1932), es considerada hasta el momento la primera película que aborda, en el cine, la temática de los muertos vivientes, los hombres sin alma o simplemente zombies. Leyenda proveniente de la parte más occidental de la isla de La Española, tiene sus fundamentos en las religiones sincréticas de carácter animista que se cuecen en la isla durante el proceso post-colonizador, que se ve enormemente enriquecido con la llegada de esclavos y todo el universo cultural y religioso del África Occidental, que incluye la brujería, el vudú y el culto a los muertos.

Su estilo, que recuerda a su contemporáneo Tod Browning, forma parte fundamental de ese universo del primer terror fílmico, plagado de castillos centroeuropeos, nubes de humo, damiselas en peligro y aparatosas sobreactuaciones. Este último rasgo, prodigado generosamente por el maestro de la oscuridad, Bela Lugosi. La grata presencia de este polifacético malvado destaca al encarnar a Legendre, el ladrón de cuerpos y brujo que maneja a los zombies telepáticamente, con solo un apretón de sus manos demoníacas. Una sola gota de su misteriosa poción es suficiente para conducir a un estado de coma letárgico o sueño débil, similar a la muerte. De esta forma, el brujo puede robar el cadáver y, mediante una conexión telepática, gobernar la voluntad de estos hombres sin alma.

Bela Lugosi como Legendre

El filme fue un producto menor en su época, aunque se convirtió en objeto de culto desde muy pronto. Los hermanos Halperin encontraron la  inspiración en la obra de teatro de Kenneth Webb, que se estrenó en Broadway en febrero de 1932 y tenía como referente la novela La Isla Mágica, de William Seabrook. El dramaturgo persiguió el filme bajo un reclamo de plagio, haciendo enormes esfuerzos por impedir su estreno, aunque no lo consiguió. Forma parte también de su leyenda negra el rechazo que provocó en la crítica que solo fuera hablada en un quince por ciento del metraje. No obstante, esta película part-talkie, puede considerarse una joya casi desconocida en la historia del cine.

Su estilo es visualmente barroco, de atmósferas densas y cargantes, con enormes acantilados pintados y castillos góticos, de una estilización arcaizante, que traduce la estreches con que trabajaron desde los estudios, debido al modesto presupuesto con que se realizó. De igual manera, es posible aseverar que forma parte de esa norma implícita en el cine americano,  casi siempre despreocupado por el trasfondo verosímil de sus historias, sobre todo cuando de exotismo se trata. En esta pieza, esa desconexión entre realidad y ficción alcanza cotas hilarantes en la ligerísima explicación que da el sabio predicador sobre el origen de estas prácticas que, en palabras del guionista, «se remontan hasta el Antiguo Egipto y más atrás, en los países que eran viejos cuando Egipto era joven». No cabe duda de que la coherencia antropológica no es un requisito del cine, menos de este género de la fanta-ciencia, aunque trate de prácticas culturales dadas por verídicas, pero los diálogos, en general, y los de corte explicativo, en particular, rayan en la mediocridad.

Imagen de La legión de los hombres sin alma

La historia está montada sobre este turbulento triángulo amoroso fallido, en el cual  la vida de Madeline comenzará a correr grave peligro cuando las sospechas del Dr. Brunner se confirmen. El rico hacendado caribeño pretende cortejar a la joven, pero al ser rechazado, acude a la magia negra del oscuro Legendre para convertirla en una no muerta, con el objetivo de cumplir su sueño de desposarla. En adición a los personajes principales, cabe destacar la simpática troupe de zombies que constituyen el brazo armado de Bela Lugosi, una tribu mentecata y de ojos saltones que desanda mecánicamente los densos matorrales, las criptas y el castillo, guiada por los  pensamientos del maestro del mal.

Entre los elementos técnicos destacables, podemos mencionar la iluminación expresionista, utilizada como vehículo para amplificar la expresividad del miedo, las sobreimpresiones de los ojos de Lugosi o la toma desde el interior del nicho, donde está el féretro de la joven dormida, que resalta entre la lisura de la realización. En general presenta una factura bastante irregular, que se decanta por una planificación sencilla, llevada con gran tino y elegancia por los hermanos Halperin, aunque se acredite solo a Víctor.

Apadrinado por la innovadora productora United Artists, La legión de los hombres sin alma abre un camino que luego se amplificará y consolidará en la obra de George Romero, proporcionando al cine un engendro, sin dudas,  memorable y multifacético.

Trailer:

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LamarcadelfuegoCartelLa película La marca del fuego es una obra dirigida por el productor y director de cine estadounidense Cecil B. DeMille. El norteamericano es conocido, principalmente, por su faceta de productor de largometrajes históricos y religiosos de carácter espectacular. Entre su ingente obra, podemos citar El rey de reyes (The King of Kings, 1927),  Cleopatra (1934), Sansón y Dalila (Samson and Delilah, 1949), El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952) o Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956). Muchas de ellas fueron elaboradas con grandes presupuestos, con tremendos despliegues de medios y a través de complejas realizaciones. Llegaron a convertirse en enormes éxitos de taquilla, al mismo tiempo que contaban con la casi indiferencia de buena parte de la crítica especializada.  

En el filme que ahora analizamos se narran las vicisitudes de un matrimonio burgués de la alta sociedad de Long Island (Nueva York). El marido, Richard Hardy, es corredor de bolsa; su mujer, Edith Hardy, es ama de casa, además de ocuparse de la tesorería de un grupo de carácter benéfico en su comunidad. Richard se encuentra muy preocupado por la salud de las finanzas familiares. Los desmesurados gastos de su esposa y el carácter incierto de sus beneficios empresariales son los causantes de dicho desasosiego. Alarmado, traslada estas inquietudes a su pareja, pero su angustia cae en saco roto. Edith no está dispuesta a renunciar a su elevado nivel de vida y de forma astuta, intentará aprovecharse de determinada eventualidad; pero ya saben, la tostada tiende a caer por el lado de la mermelada.

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DeMille sorprende con un mediometraje (59 minutos de duración), que se aleja de los elementos primitivos del cinematógrafo y logra situarse en los inicios de un nuevo modo de representación, el que fue denominado como institucional  por Noël Burch. La puesta en escena, el cuidado de los encuadres, los ligerísimos y tímidos movimientos de cámara, los juegos de luces y sombras o los sintagmas de continuidad narrativa apoyan la ubicación en el periodo indicado.  Y todo, a pesar de que dichos movimientos de cámara sean incipientes, los medios utilizados rudimentarios y las interpretaciones exageradas. Pero, por contra, se busca profundidad de campo y existe dinamismo coherente dentro del cuadro; incluso se recurre a enfoques picados que invitan a una cierta forma de mirar, además de aumentar la profundidad de escenas. Igualmente, como elementos novedosos podemos destacar la particularidad de que vemos los rostros de los personajes. Se nos regalan primeros planos en los que observamos el sufrimiento que van padeciendo los protagonistas (aún demasiado teatralizado, como ya se ha apuntado). Mediante tales elementos novedosos se consigue sumergir al espectador en la historia. Estamos hablando de un drama que se instala en un relato de dinero y sexo, justamente los dos factores que DeMille consideraba que más interesaban al público americano. Un argumento, por cierto, de enorme contenido  racista.

The Cheat

La marca del fuego comienza con la introducción de los tres protagonistas en forma de plano emblema, un motivo procedente de los modos de representación del cine primitivo. Con dicho recurso, se nos mostrará al matrimonio Hardy y a un tercer hombre de raza asiática, concretamente de origen birmano (o japonés hasta 1918). Se trata de Hayakawa, un comerciante de marfil, deseoso de convertirse en el amante de Edith. Este tercer personaje será el destinado a potenciar de forma considerable la tensión y el drama pasional. Entraremos con él en la polaridad de un conflicto maniqueo entre  la virtud y la maldad, entre el bien y el mal. Nos adentraremos en un juego que se dirige y dispara hacia el despertar de emociones de carácter violento, tanto en los personajes como en los espectadores. Se entra con ello en una estrategia moralizante de forma palpable. Un modo de ejemplificación que  este melodrama de Cecil B. DeMille no puede ocultar, ni parece que quiera. Tampoco siente complejos en abrir la ventana de par en par para mostrar sus evidentes inclinaciones racistas. Y lo hace otorgando, de forma arbitraria, la idiosincrasia de malvado al diferente, al extranjero, al de rasgos distintos. Resulta importante, a estos efectos, resaltar una frase mencionada en el filme, premonitoria y que no puede caer en el olvido. Nos referimos a aquella que apela a la imposibilidad de entendimiento entre Oriente y Occidente.

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Insistimos: la importancia de esta película de DeMille radica en los medios técnicos que utiliza y que lo alejan del primitivismo del cine de los orígenes. Se empiezan a abandonar las carencias de la falta de profundidad, los defectos de centrado, la falta de continuidad y la ausencia de verosimilitud. Y para ello, se recurre a esos cambios dentro del cuadro que sorprenden por novedosos en la época de realización del filme. Unos cambios que se alcanzan con dos tipos diferentes de movimientos: los de la propia cámara y los de los personajes dentro del cuadro. Además, se palpa la preocupación que ponen los autores en el  montaje para lograr con coordinación y equilibrio la sucesión o alternancia de escenas y la variedad de planos, frontales o laterales. También vemos la continuidad en la acción con entradas y salidas de campo . Y tampoco pasa desapercibido el cuidado por la búsqueda del eje óptico, aunque la cámara continúe presente como un rival que se resiste a ser abatido y así penetrar en la invisibilidad. Muestras de ello se puede encontrar en la escena en la que la mujer y el birmano se reúnen en una de las estancias del segundo, cuando el tesoro se acaba de evaporar. En este momento se observan con claridad miradas que buscan su raccord y que en otras ocasiones lo pierden, dejando constancia de las inseguridades que todavía rodeaban a actrices, a actores, a directores y al resto de técnicos en el manejo de los nuevos medios de expresión que ya se estaban aprehendiendo.

Para acabar el análisis de las razones por las que La marca del fuego merece ubicarse en la historia de la cinematografía como una de las obras pioneras en arrancar con la modernidad, nos gustaría centrarnos en la extraordinaria última escena, la del juicio. Desarrollada en lo que efectivamente aparece como un verdadero juzgado, tribunal o sala de juicios, mediante planos generales, contraplanos y panorámicas, accedemos al desarrollo de un proceso de verosimilitud inaudita. Con una especie de paneo, se nos presenta a los doce hombres blancos de turno con derecho, pero sin formación para decidir el futuro ajeno; además, los campos y contracampos servirán para alternar las imágenes de los protagonistas del pleito: los del acusado, los del perjudicado, los del testigo, los del abogado…; igualmente, contamos con planos generales del público, en alternancia. Y como colofón, consideramos impagable, en lo que supone de salvajismo como retrato de una época y de un país, ese combate a puños en búsqueda de la criminalización del principal afectado. Magnífica escena, exponente de que ya nos movemos en otros ámbitos, en aquellos que se asoman a otros modos de concebir el cine y se empiezan a introducir en un nuevo lenguaje que no ha dejado de evolucionar hasta nuestros días.

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El incansable productor y director norteamericano Roger Corman, el rey de la serie B, completó para la pantalla grande un puñado de respetables y muy bien consideradas adaptaciones de las narraciones cortas del escritor Edgard Allan Poe. Un ciclo, La tumba de Ligeia, El hundimiento de la casa Usher y El pozo y el péndulo, que añadió prestigio y notoriedad a su labor artística. Presupuestos más holgados, estética elaborada, puesta en escena exigente y ambiciosos planteamientos le granjearon un reconocimiento crítico por parte de la profesión, seducida por sus ajustadas versiones. Todas ellas eran una réplica de los tormentos y obsesiones de Poe. Que manifestaba su calvario interno y desasosiego existencial, proyectando personajes angustiosos y melancólicos en medio de atmósferas enfermas y decadentes.

En este sentido, un apéndice de lo enunciado hasta ahora es La máscara de la muerte roja (The Mask of the Red Death, EUA, 1964), una película planteada como sello identitario con toque de autor, aunando las pretensiones de continuar con el aprecio inspirativo que le proporciona Allan Poe. Muy en la línea conseguida con El cuervo (The Raven, EUA, 1962), esta vez con Boris Karloff, imitando parámetros y códigos y volviendo a llamar a uno de sus intérpretes fetiche, el idolatrado, Vicent Price.

La acción de la historia se desarrolla en una época medieval, emponzoñada por una terrible y mortífera plaga, la muerte roja, de letales resultados. En medio de un paisaje apestado y destrozado, la epidemia arrasa en la zona. Una pequeña aldea se siente amenazada por la infección, mientras que el Príncipe, que tiraniza a sus súbditos, se refugia en su castillo, acompañado de los nobles de la comarca y con despensa repleta de víveres.

El comienzo del relato es una alegoría y una prevención. Una anciana merodea por las tierras devastadas y se encuentra con una figura vestida completamente de rojo y con el rostro tiznado del mismo color. Una metáfora que, en su propósito visual, convierte una rosa blanca en una anticipo de las desgracias futuras, al mancharla con gotas de sangre roja. Una idea para introducir al espectador en un universo tenebrista, de pesadilla espiritual y congoja humana. Un ambiente enfermizo y decrépito, asolado por la peste, causado por la tragedia de la naturaleza y recrudecido por la infame y ruin intervención del hombre, un ser supremo lleno de egoísmo e inmoralidad.

El desdoblamiento de la epidemia es el Príncipe Próspero (Vicent Price), un vil y canalla soberano que, en tiempos de crisis, actúa como un déspota e insensible ser. Consciente de la virulencia de la muerte roja y ante la petición de cobijo de sus campesinos, desoye sus voces de auxilio y prefiere encerrarse en su castillo, rodeado de nobles y gentes de alta alcurnia y disfrutar de frívolos caprichos y fiestas de disfraces. Entretanto, fuera de los muros de la fortaleza, los aldeanos corren peligro. La región sufre de hambre y de pestilencia, mientras, los cortesanos, a buen resguardo, pasan el rato ociosa e indecentemente.

Próspero es un típico personaje de Edgar Allan Poe, que el actor Vicent Price encarna con aureola trágica y hechuras shakesperianas. Su iniquidad no tiene límites y fomenta adoraciones satánicas como repudio a la creencia dominante de Dios, por considerarlo una deidad muerta. Abraza designios que le garanticen la inmortalidad. Ególatra y diabólico, es un tipo repugnante y acomplejado, que se distrae, despreocupadamente, con sus amigos en tontos entretenimientos, evitando el contagio y el manto de podredumbre de sus tierras.

El horror y la ignominia es de orden interior. Es el hombre el que produce los principales monstruos. Poder y crueldad van unidos y forman un todo inseparable. Los modestos lacayos fallecen por la afección de la plaga y por la afilada espada de su Señor. No hay piedad ni tampoco compasión. Es el yo el causante de la blasfemia pandémica. Solo la resistencia y el aplomo de los débiles es capaz de revertir la situación.

La máscara de la muerte roja no es un filme de castástrofes víricas. No había llegado todavía el momento. Es un largometraje sobre la necedad y mezquidad del ser humano. Sobre su instinto de destrucción e ingratitud. Sobre la vileza de hombres con las entrañas podridas y el alma atormentada, que se creen superiores, pero son aniquilados por una plaga que no entiende de honores y castas. El final de esta pieza es revelador. Distintas figuras que representan varias formas de muerte (otro tema destacado de la película), ataviadas con ropajes identificativos, se concentran y deciden actuar en otra comunidad, dando a entender que el mal siempre existirá.

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LamuerteyladoncellaCartelYa ha transcurrido un cuarto de siglo desde el estreno de esta estremecedora película de Roman Polanski. Un recorrido espeluznante de dolor, venganza, memoria y crueldad. Estamos ante una adaptación de la obra de teatro del autor chileno Ariel Dorfman, escrita en 1990. Fue llevada a escena al año siguiente en el Royal Court Theater de Londres. También se representó en Broadway, meses después, con la dirección de Mike Nichols y contando con un reparto de lujo: Glenn Close, Richard Dreyfuss y Gene Hackman. Polanski, en su versión cinematográfica, se inspiró en el filme de Akira Kurosawa, Rashomon (1950). Su intención era que ninguna de las versiones que se pudieran observar sobre los hechos relatados se impusiera sobre las otras. 

Paulina Lorca y Gerardo Escobar son un matrimonio sin hijos, de mediana edad. Están interpretados por Sigourney Weaver y Stuart Wilson. Viven en una casa solitaria en la costa, en un país sudamericano que no se especifica. Pero acontecimientos e incluso el póster del poeta Pablo Neruda colgado en una de las paredes de las dependencias nos hace pensar en los años de dictadura de Augusto Pinochet en Chile, aunque las fechas no coincidan con total exactitud. El realizador polaco, si bien mantiene el presente de su obra en épocas próximas a su realización, sitúa el pasado que se intenta recrear, no precisamente por gusto, a finales de la década de los setenta del siglo pasado.

Al inicio del filme, Paulina espera en solitario a su marido para cenar, mientras escucha en la radio su probable o casi inminente nombramiento como presidente de una comisión. Gerardo es abogado y el cargo consiste en la dirección de un grupo de trabajo. Su labor deberá centrarse en la investigación de los delitos de sangre cometidos por la dictadura que se apoderó ilegalmente del gobierno de la nación, no hace demasiado tiempo. Paulina se presenta con una personalidad nerviosa, inquieta. Escucha con escepticismo la noticia y se mueve como un gato por su casa, deslizándose entre los muebles. Tiene hambre, cena, bebe vino, deambula con desasosiego. También lee. Hay tormenta y no funciona la electricidad. Sin luz, a oscuras y en silencio, van transcurriendo los minutos. Hasta que, sobresaltada, escucha un ruido. Un coche se acerca. Sin demora, se parapeta tras la puerta de la vivienda, acompañada de una pistola.

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Polanski juega con una puesta en escena casi teatral. Al director le bastan cuatro paredes, un decorado construido expresamente, para que la angustia se convierta en pavor. El suspense va transformándose en una terrorífica agonía, cubierta de sudor, sexo, sangre y violencia. El autor no necesita más golpes de efecto que esa oscuridad  sobrevenida en una noche tormentosa y unas magníficas interpretaciones. Sigourney Weaver es una gran actriz y Polanski consigue sacar lo mejor de ella. Lo hace en un papel que debe exponer el máximo rencor, aunque sin olvidarse de cierta contención. También el actor Ben Kinsley ofrece lo máximo de sí mismo, en su papel de falso culpable, o no, ustedes mismos dirán. Es el doctor Roberto Miranda. Un doctor en medicina que lee a Nietzsche y escucha a Schubert. Y también tiene mujer y hasta dos hijos.

Roman Polanski encierra en esa casa a tres personajes que se suponen civilizados, con estudios, incluso poseedores de un futuro profesional muy prometedor. Del doctor Miranda, desconocemos si se trata de un médico de reconocido prestigio. Pero Gerardo Escobar, el marido de Paulina, es un abogado que además de su inminente presidencia en la comisión referida, se postula con muchas cartas para convertirse en nuevo ministro de Justicia. Y Paulina, por su parte, encarna a una mujer con estudios universitarios, inacabados por causas sobrevenidas. El director junta a una víctima, a un abogado, defensor en este caso, y a un presunto culpable de delitos tan graves como violaciones o complicidad en torturas y detenciones ilegales.

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Apenas se sale de la vivienda, acaso para ponerse de acuerdo el matrimonio Escobar sobre la forma de actuar con el inesperado invitado. Y decimos inesperado porque pisa una casa en la que no se le había perdido nada. Desemboca en la misma tras una serie de acontecimientos circunstanciales que actuarán como la ley de Murphy. Por ejemplo, ruedas pinchadas, deshinchadas u olvidadas.

Nos interesa especialmente la relación entre Paulina y Gerardo. Un matrimonio que ha sobrevivido con demasiados silencios y traumas ocultos o insospechados; o acaso, heridas profundas a las que no se quiso o no se pudo mirar de frente. Y poco falta para que a los seres humanos, a la mínima que sufran carencia de cariño y compañía, además de ser víctimas de violencia física, fisiológica y sicológica, terminen comportándose como animales maltratados. Sí, como perros abandonados, aquellos que adoptamos con tantas cicatrices tan difíciles de sanar. 

Polanski, con La muerte y la doncella, nos ofrece un largometraje soberbio. Se trata de una obra circular, que se abre y cierra con la escucha en un auditorio a un cuarteto interpretando una misma obra: el de cuerda nº 14 en re menor, D. 810, más conocido con el del mismo título de la película, obra de Franz Schubert. Su tema central es la de una joven enferma que se encuentra ante la inminencia de su final. Una composición y un autor amado y odiado hasta lo más inimaginable.

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Por otra parte, también nos ha llamado la atención el papel que desempeña Gerardo Escobar. Aunque creemos que Stuart Wilson, el actor británico que lo interpreta, realiza la actuación menos sobresaliente de las tres, podemos entender que haya sido dirigido hacia el desconcierto. Y no está de más ese sobresalto ante tantas novedades llegadas juntas al mismo tiempo. Lo mejor y lo peor alcanzado de forma simultánea. La gloria y la miseria. El dos por uno. Estamos ante un letrado que, por supuesto, sabe sacar su lado humanista cuando todo el panorama se muestra de espaldas. El derecho a un juicio justo, al juez predeterminado por ley, a una defensa en condiciones, a la presunción de inocencia y tantos, tantos derechos penalistas que deben cumplirse por cualquier juzgador y ante cualquier presunto culpable. Todo lo que no verán ustedes en La muerte y la doncella. Verdugos y víctimas… A veces el destino es muy cruel y nos hace difícil encontrar las diferencias.

Lluvia, oscuridad, sexo implícito, brutalidad, venganza… Y la verdad, esa verdad que muchas veces se confunde con justicia y que en esta película no encontrarán. Tampoco la segunda. En realidad, para poco sirven ambas cuando la redención debe buscarse por otros caminos totalmente diferentes. Aunque, aparentemente, se pueda volver  a escuchar a Schubert y a su cuarteto de cuerda.

  

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LamujerdelaarenaCartelEstamos ante una película impactante, muy poco conocida en Occidente, al igual que su director, Hiroshi Teshigahara. Nacido en Tokio, su primer largometraje, El escollo (Otoshiana), lo dirigió en 1962. Entre sus obras se encuentran también La cara de otro (Tanin no Kao, 1966) y El hombre sin mapa (Moetsukita chizu, 1968). Despertó mucho interés en su país con la realización del documental Antonio Gaudí (1984) sobre el arquitecto catalán. Con La mujer de la arena consiguió el premio especial del jurado en el Festival de Cannes. El filme se inicia con un maestro de escuela aficionado a la entomología. Lo encontramos andando entre dunas. Tras lo que parece un arduo recorrido desemboca en una playa desierta. Cuenta con pocos días para localizar una especie de escarabajo no catalogado. Ello le daría la pequeña gloria que va buscando, un particular paso a la posteridad consistente en aparecer en un libro de insectos como su identificador o catalogador. Pero entre la emoción y el cansancio que le deparan sus investigaciones se le hace tarde. El último autobús ya ha pasado. ¿Dónde pernoctar?

Teshigahara, con estas premisas, consigue sumergir al espectador en una obra sublime perfectamente transportable desde Japón de los años 60, época de realización del largometraje, a cualquier otro lugar y en diferentes momentos, también en la actualidad; especialmente, si nos situamos tras el advenimiento de la Revolución Industrial. El verdadero protagonista del filme es la arena. Un elemento del que no carecen en el lugar en el que se desarrolla la trama. Una materia que rodea y llena la imagen, que impregna los cuerpos sudorosos de la pareja protagonista; partículas que se reproducen sin fin, que se adhieren a los pies descalzos, que se mascan sin remedio, que se posan como minúsculos insectos en la piel humana. La película desprende una plasticidad única cargada de simbología, ensoñación y erotismo. Nos encontramos ante un cine poético que, como sugería Pasolini, otorga a lo visual un papel decisivo en la representación. Las elecciones del montaje se transforman en signos marcados de la obra, en una firma de la subjetividad del autor. Mediante primeros planos o planos detalle, se superponen los cuerpos en un juego de exhibición y ocultación que encierra el máximo erotismo. Un toma y daca de presencia y ausencia que permite que sigamos habitando en el universo del velo y el misterio. La mujer de la arena se erige en un claro exponente de lo que Roland Barthes entendía por idea del erotismo: “el lanzamiento del deseo más allá de los límites de la imagen”.

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Hablábamos del erotismo y la sensualidad que desprende el largometraje. También el mecanismo del campo y fuera de campo contribuyen a esa seducción como arte de la ocultación. Las imágenes logran la sutileza de dejarse llevar más allá de lo que muestran. Y hablando de vacíos, la excelente banda sonora del filme, responsabilidad del músico Toru Takemitsu, se basa en sonidos de percusión y cuerda disonantes. Su efecto inmediato: la inquietud, el desasosiego, la angustia.  Pero además de la composición en sí, hay que tener en cuenta los intervalos; unas porciones de espacio y tiempo que median entre los sonidos. La presencia de vastos silencios, acompañados de sonoridades aisladas y disonantes, convierten la experiencia  en una tensión constante. Todo lo contrario que aquellas músicas utilizadas como método para ensordecer nuestra sensibilidad y para anestesiar al personal. Léase hilo musical o el exceso en la producción fílmica continua de sonidos (y también imágenes). La cámara de Teshigahara se muestra sosegada pero atenta en todo momento a los detalles que, como ya hemos mencionado, sobresalen desde unos planos detalle que tocan la excelencia.

La mujer de la arena resulta un prodigio en cualquier elemento de la puesta en escena. También con la fotografía en blanco y negro de Hiroshi Segawa o las interpretaciones de Eiji Okada y KyôKo Kishida. Él se muestra como un ser antipático, soberbio, incluso violento. Ella se exhibe como una mujer sonriente, solícita, trabajadora, terca y muy segura de lo que quiere poseer o prescindir. Mientras tanto, la naturaleza se muestra imponente frente a intentos de dominación. ¿Quién se atrevió a construir en los cauces fluviales o demasiado cerca de las costas? ¿Quién edifica rascacielos cada vez más elevados, no importen incendios o terremotos? ¿Quién abandona los bosques repletos de maleza para que periódicamente sean consumidos por las llamas? El ser humano, cómo no. La obra asombra en su magnífica captación de las energías que emanan de la naturaleza, dotándolas de una presencia real e intemporal. Bajo luz y sombras, bajo las texturas de las materias y la potencia de la mirada humana, el espectador pierde toda noción temporal exterior para sumergirse en una vivencia total de imágenes y sonidos primitivos y misteriosos.  

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Pero además de todo lo anterior, que no es poco, la obra, con un guion magnífico del novelista Kôbô Abe, perfila una trama que hace reflexionar sobre demasiadas cuestiones filosóficas, existenciales o sociológicas; también económicas y laborales. Y lo más enriquecedor es que podrán encontrar explicaciones o razonamientos muy diversos sobre lo que han visto y su significación. Se toparán con términos como alienación, soledad, incomunicación, libertad, dignidad, destino, detención ilegal, conformismo o esclavitud. ¿Es una historia de superación? ¿Quizás de alienación? ¿A lo mejor un tratado sobre la libertad de elección? Destacaríamos la tremenda sensación de soledad que encierran las imágenes y que apelan al hombre como animal social; también el dardo venenoso lanzado precozmente y de manera sabia frente al consumismo que terminará por tiranizarnos. Imposible igualmente no acordarse de Metrópolis (Metropolis, 1927), la película del director alemán Fritz Lang, que pudo perfectamente manejarse como referente. La humillación y sumisión de unos obreros industriales, con el maquinismo omnipotente que arrincona a la clase trabajadora al inframundo de un complejo urbano. Una exhibición fantástica de la ocupación embrutecedora de unos frente al bienestar de la clase minoritaria residente en la superficie.  

Recordamos igualmente la película Tiempos modernos (Modern Times, 1936) de Charles Chaplin. Un acercamiento ácido, no exento de humor, sobre las formas en que la existencia humana es manipulada hasta transformarla en pura maquinaria; una mirada hacia la cadena alienante que se consigue con una dinámica de trabajo perversa. Se basa en el sistema taylorista de producción en unas condiciones infames: en sueldo, en horario, en peligrosidad… Una ocupación indigna y desprovista de cualquier creatividad en la que no preocupa el significado de la palabra explotación. En realidad, es una representación compleja de la vida actual de un importante sector de la población, aquellos invisibles, los inmigrantes, los de abajo, “los que engrasan las ruedas de la sociedad, pero viven en las sombras” (expresión de Ruiz y Escribano en La huelga y el cine. Escenas del conflicto social).

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La mujer de la arena parece que se asienta en esa vieja regla que avisa  de que antes de juzgar, hay que entender primero. Debemos ponernos en el lugar de aquellos seres frágiles obligados por trabajos a destajo y que encima, asumen su profesión como algo inevitable, incluso como una dádiva celestial que permite la supervivencia. Pensemos en las prostitutas retratadas por Kenji Mizoguchi en La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956) o en Una gallina en el viento (Kaze no naka no mendori, 1948) de Yasujirō Ozu; o en los operarios de La clase obrera va al paraíso de Elio Petri (La classe operaia va in paradiso, 1971), sobreexplotados en búsqueda del máximo rendimiento hasta la extenuación; o en las piezas sin dignidad en que son considerados los trabajadores inmigrantes en La tierra de la gran promesa de Andrzej Wajda (Ziemia obiecana, 1975). Y no hace falta irse muy lejos: Francia, 2015, La ley del mercado de Stéphane Brizé (La Loi du marché). Un “lo tomas o lo dejas” entre precariedad, falta de cobertura, inseguridad y enfrentamiento ante decisiones inmorales. 

Si pueden, vuelvan o naveguen por primera vez por esta obra maestra de Hiroshi Teshigahara. Una experiencia fascinadora e inolvidable que les trasladará a un lugar envolvente y claustrofóbico. Y sin necesidad de recurrir a un vuelo masificado de bajo coste. Si la aventura la encuentran fascinante, no se olviden de revisar obras de la Nueva Ola japonesa a la que pertenece su autor, que se desarrolló desde finales de los años cincuenta hasta la década de los setenta. Se encontrarán con un elenco de directores como Nagisa Ōshima, Shhei Imamura, Masahiro Shinoda o Seijun Suzuki, en su visión analítica de las convenciones sociales y sus enfoques de ruptura en composición y edición. 

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LamujerdelcuadrocartelEntre la producción cinematográfica excepcional que se creó en Estados Unidos en 1944, a pesar de la existencia de la Segunda Guerra Mundial, con obras de la calidad de Laura (Otto Preminger), Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder), Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks) o Luz que agoniza (Gaslight, George Cukor), se encuentra esta película del director de origen austríaco, Fritz Lang, encuadrada en la época del cine negro de esa década.

El filme está basado en una novela de J.H. Wallis, Once Off Guard, aunque se va apartando de la misma, aligerando asesinatos y ofreciendo un final que, además de sorprender, sirve para adecuar la historia al gusto del público y ética del momento, con moralina incluida.

El protagonista, Richard Wanley, interpretado por Edward G. Robinson, encarna a un profesor de psicología de la Universidad de Gothem, en Nueva York, que en la primera escena se está ocupando de explicar a sus alumnos las diferencias por muertes provocadas, haciendo las oportunas distinciones en las categorías y grados de culpabilidad entre homicidio o asesinato, destacando igualmente las posibles atenuantes o eximentes en su realización, como podría ser la legítima defensa. Wanley, obligado a permanecer en la ciudad por razones laborales, se despide de su mujer y sus dos hijos que marchan de vacaciones y acude a su habitual club social para cenar con un par de amigos. Precisamente, en el edificio contiguo, se topa con un escaparate que exhibe el cuadro del retrato de una bella mujer, al que permanece contemplando embelesado, hasta que le sorprende la llegada de sus compañeros de velada, que la inician lamentándose de su entrada en la mediana edad, con sueños, proyectos y deseos sexuales que todavía se sostienen en fuerza pero no en espíritu o, probablemente, será al revés y no hayan terminado de darse cuenta.

Lamujerdelcuadrofotograma1Con el transcurso de la película, van apareciendo los indispensables del cine negro, la mujer fatal, Alice Reed, interpretada por Joan Bennett; los inevitables cadáveres o asesinatos; el chantaje; el suicidio; los objetos del crimen o huellas dejadas en su comisión, como tijeras, bolígrafos, sombreros o pistas que delatan el número de tamaño del zapato, el peso del individuo e, incluso, su pertenencia a una clase social determinada. El tiempo, reflejado en distintos relojes que nos va dando la hora exacta de los acontecimientos, está presente en todo momento, y no falta tampoco la intensa lluvia que anuncia la tormenta de acontecimientos, todo ello rodeado de una fotografía oscura, prácticamente nocturna, incluso la que se desarrolla en exteriores, con sombras y abundantes contrastes y claroscuros. El punto de vista narrativo del filme sigue las acciones de Edward G. Robinson en la mayoría de escenas, excepto en tres momentos finales en los que no está presente, y el protagonismo se traslada a una Joan Bennett, que si bien hemos denominado mujer fatal, comparada con otros ejemplos del género, hasta parece la hermana de la caridad. Por cierto, no echamos de menos la misoginia habitual de la época, con una frase del fiscal del distrito, que ante una sospechosa, exclama que seguro que tiene algo sobre su conciencia, porque, ¿qué mujer no lo tiene?

Lo que parece que sobresale y pone especial atención en el filme su realizador, es situar el punto de mira en la psicología de los personajes, en la doble moral existente entre lo que se considera ético, lo que se encuentra dentro de la ley y el orden, y los deseos internos, confesables o no, que chocan con los primeros y los hacen tambalearse o, sencillamente, derrumbarse a las primeras de cambio. También es destacable la diferenciación que se aprecia entre teoría y práctica, entre lo que es y debe hacerse, y lo que realmente uno es capaz de realizar cuando intervienen elementos o factores exógenos incontrolables, que pueden impulsarnos a actuar de una forma que previamente concebiríamos como inaceptable, y todo porque lo que, en definitiva predomina, es el propio egoísmo, mi yo, mi estabilidad, mi trabajo, mi prestigio y, claro, también mis hijos y mi familia.

Lamujerdelcuadrofotograma2La puesta en escena es sobria, directa, con planos de escalas diversas y travellings laterales, y en todo fotograma se aporta algún dato con significación en el argumento, eliminándose todo lo irrelevante, incluso se evita cualquier sobreactuación de los actores, cuyas expresiones se adecuan a lo estrictamente necesario para dotar de contenido dramático sus relaciones e ir enturbiando y llenando de veneno el ambiente, mientras se va cerrando el círculo, hasta hacerlo irrespirable. La tensión que va creando Fritz Lang con el desarrollo de la trama mezcla los intentos de salvar el hábitat propio, el evitar la ruina personal, y no nos referimos a la económica, con los remordimientos de conciencia que indudablemente van apareciendo. Puede también vislumbrarse la inquietud de Lang de acercarse a la controvertida cuestión de la infalibilidad de la justicia, con errores que pueden ser irreversibles, especialmente, en los casos de pena de muerte, condena a cuya aplicación era, el director, abiertamente contrario. Estos últimos aspectos quedan bastante difuminados, acaso por cuestiones de censura, aunque sí están presentes en su filmografía, en películas como Furia (1936), Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937), o Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956).

Por último, no queremos dejar pasar algún otro detalle sobresaliente. En primer lugar, no se pierdan y fíjense en la cara de asombro y alucinación de uno de los cadáveres cuando es trasladado. También es destacable el tinte racista que se observa cuando un policía detiene al protagonista por no llevar las luces del automóvil encendidas, y no le es suficiente como identificación la licencia de conducir, al ser su apellido de origen polaco; y concluimos con una escena, tratada con verdadera ironía: las imágenes del niño explorador que encuentra un desaparecido, y con ello obtiene una recompensa, la cual afirma que destinará, en primer lugar, a enviar a su hermano pequeño a una buena universidad y, en segundo término (entendemos que no necesariamente por ese orden), a costear sus estudios en la Universidad de Harvard.

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Cartel de La mujer panteraVal Lewton fue uno de los productores más inteligentes de su tiempo, entre otras razones porque supo aprovechar la situación de aquel entonces para marcar un hito en la historia del cine de terror con la promoción de un nuevo género, o mejor subgénero, que tendría su baluarte en una obra maestra aclamada aún por crítica y público como un pequeño tesoro del celuloide. El subgénero en cuestión es lo que se podría considerar como el terror minimalista, y la obra que le dio cuerpo, con una técnica y un cuidado exquisitos es La Mujer Pantera (Cat People, Jacques Tourneur, 1942).

La situación que aprovechó Lewton, por encargo de la RKO, fue la de la fama y buena acogida que habían tenido las películas de terror de la Universal en la década de 1930, familiarizando a medio mundo con vampiros vestidos de frac, criaturas monstruosamente humanas, momias y demás seres del universo de las tinieblas. Habían conseguido hacer del terror una experiencia disfrutable y temida en la oscuridad de las salas y la recompensa llegó en forma de éxito, la fórmula sin duda parecía funcionar.

Si se pretendía competir con esto hacía falta reunir a un buen equipo que extrajera lo mejor del género, lo sintetizara y lo moldeara para crear un producto que tuviera la esencia del cine de terror pero con un toque diferente, original, sutil y único. Para ello, la RKO contó con la habilidad de Lewton para sacarla del golpe que había recibido tras el estreno de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) y remontar con una fórmula aceptada por el gran público. Entre los miembros de ese equipo destacarían Mark Robson en el montaje, Nicholas Musuraca en la fotografía, Roy Webb en la música, y finalmente Jacques Tourneur en la dirección.

Fotograma Cat PeopleEl planteamiento era claro y sencillo: hacer una película de terror, con un argumento simple y optimizando en recursos, sin por ello renunciar a la calidad, la elegancia o a la facultad de sorprender al público. Así nació La Mujer Pantera, una obra cargada de lirismo y elegancia que se utiliza como digna muestra de sugerir sin enseñar, de crear miedo y terror con la insinuación, en definitiva, jugando con ingenio con el fuera de cuadro, aquello que el espectador no ve, pero sí percibe.

Como hemos dicho, la historia es muy sencilla, de hecho tiene el encanto de un cuento, de una pequeña fábula en la que convergen un íntimo romance y una oscura y antigua leyenda. Irina Dubrovna es una joven diseñadora de origen serbio que vive en Nueva York. Está atormentada por una vieja leyenda de su pueblo natal que habla sobre personas que se convierten en panteras, pero un dia conoce a un joven ingeniero naval en el zoo, Oliver, y surge un amor fugaz que hace que los dos se casen sin apenas conocerse. Dispuesto a que Irina deje de obsesionarse con la maldición de la que dice ser víctima y que la hace convertirse en pantera, Oliver decide consultar a un psiquiatra para ayudarla y le comenta la situación a su amiga y compañera de trabajo, Alice. Celosa e intimidada, Irina acechará y atacará a Alice y su relación con Oliver se tornará cada vez más difícil hasta el fatal desenlace.

Imagen de  La mujer panteraLa genialidad del filme se encuentra en hacer del terror algo cercano y humano, en palabras del propio Jacques Tourneur: “El terror para ser sensible, ha de ser familiar”. En la película se mezclan las pasiones más salvajes de la naturaleza humana expresadas a través de la violencia y la fuerza animal con las debilidades propias del ser humano, el amor y los celos. Irina se siente atraída desde el principio por una maldición que la consumirá y cuyo fin ella ya presiente desde la  misma escena inicial, cuando está en el zoo frente a la jaula de una pantera y la dibuja imaginándosela atravesada por una estaca, una muerte muy similar a la que le espera a Irina al final de la película.

El amor que siente hacia Oliver es lo que considera la mantiene feliz y a salvo de la oscura leyenda que la condena, la transfiguración animal se lee como liberación de los instintos agresivos cuando Irina se deja llevar por el temperamento pasional. Es decir, Irina alberga en su interior una doble naturaleza en la que cada parte lucha por emerger y que ella no puede controlar, una reinterpretación de la bella y la bestia o del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pero en este caso tratado como un problema más humano, a través de la timidez, inseguridad e inocencia que muestra su protagonista.

La lucha interna en Irina es también la lucha entre la repulsión a lo que teme, la pantera, y lo que simboliza, es decir, su maldición, y la atracción estimulante encontrada en la tentación de jugar con el peligro que supone liberar esa naturaleza oculta representada en el felino negro, lo que se aprecia cuando Irina se encuentra las llaves de la jaula de la pantera del zoo y decide dejarla libre, el miedo y desprecio que siente hacia las panteras y la maldición que la transfigura se convierte al mismo tiempo en resignación al poder de atracción irresistible que le transmite liberar sus pasiones.

Escena piscina Cat peopleEl miedo es un miedo que se sugiere e imagina, el miedo lo construye el espectador, a través del magistral tratamiento de las atmósferas y de los escenarios, es precisamente el gran valor de la película, su capacidad de mantener el suspense y la sorpresa del género, entregándose a la simplicidad en forma y estilo, gracias al uso de las sombras y de la acción en off. El terror se organiza únicamente en torno a tres escenas brillantemente concebidas y realizadas: la persecución nocturna de Irina sobre Alice por el parque, el ataque de Irina convertida en pantera a Alice en la piscina y la lucha con el psiquiatra en casa de Irina al final de la película.

En la primera de estas escenas, únicamente el ritmo de los tacones de Alice al andar, sus giros de cabeza al mirar atrás y el silencio construyen un ambiente de intranquilidad y sugestión que no requieren de más para crear el miedo y la tensión en el público. Pero si una escena hay que destacar por su belleza y encanto es la del ataque en la piscina. Aquí confluyen la oscuridad, en magistral contraste con la claridad de la luz que refleja el agua, un ambiente íntimo y cerrado, y la utilización de las sombras, ingredientes que sintetizan en esencia el cine de Lewton y Tourneur, un cine caracterizado por ofrecer mucho y de calidad con muy poco.

La Mujer Pantera se ha ganado un puesto de honor entre esas joyas que merecen ser enmarcadas como imprescindibles para cualquier persona que aprecie mínimamente el buen cine, una pequeña gran obra que desprende sutileza, tensión, sensualidad y encanto a raudales, con una puesta en escena impecable, una fotografía exquisita y una historia para recordar, todo gracias al ingenio y talento visionarios de su equipo creador.

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Un gran número de directores, amantes del cine, en algún punto de su carrera han optado por abordar el tema del quehacer cinematográfico, para regalarnos a manera de homenaje, un acercamiento al mundo del cine desde sus propias entrañas. Tal es el caso de François Truffaut con La noche americana (La Nuit américaine, 1973), así como por supuesto el de Federico Fellini con la magistral 8 ½ (1963), o de la dramática cinta Sunset Boulevard (1950), de Billy Wilder, o en casos más recientes Ed Wood (1994), de Tim Burton. Y es que el “detrás de cámaras”, resulta apasionante y hasta misterioso; generalmente propicia un enorme interés en el espectador, que no sólo se intriga, sino que se ilusiona con la magia que hace posible que las historias lleguen a la pantalla.

En La noche americana, Truffaut comparte el amor por su profesión y muestra su entrega total, interpretando él mismo a Ferrand, un director de cine en pleno periodo de rodaje. Por lo que nos permite, como público, asistir a la representación de una filmación y todo lo que ésta conlleva, que es mucho más de lo que podemos imaginar: el movimiento de extras, la construcción y elaboración de locaciones, el uso de dobles para las escenas arriesgadas; en fin, erigir toda una fantasía para dar la sensación de realidad.

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Ferrand, el minucioso director, debe revisar cada mínimo detalle de la producción y, a la vez, complacer a todos: por un lado debe cuidar las fechas y los gastos establecidos por el productor, por otro debe de atender a las estrellas de su película y satisfacer todos sus deseos y caprichos. Así, a lo largo del filme, deja bien clara la compleja tarea que lleva a cabo, las vicisitudes que enfrenta y los millones de tomas de decisiones que se requieren para que una cinta logre ver la luz. Con su voz en off va comentando las cuestiones que tiene que resolver sobre la marcha, desde decidir el tamaño de la pistola que se va a utilizar en una escena hasta conseguir el tipo de mantequilla que su protagonista desea.

El reparto cuenta con la participación de la bellísima Jackeline Bisset (Bullitt, 1968), en el papel de Julie Baker, que será la protagonista del filme que se está rodando, a quien todo el equipo está esperando, con la incertidumbre de si logrará terminar sin contratiempos la película, porque está saliendo de una crisis emocional de la que quedó sumamente afectada. Su esposo, quien fue su psiquiatra y dejó a su familia por ella, la acompaña en el rodaje para mantenerla en balance.

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El protagonista masculino es interpretado por el alter ego de Truffaut, Jean-Pierre Léaud (Los 400 golpes, 1959; Besos robados, 1968), su acostumbrada mancuerna de trabajo, con quien colaboró desde que era casi un niño en varios de sus filmes, algunos con ciertos tintes autobiográficos. En La noche americana, asume el rol de Alphonse, un actor inmaduro y de actitud infantil, enamorado de una chica –la lectora del guión– que lo trata mal, lo engaña con otros compañeros de la producción y lo abandona a mitad de la misma.

Por otro lado, Truffaut utiliza la historia para plantear las duras realidades del ambiente del cine, la inestabilidad a la que se exponen las estrellas cinematográficas, la triste situación que los actores mayores enfrentan en el ocaso de su carrera, cuando dejan de ser interesantes para el público, que pide ver rostros nuevos y más jóvenes, y es que el paso del tiempo no perdona ni a los famosos.

Aquí lo vemos claro, a través de Séverine, a cargo de Valentina Cortese (Giulietta degli spiriti, 1965), una actriz que fue una estrella en su juventud, pero ante el miedo a envejecer y dejar de ser atractiva y querida por los directores, se dedica a beber y, por lo tanto, no puede recordar sus diálogos, provocando la repetición sin fin de sus escenas. Con este personaje se lanza una crítica aguda a la exigencia que vive la mujer de mantenerse bella y joven, mientras que el hombre, al pasar de los años, sigue ocupando un rol de importancia, como el personaje antagónico, a cargo de Jean-Pierre Aumont (Lili, 1953), quien a pesar de su edad, es elegido por la producción para representar a un hombre atractivo y seductor, parte del triángulo amoroso, junto con Léaud y Bisset.

El amor por el cine implica sacrificios, la pasión por el cine lo convierte en un arte, y eso es lo que Truffaut desea plantear, que pese a los altibajos en la realización de cada película, es ese amor lo que mantiene a los creadores aferrados a su obra, y debido a esto La noche americana se percibe honesta y real, porque muestra todos los flancos de la creación cinematográfica, dando a cada participante su justo lugar, y es que entre una de las principales conclusiones a las que llega el espectador es que el cine es, sin duda, un trabajo en equipo, en el que cada miembro es esencial para lograr un “todo” mágico, que llegue a las salas para el disfrute del público.

 

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Una definición completa del concepto de mal, capaz de tener en cuenta los aspectos psicológicos que forman parte de su recepción no tanto en la cultura sino en la mente humana (una situación a-temporal, inacabable), podría ser la de voluntad de hacer daño a los otros. Una definición de este tipo, sin embargo, no sería correcta, ya que nos llevaría a cuestionar un poco más la esencia de este elemento: hacer daño puede ser una acción que hago porque recibo cierto placer, sea este físico (el orgasmo mental de matar, por ejemplo), sea esto de carácter de retribución (un placer que se define solo en relación con el concepto de justicia, nada que ver, entonces, con la sexualidad y la corporeidad). Nace, por esta razón, una ulterior consideración que pone de manifiesto un miedo aun mayor, algo que nos recuerda (desafortunadamente pero, al mismo tiempo, debidamente) a los jerarcas nazis: se cumplen acciones monstruosas solo porque en aquel momento y en aquel contexto resultan ser cargadas de una normalidad y de una frialdad que las despojan de cualquier consideración ética o moral. El mal (se nos pone delante esta idea) no tendría nada que ver con el placer (algo que podríamos entender, si bien los objetos de nuestros deseos serían diferentes y menos el producto de un punto de vista desequilibrado); el mal es tal porque así lo es, naturalmente, necesariamente.

El Michael Myers de 1978, producto de la imaginación de John Carpenter y de Debra Hill, representaría no tanto un aspecto del mal del que acabamos de hablar, sino su representación más icónica en una serie de elementos que aumentan la carga de indiferencia de este monstruo. Es este carácter, efectivamente, lo que más miedo evoca en los espectadores, la incapacidad de vislumbrar en esta persona lo que nos hace humanos. La indiferencia no es la de quien ya no encuentra motivaciones que le empujen a decir que sí, vale la pena vivir, sino la de quien actúa de forma a-lógica, a-humana, una reproducción de la a-temporalidad del mal en tanto elemento químico de la estructura universal. Myers no resulta ser, entonces, simplemente inhumano, ilógico, ya que esto nos pondría en la situación de negar algo sobre el que se rige el mundo; esta característica “a”, demostración de la no presencia universal, es el elemento de un disturbio que nos hacen pensar, en las butacas, lo que es de hecho el mal.

La carga emotiva de la que está lleno el filme es por esta razón el contrapeso de un ser cuya misma realidad ontológica es la de un vacío emotivo completo. Myers mata simplemente porque tiene que matar, casi como si el acto mismo de querer hacerlo, demostración esta de la presencia de un alma interna, le fuera negado. Persona que es una no-persona, el monstruo de Carpenter y Hill no provoca miedo simplemente por lo que hace, sino sobre todo por cómo lo hace: la falta de motivación es tal que no permite resignarse a tener que defendernos de una humanidad incorrecta, negativa, pero, por lo menos, analizable ya que se sitúa dentro de nuestras simbologías globales. Ya no encarna, este monstruo, la simple maldad moral de algunos de nuestros miembros, sino la fuerza (y, por supuesto, la violencia) misma de los actos naturales. Un “act of God”, como se dice en los países anglosajones, un acto natural que irrumpe en nuestra vida y la destruye, sin que nada podamos hacer, como los huracanes, los maremotos y los terremotos.

Sería correcto, por lo que acabamos de decir, darle a Myers el aspecto de un universo frío, mecánico. Cumple con las reglas de un dios, con su necesidad de recibir un sacrificio sin que haya realmente una razón lógica. Ejerce su poder de vida y muerte sobre los súbditos, pero sin que las vidas de los humanos afecten la suya; el terror de este filme se traduce así en la concreción de un terror divino, un adjetivo, este, que se une a su etimología de celestial, o sea distante de nuestra forma terrenal, y brillante, como la navaja que penetra sin orgasmo la carne de sus víctimas. Sin embargo, se trata de una religiosidad inexistente, de una acción que nos empuja ir más a fondo, para extraer de nuestros mismos cerebros los elementos más primordiales que impiden la presencia de lo que más queremos para no volvernos locos: un orden fijo, perfecto, moralmente aceptable, que nos dona no tanto un sentido a nuestra vida, sino al mundo que nos rodea y del que fingimos ser los dueños.

La regla de presentarle una víctima, la Laurie interpretada por una muy joven Jamie Lee Curtis, a este dios (representación irreligiosa del universo y de su indiferencia) toma entonces los colores de una rebelión ante el curso necesario del sacrificio, ya que la supervivencia no es algo esperado. El cambio radical que nos lleva de una Caperucita Roja, cuya salvación se debe a la intervención del cazador, a una forma de autodefensa extrema simboliza por esta razón la capacidad del ser humano de rechazar un destino al que parece estar sometido sin que pueda haber ni la más mínima variación. Si el monstruo, inmortal, representa la indiferencia del universo, Laurie no es el héroe que se salva gracias a su inteligencia, representación de un progreso en lo humano, sino por volver a sus instintos más primitivos, aquella necesidad de no dejar nunca a un lado la lucha por la supervivencia. El miedo incontrolable que sentimos en nuestras sillas ante las imágenes de horror que se ritman ante nosotros es entonces la demostración de que, ante la falta de humanidad del universo, vivir es parte de un juego en el cual los monstruos son más reales de lo que pensamos.

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La muerte, en tanto elemento negativo, parte final de cualquier movimiento neurálgico de los seres vivos (de los cuales, por lo menos, formamos parte), se suma a las fobias del hombre, necesaria agresividad de un mundo (¿un universo?) que no nos quiere y que intenta arrebatarnos los pocos años que nos son entregados desde el día de nuestro nacimiento. Se llega así a un rechazo completo de la pérdida del instinto vital, de aquella afirmación rotunda y concreta que nos hace decir no solo que estamos con vida, sino que, si nos fuera posible, aceptaríamos cierto grado de inmortalidad (se supone que esta se una a la eterna juventud). La muerte, entonces, nos provoca y suscita cierto miedo del cual nos cuesta mucha labor deshacernos por una cuestión de carácter biológico: en tanto animales, no queremos morir, ya que nuestra desaparición significaría la pérdida de parte del conjunto humano, vehículo de transmisión de nuestro ADN. No resulta difícil entender, entonces, la razón que nos lleva a tener cierta fobia también en relación a la representación de una muerte después de la vida, una muerte que logra moverse y cuyo único objetivo es comerse a otros seres humanos.

Quizás aquí se encuentre la clave de la fortuna de la película de George A. Romero (1940-2017), rodada cuando él no tenía ni treinta años. Obra maestra del cine de horror, evento apocalíptico que abre las puertas a la evolución del género y demuestra la importancia de trabajar de forma independiente, agarrándose a la libertad creativa que nos permite (si tenemos la constancia) llegar a nuestro objetivo sin tener que bajar la cabeza ante los caprichos de un productor o de un studio que no nos entiende (no todos los productores ni los studios son así, afortunadamente), Night of the Living Dead define la aparición de un nuevo público también, aquellos jóvenes que no le tienen miedo al splatter y que empiezan a exigir de las películas que se les ofrecen una mayor profundidad y la capacidad (la necesidad) de acercarse a puntos de vista más maduros, quizás más feroces pero siempre de carácter adulto.

El zombi llega así a encontrar el sitio en el que poder estar, espacio perfecto de una criatura que, si bien muerta, sigue viva. Si la película empieza con una visita a un cementerio durante el día o la tarde (el sol sigue en el cielo), su desarrollo sitúa a los personajes en una casa, aumentando de esta manera el carácter profundamente asfixiante que vamos experimentando a lo largo de los eventos que se abren ante nuestros ojos. Esta necesidad de cerrar el espacio, acto debido quizás por una cuestión de recursos, crea una visión de microcosmo (el hombre) y macrocosmo (los zombis) que pone de manifiesto la diferencia cuantitativa y cualitativa que se desarrolla entre el mundo diminuto de los vivos (nosotros) y el mundo casi infinito de los muertos (ellos), como si ya no estuviéramos en el comienzo de una lucha por la supervivencia, sino en el acto ex post: los zombis de Romero ya han ganado, y la humanidad está a punto de desaparecer.

Efectivamente, la supervivencia es el tema fundamental de esta obra. No estamos ante la clasificación clásica de buenos vs. malos, ya que el zombi no sigue un objetivo preciso, resultado de una elección (él quiere hacer daño) o de una problemática ontológica (él es el mal): el zombi es una máquina perfecta, una criatura que no tiene sentimientos ni capacidad de pensamiento, y cuyo único deseo (si de deseos podemos hablar) es comerse a los seres vivientes, pero solo a los humanos. Se trata así de cadáveres que han vuelto a la vida (pero, ¿acaso vivimos de verdad?) y que nunca van a parar, su hambre sigue siendo insaciable. Lo que nos queda, entonces, es alejarnos de ellos, huir, escondernos, o reaccionar, matarlos (una segunda vez, pero solo si les disparamos en la cabeza), convirtiéndonos otra vez en lo que fueron nuestros antepasados, cazadores y defensores (de la tribu, obviamente, de la humanidad entera).

La estructura funciona. Lugar pequeño, personas que no se conocen, necesidad de escapar, pero acción, esta, imposible, hay enemigos que los rodean. Romero hubiera así podido seguir una técnica bastante simple y concluir la obra según los cánones clásicos: el héroe mata a los malos y se va con la chica. Pero aquí, otra vez, es donde encontramos la inteligencia del director: se revoluciona la disposición normal de los eventos, se le ofrece al público un punto de vista nuevo, más parecido al Hollywood de antes del Hays Code, con el resultado de no permitirle perder la concentración al espectador, ya que no puede imaginarse lo que va a pasar dentro de poco. Absurdo, sí, pero genial: es aquí, efectivamente, que se nos muestra la presencia del realismo, de producir eventos plausibles, verdaderos en su ficción, trasladables al mundo en el que vivimos.

Hay que volver al principio. La muerte nos da miedo, la muerte es una de nuestras más grandes fobias. Pero, ¿qué es lo que los zombis de Romero nos suscitan, exactamente? ¿De dónde viene aquel asco irresistible, aquel terror que toma posesión de nuestra mente, provocándonos pesadillas? Se trata de una simple observación que se esconde detrás de aquellas imágenes tan fuertes: no es tanto una cuestión de que los zombis se hayan apoderado de nuestro mundo, destronándonos a nosotros, los humanos vivos de nuestro supuesto trono, sino que en la evolución de las especies acabamos de convertirnos en simple presas. Ya no somos seres divinos, sino comida.

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Cartel de La puerta del cieloKris Kristofferson (protagonista de La puerta del cielo) dice algo muy interesante al comienzo de un documental* sobre la malograda y mítica película de Michael Cimino: «Creo que Heaven’s Gate fue utilizada para poner fin a una manera de filmar donde el director podía ser el autor de la película y además quien controlara el manejo del dinero para realizarla». Si bien resulta muy tentador sustentar una tesis sobre el fracaso de la película basada en la idea de un viejo sistema de estudios atentando contra el enérgico emprendimiento artístico de un cineasta solitario, el caso particular que aquí nos ocupa pareciera tener mucho más que ver con el de un apóstol que ardió en su propia y desmesurada visión, haciendo de Heaven’s Gate una especie de evangelio apócrifo que, suscribiendo al comentario del gran Kristofferson, marcó el final de un modo de concebir el cine en Hollywood, sirviendo de fatal epílogo para clausurar la última década prodigiosa que se haya conocido dentro del cine americano. Pero quizás también suene injusto atribuir este desastre a los caprichos y la megalomanía de su director, como si un solo hombre pudiera derribar un imperio completo. Tómese entonces este texto como una errática aproximación hacia esa bellísima catástrofe que es La puerta del cielo, como quien recorre maravillado los escombros y las ruinas de una antigua civilización, desconociendo los motivos de su extinción.

Hacia 1980 los estudios United Artists podían presumir de entenderse bastante bien tanto con el prestigio como con la taquilla. Entre sus producciones se encontraban películas como Midnight Cowboy (John Schlesinger, 1969), Rocky (John Alvidsen, 1976), Manhattan (Woody Allen, 1979) y Toro Salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980), además de toda la saga de James Bond. Michael Cimino provenía del mundo publicitario y su filmografía hasta ese entonces era acotada pero promisoria. Apenas cuatro años después de su debut con Thunderbolt & Lightfoot (1974), protagonizada por Clint Eastwood y Jeff Bridges, Cimino alcanzaba la cima de su carrera con la realización de la multipremiada El cazador (The Deer Hunter, 1978). La unión de esfuerzos entre el prestigioso estudio y el laureado cineasta italoamericano tenía como objetivo dar vida a uno de los proyectos más ambiciosos de los que se tuviera recuerdo, una película que, en palabras de Steven Bach, el conflictuado productor ejecutivo de Heaven’s Gate, debía marcar una diferencia con respecto a la producción del resto de los estudios. Un poema épico sobre un episodio poco conocido en la historia de los Estados Unidos: el de la guerra sucia entablada por una poderosa asociación americana de ganaderos contra los inmigrantes de origen europeo de Wyoming, a fines del siglo diecinueve, por una disputa territorial. La guerra de Johnson County, ocurrida en abril de 1892, había sido definida por el propio director como un “genocidio blanco”. Cimino ya había demostrado su visión de América como crisol de razas en su película previa, que se centraba en un grupo de trabajadores metalúrgicos pertenecientes a la comunidad rusa de un pueblo del oeste de Pennsylvania, quienes terminaban yendo a poner el cuerpo en nombre de su país en Vietnam. Cimino tenía encajonado el proyecto desde hacía varios años, y el impulso brindado por el éxito de El Cazador parecía abrirle el camino para darle forma definitiva, así como también Coppola había logrado llevar a cabo La Conversación (The Conversation, 1974), un proyecto sumamente personal concebido desde sus años como estudiante de cine, recién después del éxito de El Padrino (The Godfather, 1972).

Heaven's  gate

El resultado es bastante conocido: Heaven’s Gate fue un elemento clave en la ruina financiera de los legendarios estudios cinematográficos fundados por Mary Pickford, David W. Griffith, Charles Chaplin y Douglas Fairbanks en 1919, que pasaron a ser absorbidos por la Metro Goldwyn Mayer después de la debacle. La película fue un desastre artístico y financiero absoluto que se sostuvo una sola semana en cartelera, llevando a la quiebra al estudio y perjudicando seriamente la trayectoria posterior del director, que hasta el día de hoy permanece a resguardo de las declaraciones públicas, salvo esporádicas entrevistas ofrecidas, en su mayoría, a medios de comunicación europeos.

La catástrofe puede entenderse (o no) como el producto de una sumatoria de aspectos que incluyen, en principio, el afán obsesivo de Cimino y su incumplimiento de los plazos estipulados del rodaje, sumados al montaje de cinco horas y media de duración que presentó originalmente a los productores, su posterior mutilación por parte del estudio y el incremento desbordante del presupuesto del film, que llegó a alcanzar los 44 millones de dólares, convirtiéndose en la producción más costosa realizada en Hollywood hasta ese entonces. A eso habría que añadir la maliciosa cobertura de prensa que atentó constantemente contra la película, que se hizo eco prácticamente de cada conflicto presente entre Cimino y sus productores, eclosionando con toda la saña posible en el momento de su estreno. En casi todos los casos, las críticas tenían mucho más que ver con aspectos extra cinematográficos –avatares de la producción o escándalos del rodaje – que con los defectos de la película en sí. Y en tercer lugar, podríamos suscribir a un cierto cambio de paradigma donde el espíritu analógico y reposado de Heaven’s Gate no sincronizaba del todo con el zeitgeist de los tiempos cinematográficos por venir, que despejaba el camino para todas las variantes posibles de los gigantescos blockbusters (la saga de Star Wars, Indiana Jones, etc.) en desmedro de ese cine de fuerte impronta autoral que marcó a la década.

Fotograma de Heaven's Gate

Si bien el fracaso de La puerta del cielo remite parcialmente a algunas catástrofes cinematográficas previas como Cleopatra (1963), de Joseph L. Mankiewicz, su caso parece guardar mucha más relación con el descenso que algunos colegas y contemporáneos de Cimino venían afrontando en aquella década no del todo ganada por los cineastas americanos de la generación del 70. Peter Bogdanovich ya había sufrido un peligroso revés con At Long Last Love (1975), Martin Scorsese lo había experimentado con New York, New York (1977) y resucitaba –en todo sentido- con Toro Salvaje, mientras Francis Ford Coppola se embarcaba en su infernal y pesadillesca aventura en el corazón de las tinieblas con Apocalypse Now! (1979).

La leyenda (y varios testimonios directos) sostiene que Cimino desplegó un amplio arsenal de demenciales decisiones, tales como la de repetir más de cincuenta veces una misma toma, mandar a reconstruir sets y decorados completos por detalles ínfimos, someter a su elenco a continuas clases de cabalgata, baile, tiro con escopeta e incluso patinaje, elegir a una actriz francesa sin la capacidad de pronunciar claramente una sola palabra en inglés en el contexto de una película ambientada en el Lejano Oeste del siglo diecinueve o aguardar durante horas junto al equipo de eléctricos e iluminación a que las nubes se posicionaran donde él pretendía. Cimino estaba enamorado de su película y consumó su pasión a través de un auténtico vía crucis similar al experimentado por Miguel Ángel en medio de su periplo para acabar los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina allá por el siglo dieciséis. Pero más allá de la enumeración de disparates y autoritarismos por parte de su realizador, es interesante advertir de qué manera esos caprichos llevados al paroxismo contribuyeron a dar forma a un relato definitivo, sobre todo si se tiene en cuenta que las ediciones posteriores de la película en VHS, DVD y BluRay reproducen con fidelidad la visión con la que Cimino concibió su anhelado proyecto. Cabe preguntarse entonces, cuál sería la manera correcta de juzgar Heaven’s Gate: si en función de su desmesurada ambición, determinando si está, o no, a la altura de las circunstancias, o en función del brutal escarnio del que fue objeto en el momento de su estreno, tratando de discernir si es tan mala como los críticos se empeñaron en sostener. La deslumbrante experiencia que implica el visionado del film no parece justificar ninguna de esas posturas.

La puerta del cielo

Heaven’s Gate es pura desmesura, sí, pero su desborde formal es más bien preciosista, asemejando la película a un óleo vertido prolijamente sobre un gigantesco lienzo. No se trata de un film que pretenda establecer algún tipo de ruptura con los modos de representación tradicionales de la épica del western, sino más bien de afianzar y perpetuar un modelo vigente impregnado de la transparencia del clasicismo. Heaven’s Gate pretendía ser nada menos que el mejor western de todos los tiempos, y como tal resulta hermoso pero fallido. La película funciona por la potencia y la belleza de varias de sus secuencias, pero no por la fluidez de su narración. El problema está en que su estructura y concepción son de orden clásico, y esas irregularidades narrativas, esa desconexión que se percibe entre sus muy potentes bloques, atentan contra su propia configuración. La secuencia introductoria del film -la graduación en Harvard- establece un tono festivo que se pierde por completo en el resto del relato, sobre todo en el modo en que se va desdibujando la figura de Billy Irvine (John Hurt) a lo largo de la película. Da la impresión de que el film hubiera cobrado más fuerza emocional si hubiera establecido un contrapunto mucho más marcado entre el derrotero posterior de Irvine y el de James Averill, el justiciero abogado que decide advertir a la comunidad de inmigrantes de la amenaza que rige sobre sus vidas por parte de los terratenientes de Wyoming. Pero Irvine termina siendo apenas un tímido cómplice político de los poderosos propietarios de tierras, sumido en el consumo de alcohol, que muere recitando un poema en medio del campo de batalla cuando el conflicto bélico termina por estallar. Otro aspecto fallido de la película es su epílogo, que muestra a James Averill avejentado a bordo de un lujoso crucero en Rhode Island, décadas después del trágico desenlace en el que perdieran la vida su amigo John (Jeff Bridges) y su amante Ella Watson (una radiante y bellísima Isabelle Huppert, ese capricho de casting mencionado anteriormente que pareciera justificar no solo la locura de Cimino, sino la de cualquier director). El paso en falso de esta escena final, con sus colores saturados y el exceso de maquillaje, atenta contra la espontaneidad y la autenticidad analógica alcanzada en casi todo el film, plagado de una imponencia visual que da cuenta del enfermizo apego detallista de Cimino.

Heavens-Gate4

Pero se hace realmente difícil acentuar toda posible deficiencia narrativa ante el esplendor visual y sonoro del film. La secuencia de patinaje en el establo es uno de los más grandes logros cinematográficos alcanzados por el cine americano de todos los tiempos. Filmada por el legendario Vilmos Zsigmond (quien conserva un gran recuerdo del rodaje, desmintiendo cualquier postal del infierno ofrecida por la prensa de su tiempo), es una escena de gran despliegue, donde la música y el registro del movimiento alcanzan una comunión formal pocas veces vista. De formación pictórica y arquitectónica, Cimino ya había insinuado su fértil comunicación con el paisaje en El Francotirador, sobre todo en las escenas de cacería en los bosques o en aquel prolongado plano donde los amigos dejaban a uno de sus compañeros abandonado en una ruta con vista a las montañas. Pero en Heaven’s Gate, Cimino comulga con el paisaje americano con un rigor visual que evoca a un cine perdido, muy especialmente al de John Ford. La película fue filmada en las imponentes tierras fronterizas del Parque Nacional de los Glaciares de Montana, con el mismo arrebato poético con el que Ford filmaba en Monument Valley. En Heaven’s Gate se evoca el éxtasis sensorial, a través de grandes trenes a vapor, inmensas caravanas atravesando el campo bajo un cielo azul lleno de nubes, elegantes bailes de graduación que prefiguran en su coreografía circular, los posteriores y sangrientos combates del desenlace. Incluso los paisajes idílicos y reposados presentes en las escenas íntimas entre James Averrill y Ella Watson son alcanzados por la misma y grandiosa luminosidad. El amor de Cimino por esta película es rotundo.

El modelo con el que Heaven’s Gate dialoga permanentemente es un film inmediatamente previo filmado por Terrence Malick que se llamó Days Of Heaven (1978), otra película que desobedeció bastantes pautas de producción pero también narrativas, aunque sin sucumbir tan drásticamente a su propia ambición. Ambas son películas panteístas en donde la naturaleza y su representación cuasi deífica enmarcan un triángulo amoroso envuelto por la tragedia. Pero por sobre todas las cosas, ambas son ejemplos de autores cuyos imperativos artísticos no condicen con las condiciones de trabajo de una industria. Las dos películas evocan al cielo desde sus títulos, pero lo que siguió para cada uno de sus realizadores estuvo bastante lejos de lo idílico. Malick se autoexilió por veinte años sin dejar rastro de su paradero, mientras Cimino quedó relegado al olvido con una filmografía posterior que no despertó demasiado interés, más allá de tardías revisiones de su obra o recientes reivindicaciones en algunos festivales internacionales.

Heaven’s Gate parece una película todavía sujeta a los embates del tiempo y sobre la cual resulta difícil entablar un juicio definitivo hasta nuestros días. Vestigio de una práctica extinta de creación cinematográfica, dialoga con el cine de Von Stroheim, con el de Sergio Leone, con Lo que el viento se llevó, con Lawrence de Arabia, con Doctor Zhivago… pero sin duda alguna no lo hace con el cine de los últimos treinta años. Se imprime en la mirada de sus azorados espectadores tardíos como aquellas primitivas obras de las cuevas de Altamira. Habrá que hacerle caso a Cimino cuando se niega a seguir hablando de la película, argumentando que la que mejor puede hablar de sí es ella misma.

  • El documental es Final Cut The Making And Unmaking Of Heaven’s Gate (2004), de Michael Epstein, el cual puede verse dividido en ocho capítulos por YouTube sin subtítulos en español. Vale aclarar que el documental ilustra la visión del productor ejecutivo Steven Bach, expuesta previamente en un libro de su autoría, y carece del testimonio de Michael Cimino, de quien se sostiene que se negó a participar del film.

Trailer:

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La puta del rey aficheRevisión de un concepto clásico de poder, que se desplaza hacia una idea foucaultiana de las relaciones interpersonales. Una historia de sometimiento que cobra vigencia en tiempos donde lo políticamente correcto admite solo una visión de la realidad.

El excelente filme de Axel Corti termina dando en el clavo, martilla a más no poder hasta que nos queda claro  que, en los vínculos familiares y sociales, lo instituido juega un papel limitante. La creatividad nos permita sortear este efecto, siempre y cuando, se logre vencer el temor al costo de la transgresión. Es un camino donde los audaces triunfan sin ausencia de sacrificio.

Son algunas de las interesantes conclusiones que filtran por los poros de una historia renacentista magistralmente lograda, mediante un acertado guion y una escenografía y puesta en escena exquisitas. Retratos de época que nos permiten respirar esa típica atmósfera palaciega plagada de convenciones, conveniencias y egoísmos. La institución real, en sus privilegios y restricciones, es apuntalada por la “gracia divina”.

Firme retrato acerca de la fortaleza y la debilidad. La miseria humana es matizada con acciones cuya explicación nos es dada al pasar, breve y sutil.

Es la historia del rey Vittorio Amadeo que, obsesionado con la belleza de la duquesa de Luynes, no escatima en estrategias para hacerla suya. Sus impulsos sexuales se convierten rápidamente en afectos generadores de una fuerte dependencia emocional.

Jeanne, dentro de su desgracia, intentará capitalizar la desventaja.

La puta del rey presupone la explotación de un lugar de explotación, valga la redundancia. El término puede caer bajo acepciones diferentes, aunque complementarias. Una lección acerca de cómo sacar partido de la adversidad, sin que esto presuponga pintar paraísos ni mucho menos. Una batalla por sobrevivir, en el fiel convencimiento de que el poder no está en un lugar, sino, en instituciones promotoras de creencias que someten el deseo y la voluntad. No obstante, existe una puerta abierta que solo algunos aprovechan. Son los que escapan al prejuicio, aceptan pagar un precio en función de la apuesta a una estrategia que el tiempo dirá si funciona o no.

La puta del rey fotograma

Un filme cargado de maravillosas enseñanzas de vida, en el marco de un tiempo pasado que nos demuestra lo común de la problemática humana en el devenir histórico.

La apariencia oculta bajo la máscara, en un juego de planos que esconde y devela a la vez, nos indica la importancia del montaje en la expresión.

Es la escena del baile, todos poseen máscaras, y las tomas se suceden en planos y contraplanos de un diálogo amparado en la justificación por la danza. Los enmascarados muestran sus cartas con extrema cautela, el lenguaje diplomático se hace presente. Un plano cenital da cuenta de la sobredeterminación institucional del espectáculo, se requiere bregar por una forma ordenada, inmaculada, como primera alternativa. Corti nos habla desde las presentaciones y angulaciones de cámara, nos dice de algo que se pone en práctica como sugerencia implícita. Las máscaras ocultan el verdadero rostro, intenciones que, ante la resistencia, rápidamente se harán explícitas. Rituales instituidos sirven para mantener al súbdito a raya. Tanto el baile, como las demás interacciones, deben obedecer a un orden que la cámara delata en plano cenital; marca la visión de un poder divino que observa la corrección del procedimiento.

Hay un gran trabajo de iluminación en interiores. Los sentimientos son firmemente ligados a planos de perfiles compartidos. Se utiliza el contraluz para denotar la intimidad tramitada bajo un escaso conocimiento de la situación: primer encuentro entre Jeanne y el conde de Verua en la ventana.

Fotograma de La puta del rey

El rey y el conde, sus perfiles enfrentados en un duelo de oboes que, de  compartido, pasa a ser competitivo. Se desatan los celos del monarca bajo una tenue luz de fondo que resalta la profundidad de campo. El plano llega hasta una puerta tras la cual se encuentra Jeanne. Nuevamente, hay sentimientos en juego que denotan la frustración del rey en sus ansias de conquista. La zona de clara iluminación nos presenta un doble panorama: la cercanía de los personajes entre sí y con respecto a la cámara, y el gran espacio hacia el fondo del cuadro, acentuado por la  iluminación. No hay espacio y hay espacio, están enfrentados en un plano compartido (perfiles) y, a su vez, hay mucho lugar hacia el fondo. Entre ellos parece haber una confrontación que perfectamente podría descomprimirse si se utilizara el iluminado espacio restante. Si así fuese, la suerte estaría del lado del conde, quien ya ha recorrido ese camino hacia su esposa varias veces. Es el motivo por el cual no vive la situación como acuciante, sabe someterse a la norma para evitar males mayores, pero, el rey no logra despegarse de sus emociones, necesita tener el control absoluto. El dolor viene de allí, del temor a sufrir por el deseo insatisfecho. Nos recuerda la posición de adultos debilitados por una infancia signada por la sobreprotección. Es la institución del  lugar incuestionable lo que nos ciñe a una esclavitud emocional. No ofrece opciones, es la satisfacción unívoca de un deseo solo saciado por la posesión. En la vida emocional no es posible, ni admisible, un derecho de propiedad universal. El rey debe acomodarse al “como si” de las circunstancias. El poder individual, aunque no lo parezca, ofrece límites. Vittorio resuelve en función de lo instituido, que por tal, es coincidente con lo que la sociedad le permite.

La puta del rey, imagen

El amor es esquivo, no puede generarse por la fuerza, se tiene el cuerpo pero no el alma, es el dolor de un individuo que, en el camino, deja de ser rey, en un último intento de conquista, ya no desde lo instituido, sino desde lo humano. Su esencia lo sobrepasa, lo lleva a gestos altruistas, propios de nobles sentimientos. Es tiempo de autodescubrimiento en relación y bajo una experiencia, cuyo costo será altísimo. En vano servirá como ejemplo alguno, más que para el espectador: el sistema institucionalizado existe bajo la lógica de la repetición, fija seguridades a un alto costo. El individuo no se anima a ser, se esconde bajo disposiciones que reglamentan su vida y evitan todo tipo de transformación.

Tráiler:

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Cartel de The Seven Year ItchLa tentación vive arriba no es, desde luego, la mejor película de Billy Wilder –ahí están títulos como El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), El apartamento (The Apartment, 1960) o La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970) para confirmarlo–, y ni siquiera supone la mejor actuación de Marilyn Monroe –no nos olvidemos de Bus Stop (Joshua Logan, 1956), Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, Billy Wilder, 1959) o Vidas rebeldes (The Misfits, John Huston, 1961)–. Ahora bien, es uno de los largometrajes más inolvidables del séptimo arte, ya que la imagen de Marilyn sobre el respiradero del metro de Nueva York ha dado la vuelta al mundo y se ha convertido en uno de los iconos más famosos del cine, tanto como el bofetón de Gilda (Charles Vidor, 1946), el baile de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952) o la frase que pronuncia Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939).

Marilyn Monroe cae sobre Tom EwellEn realidad, lo que pretendía la Fox era adaptar un éxito de Broadway, que se había estrenado en noviembre de 1952, y rentabilizar a una de sus estrellas más fulgurantes, Marilyn Monroe, que en 1953 había tenido un auténtico annus mirabilis con el estreno de Niágara (Henry Hathaway), Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, Howard Hawks) y Cómo casarse con un millonario (How to Marry a Millionaire, Jean Negulesco). Es más, la propia Marilyn aceptó trabajar en un título como Luces de candilejas (There’s No Business Like Show Business, Walter Lang, 1954) para poder interpretar el papel de “la chica”. Si bien hoy en día nos parece una película bastante ingenua, en su momento tuvo serios problemas con el Código Hays. Lo curioso es que la versión cinematográfica es bastante más edulcorada que la teatral, donde los diálogos eran mucho más picantes y estaban llenos de dobles sentidos, e incluso llegaba a cometerse adulterio.

Las faldas de Marilyn, una escena míticaAl parecer, Billy Wilder quería a un entonces desconocido Walter Matthau para el papel de Richard Sherman –e incluso se conservan filmadas algunas pruebas–, pero la Fox no quiso arriesgarse y le entregó el papel a Tom Ewell, que era quien había estado interpretando al personaje en el teatro. Es, sin duda, su gran interpretación para el cine, medio en el que no conseguiría repetir un éxito como este. Sobre las tablas, quien encarnaba el papel que luego hizo Marilyn fue Vanessa Brown. Si hay un cambio importante en la trasposición de esta obra de George Axelrod al cine, este es el de la importancia del protagonista masculino. En la obra, Sherman era el protagonista absoluto; la película, en cambio, se había diseñado como un medio para el lucimiento del nuevo talento de la Fox, Marilyn Monroe.

Marilyn Monroe y Tom Ewell sentadosEl resultado que obtiene Wilder es una comedia de enredo casi prototípica, muy teatral en su planteamiento, ya que casi toda la acción tiene lugar en interiores, fundamentalmente en el piso de Richard Sherman, un gesticulante y neurótico empleado editorial que se encuentra con una espectacular vecina el mismo día en que su mujer y su hijo han partido hacia su lugar de veraneo. La presentación demorada del personaje de Marilyn es magnífica, jugando con diversas trasparencias y con la voz. Sherman tiene una imaginación prodigiosa, y eso se traduce en unas visiones muy divertidas sobre la culpa y el adulterio, y, en muchas ocasiones, recrea en su mente divertidas situaciones extraídas de las novelas que publica o escenas famosas de películas, algunas de ellas tan reconocibles como la de la playa en De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1953) o la de El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, Albert Lewin, 1945).

Un poco de champagneAunque el peso del largometraje lo llevan Ewell y Marilyn, hay una galería de secundarios excepcionales, encabezados por Oskar Homolka, que encarna al estrafalario doctor Brubaker –trasunto de Freud–, y por Robert Strauss, en el papel del señor Kruhulik, el portero de la finca que aparece en algunos de los momentos más hilarantes del film. De todas maneras, La tentación vive arriba no es una cinta transgresora y, al final, obtenemos una lectura moral, si bien esta llega salpimentada con ciertas dosis de picante y absurdo. Se recrea muy bien la atmósfera de un verano agobiante en Nueva York, de ahí la importancia argumental que tienen el aire acondicionado, las bebidas frías y la bañera.

Tom Ewell le abrocha los tirantes a Marilyn MonroeLa película sigue siendo recordada gracias a Marilyn y a Ewell, pero, sobre todo, gracias a esa escena que Billy Wilder rodó frente al Trans-Lux, en la 42 con Lexington. Se había creado tal expectación que miles de curiosos se congregaron a la una de la mañana para ver cómo se le levantaban las faldas a Marilyn. Al final, Wilder no pudo aprovechar el sonido de esas grabaciones y no tuvo más remedio que volver a rodar la escena en decorados. Pero ya había nacido un mito y se llamaba Marilyn. Curiosamente, cuando Sherman y la chica salían del cine, acababan de ver otra película legendaria, La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), pero el público pronto olvidó los muslos de Julie Adams y los sustituyó por las faldas de Marilyn, que han quedado para siempre en nuestro imaginario. Así se construyen las leyendas.

Premios: Globo de Oro al mejor actor de comedia o musical (Tom Ewell).

Trailer:

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La tienda de los horrores - CartelTodo comenzó en 1960 con La pequeña tienda de los horrores (The Little Shop of Horrors, Roger Corman), una comedia negra hecha en dos días y medio con un presupuesto de menos de 30.000 dólares (Unos 250.000 dólares al día de hoy) y con un joven Jack Nicholson en un pequeño papel. Aunque fue estrenada en el Festival de Cine de Cannes en 1960 (fuera de competencia), la película fue originalmente promocionada como de “serie B”, pero los comentarios de los espectadores la llevaron a un reestreno al año siguiente. Corman no pensó que fuera a tener un gran éxito comercial, por eso ni se molestó en registrarla en derechos de autor.

Para 1982, los compositores Howard Ashman y Alan Menken se basaron en aquella cinta para crear La tienda de los horrores, el musical que se estrenó “off-Broadway” con gran éxito, llevándose el premio Drama Desk a Mejor Letra en un Musical y Mejor Musical en 1983.

A partir del éxito, la adaptación cinematográfica empezó a contemplarse, teniendo a Steven Spielberg de productor y Martin Scorsese para hacerla en 3D, pero todo se detuvo por una demanda del libretista de la versión de 1960, Charles B. Griffith. Después de aclarada la situación, la historia fue ofrecida al director y actor Frank Oz (recordado por ser la voz de Yoda en la trilogía original de Star Wars), que estaba dirigiendo una película de los Muppets y la rechazó en primera instancia, pero luego decidió darle una oportunidad si le hacían una reestructuración.

Así nace La tienda de los horrores (Little Shop of Horrors, 1986), una película musical fuera de lo común que ha perdurado en el tiempo, tanto en cine como en teatro. En 2019 se hizo una nueva versión en Broadway y hace años se está contemplando la posibilidad de un remake en la pantalla grande, con estrellas como Taron Egerton, Scarlett Johansson y Chris Evans.

La tienda de los horrores - Fotograma

Pero, ¿qué historia con ese nombre puede generar tanto interés? Pues verán, todo empieza con Seymour Krelborn (Rick Moranis), un trabajador de una floristería que ama las plantas, pero el lugar donde trabaja, la tienda de flores del señor Mushhnik (Vicent Gardenia) está a punto de cerrar. Un buen día descubre una extraña planta en una floristería China que le llama la atención, decide llevársela y la llama Audrey II, en honor a su compañera de trabajo y amor platónico, Audrey (Ellen Greene).

La misteriosa planta atrae la atención de curiosos y clientes, pero rápidamente empieza a marchitarse. Seymour hace todo para que crezca, hasta cantarle, pero Audrey II no responde. De repente y por accidente, Seymour se pincha un dedo y Audrey II despierta, atraída por el olor de la sangre. No pasará mucho para que la planta crezca y ya no le baste todo lo que Seymour le da, al fin y al cabo es una planta carnívora y necesita alimentarse…

Para completar la historia decidieron ambientarla en un barrio de poca monta en el Nueva York de los años 60 y volverla un musical, donde existe un trío de mujeres (Crystal, Ronette y Chiffon) como un coro griego omnipresente que introduce la historia y le advierte a la audiencia sobre el horror que le espera. Y no podemos olvidar el cameo de Bill Murray y el dentista sádico y adicto al óxido nitroso (también conocido como “el gas de la risa”) que es interpretado genialmente por el comediante Steve Martin.

La tienda de los horrores - Fotograma

Y si eso no les basta para buscar la película inmediatamente, les doy más datos: fue nominada a dos premios Oscar, por los efectos visuales que recrearon a la devoradora Audrey II, y a Mejor Canción Original, la primera canción con palabras obscenas en su contenido y la primera cantada por un villano, llamada “Mean Green Mother from Outer Space”, algo así como “La malvada madre verde del espacio exterior”. Los nominados por esta última Howard Ashman y Alan Menken, son los legendarios creadores de las canciones de La Sirenita (The Little Mermaid, 1989), La bella y la bestia (Beauty & the Beast, 1991) y Aladdín (Aladdin, 1992)

Pero las canciones de La tienda de los horrores no se parecen en nada a las que hicieron para las películas animadas de Disney. Acá hablan de lo difícil que la vida es en downtown Nueva York (“Skid row”), el placer que siente el dentista al hacer sufrir y gritar a sus pacientes (“Dentist!”), de cómo las personas malvadas se ven como comida perfecta para las plantas carnívoras (“Feed Me (Git it)”) y de cómo los mansos heredarán lo que merecen, citando a la Biblia pero hablando del karma (“The Meek Shall Inherit”).

La tienda de los horrores - Fotograma

Aunque recolectó 39 millones de dólares en taquilla en 1987, los críticos elogiaron el musical por ser arriesgado y recibieron nominaciones a premios, los productores consideraron que tuvieron malos resultados (el presupuesto fue de 25 millones de dólares). Al llegar a cintas se cumplió la profecía que el famoso crítico de cine Roger Ebert pronosticó en su crítica original de la película, “se convertirá en una película de culto que los fans querrán incluir en sus vidas”. Tanto la película como la banda sonora fueron un éxito en ventas, generando una cultura de admiración y amor por Seymour y su planta carnívora.

Años después de haber sido reestrenada, digitalizada y analizada, este clásico de Frank Oz sigue marcando la pauta entre los musicales de Hollywood que buscaron ser diferentes, en una época en la que los habían relegado casi exclusivamente a los escenarios de Nueva York. Con su humor negro, una crítica social y un mensaje acerca del dominio de la naturaleza sobre la humanidad (En el final original del director que se encuentra en la edición especial en DVD), La tienda de los horrores continúa siendo una cinta con la que vale la pena reencontrarse más de una vez, o disfrutarla por primera vez en la comodidad de la casa.

Trailer:

https://www.youtube.com/watch?v=4u40ZD1kX4M

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Cartel de la película La tramaDefinitivamente vale la pena reencontrarse con el gran Alfred Hitchcock, que nunca cesará de sorprendernos, más de 40 años desde que hizo esta, su última película. Se trata de una producción que en verdad responde a su nombre, trama en español, más adecuado que trama familiar, su nombre original en inglés. Porque si quisiéramos dar un ejemplo de lo que significa trama, que se relaciona con urdir (de una raíz indoeuropea tragh, que significa arrastrar; conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la urdimbre, forman una tela, un tejido; artificio, dolo, confabulación con que se perjudica a alguien; disposición interna, contextura, ligazón entre las partes de un asunto), esta película sería bastante apropiada para ello.

Normalmente las tramas son enredadas, siendo necesario prestar atención cuidadosa para no perderse los detalles. Sin embargo, Hitchcock es un narrador único, ya que nos deja ver, uno a uno, los detalles importantes, sin que sepamos para donde va ese tejido, pero sin que nos sintamos perdidos con el conjunto ya narrado. Cada escena es un toque maestro que no sobra, un delicado bocado de suspensos y de definiciones que ilumina al espectador y que da sabor a esta gustosa experiencia intelectual y visual, que lo es también sonora con la rica música del gran compositor de bandas sonoras John Williams.

Hitchcock teje con sus actores, especialmente con las mujeres. Gusta él de las mujeres rubias atractivas y misteriosas. Como acá una de las dos protagonistas, Karen Black, tiene el pelo entre castaño y negro, aparece en esos papeles de misterio y de mujer fatal, con pelucas rubias; la otra actriz, Barbara Harris sí es rubia, pero tiene un rol poco usual en los filmes de Hitchcock, el de un personaje ligero, una delincuente truculenta, considerada y divertida, que, junto con su pareja, da un tono de comedia al filme. Es que se trata de una equilibrada mezcla de drama y comedia, que nunca llega a la tragedia, porque los crímenes y la maldad de los malos de verdad, parecen tener echada su suerte, derrotados ante la creativa, inocente y divertida habilidad de otros malos que no lo son tanto. El resto del mundo, inclusive nosotros, está formado por testigos hechizados por la trama, como en una sesión de magia.

Family Plot, fotograma

La magia se basa en el engaño, que acá sucede en tres planos. El esencial, el que da origen a la trama, es el de un asesinato despiadado. Una pareja de ancianos es quemada viva, en un incendio premeditado por un hijo adoptivo y ejecutado por un extraño sicario. Estos personajes quedan entrelazados por el crimen, en una serie de episodios que eventualmente los amarran a los otros dos planos, bajo la fuerza de coincidencias imposibles. En un segundo nivel, menos sangriento y más sofisticado, el siniestro y desagradecido hijo, es ahora un distinguido comerciante, dedicado, con base en las artes histriónicas de su hermosa pareja, a extraer valiosos diamantes, literalmente, de las arcas de sus víctimas en un conjunto de invencibles esquemas extorsivos. Todo ello hace cruce con el tercero de los engaños, donde una falsa médium que expolia a sus confiados clientes con fingidas sesiones de espiritismo. Ello lo hace sin mayor alarde criminal, a modo de modestas estafas, casi que de buena fe, con ayuda de su enamorada pareja, a quien manipula con sus encantos.

La trama, de Alfred Hitchcock

¿Cómo se entrelazan estos engaños? A través de la trama envolvente que nos atrae, del engaño grande, que el director y el escritor, han trazado como entretenimiento para nosotros. Realmente solamente sabemos hacia el final cómo se resuelven las cosas, ya que entre engañosos personajes todo puede pasar.

Vale la pena ver una y otra vez esos clásicos del cine, esas obras de los grandes, esas actuaciones valiosas. Es el cine de reencuentro, tan valioso o más, como el cine de estreno.

 

Trailer:

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Cartel de La última tentación de CristoEsta película estuvo prohibida en mi país y en muchos otros cuando fue distribuida en los cines hacia 1988-1990. Ya ha pasado el tiempo, se han moderado de alguna forma las opiniones y el rechazo tan fuerte que causó y es ahora, en mi opinión, una obra maestra del cine que nos aproxima a una visión muy humana de Cristo, ese hombre-Dios que ha partido en dos la historia de la humanidad occidental y que es personaje muy cercano a mis propias vivencias. La estuve viendo de nuevo acá en mi casa, en la semana santa, durante la prisión domiciliaria en que se han convertido, para los adultos mayores de nuestro país, estos tiempos de cuarentena obligada por culpa del covid-19, el cual es el protagonista de la película de misterio y terror de los tiempos presentes. Como en los buenos filmes, la estamos viendo con mucho interés, atrapada nuestra atención, sin que su desenlace se conozca todavía.

Es bien interesante el poder que tiene el cine para colocar al espectador ante una riqueza de puntos de vista. Con un personaje como Cristo, quien de inmediato crea inquietudes y controversia con sus palabras y sus acciones, podemos apreciar un mundo de posibilidades. De una parte, está la actuación, en verdad magistral de Willem Dafoe. La cámara nos acerca a sus expresivos gestos, que van fluyendo con los temas y las escenas, evidentemente en una íntima cercanía con los sentires de actor y director, en sintonía con la novela del cretense Kazantzakis, un autor profundo, filosófico y esencial, en sintonía con la imagen de un hombre-Cristo de carne y hueso. Hablando de la cámara, se disfruta de un acertado juego de tomas cercanas, de cuerpo entero, de grupo y de tomas generales, que simbolizan y comunican apropiadamente las presencias de Cristo. La del individuo que experimenta vivencias propias. La del amigo y enamorado del otro cercano, capaz de interesarse, de responder, de hacer preguntas y de conversar. La del líder de grupos de individuos de variable energía y sentido del compromiso, sujeto también a inquietudes, a dudas, a frustraciones y a gozos; a protestas y alabanzas. La del habitante y nativo de una región absolutamente mesmerizante para nosotros, la cual asociamos con el desierto, con el Mar de Galilea, con Jerusalén, con el Jordán, con Nazaret; pero también con la casa de María y Marta o con María Magdalena en Cafarnaúm o con la colina del Calvario y el palacio de Poncio Pilatos.

Última tentación de Cristo - fotograma

Otro aspecto que da perspectiva amplia es el de los diálogos, que de alguna forma toman prestado de la calidad del novelista, que, con seguridad, dadas sus vivencias de ser universal, de peregrino del mundo, de nativo de una isla mítica, cuna de navegantes y de la civilización griega, constituyen una aproximación única a las palabras de Cristo y de los personajes que rodearon su vida. Muchas frases son tomadas de los relatos de los evangelios, me parece que en forma muy respetuosa y proporcionada; pero también se pintan los cuadros de esa narración con los colores de una rica paleta de interpretaciones que nos llevan a entretejer opciones, a leer entre líneas, en forma contemplativa y más profunda, que la que resultaría de una recitación absolutamente fiel, que de todas formas, debería conciliar también las tendencia y variaciones de las narraciones canónicas. En pocas películas se nos ofrece esta opción de ser lectores profundos de la escucha.

The Last Temptation of Christ

Pero quizás el aporte mayor que nos ofrecen la novela y la película es el de vivir imaginativamente opciones, el de desplazarse por universos paralelos, en unos viajes cuánticos, que de pronto permiten entrar a los agujeros negros de la conciencia para desplazarse al mundo de todas las posibilidades, que es también el mundo de la creatividad. Paso a paso la película nos muestra los ritos de pasaje de Cristo a través de sus grandes desafíos, que resumiría en cinco, en los cuales el filme se toma todo su tiempo para que caigamos en cuenta de lo que significan las transiciones en la vida humana. Estas son también cinco tentaciones, en las cuales este ser humano escoge sus niveles de conciencia, oscilantes entre los atractivos y las seguridades de la rutina y los desafíos y los riesgos del cambio. En todas ellas nos muestra la película la presencia de unas voces interiores, a veces, de origen divino; a veces, de origen íntimo; otras, de origen demoníaco. Estas voces son confusas casi siempre y dan origen a sentimientos de duda y de angustia, pero también de certeza y de excitación. Distingo en el filme los siguientes momentos: el paso de carpintero constructor de cruces, a predicador andariego que forma discípulos; el de hombre enamorado dependiente, frustrado y tímido, al de líder solitario y atrevido, pero todavía repleto de dudas; el de la persona inspirada que no tiene clara su misión, que, luego del bautismo en el Jordán, se convierte en profeta en propiedad, que, aunque todavía inseguro, señala el camino; el de los tránsitos por las tentaciones en el desierto, donde se enfrenta cara a cara con los demiurgos, hasta salir transformado en el hombre que acepta y emprende su misión, sabedor de que conlleva enormes sacrificios. Naturalmente la última de las tentaciones o transiciones es la más importante de todas y en ella la película y la novela son enormemente desafiantes y atrevidas, creando un verdadero universo paralelo, un Cristo doble, que vive entre el presente y el futuro, de la mano de un ángel-demonio, justamente en el instante mismo de su muerte, experimentando, en un fugaz momento, largas vivencias temporales, que tienen el extraño sabor de la felicidad mezclada con el del abandono inesperado de la misión.

The Last Temptation of Christ - Crítica

Considero que este es un extraordinario filme, que nos acerca mucho al personaje de Cristo, comunicando empatía, simpatía y, honestamente creo, un amor muy especial por este ser magnífico que vivió a tope su doble naturaleza en este mundo, dejando una huella imborrable, que siempre será ocasión para temas vibrantes en el cine.

 

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Andrew Crocker‑Harris (Michael Redgrave) es un estricto profesor de Lenguas Clásicas que ha entregado los mejores años de su vida a los alumnos de quinto curso de un elitista colegio británico. Por motivos de salud, debe prejubilarse y abandonar el centro al que tanto ha dado. Es el momento de echar la vista atrás y hacer balance, pero el descubrimiento es desolador: su vida, tanto desde el punto de vista profesional como personal, ha sido un completo fracaso. Esta es la premisa argumental de la que parte La versión Browning, uno de los grandes títulos del cine inglés de todos los tiempos.

Fotogramade La version Browning01Aunque bastante desconocida en España, donde ni siquiera se estrenó comercialmente en salas, es uno de los hitos indiscutibles del cine británico. El título, algo críptico, hace referencia a la versión que el poeta inglés Robert Browning hizo del Agamenón de Esquilo, tragedia perteneciente al ciclo de Troya. La cinta se basa, a su vez, en una obra de teatro de Terence Rattigan que el propio dramaturgo convirtió en guion cinematográfico. La alusión al teatro griego clásico no es, desde luego, gratuita, ya que se establece un claro paralelismo entre la tragedia de Esquilo y la historia del profesor Crocker‑Harris, a quien los alumnos apodan “The Crock” o “el Himmler de quinto curso”.

En cierto modo, el tipo de profesor que encarna Michael Redgrave, un hombre estricto e inflexible con sus alumnos, se opone a visiones mucho más luminosas de la docencia, como las que se ofrecen en títulos clásicos como las dos versiones de Adiós, Mr. Chips (Goodbye, Mr. Chips, Sam Wood, 1939; Herbert Ross, 1969) o El club de los poetas muertos (Dead Poet Society, Peter Weir, 1989). Rattigan, como guionista, y Anthony Asquith, como director, manufacturan una cinta impecable. No se podía esperar menos de los responsables de títulos como El caso Winslow (The Winslow Boy, 1948) o The Final Test (1954).

Fotograma_La_version_Browning02Sin duda, uno de los grandes aciertos de La versión Browning es su protagonista, Michael Redgrave, que dota a su personaje de una amplia gama de registros, desde su distanciamiento inicial al reconocimiento del propio fracaso como profesor. Jean Kent, que hace de su esposa, Millie, supone un magnífico trasunto de Clitemnestra, que asesinó a su esposo, Agamenón, cuando este regresó de la guerra de Troya tras diez años de ausencia. Completan el reparto Nigel Patrick, como Frank Hunter, el profesor de ciencias; Ronald Howard, como Gilbert, el sucesor de Crocker‑Harris; y Wilfrid Hyde‑White, que es el rector de la escuela. Hay en Redgrave cierto amaneramiento que provocó, en su momento, una doble lectura de la película, ya que se llegó a afirmar que el fracaso del profesor radicaba precisamente en el hecho de no aceptar su propia homosexualidad.

Fotograma_La_version_Browning03La versión Browning, desde luego, no renuncia a ciertos recursos teatrales, de ahí que esté ambientada fundamentalmente en interiores, lo que le permite reflejar a la perfección la vida en un exclusivo colegio británico: desde las oraciones de la mañana hasta los discursos de final de curso, pasando por las aulas donde Crocker‑Harris y Hunter muestran métodos totalmente opuestos de enseñanza. Ahora bien, incluso alguien como Croker‑Harris es capaz de despertar la simpatía de un alumno, Taplow (Brian Smith), que, con su exigua asignación, le regala un ejemplar del Agamenón en versión rítmica de Browning; y no solo eso, sino que le dedica este hermoso epigrama: “Dios en la distancia mira con benevolencia a un gentil maestro”. Este pequeño gesto desmantela la coraza que Crocker‑Harris se ha ido construyendo durante años.

Fotograma_La_version_Browning04En 1994, Mike Figgis adaptó nuevamente al cine La versión Browning, con Albert Finney, Greta Scacchi, Matthew Modine y Julian Sands en los papeles principales. Entre los productores se encontraba Ridley Scoott, que considera la película de Asquith una de las obras maestras del cine. En la versión de Figgis, Finney sustituyó el amaneramiento de Redgrave por una sobriedad que se hace añicos cuando se emociona al leer algunos versos del Agamenón, escena que, curiosamente, no estaba en la versión de Asquith.

Hay, al cabo, una valiosa lección en esta película sobre la enseñanza: si un profesor ha llegado al extremo al que ha llegado Crocker‑Harris y es consciente de su distancia y su frialdad con respecto a los alumnos, eso quiere decir que es el mejor momento para abandonar la docencia y comenzar de nuevo, “antes que el tiempo muera en nuestros brazos”, como rezaba el verso final de la Epístola moral a Fabio.

Premios:

Festival de Cannes: Mejor Guion (Terence Rattigan) y Mejor Actor (Michael Redgrave).

Escena de la película:

http://youtu.be/7q3nKi-PEBE

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Ladrón de bicicletasLas personas tenemos la tendencia a interpretar la realidad de acuerdo a esquemas mentales existentes. Respondemos a situaciones moviéndonos, las imágenes son causa del movimiento y todo ello se encadena de una manera realista, que se puede interpretar mediante esquemas mentales establecidos.

El cine no escapa a esta cadena reactiva y tiende a ser un cine de tópico, un cine de acción, en el cual el espectador reacciona a la historia que se le cuenta, movido por las imágenes. Así como existe un mecanismo óptico que suaviza la desconexión entre imágenes y las interpreta visualmente como una acción continua, así el esquema mental pre-construido en las mentes establece el significado de los tópicos y los ajusta a las imágenes mentales y a las interpretaciones existentes.

Pero la realidad cotidiana es muy sorprendente si se la mira desde una óptica distinta, más centrada en la imagen pura y no tanto en la respuesta automática que ella sugiere. Los cineastas, como los pintores, los escritores y los músicos, lo saben y han estado jugando, de manera cada vez más atrevida, con esos espacios. Una de estas aproximaciones es la del neorrealismo, el cual,  citando a Bazin, es “una nueva forma de la realidad, supuestamente dispersiva, elíptica, errante u oscilante, que opera por bloques y con nexos deliberadamente débiles y acontecimientos flotantes”. En vez de representar una realidad ya descifrada, el neorrealismo apuntaba a enfrentarse con la ambigüedad.

Ladri di bicicletteSe considera a Ladrón de bicicletas como un clásico del neorrealismo. En este bello trabajo de Vittorio De Sica se narra la historia de Antonio, un personaje humilde en la Italia de posguerra, quien sufre el robo de su bicicleta de trabajo, objeto conseguido con grandes sacrificios, perdiendo así sus posibilidades de traer sustento al hogar. Su hijo, un tierno y sensible niño, madura a la fuerza en compañía de su padre, mientras este trata inútilmente de recuperar su bicicleta. Esta historia simple, pan de cada día de la gente pobre, ha sido trabajada magistralmente por De Sica, creando impactos en el espectador, obligándolo a hacerse preguntas y a descifrar las complejas realidades a que se enfrentan los desempleados y los marginados.

Lo logra jugando con aspectos flotantes y dispersos, es decir, con la existencia de probabilidades, de opciones oscilantes, posibles, pero alejadas de los comportamientos esperados. Una bicicleta actúa en la película como elemento de dispersión, que torna una situación clara en un mar de probabilidades e inseguridades. ¿Quién puede teorizar sobre lo absurdo del robo, quién se escapa a sus arbitrariedades? Entre ellas se incluye el que sea tanto justo como injusto y también las actitudes de la  persona misma y sus opciones mentales: Puede ser a la vez víctima, perseguidor y salvador.

Ladrones de bicicletas, de Vittorio de SicaIgualmente, crea situaciones cíclicas en la historia, ciclos con centros múltiples y abiertos, de trayectorias aplanadas o redondeadas, elípticas, engañosas. En la cotidianidad pasan cosas, comunes y corrientes. Se pueden volver elípticas bajo la influencia de estímulos aparentemente inocentes. Visitar a una santa adivina que te dice lugares comunes bajo el influjo de invocaciones divinas, te puede afectar de forma insospechada, pues te hace cambiar el enfoque del devenir. Entonces los ciclos se aplanan y el tiempo adquiere un nuevo significado y aparecen nuevas opciones. El rompimiento de esquema puede ser tan fuerte, que se convierta en hipérbole (exageraciones, locuras o abandonos) o en parábola (reflexiones, nuevo conocimiento, cambio).

De Sica propone también un esquema errante en la historia, que tiene que ver con vagar por el mundo, como vagabundo. Es el esquema del monje mendicante, del habitante de la calle, del abandono, de la renuncia al oficio rutinario, del caminante. Cuando Antonio y su hijo deambulan por la ciudad, sin saber qué hacer, se vuelven sensibles a todo lo que pasa y se entretienen con cualquier observación, pasando por ciclos exhilarantes (en los cuales todo se ve bien) y por ciclos depresivos (en los cuales nada parece funcionar). Estos esquemas vagabundos no hacen parte de la normalidad sensomotriz, que está gobernada por los oficios, por el trabajo, por las rutinas de la vida. Las multitudes van apareciendo por todas partes en Ladrón de bicicletas, todas esas personas, especialmente hombres dedicados al rebusque, sugieren que hay una realidad errante subyacente en la sociedad, en lo cotidiano.

Fotograma de Ladrón de bicicletasEn el filme aparece lo oscilante, que tiene que ver con un ritmo cambiante, que va y viene. Lo cotidiano parece claro, pero si lo observas en detalle, es muy oscilante y nunca se termina de resolver. El problema es que las personas no tenemos muy clara la presencia de la perturbación ni mucho menos el orden subyacente. Cuando Antonio, su hijo y sus amigos visitan el mercado de partes usadas se dan cuenta del orden subyacente en ese enorme desorden del rebusque, del comercio, de la venta de partes robadas. Pero no podrían descubrir lo que realmente pasa, a no ser que lo vivieran directamente. No descubrimos lo oscilante, a no ser que oscilemos.

Cuando hay agrupamientos de hechos aparentemente desconectados y las cosas son más grandes de lo que parecen, de manera que hay atracciones y repulsiones entre ellas, se forman unos conjuntos que podemos denominar bloques (los cuales generan bloqueos). Esto sucede porque los conjuntos tienen superficies, profundidades, aspectos ocultos e inercia que se te viene encima. Entonces Antonio siente que se le viene el mundo encima, como un gran bloque de imponderables. Pero también intuye que existe poder y capacidad en el ánimo de su propio hijo, que le sirve de resonancia, que genera esperanza. El papel del niño es uno de los aciertos mayores de Ladrón de bicicletas, como elemento de liberación y de desbloqueo, el anuncio de un mundo nuevo, de lo mucho que queda por aprender y por descifrar.

Imagen de la película Ladrón de bicicletasFinalmente, todo está enlazado por nexos débiles, como corresponde a acontecimientos flotantes unidos por una lógica débil, difusa, confusa, suelta. Hay interconexión pero no es tan estructurada como para que se pueda predecir el devenir. Un niño es el maestro de su padre. Una solución imposible se resuelve con decisiones, como cuando la esposa de Antonio vende sus sábanas para comprar una bicicleta. Un ladrón es atrapado, pero está conectado con su madre y las cosas cambian, nadie lo puede condenar; otro ladrón es atrapado in fraganti, pero está conectado con su hijo y las cosas cambian también, la víctima del robo siente compasión y no lo acusa.

De Sica nos plantea la opción de detenernos en la imagen como tal, dejando que seamos videntes, que veamos más allá de la acción, que participemos, que nos liberemos de la dictadura de la imagen acción, de los esquemas preconcebidos. Nos hace una invitación al humanismo sincero, a la cercanía con el otro.

Trailer:

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Póster de Lake MungoLa películas tienen muchas facetas. Tras esta frase de perogrullo con la que he comenzado, creo que se esconde una especie de verdad invisible que todos los que amamos el cine, de cualquier clase, encontramos en la experiencia de la sala de cine, de la intimidad de nuestro salón o donde fuere que disfrutemos de nuestro pasatiempo favorito.

Ocurre que, en ocasiones, una película nos sorprende, porque está en las antípodas de nuestras expectativas iniciales. Esperamos un entretenimiento ligero o un producto de género, y el resultado es como un puñetazo. Nos desarma, apela a emociones inesperadas, se hace un hueco en tu alma sin avisar, a base de pequeñas pinceladas de sensibilidad y humanidad.

Eso es lo que vengo a contar de Lake Mungo (Joel Anderson, 2008), película semidesconocida que consiguió, en su momento, romper todas mis defensas. Quizá suene exagerado, pero me regaló instantes contradictorios, tanto íntimos como perturbadores, mezclando con sutiles intenciones el relato de apariciones espectrales con los sentimientos mundanos y reconocibles más allá del miedo.

Lake Mungo, a priori, no ofrecía más que el enésimo experimento de found footage, un modo de hacer cine de terror que se popularizó a raíz del enorme éxito de El proyecto de la bruja de Blair ( Eduardo Sánchez, Daniel Myrick, 1999). Son incontables las producciones que llegaron en diferentes formatos a rebufo de aquel pelotazo en taquilla, pero los realmente interesantes se pueden contar con los dedos de una mano. La historia de Lake Mungo gira alrededor de una familia que pasa por el terrible trago de la pérdida de un ser querido. De la noche a la mañana, la muerte accidental de la joven Alice deja a unos padres destrozados y a un hermano que no encuentra la forma de procesar el dolor. En pleno duelo, algunos episodios extraños llevan a los miembros de esta familia a pensar que Alice todavía se encuentra en la casa, lo que lleva a un nuevo estado a los protagonistas: la aceptación de que es posible la vida en el más allá.

La familia protagonista

La película muestra, en formato de falso documental, los distintos procesos mentales y emocionales de esta familia. Nos adentra con total intimidad en su derrumbe emocional y en el espeluznante viaje que emprenden para revelar los secretos que esconde la siniestra presencia de lo que un día fue Alice. Los encontronazos con la realidad del duelo chocan contra el elemento puramente paranormal, dejando para el recuerdo una película que, sin renunciar a su esencia de género, se esfuerza por ofrecer algo diferente, cercano y, en ocasiones, hasta poético.

Lo consigue con diferentes matices que dotan de complejidad al conjunto. Los personajes son algo más que la consabida excusa para despertar los miedos del espectador. Joel Anderson, director y guionista de Lake Mungo, quiere que compartamos el horror, sí, pero también todos esos sentimientos encontrados que la llegada de lo inexplicable desata en los tres protagonistas. Cada uno de ellos afronta la tristeza de forma diferente. Entre la aceptación, la negación, la búsqueda de explicaciones a algo tan fútil e inesperado como la muerte de una persona tan joven, es imposible no conectar con esta gente. Incluso Anderson se las apaña para la reflexión acerca del cine como medio de escape, cuando Matthew, el hermano de Alice, usa su cámara como evasión, en un intento de encontrar sentido a la tragedia en el día a día.

Joel Anderson realiza un estudio de la naturaleza humana disfrazado de ejercicio casi prototípico de terror. Creo que hay cierta consciencia por parte de los creadores de Lake Mungo de que esta historia de familia sometida a presencias extrañas nos la han contado antes. Así que, con mucha inteligencia, se utiliza el tópico a favor. Deriva en nostalgia y recuerdo en el trasfondo de la pérdida, en una historia sobre la caída del velo de la ignorancia con catastróficos resultados, acerca de las máscaras con las que nos presentamos ante los que nos quieren, con todos los secretos que ocultan y que revelan dolorosamente, en ocasiones, a auténticos desconocidos.

El misterio de Lake Mungo

Si el aparato emocional de la película ya es motivo de sobra para el aplauso, tenemos algo imprescindible en esta clase de productos: Lake Mungo da miedo. No un horror físico, de sobresaltos, pero sí de sensaciones y ambientes incómodos, de sugerencia por encima del efectismo. Además, cuenta con un extra que encuentro fascinante en las películas de origen australiano. No sé si seré el único que tiene esta percepción, pero noto especial habilidad para la construcción de relatos casi oníricos. Quizá sea por la propia naturaleza de la gigantesca isla y sus parajes desérticos, o incluso el propio folclore de los nativos y su tiempo de sueño, pero lo cierto es que la extraña iluminación, el contraste de colores, las diferencias entre los espacios urbanos y la impredecible naturaleza son  factores comunes que, en este caso, también se hacen notar.

La identidad visual de Lake Mungo, partiendo de la más absoluta sencillez, se sostiene gracias a esta languidez de ensoñación, alimentada por la melancolía que imprime Anderson a su narrativa, centrada en los sentimientos de estos personajes al afrontar un viaje emocional fuera de lo común.

Lake Mungo es una película especial, pequeña, construida desde la empatía y la conexión con el espectador. El horror hace acto de presencia, pero el centro está en el drama, en los silencios, en el acercamiento a esta familia que se desmorona y afronta algo para lo que nunca estás preparado. Es el viaje a través de la culpa, de la sensación de que las cosas podrían haber sido de otro modo. Es un juego de espejos que, a pesar de la fanfarria, cuenta algo muy humano: lo duro que es dejar marchar a quien quieres.

 

Tráiler:

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poster_vonkantRainer Werner Fassbinder no era un director muy dado a las entrevistas. En alguna de ellas, asegura preferir una muerte prematura y concluyente ante una vejez tranquila y dilatada. Así de claro y rotundo era el director alemán. Con solo 37 años abandona el mundo mediante  una sobredosis y deja un impresionante legado de más de cuarenta películas, obras de teatro y televisión. Su cine no era distinto a sus palabras. Durante su carrera llega a realizar hasta tres películas por año, todas ellas dotadas de una personalidad tan robusta y característica que abren una brecha para lo que sería el denominado nuevo cine alemán. Fassbinder fue uno de los responsables de ese nuevo aire artístico que se desenvolvía entre largos planos secuencia, una cuidada puesta en escena y una reconocida influencia teatral. Su sello nihilista y tormentoso con respecto a la vida y a los sentimientos humanos también fue aplicado durante toda su obra. Las amargas lágrimas de Petra von Kant fue un magnífico ejemplo de todo ello.

Los primeros rayos de sol de la mañana cogen desprevenida a Petra von Kant, diseñadora de moda de gran fama y prestigio. Marlene, una sirvienta de rostro serio y caricaturesco, que se mantiene sin decir una sola palabra durante el filme, sube la persiana mientras Petra le reprocha la poca delicadeza. Marlene no es una  sirvienta común, bajo ese aspecto intrigante se encuentra una sumisa al más puro estilo de la dominación, lo que dialécticamente Hegel expondría en su teoría del amo y el esclavo, y del que Sartre, más tarde, complementaría, llevándolo a las relaciones sentimentales. Una mujer totalmente oprimida bajo las órdenes de Petra, su ama. El trato arrogante y despectivo se hace notar en los primeros minutos. La habitación es una especie de taller de creación con una enorme cama blanca, que servirá como único escenario para desarrollar la historia. No es de extrañar las múltiples adaptaciones al teatro de la obra de Fassbinder, pues podríamos decir que una cama, algunos objetos como maniquíes y la interpretación excepcional de sus actrices es todo lo que el director necesita para crear la obra o, dicho de otro modo: teatro dentro del cine.

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Lo que distingue de filmar una simple obra teatral con la cámara a lo que hace el director es evidente. La puesta en escena y los pocos objetos que muestra sirven para dotar a la imagen de puro significado. Las actrices se mueven en la composición del cuadro para crear estados de ánimo psicológicos, incluso las proporciones de las actrices acentúa ese significado de dominación. Cada plano cuenta de una belleza estilística y simbólica de fuerza para que la imagen impulse, por sí sola, la psique de sus protagonistas.

Una amiga, Sidonie, va a su casa y mantienen una larga y tendida conversación sobre el fracasado matrimonio de Petra con su ex marido. Habla desesperanzadamente sobre la falta de valores de la vida conyugal, la fuerza psicológica que hay que tener en algo que está destinado per se al fracaso y el juego de dominación que se crea entre ambos cuerpos, un juego de humillación y seducción, que se contradice y se complementa de forma inexplicable. Mientras se mantiene la dialéctica, la cámara recorre los rostros, prestando una atención especial a Marlene, que deja de dibujar para escuchar las palabras de Petra. Parece que le afectan de algún modo extraño. La incógnita sobre quién es Marlene es, en realidad, como una habitación que tiene muchas puertas y cada una de ellas, una teoría diferente. Sin embargo, quizás la cámara revele la pista única que hace pensar que Marlene está estrechamente relacionada con lo que Petra cuenta sobre su pasado y su matrimonio. El primer punto de giro de la trama es tan sutil como oportuno. Sidonie invita a casa de Petra a una amiga suya, Karin, que intenta hacerse un hueco en la ciudad. Ella es recién llegada y no sabe muy bien por dónde tirar. Es hermosa, sensual, y Petra von Kant se enamora irremediablemente de ella en poco tiempo, así que le promete un trabajo para abrirse paso como modelo, con la intención de mantenerse cerca de ella. En una segunda entrevista, conocemos más en profundidad a Karin, ella es joven, perezosa y melancólica. Tiene esa distraída libertad juvenil que Petra ha perdido hace años. Ella le convence de que todo el mundo necesita un empujón para llegar a ser alguien y le invita a mudarse a su habitación. Mientras la hermosa Karin habla sobre las relaciones de su pasado, Petra la observa con fascinación y delicadeza.

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Petra y Karin han mantenido una relación sentimental. El punto medio restringe estas acciones y pasa directamente a una elipsis en la que vemos a Karin tumbada en la cama leyendo una revista. Es una manifestación visual de lo que ha ocurrido con el tiempo. No solo Karin llega a instalarse en casa de Petra y a trabajar para ella, sino que ahora nada es lo que parece. Ella ha ocupado la cama de Petra, literalmente, en la que durante la primera hora Petra era la dueña, incluso ha quedado relegada a un pedacito de la pantalla, mientras que Karin ocupa proporciones más considerables. Ha habido un intercambio de posesiones, de dominación. Enseguida, el director lo remarca con un diálogo en el que Karin le pide cosas a Petra, de la misma manera que Petra le pide cosas a Marlene. Karin ha convertido a Petra en su Marlene particular, en alguien que obedece, víctima del amor incondicional que siente hacia la joven.

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Cuando la liberal Karin le confiesa su infidelidad con un hombre, Petra se desmorona hasta caer en una profunda depresión. Para colmo, su marido está en la ciudad, y decide coger un vuelo para estar con él; una forma peculiar de abandono. La familia de Petra va a visitarla en sus horas más bajas. Su hija y su madre se presentan como seres que nunca han ocupado un lugar importante en su vida. Sumida en el más doloroso de los tormentos, bebe sin tregua junto al teléfono, esperando una llamada de su preciada Karin. Después de un breve y conciso contacto con ella, resurge una nueva Petra, más lúcida y compasiva, en definitivas cuentas, más humana. Su rostro ahora es bondadoso y caritativo, como el de una niña. Le ofrece la oportunidad a Marlene de que se siente con ella y le hable de su vida, le ofrece de igual a igual, no de ama a esclava, sino de mujer a mujer. La reacción de Marlene ante tal propuesta es el punto y final, elevando el simbolismo que sobrevuela la obra hacia su significado último. Una reacción extrema que termina de forma absolutamente brillante.

Las amargas lágrimas de Petra von Kant acude a las entrañas del ser humano, de su inconsciente perturbado y sus manifestaciones catárticas de agonía y contradicción.

 

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Las aventuras de Robin HoodLas aventuras de Robin Hood fue un éxito arrollador del estudio de cine Warner Brothers y una gran apuesta, que implicó un presupuesto millonario y el protagonismo de la pareja de actores  más famosa de la  época, Errol Flynn y Olivia de Havilland. Ya los dos habían actuado juntos en una exitosa película de piratas, Capitán Blood, en 1935. Eran los tiempos de la aparición del clásico de Disney, Blancanieves y los siete enanitos y Warner Brothers le apostó igualmente a una especie de cuento de hadas, basado en la historia, a la vez romántica y divertida, del famoso héroe de leyenda inglés de la Edad Media, Robin Hood. Lo hizo con toda la fastuosidad  posible, en colores. Pero no simplemente, sino con el más espectacular despliegue posible, el cual fue pionero e influyente en el uso y en el significado del color en el cine, estableciendo duraderas asociaciones entre la técnica del Technicolor y el género de las películas de aventura y de fantasía.

Robin-Hood-2La cinta fue bien recibida por el público y por la crítica y ganó tres premios Oscar en 1938: mejor dirección de arte, mejor música original y mejor edición, y fue nominada a mejor película.

La historia se presta para la diversión y la espectacularidad. La acción transcurre principalmente en dos escenarios: en el castillo del malvado príncipe traidor Juan (Claude Rains), quien pretende apoderarse del trono de su hermano Ricardo Corazón de León (Ian Hunter), prisionero en tierras lejanas, con el apoyo de su secuaz, Guy de Gisbourne (Basil Rathbone), y de un grupo de aliados caballeros normandos; y en los bosques de las comarcas cercanas, donde reina una banda de proscritos aventureros, comandada por Robin Hood (Errol Flynn), que se constituye en la amenaza para Juan y sus caballeros. En estos dos lugares se han aprovechado todas las tonalidades y los ricos colores primarios de la paleta de colores, para establecer un mundo de simbolismos y de mensajes visuales.

Olivia de Havilland en Las aventuras de Robin HoodNada se desaprovecha. En el caso de los vestuarios, resultantes del trabajo de Milo Anderson, la riqueza de colores atrapa la atención del espectador, que contempla admirado una continua sucesión de cambios de indumentaria, aprovechando los giros de las escenas y de las historias. Las combinaciones de colores son un estudio en la teoría del color. Se aprovechan debidamente los colores complementarios y los colores opuestos (rojo-verde, amarillo-azul) para enviar señales visuales y para describir lo que va sucediendo. En general se juega con colores brillantes, sin concesiones a los tonos apagados o pastel. Esta es una película pionera y sus realizadores se han  comprometido a fondo con el uso novedoso del color.

Errol Flynn y Olivia de HavillandEn una escena plena de simbología, la banda de Robin Hood, después de capturar a un grupo de caballeros, los despoja de su indumentaria y se viste con las prendas de sus capturados, de manera que se va estableciendo la relación entre poder y color, siempre subyacente en la cinta. En otra, se hace presente el rey Ricardo, de regreso de sus aventuras y, cuando llega el momento indicado, él y el grupo que le acompañan, se despojan de unas capas oscuras y aparecen en ricas vestimentas de guerreros, con cruces rojas al frente, causando un claro impacto visual que no podría darse en blanco y negro.

Robin-Hood-5En los inicios de la producción, la escena nos muestra un rico banquete en el salón principal del castillo del príncipe Juan. Las paredes están adornadas con estandartes coloridos, de modo que los muros de ladrillo no apaguen el brillo prevalente, resaltado por los fuegos de las antorchas; las viandas son fastuosas, quizás nunca se vio tanta carne de tantos tipos y tan adornada en los anales del cine, a la cual se enfrentan con pasión todos los asistentes; estos están vestidos con la carta entera de los colores, tanto los sirvientes y la orquesta como los nobles caballeros. Entonces irrumpe Robin Hood, de vestimenta también colorida, pero menos ostentosa. Lleva en sus hombros un enorme ciervo, de color marrón cenizo, que deja caer sobre la mesa del banquete, todo ello un juego de contrastes de color, entre la clase poderosa y vanidosa y el verde marrón de los campos y de los bosques.

The adventures of Robin HoodMarian (Olivia de Havilland) es la protagonista. Prometida contra su voluntad a Guy de Gisbourne, eventualmente es atraída por los encantos de Robin Hood y se enamora perdidamente de él. A medida que ello va sucediendo, van evolucionando también las vestimentas y adornos de ella y de su pareja, cuyos tonos son complementarios y más o menos vivos según las circunstancias de sus amores.

Para un espectador amante del cine, es muy interesante ver este tipo de trabajos, en el cual los responsables tuvieron la oportunidad de asumir nuevas tecnologías y nuevas épocas, como es el caso del uso del color, con todo el poder que se desata, con todas las posibilidades que se abren. En blanco y negro se pueden decir muchas cosas, algunas de ellas increíblemente sensuales y significativas y por ello contemplamos arrobados el arte y la expresión de las épocas del blanco y negro. Pero el color ha llegado para imponerse y Robin Hood es una declaración en regla de los nuevos tiempos. La película señala las posibilidades del uso del color como elemento del diseño, de tal manera que sus ritmos y sus tiempos se pueden asociar con los colores prevalentes. Este será claramente un nuevo elemento al servicio del director.

Robin-Hood-7Observando a Las Aventuras de Robin Hood desde el punto de vista de la historia que nos cuenta y de los mensajes que transmite, es difícil separarse de su esencia de superproducción, hecha y diseñada para convertirse en éxito comercial, en hito tecnológico, en artículo de entretenimiento, probablemente sin mayores pretensiones artísticas o de riqueza de significados. Pero se refiere a un antiguo mito de rebeldía popular, la leyenda del bandido bueno que vence al poderoso opresor a base de astucia y de malicia, a base de momentos de buen humor que ocultan y vencen al terrible dolor de la pobreza y de la injusticia. Este mito es mirado con ilusión como una posibilidad para derrotar final y elegantemente al injusto y vetusto orden establecido y muchos de los revolucionarios de todas las épocas han sido bendecidos con la etiqueta de bandidos buenos a lo Robin Hood. El asunto es que hay que mantener una cierta sonrisa, una dosis de esperanza, una capacidad para que la amargura y el resentimiento no apaguen al héroe bueno, un sentido de la justicia romántica y atrevida, algo que no sucede fácilmente en las realidades históricas. Quizás hay en Las aventuras de Robin Hood una cierta metáfora del color, como elemento de contrastes y de alegrías, que el héroe no niega ni prohíbe, que tiene que estar al alcance de todos, en vez de resignarse la pobre uniformidad de los tonos grises y apagados o a las monotonías de los uniformes, que han sido costumbre por parte de la mayor parte de los Robin Hoods históricos.

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Póster promocional de Las DiabólicasCon esta crítica y la dedicada a Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994) mi idea es hacer un pequeño paseo por el radical cambio que la concepción del mal ha tenido a lo largo de los años a nivel cinematográfico. Da la sensación que el crimen, y por ende, la misma idea del mal, ha metamorfoseado hasta los niveles actuales, en los que la moralidad de los actos terribles y execrables por definición es carne de polémica y poderosos debates. Hablaremos de la idea de crimen, y de las diferencias entre el asesino cinematográfico de antaño y de la representación actual del mismo personaje en el cine de los últimos años.

El primer ejemplo, estas diabólicas francesas tan recordadas por los críticos, que suele aparecer en esas listas de mejores películas de todos los tiempos. Lo cierto es que es de una elegancia suprema, argumentada en la excelente labor de realización de H.G Clouzot. En esta historia que termina en juego de prestidigitación y engaños, cuenta la historia de dos mujeres atrapadas en las manos de un ser despreciable, Delasalle. Una, esposa oficial; la otra, amante. Ambas, compañeras en un opresivo y decadente internado, en caída libre por la inoperante gestión de Delasalle. Hartas de una situación humillante y represiva, deciden poner fin a la vida de su dictatorial pesadilla, y juntas planean un elaborado crimen perfecto.

Pero si algo hemos aprendido de la historia del cine, es que el crimen perfecto no existe.

El mundo se transforma en una amenaza constante para las implicadas, que sucumben al miedo, a la desconfianza y, sobre todo en el caso de la señora Delasalle, la culpa destructiva. Su cordura se desquebraja, su imaginación vuela, su humanidad pide a gritos la redención.

Es curioso como las películas de entonces dan sentido al crimen. Independientemente de lo miserable de los perpetradores; hay una excusa, un motivo, la chispa que empuja a los protagonistas de la historia a cometer actos que, en principio, quedan fuera de su espectro moral salvo por las desgraciadas situaciones que los ahogan. Aunque muchas veces es la codicia, simple y llana, la gasolina que alimenta el incendio desencadenante de desastres.

Las protagonistas de Las diabólicas

En este caso, uno no deja de sentir cierta empatía con las protagonistas, destruidas por un maltratador de libro. Delasalle manipula, seduce, engaña, usa las palabras como arma afilada. Es un despojo de ser humano en todas sus facetas, y uno, como espectador, no le desea otra cosa salvo dolor. Pero, al mismo tiempo, como ser moral, entendemos que las asesinas deben ser castigadas, a pesar de las simpatías que, en principio, puedan despertar. Ese es el gran juego que plantea Clouzot, genera la tensión agobiante que conduce a ambas mujeres a una situación imposible. Además, añade la pizca de misterio desquiciante que cimienta el climax de la historia, sorprendente y revelador. Tanto que, al acabar la película, sus responsables pedían a los espectadores que aguantasen las ganas de comentar el final con amigos y conocidos, para no estropear el impactante primer visionado.

Al final, hay justicia, por supuesto, en toda la amplitud de la palabra, de la humana y de la poética. Hemos vivido un agobiante paseo por los pasillos del internado, mezcla triste y gris de mansión destartalada y cuartel militar. Clouzot se adueña del espacio, lo transforma en la jaula de oro en la que languidecen las diabólicas del título. Sus largos pasillos y las estancias fantasmales dan el empaque necesario para que el rocambolesco juego de espejos en que se convierte el travieso guión sea creíble y rompedor. A pesar del final un tanto apresurado y, si nos ponemos quisquillosos, absurdo.

Pero la propuesta es tan excelente en conjunto, que las nimiedades quedan en paréntesis (iba a decir “quedan perdonadas”, pero, me temo, que mis conocimientos cinematográficos son ridículamente escasos como para “perdonar” a un maestro como Clouzot). Incluso aprovecha su contexto para que entendamos un modelo de educación ruin y malvado por esencia. Esa idea castradora y destructiva de todo lo bueno que puede dar un ser humano de sí mismo, destinada a producir personas mansas y cortadas a patrón. El grito, el castigo, el golpe, la humillación, cualquiera de esas herramientas anacrónicas, contrarias a cualquier horizonte de humanismo que el concepto mismo de educación ha de llevar anclado a su esencia.

Es evidente que la crítica al sistema educativo no es la motivación principal de la película, pero me gusta pensar que algo de intención hay en el desarrollo de su historia. Los chicos del internado son fundamentales para entender el devenir de los acontecimientos: su enfrentamiento a la autoridad encarnada en profesores mercenarios y caducos, sus sueños, sus corrillos, juegos y travesuras. La imagen de una infancia en blanco y negro, que muchos sueñan con traer como modelo para el siglo XXI. Terrible.

El crimen perfecto

El crimen de antaño tenía una motivación anclada en los deseos humanos de libertad o en las manifestaciones oscuras del alma, como la ambición o la pasión destructora. Quizá fue Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) la primera en mostrar al monstruo de cara humana, la psique destruida o malsana del asesino que encuentra la semilla del crimen en lo más profundo de sus propios miedos. Hasta ese momento, los grandes asesinos literarios, a pesar de sus monstruosidades, tenían conciencia de la malevolencia de sus actos, aunque se situasen en una posición por encima del bien y del mal. Del crimen moral pasamos al asesino moderno, que veremos en nuestra próxima película. Un ser amoral, egocéntrico, por encima de las concepciones clásicas sobre responsabilidad. Desechos monstruosos de nuestra propia esquizofrenia social.

De momento, disfrutemos de la calma y la sorpresa de este crimen en blanco y negro, de los malabares narrativos. Aparte de divagaciones, es una gran película.

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LasuvasdelairaCartelEl director estadounidense John Ford adaptó al cine la novela del escritor John Steinbeck, Las uvas de la ira, en 1940. El libro se publicó el mismo año de la realización del filme. Dicha celeridad solo puede ser entendida si pensamos en Hollywood y en sus grandes y poderosos estudios. Visto el largometraje, resulta muy difícil asociar a John Ford con caracteres cercanos a la  intransigencia, a la segregación o a totalitarismos. Lástima que tiempo después de la elaboración de la película manifestara que lo que realmente le había interesado del largometraje era  plasmar la historia de una familia en dificultades, pero en absoluto su aspecto social. Da igual, aunque Ford pretendiera desprenderse de una supuesta conciencia de clase con sus declaraciones, para nosotros es imposible contemplar Las uvas de la ira y no centrarnos y emocionarnos en esa evolución que sufre la familia Joad y demás seres humanos en semejantes circunstancias. Desde la incomprensión y el desengaño, hasta la desilusión y la lucha, acabando por la toma de conciencia.

El filme se inicia con el protagonista, el personaje de Tom Joad que interpreta Henry Fonda, caminando lentamente en solitario por una sórdida carretera, escena abordada desde un plano general, en la lejanía. Tom es un joven que acaba de salir en libertad condicional de la prisión estatal, tras permanecer cuatro años en la cárcel por la comisión de un homicidio. Se dirige a su hogar, a las tierras en las que toda su familia y él mismo han permanecido y trabajado durante más de cincuenta años. Pero la quiebra bursátil ocurrida en Nueva York en 1929 rápidamente hizo estragos. Y la pobreza se extendió a todos los sectores de la economía, cebándose entre los más desfavorecidos. 

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Ford dedica la primera parte de su película en darnos a conocer el pasado reciente de Tom, además de lo que les está ocurriendo a su familia y a sus vecinos. Se ocupaban con un régimen de aparcería en cultivar tierras ajenas, pero la Gran Depresión, las malas cosechas, las tormentas de arena y el devorador capitalismo, ciego en desgracias de terceros, consiguen imponerse. Nuestros inocentes aparceros de Oklahoma deberán enfrentarse a enemigos sin cara (el banco, la compañía…), mientras sus casas son destrozadas por tractores  perfectamente identificables y son desahuciados de las tierras. Excelente el momento en el que uno de los afectados se percata del poderío ante el que se enfrenta y su aparente anonimato, cuando exclama: “Entonces, ¿a quién mato?”.

John Ford contó con Gregg Toland como director de fotografía. Y todo el filme se apoya en un blanco y negro muy oscuro, prácticamente apocalíptico. Lo sombrío se apodera de la pantalla y la magnitud de las sombras enfatizan de forma expresionista la tragedia de unos seres a los que se les desposee de sus raíces y se les conmina a una aventura que no buscan ni, por supuesto, desean. Además, con una cámara que destaca por su poca movilidad y tomas largas, iniciamos un soberbio y alucinante recorrido. Vamos desde el humanitario camionero al que se llega a aterrorizar, el dimitido pastor que todavía anda preguntándose sobre el Espíritu Santo o el indigente rebelde contra las autoridades. Una negritud en historias y una desnuda puesta en escena que consigue atemorizar e impactar, sin necesidad de recurrir a complicados artificios, al mismo tiempo que sentimos la soledad, la incomprensión y la locura. Nuestros personajes experimentan una desconexión brutal con lo propio, con lo que siempre han concebido como suyo y tratado como tal. Desde la llegada de Tom a sus tierras, John Ford recurre a ciertas analepsis para que seamos conscientes y observemos lo sucedido en imágenes. Así, desdeña por liviana la voz en off y procura que no solo conozcamos, sino que también sintamos, la emoción de sus personajes. Resulta entrañable la escena en que la madre de Tom, interpretada por la actriz Jane Darwell, abandona lo que hasta entonces había sido su hogar desde el nacimiento. Mientras que es consciente sobre un imposible retorno, debe elegir qué recuerdos llevar consigo o abandonar para siempre. La duda entre la fotografía a escoger, el portar o no aquella figurita de una exposición, o aquí ya sin vacilaciones, agarrar con fuerza unos pendientes, quizás heredados de la bisabuela. 

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Y sí, con demasiada tristeza, la familia Joad y algún otro agregado más abandonan las tierras con una camioneta destartalada en la que se amontonan padres, hijos, abuelos, colchones, sillas, utensilios, todo el pasado y las evocaciones, en definitiva, que consiguen introducir en un cacharro con cuatro ruedas. Y se incorporan a la carretera, concretamente a la Interestatal 66. Pero no son los únicos. Miles de familias como los Joad se concentran en la referida ruta, camino de una esperanza. Se dirigen en búsqueda de la tierra prometida, aquella en la que la abundancia, la belleza, el trabajo y la riqueza se desborda. ¿Y dónde se encuentra ese paraíso? Pues al parecer en California. Allí en donde se tira una semilla y se convierte en árbol frutal, en donde los melocotones o las naranjas crecen sin freno. Aquel lugar que precisa de ingente mano de obra para poder recolectar todos sus tesoros. Hombres y mujeres, críos y abuelos, dispuestos a recorrer miles de kilómetros por necesidad. Pero también con la ilusión de encontrar otra tierra que les acoja y les dé la oportunidad de volver a empezar, en la búsqueda de un trabajo digno, con el que, al menos, puedan alimentarse. Pero a esas doce personas que se hacinan en el carromato de los Joad les esperará un destino insospechado. Algunos no verán la tierra prometida y otros irán desengañándose, incluso, antes de pisar destino. Los más, deberán sufrir con impotencia la obscena maquinaria capitalista, con la complicidad de autoridades y fuerzas del orden.

John Ford consigue que empaticemos con sus criaturas. En cualquier caso, su máximo empeño lo utiliza en dibujar la personalidad del protagonista, de Tom. Un hombre valiente, honrado, con ganas de aprender y de entender. Pero además, es impulsivo, circunstancia muy delicada en tiempos convulsos. Un joven que consigue entender la fuerza de la multitud, que llega a comprender que todos tenemos un pedazo de una enorme alma. En definitiva, se percata de que un hombre no sirve para nada si está solo. Una toma de conciencia sindical que adquiere a fuerza de palos, de hambre y de sufrimientos.

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El realizador estadounidense logra con ese gris oscurecido que utiliza en Las uvas de la ira que sintamos la esencia humana, que nos encontremos sucios como sus protagonistas, pasemos hambre, nos alcance la humillación y hasta que se nos revuelvan las tripas, aunque no nos falte el alimento. Lo mejor y lo peor de nuestra especie se irá alternando escena a escena. Podemos nombrar a la camarera caritativa o al policía del mismo sitio de origen que termina convirtiéndose en un bruto; o a la madre que reparte la comida que no tiene entre niños famélicos; o a terratenientes sacando provecho del exceso de mano de obra. ¿Cuántas cajas de melocotones o de naranjas son imprescindibles recoger para alimentar a la familia? A quién le importa, si ni siquiera eso es posible trabajando todos sus miembros de sol a sol.  El filme no necesita mostrar críos sudorosos afanándose como animales, cuando deberían estar en la escuela. No hace falta. Ford se limita a que los veamos partir hacia los campos y sabe que con ello es suficiente. La elipsis se impone sabiamente. Bastan esos fotogramas con niños o niñas tras las rejas, esa madre atenta a la despedida, los fundidos en negro que terminan explicándolo todo con su oscuridad y corte. 

 No todo es pesimismo y tenebrosidad en esta obra. Detectamos que se intenta introducir ciertas dosis de amabilidad esencialmente por dos momentos. El primero, con la muestra de políticas estatales en campamentos en los que los derechos humanos significan alguna cosa. En cuanto al segundo, nos referimos a la escena final de la película, con el alegato optimista de la madre de Tom. En realidad, ese no era el remate que había previsto el director, que concluía en un plano mucho menos prosaico y más atinado y acorde con la congoja padecida. Pero la taquilla manda y la producción se impuso. 

Para John Ford esta historia, ya hemos dicho, puede ser la de una familia, pero él podrá rodar lo que guste y nosotros reflexionar lo que nos parezca. Y la conclusión que sacamos de esta obra es esa mirada hacia la explotación humana por aquellos que detentan poderes y riqueza, mientras los que soportan las humillaciones toman conciencia, con dignidad, de que el camino solo es reversible con la unión de los afectados. Siempre dos mejor que uno. “Y si todos se ponen a gritar…”.

   

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Cartel de la película LauraOtto Preminger, director estadounidense nacido en Viena en 1906, cometió probablemente el mismo error que Orson Welles: realizar su obra maestra al principio de su carrera. Con Laura, al igual que Welles con Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), alcanzó el máximo reconocimiento de crítica y público de toda su trayectoria, lo que hizo que a lo largo de los años (treinta y siete películas en cinco décadas), sus sucesivas obras fueran inevitablemente comparadas con Laura, contribuyendo con ello al desprestigio del conjunto de su filmografía.

En la actualidad, y con la perspectiva que indudablemente aporta el tiempo, cabe preguntarse si en realidad nos encontramos ante un director con méritos suficientes para incluir en el listado de los “grandes”. Para ello, deberíamos examinar si en su obra aparecen rasgos personales en estilo y temática que lo eleven a esa categoría de escogidos. Aunque sus gustos fueron eclécticos, una visión en profundidad nos lleva a concluir que destacaba en soltura para plasmar guiones rigurosos, por su estilo aparentemente invisible, con movimientos de cámara sencillos, con tomas largas que perseguían a sus protagonistas a través de movimientos de grúa o travellings muy elaborados, siguiendo a los actores a cierta distancia y dejando que el espectador sacara sus propias conclusiones. A la búsqueda siempre de la verdad, sus películas se llenan de tribunales, de problemas sociales y políticos, abordando con independencia y valentía las distintas problemáticas que afrontaba. Los conflictos de la sociedad le preocupaban enormemente, y no tuvo reparos en retratar mundos como el de la droga (El hombre del brazo de oro, The Man with the Golden Arm, 1955), la justicia (Anatomía de un asesinato, Anatomy of a Murder, 1959), los prejuicios raciales (La noche deseada, Hurry Sundown, 1966), el terrorismo (Rosebud, 1975), el tema judeo-palestino (Exodo, Exodus, 1960), o incluso instituciones como el Senado (Tempestad sobre Washington, Advise and Consent, 1962), la Iglesia Católica (El Cardenal, The Cardinal, 1963) o el ejército (El proceso de Billy Mitchell, The Court Martial of Billy Mitchell, 1955). Como Preminger expresó abiertamente, sus intereses por las cosas iban cambiando, procurando no repetirse y mostrar las dos caras del asunto. Para ello, se ayudó indudablemente de la independencia que le otorgaba el poseer su propia productora ya desde mediados de los años cincuenta.

Fotograma de Laura, de Otto PremingerEn Laura, a través de esa puesta en escena que le identificó, logra una mirada imperecedera y cautiva sobre conflictos que le preocuparían siempre: el amor, la muerte, la obsesión, el transcurso del tiempo; dándole la vuelta al género negro mediante la utilización de un ambiente urbano y sofisticado, construye un modelo en el que la planificación se encuentra supeditada a la narración, pero que alcanza simetría en todos sus elementos a través del encaje modélico de la música, la iluminación, la interpretación de los actores y sus movimientos dentro del encuadre. También se aleja Preminger de los parámetros del cine negro en la iluminación, al dejar de lado las luces y sombras de carácter expresionista que identifican al género, y optar por una claridad en interiores muy definida, que resalta la belleza de los rostros y el refinamiento de los decorados. No obstante, dicho alejamiento no es total, y los juegos de luces y sombras consiguen crear en ciertos momentos, como en el interrogatorio en comisaría o en determinadas escenas en casa de Laura, el ambiente adecuado de intriga y desasosiego. Con todo ello, no cabe duda de que nos encontramos ante un film noir, que recurre a flashbacks para presentar la historia, a la voz en off que subjetiviza personajes e introduce hechos, y que gira alrededor de un crimen y la investigación de su autor.

El realizador vienés era un magnífico director de actores, y en Laura brillan con luz propia todos ellos. Gene Tierney sobresale como Laura Hant por su espectacular belleza, y sabe dotar a su personaje tanto del candor como de la frialdad necesarios, de un carácter amable y seguro en sus habilidades profesionales y personales. Dana Andrews, encarnando al detective Mark McPherson, mediante una interpretación calculadora y distanciada de estereotipos del genero, refleja la obnubilación y sugestión que va apoderándose de su persona y nos va llevando de sobresalto en sobresalto a lo largo de investigaciones e interrogatorios. Clifton Webb, como Waldo Lydecker, periodista de éxito e influencia, contribuye decisivamente a la grandeza de la obra y nos muestra una influencia que sobresale en inteligencia, modales refinados, capacidad dialéctica y carácter protector y posesivo, además de extravagante. Vincent Price, como Shelby Carpenter, elabora un retrato de vividor con encanto, que manifiesta no saber gran cosa de nada pero un poco de todo, y que acepta manchas en su carácter pero no en sus trajes.

Imagen de Laura, la películaLa trama resulta sugestiva y envolvente. La película se inicia con una voz en off de Lydecker expresando: “Nunca olvidaré el fin de semana en que murió Laura”, precedido por el retrato y el tema musical de Laura. Con este magistral arranque, nos vemos arrastrados por una historia morbosa, sorpresiva y compleja, que aporta componentes novedosos en sucesivas contemplaciones. Los objetos, al igual que los personajes, van adquiriendo una importancia relevante, y cuadros, relojes o escopetas van haciéndose hueco en significado y simbolismo.

El año 1944, a pesar de la existencia de la Segunda Guerra Mundial, nos ofrece una producción cinematográfica estadounidense excepcional, con algunas obras maestras como Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder), La mujer del cuadro (The Woman in the Window, Fritz Lang), Tener y no tener (To Have and Have Not, Howard Hawks) o Luz que agoniza (Gaslight, George Cukor). Entre ellas, sin ninguna duda, se encuentra esta obra de Otto Preminger a la que el paso del tiempo ha ido engrandeciendo y situando dentro de su singularidad y excepcionalidad.

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Le soldatesse (Italia, 1965), de Valerio Zurlini, es una película existencialista y de perfil humanista que habla de las consecuencias devastadoras de la guerra, como fuerza arrasadora, en un contexto roto en el que trata de sobrevivir, a duras penas, una relación amorosa con un trasfondo peligroso.

Se trata de un drama sentimental en medio de un crudo conflicto contado en primera persona y que narra la experiencia de un joven teniente, Martino (Tomás Milian), que se ve envuelto en una misión grotesca y pintoresca al tener que comandar un camión con mujeres prostitutas y llevarlas sanas y salvas a varios destinos, para que oficiales y tropa rasa disfruten del consabido desahogo sexual después de la batalla. Un planteamiento aventurero y cargado de connotaciones sexuales para nada burdo que, en manos de Zurlini, autor de monumentos como La primera noche de quietud (La prima notte di quiete, Italia, 1972), se convierte en una odisea íntima sobre las contradicciones del amor.

El reparto es una auténtica bomba. El plantel de actrices es impresionante. Lo encabeza Anna Karina, con Lea Massari y Marie Laforêt, entre otras bellezas. La parte masculina está representada por el citado Milian y destaca también el actor alemán Mario Adorf (El tambor de hojalata, Volker Schlöndorf, 1979), en un rol secundario. Por cierto, a este actor de apariencia muy ruda pero bonachón habría que dedicarle un libro, porque su colaboración en infinidad de títulos de primera, segunda e incluso categoría Z no pasa inadvertida. Bueno, pues estupendo, como digo, con ese reparto es imposible no quedar magnetizado y hechizado por la exuberante acumulación de belleza sexy en tan poco espacio: la zona de carga de un camión.

La película, extraordinaria y muy recomendable, habla del colectivo de fulanas que ejercieron esta profesión por motivos distintos, casi todos ellos relacionados con el hambre y la necesidad de mantener gente a su cargo, y contribuyeron sordamente a que los guerreros tuviesen el merecido descanso para recompensar su gesta y la tensión acumulada por falta de sexo. Un tema que, contado por Valerio Zurlini, incluso llega a alcanzar no solo una realidad, como así fue, sino un toque lírico, muy bello, haciendo de los instantes retratos de un puñado de mujeres de fuerte temperamento y carácter. Zurlini era un cineasta de una sensibilidad a flor de piel, de un tacto delicado y una destreza para hacer poesía en los ambientes más sórdidos y deplorables. Aquí, su trabajo, cuidado y respeto por las prostitutas, es de una intensidad tremenda, capaz de extraer más belleza, si cabe en un entorno belicoso y de flagrante riesgo.

La acción se abre con un texto sobreimpreso en la pantalla que sitúa la localización en Grecia, en 1940. Viene a decir que el dictador Benito Mussolini, celoso por la guerra relámpago que estaba llevando a cabo su homólogo y socio Adolf Hitler en la conquista de Europa, se propuso imitar la hazaña llevando sus tropas a tierras helenas, donde encontraron la pertinaz y nacionalista resistencia de los partisanos. La empecinada oposición a la invasión sumió al país en la destrucción y, sobre todo, en el hambre. La numantina defensa, sin embargo, no fue suficiente para que un año más tarde Grecia capitulara por la entrada del ejército nazi.

En este panorama desolado, triste, desmoralizado y roto moral y físicamente, el alto mando italiano tuvo la brillante idea de premiar el esfuerzo en el combate de su soldadesca con la compañía de mujeres, todas ellas putas, para que no se deprimiesen y, tras fornicar, pensar sólo en la victoria y diezmar a los intrépidos partisanos.

El teniente Martino y el chófer Castagnolo (Mario Ardof) son los encargados de un transporte cuya mercancía es humana. La película me recuerda, salvando las distancias, a Caravana de mujeres (Westward the Women, EUA, 1955), una de las obras supremas de William A. Wellman, aunque con un espíritu diferente. En este aspecto, cabe destacar el sutil, inteligente, adecuado y respetuoso trato ofrecido por Martino a las chicas. Todo lo contrario, al principio, del patriarcal y de instinto básico (o más bajo) de Castagnolo, aunque más adelante, remodela su actitud y saca un poco de virtud. A las jóvenes se las trata poco menos que como escoria y el vocablo mercancía pulula con facilidad y sin arrepentimiento alguno tanto entre los soldados como en los oficiales. El punto contrario lo mantiene Martino, autor del relato y su voz narrativa (en off al principio y al final) lo modula, como una introspección para definir que, en medio del horror y la muerte, hubo algo de tiempo para otro menester, como el enamoramiento sublime.

La soldatesse está narrada en clave de road movie. Existe un desplazamiento, hay que recorrer un espacio exigente y las condiciones van de suaves, en los primeros kilómetros, a violentas, en el tramo final. Una panorámica que recoge varios estados de ánimo mientras la cámara capta tramas anecdóticas hasta llegar a un lugar montañoso y escarpado, donde la guerra presenta su peor cara.

Martino, íntegro y acorde con la orden que recibe, solo piensa en llevar hasta su destino el cargamento especial que tiene bajo su protección. En el transcurso del viaje, y a tenor de lo que está viendo y observando, cuya moral se va diluyendo para pasar a una visión más amarga, donde el amor puede ser la mejor medicina, comienza a interesarse por una de las chicas, llegando a tener sexo consentido (la prostituta le dice que no quiere cobrar) y su firmeza se tambalea y se pone en cuestión. Como militar comprometido, quiere terminar sin contratiempos su misión. Pero como ser humano, es hombre y está eclipsado por una mujer exuberante de cuerpo pero con una cabeza bien amoblada, donde transitan otras inquietudes al margen de vender su cuerpo. Esos instantes, de ellos en plan confidencia y revelando las verdaderas tripas de su ser, son de una hermosura y franqueza dignas de un gran cineasta.

El final, otra vez con la voz en off, refleja un gran sentimiento de búsqueda y pérdida. La puta guerra, eso sí que es una putada y de las peores, dejó seres desvalidos, tocados, vapuleados; aunque el consuelo de un amor fugaz pero intenso es capaz de reconfortar. La tristeza de la última imagen, que se encadena con el comienzo de la acción en un vertedero con gente desesperada buscando un mendrugo de pan para comer, es cine de una calidad y cima incuestionable. Razones para seguir amando este arte como testigo de la barbarie del ser humano y cómo, entre el horror y la bellaquería más villana e inmoral, puede brotar un capítulo de finísimo amor.

Un gran Valerio Zurlini.

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Parece mentira que hayan pasado ya cincuenta años desde que François Truffaut irrumpiese en Cannes con su película Los cuatrocientos golpes (Les Quatre cents coups, François Truffaut, 1959), llevándose el premio al mejor director, justo un año después que el mismo festival le vetase la entrada como periodista por sus incendiarias críticas.

En la profunda individualidad y heterogeneidad artística en el seno de la Nouvelle Vague, Truffaut se decanta por debutar en el largometraje echando la vista atrás a la infancia. Gracias a su suegro, Ignace Morgenstern que contribuyó en la producción, Truffaut pudo narrar las vicisitudes del mentiroso patológico y ladronzuelo Antoine Doiniel (Jean Pierre Léaud) en su denodada búsqueda de la libertad. En esa independencia en la producción facilitada por su familia política, rodará una película de bajo coste que quiere respirar aire puro, que quiere sentir el pálpito de las calles de París (recogiendo las lecciones de los neorrealistas) y que se alza como un canto a la infancia como lugar de preservación de la memoria.

Precisamente por ello, la música acostumbrará a acompañar y puntear todos aquellos momentos en los que Doiniel sale a la calle, enfatizando el lirismo fruto de la celebración jubilosa de que el cine francés salga por fin a la calle.

Hay en este largometraje una profunda ternura, sinceridad y corazón en la descripción cotidiana de la vida de Doiniel, desde un día cualquiera en el aula hasta la llegada al centro de observación para jóvenes delincuentes en el que acaba (huyendo).

Frente a la infancia subversiva, anarquista y revolucionaria de Jean Vigo en Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933), Truffaut en cambio prefiere susurrarnos al oído apostando por una sutileza en la composición formal. Todo en apariencia, muestra una sencillez candorosa que nos hace deslizarnos suavemente a través de los diversos instantes que suspenden la acción. Respeta, dentro de lo que cabe, que cada escenario se corresponda con la unidad sintáctica del plano secuencia en la que el montaje no efectúe injerencias notables en la construcción espacio-temporal. De esta manera sigue las enseñanzas de su padre ideológico André Bazin, donde los diversos momentos en la vida de Doiniel están bellamente suspendidos en el pulso narrativo. No hay premura por narrar acontecimientos y sí por querer embargarnos en el suave movimiento relajante de una mecedora. De la misma manera que cuando llevamos un tiempo en la mecedora no sentimos el movimiento balanceante, con Truffaut haciéndonos cómplices de Doiniel, no nos percatamos que hemos llegado al final del largometraje. Y su visionado, sea el número de veces que sea, nos hace sentirnos como si estuviésemos en un paseo melancólico otoñal junto al mar.

Uno no puede evitar hablar desde su propio terreno afectivo personal cuando se acerca a una propuesta que nos ronronea cariñosamente destilando sinceridad por todos sus poros. Fiel a la reflexión metacinematográfica que realizó desde las filas de la crítica profesional concibe su film desde el concepto de autoría. Por ello, dota a Doiniel rasgos autobiográficos como el altar a Balzac, su gusto por el cine o sus escarceos en el hurto y la baja delincuencia, signos evidentes que otorgan a su film manifestación expresiva de su personalidad. Como alguna vez declaró, habla de lo que sabe o de lo que siente. Y por eso no duda en insertarnos la bella y sencilla escena de los niños presenciando una representación de marionetas, inconscientes en su fascinación expresiva de lo que ven, sin saber que están siendo rodados. En la panorámica que capta el ambiente general desplazándose lateralmente se cierra colocando en la figura central un sencillo momento en el que un niño recuesta su cabeza en el hombro de otro. Hay en ese instante una poética ternura que no solo nos muestra su profundo cariño a la infancia sino que nos roba el corazón con un pequeño gesto insignificante pero en el que encierra toda su declaración de amor por la niñez.

Me atrapa de este largometraje el lirismo que se consigue de la sencillez compositiva claramente naturalista. Su sobriedad y elegancia formal, en la que huye de subrayados expositivos, nos aproxima con mayor verosimilitud al costumbrismo ficcional creado en torno a Doiniel. Y escasas veces seremos testigos de los espacios que se ocupan si no se encuentra Doiniel en él. De esta manera, Truffaut fuerza la identificación del espectador. Pongamos por ejemplo el momento en que Doiniel, después de cenar, baja la basura. En el momento que él sale, nosotros salimos con él escaleras abajo. Y no volveremos a casa hasta que Doiniel no vuelva. Es otro momento que no posee valor narrativo, pero que otorga coherencia a la filiación del espectador con Doiniel. A él nos adheriremos siempre y a pesar de que el niño se nos antoje como un trasto, nos despertará la simpatía cómplice en contraste con el mundo adulto. Porque de la misma manera que los jóvenes turcos alzaron su maquinaria de guerra frente al cine de papá existe una fractura evidente entre el mundo adulto y la infancia representada. Un hijo que no fue deseado y que es consciente, que no percibe amor o ternura por sus progenitores, acabando sus huesos en la máxima represión por la ineficacia y desentendimiento de los padres, en un espíritu que quiere, que necesita sentirse libre. El mar como libertad y esa interpelación a cámara en la que se cierra una historia no conclusiva, sugerente de auténticos retazos de vida palpitando.

Cincuenta años después, mantiene su pureza fílmica intacta, siendo una propuesta modélica en la descripción psicológica y afectiva de un infante. Esa honestidad otorga un plus de veracidad que hace que nos sintamos afectivamente ligados a una bella historia que soslaya la narración para entrar en el discurso personal de un director que nunca quiso para fortuna de nosotros entender el cine como una profesión, sino como una pasión.

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LosamantescrucificadosCartelMuchos cinéfilos son partidarios de incluir a Los amantes crucificados entre las mejores obras de Kenji Mizoguchi. Y no es un tema insignificante, si atendemos a que se trata de un realizador que es considerado un maestro y que fue autor de más de 85 películas, de las que únicamente han sobrevivido una treintena; entre ellas, auténticas joyas en la cinematografía de todos los tiempos como Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953) o El intendente Sansho (Sansho Dayu, 1954). El director japonés sostenía que únicamente empezó a comprender las circunstancias de la vida humana a partir de los 40 años. A pesar de su carácter tremendamente humanista, circunstancia que le podría acercar a Renoir o Murnau, no sentía ninguna esperanza sobre el destino del hombre. En toda su trayectoria jamás renegó de la importancia que el espacio cobra en sus filmes, provocando una sensación melancólica y fatalista. Mientras tanto, el paso del tiempo que reflejan sus obras se acerca a la sensibilidad budista de la única existencia de un presente efímero y mutante. Fiel a manifestaciones artísticas del zen, mostró enorme sensibilidad para captar la lentitud de movimientos con el fin de alejarse lo más posible de la fugacidad irremediable de nuestro transcurrir. 

Con Los amantes crucificados, Mizoguchi realiza la adaptación de una obra de Monzaemon Chikamatsu (1653-1724), el dramaturgo más celebrado de toda la literatura japonesa. Este último dedicó la mayor parte de su producción al teatro de marionetas: el Jôruri o Bunraku. Sus protagonistas suelen ser prósperos y codiciosos  comerciantes, como Ishun en la obra que nos ocupa. Además, ahonda en el conflicto entre el deber y el sentimiento, entre el jiri y el ninjo. Precisamente, el escritor es considerado como el Shakespeare japonés. Buena muestra es el gran acercamiento que se realiza en el filme a caracteres tan universales como el avaro, el aprovechado, el arribista, el vividor, el desleal… El largometraje se sitúa en el siglo XVI y se encuentra basado en hechos reales. Una época en la que en el país nipón se crucificaba a los amantes cuando alguno de ellos cometía adulterio; en realidad, para ser exactos, únicamente cuando la adúltera era la mujer. Ishun, un acaudalado y ruin impresor que prácticamente tiene el monopolio de la fabricación de calendarios para la corte, está casado con Osan. A la misma le niega más préstamos para ayudar a su hermano. Su rechazo también se extiende a familiares propios. Atesora el capital mezquinamente y no es difícil verle contando su fortuna, moneda a moneda. La negativa para ayudar a su esposa desembocará en una sucesión de acontecimientos inesperados en los que la fatalidad se impone.  

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Lo que en realidad impulsa a Mizoguchi es la búsqueda del clima de la belleza. Su intención era recuperar la misma a través de la historia de su país. Pero además de deleitarse con ella, pretendía expresar “el alma que siente la belleza”. Quería hacer percibir al espectador de cualquier origen tanto la belleza de la seda como el “corazón japonés” escondido bajo esa seda. Esa hermosura era para el autor el leit motiv, el asunto central de la vida de sus conciudadanos. Y también era consciente de que “estudiando lo antiguo se conoce lo nuevo”, convirtiéndose en su ideal expresar el encanto del futuro a través de lo antiguo. Los amantes crucificados pertenece a las obras que realizó tras la Segunda Guerra Mundial. Fue en ese momento cuando, según su guionista y gran colaborador, Yoshikata Yoda, consiguió fundir en un estilo único las dos grandes corrientes que podrían atribuírsele: la que se circunscribiría en una tendencia romántica, de goce estético, y la que podría incluirse dentro del realismo o naturalismo. Además, no únicamente en esta época mostró compasión por los perseguidos, especialmente por las mujeres. Su comprensión y apoyo a las féminas, siempre bajo el yugo de los hombres, siempre bajo su humillación y maltrato, le acercarían, por su parte, a otros maestros como Rossellini o Bergman. 

El autor de La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956) fue enemigo del primer plano. Como puede observarse en su obra y también en Los amantes crucificados, Mizoguchi se aleja de los rostros intentando obtener una mayor comprensión emocional. A cambio, se sirvió de planos medios y generales para la organización de la plástica interior del cuadro. Conjuntando lo bueno y lo miserable del ser humano, el melodrama se impone en la película que analizamos con el lenguaje particular del director, mucho más depurado que en sus inicios. En ella podemos disfrutar con los elementos contrarios que configuran la pureza de los personajes positivos (féminas), y el egoísmo y la maldad que perfilan a la mayoría de los masculinos (negativos). Entramos en un círculo concéntrico que enlaza principio y final en un destino marcado imposible de soslayar. Nos acerca al mito de Tristán e Isolda. Una vida mucho más allá de la vida, siendo esta sinónimo de muerte, el paso a la energía más perfecta que lo ahoga todo en el placer más elevado. 

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Mizoguchi atrapa una puesta en escena con la que alcanza la universalidad. Partiendo del plano, de los movimientos de los actores, de la iluminación, de los desplazamientos de cámara, de los sonidos y silencios o de los decorados, logra una composición que genera atmósferas de profunda plasticidad. Para acercarse a su estilo depurado, creemos que hemos seleccionado un gran ejemplo con esta obra. Las tomas son distanciadas, las secuencias largas y la cámara sostenida en una perspectiva vertical. Como subraya Noël Burch, su estética adopta el aspecto del “plano pergamino debido a la textura de su lateralidad”. Se refería al rollo de papiro que se despliega con las manos, de izquierda a derecha. Las escenas prolongadas se apoyan en ligeros movimientos de cámara que no modifican el encuadre durante toda la secuencia. ¿Y cuál es el efecto? hipnótico y lírico, un arte que desgarra con su profundidad emocional. La construcción global se impone en dualidad con lo individual y los tenues planos secuencia de los que se vale el autor sirven para distanciarse de la acción; además,  las tomas objetivas introducen limpieza y claridad en una composición plenamente pictórica. Un distanciamiento espacial alejado del que exhibió Velázquez en la mayoría de sus cuadros, evitando en el caso del cineasta situarse entre sus actores y la cámara (Godard).

Nos gustaría centrarnos someramente en una de las escenas más bellas e intensas que encontramos en Los amantes crucificados. Nos referimos a la del lago Biwa, en ese camino de fuga que emprenden los amantes, el Michiyki, tema recurrente del teatro japonés. Se trata de un episodio resuelto de manera parecida que en Cuentos de la luna pálida. El encadenado funde la tierra y el agua al principio y al final de la secuencia. Envuelta en la oscuridad, emborronada por juncos, se configura con una refinada elipsis que devuelve la barca a la orilla. Amor y muerte se funden mientras los deseos se transforman. Tambores y flautas lejanas acompañan. La elipsis también está presente en otra escena muy hermosa: aquella en la que Ishun pone en manos de su esposa un puñal mientras sospecha de su fidelidad y pretende expiar el pecado con el derramamiento de sangre. Al cambiar de plano, una puerta oscila mientras vislumbramos la habitación vacía. También el desenlace del marido lo conocemos de oídas a través de un cartel que exhibe el bando municipal y por los comentarios que despierta. Y ya que hablábamos de momentos bellos, cómo no recordar aquel en el que los dos amantes se despiertan en el cobertizo cubiertos de hierbas e iluminados por el resplandor del amanecer…

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Con este artículo solo hemos pretendido un somero acercamiento a la obra de Mizoguchi a través de uno de sus largometrajes. Fuera queda la utilización magistral del sonido, la habilidad en encadenar historias paralelas, la importancia de la iluminación para reflejar serenamente el destino inamovible de los personajes, la abstracción de la composición o las grandes interpretaciones que asemejan mostrar sentimientos depurados, con especial atención a la modulación de la voz. Certero estuvo el productor Masaichi Nagata cuando mandó colocar el siguiente epitafio sobre la tumba del maestro: “El cineasta más grande del mundo”.  

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Cartel de la película Los muelles de Nueva YorkLos filmes del cine mudo tiene un método fundamental para atraer al espectador: su valor estético, que se manifiesta a través de imágenes poderosas y bellas. En cuanto a la historia que se cuenta, se facilita el contacto efectivo con el público si se trata de un melodrama. Los melodramas se acercan a la emotividad, establecen lazos afectivos y aunque falten los sonidos y las palabras habladas, el oyente llena eficientemente los vacíos sonoros, tapizando la historia contada a medias, con su propia imaginación, con sus sentimientos.

Los muelles de Nueva York trata de un romance de puerto, de uno de esos amores de marinero que transcurren en tabernas y en pensiones de mala muerte.  Pero en esta ocasión el romance es más fuerte que las circunstancias. Todo comienza con un intento de suicidio. Mae (Betty Compson), la protagonista, se arroja a las aguas grises del puerto. Pero no la vemos caer, son los reflejos en el agua, los temblores de las ondas lo que apreciamos, presentados de forma magnífica, en contraste con la imagen previa, en la cual un barco que se acerca al puerto deja caer el ancla a  las aguas, de modo tal que la caída, aunque silenciosa, está descrita con tal lujo de detalles visuales, que en realidad aparece violenta y ruidosa. En una tercera escena acuática, Bill Roberts (George Bancroft), el protagonista, se arroja a las aguas para rescatar a Mae. Estas son las claras pinceladas de arranque de una obra de arte melodramática.  Hacia el final, cuando Mae se ve sometida a circunstancias parecidas a las que la llevaron a sus intentos de suicidio, aparece de nuevo en la pantalla la imagen de las aguas que se mueven silenciosas y tenebrosas. Nada más claro se podría expresar para comunicar al espectador el estado de su alma.

Los muelles de Nueva York, fotograma

El ambiente literal de los muelles de Nueva York está descrito en la película por dos espacios, una taberna (The Sand Bar, el banco de arena, donde no encallan barcos, sino vidas) y las habitaciones de un hotelucho de puerto. Es un mundo de borrachos, de sexo y prostitución, con escenas violentas y de machismo. La cámara nos lo deja ver con planos lejanos, sin que tengamos mayor inmersión en los detalles ni en los diversos personajes que van desfilando. Curiosamente se nos cuentan tres historias matrimoniales. La primera tiene que ver con Mae, una joven bella y dulce, a quien la extrema dureza de su vida fallida la ha llevado a la prostitución, hasta llegar a pensar que para ella no hay ninguna relación amorosa posible y estable, y ello la ha llevado al desencanto y al cinismo. La segunda se establece con la aparición bastante sorprendente de  Hymn-book Harry (algo así como Harry el Himnal), un extraño pastor, protagonizado por el gran Gustav von Seyffertitz, quien al parecer anda por el mundo enderezando almas descarriadas, capaz de bendecir un romance de bar con las santidades del matrimonio. Y esto es lo que ocurre en la tercera narración matrimonial, que se da como una especie de broma y de apuesta cuando Mae y Bill se casan frente a una corte de borrachines en el Sand Bar, en ceremonia presidida por Hymn-book Harry, luego de que Bill, para sacar a Mae de sus desilusiones, le plantea que se casen, demostrando así que para ella sí existe redención, aunque en su mente de aventurero indiferente, al final todo se trate de una farsa.

The Docks of New YorkBill es un verdadero personaje de melodrama. Es un fogonero de barco, acostumbrado a pasar sus días en las negras y ardientes calderas de cualquier barco, es pendenciero y altivo, siempre confiado en su fuerza física, sin que nada le atrape ni le limite, sin que arrastre preocupaciones ni compromisos. Cuando el barco fondea en los puertos, él y sus compañeros se asean, se visten con sus mejores prendas y desembarcan a gastarse sus ganancias en sexo y en diversiones. Pero desde el comienzo mismo de la película se nos advierte que realmente es un héroe, capaz de arrojarse a las aguas para rescatar a una mujer desconocida, sin esperar recompensa ninguna. Es un héroe complejo, que no cree mucho en las personas, acostumbrado a las durezas del oficio y de la vida.

Imagen de Muelles de Nueva York

Cuando se va tejiendo su romance con Mae, el duro machismo, el engaño desenfadado y las indiferencia de Bill, así como el cinismo y el desencanto de la  joven, se van deslizando por una extraña espiral de circunstancias que los van transformando, dejando ver sus naturalezas más tiernas, más profundas y más hermosas, algo que el espectador anhela, estando ya atrapado por los encantos del melodrama y por la estética de las imágenes.

Josef von Sternberg fue un extraordinario director, que nunca renunció a su esencia de maestro de la imagen y de la belleza visual. Muelles de Nueva York, von SternbergDespués de una carrera fulgurante que tuvo mucho que ver con el desarrollo de la actriz Marlene Dietrich a partir de 1930, su estrella se fue apagando, en parte porque el público no siempre fue capaz de apreciar la magia visual de sus trabajos. Sin embargo, su última obra, Anathan (1953), rodada en Japón, se considera maestra (es la historia de un grupo de marineros japoneses que sobreviven en una isla selvática, sin saber que su país había perdido la guerra desde hacía ocho años atrás). Sin duda, Los muelles de Nueva York es una de sus preciosas obras de arte, que muestra, además, los extremos de refinamiento a que fue llegando el cine mudo, a través de la sensibilidad, de las imágenes y de la estética.

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Cartel de la película Los niños del paraísoDesde la antigüedad clásica, el teatro cumple un papel fundamental en la vida de las civilizaciones. Cuando se visitan las viejas ruinas de las ciudades griegas, se puede contemplar la importancia que se daba a los auditorios y a los teatros. Las grandes obras de la comedia y de la tragedia griega han llegado hasta nosotros, soportando el devenir del tiempo. Igualmente ha sucedido en las culturas orientales de la China y Japón. Las enseñanzas trascendentales de la India consideran a la existencia como una gran obra de teatro, orquestada por Māyā, la Ilusión de las apariencias reales, cuya interpretación es una tarea que conduce a la iluminación.

En esta visión teatral de la vida, uno debe ser capaz de penetrar las apariencias para lograr la iluminación, es decir, la liberación del alma, atrapada por ciclos vitales, por las fuerzas del ego y las consecuencias del pasado. Māyā se manifiesta en el universo por medio de la aparente dualidad, que oculta a la unidad real subyacente y es creada en formas teatrales denominadas Lilās (ciclos creativos donde intervienen la energía y la materia en forma de velos sutiles que distrae al alma y la entretienen teatralmente)

Fotograma de Los niños del paraísoEl teatro como representación de la vida puede mirarse como una respuesta de los seres humanos a esa comedia y tragedia humana a la cual se ven sometidos. En el escenario se pueden hacer elaboradas representaciones que ayudan a interpretar la enorme complejidad en forma de escenas, especies de fotografías de la vida, que nos permiten contemplarla y digerirla, planteando soluciones, rompiendo esquemas o dejando en suspenso la acción, cuando no hay explicaciones. El lenguaje poético, con sus tonos contemplativos y sus ritmos lentos, con sus silencios abiertos y meditativos, con sus eventuales altisonancias y exageraciones, con sus palabras bellas y metafóricas, es especialmente apropiado para el teatro, ya que deja espacios para la interpretación y el sentir, trascendiendo y complementando al intelecto y abriendo espacios para las emociones.

Los niños del paraíso es una de esas ocasionales películas en las cuales se combinan excelentemente el cine y las distintas manifestaciones del teatro. Su trama transcurre en el ambiente parisino del siglo XIX, rico en una gran variedad de teatros de vodevil, comedia, pantomima, variedades y espectáculos musicales, danza, magia y acrobacia, entre otros. Los personajes son, casi todos, gente del teatro y algunas de las escenas fundamentales son partes de representaciones dramáticas. Todos los diálogos, que fueron escritos por el poeta Jacques Prévert, tienen naturaleza poética y teatral, aún aquellos que transcurren entre personajes oscuros o simples. La historia misma se centra en la vida de un famoso mimo francés, Baptiste Debureau y va siguiendo el desarrollo de su carrera artística, en medio de dualidades amorosas y aventuras teatrales.

Les enfants du paradis¿Qué hace que esta película sea tan famosa? Fue realizada durante la ocupación alemana de Francia, seguramente en medio de grandes dificultades de logística y probablemente de censura. Se puede interpretar como un sutil sabotaje en contra de la Ocupación, en el sentido de que la gente del pueblo, en la cinta, agobiada por la vida, se refugia en el teatro y en un ambiente carnavalesco para poder expresar con sus movimientos, con sus danzas, con sus vestidos y con su desorden multitudinario, los sentimientos reprimidos. Tiene aspectos de superproducción, ya que incluye complejas escenas en las cuales intervienen centenares de personas, muchas de ellas ricamente vestidas, en escenarios llenos de detalles, con un montaje cuidadoso y evocador. Es una cinta de larga duración (3 horas y 25 minutos) y su ejecución implicó un sistemático trabajo de equipo. En ella intervinieron actores consagrados, quienes disfrutaron de diálogos de alta calidad para mostrar sus habilidades histriónicas.

Los niños del paraíso, la películaLos niños del paraíso presenta una serie de ejes temáticos que vale la pena resaltar. El primero de ellos tiene que ver con la dualidad entre el silencio y la palabra y los diversos poderes que estas dos expresiones humanas tienen en las relaciones. El silencio está representado por el mimo Baptiste y se caracteriza por el uso humilde y melancólico de las miradas, los movimientos ligeros y danzantes, las vestimentas y el maquillaje blanco y los gestos afeminados y dulces. El silencio plantea sus objetivos sin pretensiones, con dulzura, con paciencia, a base de presencias. La palabra está representada por el actor Frédérick Lamaître, siempre grandilocuente y seguro de sí mismo, impetuoso, creativo, improvisador, que se expresa en forma insinuante, con galantería, con gestos donjuanescos y conquistadores. La tensión entre estas dualidades se manifiesta en el teatro, a través de obras de pantomima, en las cuales hablar está prohibido y sujeto a multas, donde hay que tener los ojos muy abiertos para no perderse detalle, y por las obras de drama y comedia, en las cuales las palabras se pueden escuchar con los ojos cerrados y hay que tener los oídos muy abiertos. Un espectador atento, contemplando la excelente actuación de los dos protagonistas, adivina un equilibrio dramático para resolver está tensión: ojos abiertos, oídos atentos.

Los niños del paraíso, de Marcel CarnéOtro eje importante tiene que ver con el papel de la mujer, en medio de una sociedad machista, que no alcanza a apreciar la esencia de lo femenino, centrada más bien en su utilización como elemento de atracción o de servicio. Arletty, en el papel de Garance, una mujer con nombre de flor y actitudes siempre indescifrables e inquietantes para los hombres que la rodean, simboliza la serena y casi imposible independencia y poder de lo femenino. Ella avanza imperturbable por el mundo macho, abierta a cualquier interpretación, sin que sea realmente comprendida, sin que ninguno se interese en su esencia, atrapados como están los hombres por la atracción sexual o por los sentimientos celosos y guerreros. El aspecto complementario de esta dualidad es el de María Casares en el papel de Nathalie, la madre-esposa-amante fiel, que se entrega sin límites a su hombre, aunque éste sea más bien indiferente y esté obsesionado por otras fantasías amorosas. El espectador no alcanza a apreciar el punto de unión de esta oposición entre roles femeninos, que al menos en la película, queda desdibujado por el cierre del telón.

Les enfants du paradis, críticaUn tercer aspecto es el de la actitud de la gente común, los niños del paraíso, a quienes se presenta como personajes que giran sin mayor sentido por la vida, al ritmo de la música o asistiendo a espectáculos con curiosidad más bien ignorante. Ellos aparecen en la cinta como en un cuadro de Pieter Bruegel, multitudinarios, carnavalescos, distintos, pero al final iguales en su rutinaria monotonía. Solo los artistas se destacan y adquieren personalidad individual, pero ¿implica ello felicidad? Quizás se esté proponiendo como una salida al anonimato el asumir un papel, un protagonismo, aunque sea teatral. Esto es lo que decide hacer el más nefasto de los personajes de la cinta, el criminal Lacenaire, que adorna sus fechorías con talante artístico.

De alguna manera Los niños del paraíso nos hace visualizar la vida como una poética obra de teatro, en la cual se podrían replantear los papeles que vivimos, quizás con mayor sabiduría y equilibrio, a base de ensayos que vamos perfeccionando, como protagonistas, sea como mimos, sea como gesticulantes o como maestros de la palabra, hasta lograr una cierta maestría, sin perder los beneficios de la vida simple, simbolizados por la música, la risa, las rutinas simples y la danza.

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Cartel de la película Los olvidadosCuando la realidad es muy dura, puede pasar que suceda ante nuestros ojos, sin dar lugar a ninguna acción de parte nuestra, sin ninguna reacción ante la imposibilidad que sentimos de responder efectivamente. Parece incomprensible que, con tanto progreso y modernidad, se escondan en las grandes urbes, detrás de la opulencia y del orden, tragedias y comportamientos oscuros e injustos, en los cuales están atrapados miles de seres humanos, olvidados, sin que realmente haya mayor esperanza ni salida. El surrealismo permite una aproximación a esas realidades que queda impresa en el inconsciente y que puede ir dejando huellas de interpretación y de acción insospechadas, cuyos alcances pueden ser más efectivos que las medidas directas y las visiones realistas.

En este sentido, es interesante señalar que la película de Luis Buñuel fue rechazada, en un principio, en Ciudad de México y no alcanzó a estar más de tres días en cartelera, seguramente por mostrar una visión descarnada de las zonas pobres de la gran urbe mexicana, en la cual es palpable que cada día suceden eventos verdaderos ante los cuales nada importante hace la sociedad organizada, entre otras cosas, porque no existe conciencia real de tales cosas, sino un especie de olvido existencial. Pero como se trata de una obra surrealista, rica en cuadros artísticos, en imágenes subliminales y oníricas, como es una fina obra de arte, finalmente la película se convierte en famosa, premiada en Cannes y reconocida internacionalmente. Ya pintada con esas tonalidades artísticas, el espectador puede superar la evidente tragedia que lo golpea y lo cuestiona por ser parte de esa sociedad que olvida, y aproximarse a la obra de arte, al trabajo del gran cineasta Luis Buñuel, algo que podemos apreciar y disfrutar con cierta comodidad.

Fotograma de la película Los olvidadosSin embargo, hay una trampa escondida en la visión artística y surrealista: Va a perdurar, va a mantener un impacto más allá de las décadas y de la superación aparente de los problemas y de la evolución y el cambio en las realidades que describe. Esto se logra por su capacidad de dejar huella en el subconsciente de los espectadores.

Resulta que todos nos podemos identificar con las crudas realidades descritas magistralmente en las historias del filme, aun cuando no estemos tocados directamente por la pobreza, el crimen, la injusticia o el abandono. En efecto, se presentan temas esenciales: la carencia de comunicación en los hogares, la explotación de la mujer y el machismo, la falta de una figura paterna en algunos hogares y, en otros, la de una materna, las malas influencias en los jóvenes que hacen parte de bandas y pandillas y la casi inevitable perversión resultante, la presencia del desempleo y la ausencia de oportunidades, el abandono y la mugre, la depresión, el hacinamiento y la promiscuidad. Estos temas nos tocan, aunque sea como amenaza potencial, pero, ¿dejan huella permanente o se quedan en el olvido, semejante al que experimentan los personajes de la película? Entra acá a funcionar la maestría de Buñuel, sea ella propuesta consciente o inconscientemente, al utilizar montajes y diseños que logran penetrar profundamente en los espectadores.

Los ovidadosUno de ellos, es la presencia de burros, perros, vacas y gallinas en la cinta. Estos aparecen de forma regular, a intervalos casi precisos en el caso de las gallinas: Caen en un vuelo que se antoja majestuoso, matizando una escena; se atraviesan entre los personajes; sufren la rabia de Pedro, uno de los protagonistas, que en su desenfreno mata un par de ellas; corren a campo traviesa en bandada escandalosa. Es difícil imaginar un animal menos simbólico que la gallina, con su falta de gracia y sus cacareos; y sin embargo, aparece en momentos claves de la película, como indicando que la fanfarria de los olvidados no pasa de ser un cacareo desafinado e inoportuno. Las vacas y su leche constituyen otros marcadores de la cinta, la leche como símbolo de la humilde opulencia a que pueden aspirar los olvidados. En una escena única, es alimento directo de la teta a la boca de “Ojitos”, el niño campesino abandonado, que mama de ella, como si de su madre se tratara; en otra, es pretexto para que la inquietante joven Meche nos muestre sus bellas piernas, masajeándolas con toquecitos lácteos. En cuanto al burro, hay una escena impactante en la cual, en contraluz, sobre una colina, va llevando sin muchas ganas el cuerpo encostalado, sin vida, del niño Pedro hasta un muladar, donde va a ser arrojado, como cualquier basura, mientras Meche y su abuelo lo van halando. El burro, como los humanos ignorantes, no sabe lo que hace, es un instrumento de las circunstancias y en este caso, la mejor carroza funeraria a que puede aspirar un niño asesinado, olvidado, azotado por el infortunio.

Imagen de la película Los olvidadosOtro artificio surrealista es el protagonismo que se da a los sueños, como indicadores de profundas raíces que explican los conflictos y las frustraciones de los personajes, en este caso, niños carentes de afecto y de atención y, por ello, casi incapaces de recibirlo cuando se presenta. Sueños de luz, de madre vestida de blanco y cariñosa; de manos que se extienden, sueños de retorno y de descanso. Estos aparecen, de cierta forma, para tonificar la dureza de las escenas del diario vivir y para dar a entender que esos personajes olvidados no carecen de imaginación y de potencia espiritual y soñadora, a pesar de sus circunstancias.

Un tercer artilugio es la presentación cruda, sin concesiones, de la violencia infantil y juvenil contra personajes, en apariencia, indefensos: un ciego músico que gana su sustento cantando y tocando en las calles y un vendedor inválido que mueve en un carrito de ruedas su cuerpo carente de piernas. El ser humano pierde su inocencia infantil cuando se vuelve cosa manipulada y se deja arrastrar por ideales de pandilla, de materialismo o de venganza; el joven pierde su idealismo cuando lo azota el desempleo y se le cierran los caminos.

Crítica de la película Los olvidadosNo hay héroes en estas historias olvidadas, ni trama que vaya resolviendo las situaciones hasta llegar a un final feliz o por lo menos concluyente, cada personaje se queda a solas, bajo el peso insoportable de circunstancias que se antojan invencibles. La música enteramente simbólica de estos sentimientos, a veces, chirrea estridente, por momentos acompaña con pequeñas sensaciones de esperanza, pero no logra superar la insoportable pesadez que se siente en el olvido, esa zona desafortunada donde se niega al ser.

 

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LossobornadosCartelEl sargento Dave Bannion, interpretado por Glenn Ford, es un policía conflictivo y testarudo. Las razones se encuentran en su carácter inconformista, lo que le arrastra a intentar levantar cualquier velo con tal de acercarse a la verdad. Está felizmente casado y tiene una hija pequeña. Fritz Lang no necesita demasiado metraje para que el espectador sea consciente de que estamos ante un matrimonio enamorado y compenetrado. Katie Bannion (a cargo de la actriz Jocelyn Brando) se muestra como una mujer comprensiva y paciente, buena administradora, desprende alegría y es feliz con lo que posee. Entiende a su marido, apoya sus inquietudes profesionales y siempre sabe estar a su lado, sin falsas complacencias.

Pero en Los sobornados no nos situamos ante un cuento de hadas, precisamente. Nos enfrentamos con una película de cine negro, y Fritz Lang es uno de los mejores directores exponentes del género. No faltarán por tanto mundos sombríos, personajes siniestros, situaciones al límite, crímenes sin descanso o maldad carente de fronteras. Ya decimos, nos imbuimos en un puro filme noir desde sus inicios, cuando el sargento Bannion se topa una noche cualquiera con un nuevo caso: otro policía, Tom Duncan, se acaba de suicidar sin motivo aparente. Ya se ocupa el director para que en momentos puntuales como este, el público sepa más que Bannion, nuestro protagonista. El fallecido deja una carta autoculpándose y señalando a demasiada gente importante como implicada en tramas continuas de corrupción, delito y crimen. Y las ansias de saber, de llegar a la verdad, van a convertirse en la trampa mortal de Bannion.

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Precisamente, el filme arranca de una manera magistral: observamos una mesa en un despacho sobre la que se encuentra una pistola. Una mano la coge y, con la cámara en retirada, oímos un disparo e inmediatamente vemos las espaldas de un hombre, ya sin vida,  precipitándose sobre el mueble. El arma aterriza justamente sobre la carta que hemos mencionado con antelación. Está dirigida al fiscal del distrito y junto a la misma se encuentra una placa de policía. Un inicio explosivo que nos adentra, sin pausa, en una ciudad dominada por un mafioso que tiene a su servicio las fuerzas vivas de muchos estamentos. Justamente, una de las características que más atrae de la obra es su ritmo incesante. Los acontecimientos se van sucediendo sin respiro, mientras se contempla una ciudad estadounidense de principios de la década de los cincuenta a la deriva y poseída por gánsteres, chantajistas y aprovechados. Una circunstancia que Lang sacó de la misma realidad. Durante aquellos años, potentes bandas criminales dominaban en ciertos lugares a muchos poderes, incluidos políticos, policiales y judiciales.

Conforme avanza la película, va emergiendo uno de los rasgos fundamentales de la misma: la venganza. Un rencor, unas ansias de revancha que se van apoderando del sargento Bannion hasta convertirlo en un ser sin escrúpulos sobre los medios a utilizar para el cumplimiento de sus objetivos. Justamente, lo mismo que toda la banda de mafiosos a la que persigue. Si tiene que torturar a un testigo para que hable no es problema. La amenaza, la agresión y casi el crimen se convierten en armas a su alcance sin, al parecer, problema moral relevante. La depravación se apodera de su personalidad, igualándolo sin contemplaciones a aquellos seres que a los que detesta y pretende derribar.

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La recreación de atmósferas en Los sobornados resulta impecable. Jugando con la luz  y la oscuridad, según ordenen las circunstancias, se generan los diferentes espacios en los que se mueven los personajes, de manera excepcional. Así, notaremos el calor de un verdadero hogar en la casa de los Bannion, con cacharros colgados en la cocina, con enseres domésticos como cortinas o platos, con el cuarto de la niña decorado de forma completamente acogedora. Todo en un entorno identificable con el americano medio. Resulta desgarradora la escena en la que el sargento Bannion, desolado, debe cerrar la puerta de una casa vacía en la que se agolpan recuerdos ya imposibles de revivir. Y también saborearemos el típico bar de copas del cine negro, lleno de malhechores y sus matones, de mujeres de alterne o de “vida alegre” y de confidentes, con encargados de barra portadores de frases cargadas con filosofía barata y bolsillos excesivamente pringados. Tampoco faltará una visita a la mansión del jefe de los bandidos, a casa de Mike Lagana. Suntuoso lugar en el que se desarrollan despreocupadas fiestas para obsequiar a la hija y se cuelga el cuadro de la madre presidiendo una de las estancias principales, una señora que “rompió moldes” y que después de muerta, todavía vigila desde su retrato. Y también resulta explícito el marco exhibido en el que habita la mano derecha de Lagana, la casa de Vice Stone y su chica, Debby Marsch. Un ático lujoso con una decoración conveniente para servir de punto de reunión y de juego para los corruptos del lugar.

Acabamos de citar a Debby Marsch. Está magníficamente interpretada por Gloria Grahame. Conforma a una mujer que si bien se muestra como independiente en sus pensamientos, prefiere convivir en un mundo que le desagrada moralmente, pero que le satisface económicamente. Debby ha conocido pobreza y riqueza. Asegura que es muchísimo más acertado rodearse de lo segundo, aunque tenga que abandonar habitaciones cuando se habla de asuntos que prefiere no escuchar.  Una fémina de personalidad compleja, que irá evolucionando conforme la fatalidad impere. Una transformación o toma de conciencia desde la ociosidad a la mujer marcada. No será el único ser perteneciente al género femenino que deberá soportar en la obra a hombres machistas, maltratadores, violentos y asesinos. Pero el retrato que se hace de Debby es el más completo. Seremos testigos del drama y la toma de conciencia que se produce cuando se viaja desde la búsqueda de la belleza hasta la pérdida definitiva de la misma en manos de un macho rastrero.

Los sobornados

La media cara marcada por cicatrices del rostro de Debby se erige en punto determinante del avance en la trama. Precisamente, Fritz Lang, de manera consciente, deja fuera de campo el ataque que recibe por parte de su compañero con una jarra de café hirviendo, mientras que cuando la situación se torna a la inversa no duda en que visualicemos el momento con todo detalle. Porque en realidad, Los sobornados es una película que ahonda en la violencia contra las mujeres. Prácticamente, ninguna de la que aparece en pantalla resulta bien parada. Casi todas ellas son víctimas de malos tratos, de quemaduras en manos, cuerpo o rostro, incluso de asesinatos. Son seres atacados por la violencia masculina, siempre asociadas con la desgracia y la muerte. Unas mártires a consecuencia de la ausencia de cualquier asomo de sensibilidad en los varones, directamente afectadas por odios, venganzas y egoísmos de los hombres.

En la obra destaca, entre tanta podredumbre, cierta solidaridad que reluce en los momentos más comprometidos. Apoyo de familiares y compañeros, complicidades, quizás porque al día siguiente la víctima podría ser cualquiera de ellos o sus seres queridos. Estamos ante una película redonda, concisa como la mayoría de los filmes del director austriaco. Un recorrido por el mundo del crimen organizado que cuenta con un final amargamente feliz, extraño remate en una comisaría de policía en la que, a través de un póster, se invita a donar sangre.

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Siempre es un placer volver al cine realizado por John Frankenheimer, un director fogueado en el mundo televisivo que, cuando decidió cruzar la frontera camino del formato mayor, logró un prestigio merecido gracias a su capacidad técnica y visceral sentido de la narración. Su maridaje en varios géneros repercutió en la consecución de obras tratadas con un estilo intrépido y brioso. Sin embargo, traigo aquí uno de sus dramas más intimistas, Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969). El guion es de William Hanley, la excelente partitura de Elmer Bernstein y la fotografía de un estupendo operador e iluminador, Philip H. Lothrop. Nombres y firmas con la suficiente autoridad para garantizar un trabajo bien hecho, casi perfecto.

El reparto es un lujo. El cartel lo encabeza Burt Lancaster, forjando una vitola de personajes complejos y ensimismados: Deborah Kerr, como una mujer anclada en una ciudad de Kansas, arrepentida de dejar las ilusiones atrás, ver pasar el tiempo sin reaccionar y convertirse en una conservadora insatisfecha de vida apacible y tonta; Gene Hackman, un extrovertido católico lenguaraz, simpático, pero también rudo; y Scott Wilson, un jovenzuelo en camino a su madurez. Otra guinda femenina, aunque comparsa, Bonnie Bedelia.

La película gira en cuanto al modo de ganarse la vida de un equipo de acróbatas del aire que encaran la recta final de su trayectoria. Tras completar arriesgados y fascinantes espectáculos en los que se exponen a tener un accidente fatal, van detectando que el negocio está de capa caída y que dos de ellos van completando una edad, quizás, inadecuada para las piruetas y ejercicios que programan.

Acuden a ofrecer una función a Bridgeville, una población de la América profunda, que fue el primer hogar de uno de los componentes del equipo, Malcolm (Scott Wilson). El muchacho lleva más de veinte años que no ve a su familia. Su pariente, Elizabeth Branson (Deborah Kerr) los acoge en su casa y los invita a pernoctar. Una vez aceptada la hospitalidad, preparan con meticulosidad el número del día siguiente. El parte metereológico anuncia una jornada lluviosa a primera hora. Mal agüero. Este hándicap puede restar público a su actuación.

Frankenheimer, en el primer acto, plantea un drama rústico que afronta las frustraciones y desencuentros de un matrimonio en crisis. Los invitados, Mike Retting (Burt Lancaster), Joe Browdy (Gene Hackman) y Malcolm, son recibidos con cariño, amabilidad, ternura y una ansiedad oscura por parte de Elizabeth, mientras que su marido, John Brandon (William Window), los acoge con recelo, distancia y temor a lo que sabe que va a ocurrir. Mientras Malcolm y Joe hablan y tratan de distraer a sus anfitriones, comentando la esencia de su trabajo y la valentía que supone una profesión que parece asunto de insensatos y chiflados, Mike se muestra más circunspecto y reservado. Atraído por Elizabeth, sospecha enseguida el fracaso de su anfitriona. La vislumbra como una esposa descontenta y una mujer desatendida. Las reuniones que tienen en el interior de la vivienda de los Brandon, cuyos escenarios son la salita de estar, el comedor y la cocina, evidencian, por parte del autor de Plan diabólico (Seconds, 1966), su talento y capacidad expresiva para trabajar en espacios pequeños (aprendido en sus muchas horas de faena para la TV) y extrayendo, gracias a un hábil montaje, las peculiaridades y debilidades de los personajes. Algunos diálogos son vagos, de relleno y, otros, machetazos, como la actitud indolente y desagradable de John Brandon, un impotente sexual eclipsado por el porte y belleza de su esposa.

Dos secuencias, antes del largo tramo final acerca del espectáculo circense en el aire, son fantásticas y esplendorosas. La primera acontece en un tugurio de copas, típico bar del Oeste, con música y una plataforma circular ubicada en el medio del local con muchachas muy bravas y sexys, semidesnudas, que entretienen a la plebe, entre ellos al triunvirato de paracaidistas, con Joe como el mejor adaptado a este tipo de ambientes de las áreas rurales. Joe, juerguista, dicharachero, farandulero, no tiene prejuicios para ligarse a una de las bailarinas y pasar la noche con ella. Entretanto, Mike regresa a casa e invita a Elizabeth a pasear por las inmediaciones. En un parque, se acomodan en una atracción pintada de un color rojo fuerte y llamativo. Aquí acontece una conversación sincera y de variada temperatura, donde se plantean sentimientos y emociones no resueltos. Es un instante bello y delicado, tratado por John Frankenheimer con un tacto y tono preciosos, que se prolonga en casa con una escena sexual filmada con recato, pero de una belleza transparente. También Malcolm tiene su momento de engarce con el amor, al ligar con la joven que encarna Bonnie Bedelia, una chica estudiante que tiene alquilada una habitación en la casa de los Brandon.

La última secuencia, rodada a modo de epitafio, concentra el temerario espectáculo de los saltimbanquis aéreos, con la progresión de números cada vez más peligrosos y exigentes. La ubicación, las gradas llenas de público, la inclusión de la avioneta, me recuerda, salvando las distancias, la parte final de, Domingo negro (Black Sunday, 1977), la ficción política que Frankenheimer rodó, inspirándose en una novela de Thomas Harris, el creador de Annibal Lecter. Pues bien, esta parcela de tono fúnebre, perfilada como de despedida, tiene un doble efecto. Por una parte supone el último salto de Mike Retting como acróbata y su adiós definitivo y, por otra, la superación del reto de Malcolm, que lo homenajea imitando su temeridad, todavía más apurada, manifestando que se ha convertido en un hombre y que necesita buscarse un sitio en este mundo.

Los temerarios del aire es un bello poema sobre la descomposición de los afectos y el ocaso de las esperanzas. Desgrana los sobresaltos de una existencia nómada y, en el filo de la navaja, con una abrupta intensidad no exenta de descalabro, que contrasta con la inamovible, aburrida, desapasionada y reglada realidad cómoda, pero desasosegante. La película constata la sobriedad y solvencia de Frankenheimer para arbolar un texto lleno de avispados significados que se mueven en un trasfondo de amargura y desilusión. Un filme que maneja la serenidad para poner coto al fiasco que supone convivir sin aliento y de manera mecánica, y el realizador neoyorquino emplea el tono sobrecogedor y aventurero para trazar una epifanía sobre la vejez y el desencanto de la veteranía por haber cometido deslices impropios e inmorales. Sin duda, una película firme, delicada, asombrosa y emocional. Muy recomendable para quien desconozca esta importante pieza.

Tráiler de la película

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Cartel de Los verdugos nunca muerenEn 1941, el largo camino del exilio llevaba al dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht a Santa Mónica, en California, donde intentaría una fallida inserción en el mundo hollywoodense. Antes de escapar, perseguido por el Comité de Actividades Antiamericanas, en 1947, Brecht dejaba un tortuoso intercambio con su coterráneo Fritz Lang, quien llevaba más de una década y seis películas en los Estados Unidos. La historia de cómo surge y se construye el guion de Los verdugos también mueren (1943) está poblada de mitos y leyendas, debido a los constantes y crecientes desacuerdos de Brecht con el mundo del cine americano –al cual ya había dedicado unas amorosas líneas– y al que representaban Lang y el guionista John Wexley. El filme generó innumerables polémicas que culminaron con su prohibición definitiva hasta los años 70, debido a su carácter subversivo y diálogos supuestamente comunistas. Brecht por su parte, renegó del filme y con ello se intensificaría una enemistad cuyo fuego alimentará el dramaturgo hasta su muerte.

Los verdugos también mueren (1943) narra la historia ficcionada del asesinato de Reinhard Heydrich, una de las principales mentes diabólicas del Holocausto. Artífice de la Solución Final, ocupante de varios cargos de importancia durante el nazismo, Protector Adjunto de Bohemia y Moravia –República Checa–, presidente de la Interpol, ideólogo de la Operación Himmler, responsable de poner en marcha el decreto Noche y Niebla, entre otras muchas actividades que delatan un carácter criminal y sádico que le valió los motes de El Verdugo, El Carnicero de Praga o La Bestia Rubia.

Siendo conocedores parciales del ajusticiamiento, Lang decide construir una historia sobre este evento y crea junto a Arnold Pressburguer una efímera productora para la realización del filme, fastidiado por los conflictos que generaba todo proyecto que saliera de la estandarización industrial. La historia de Brecht, Lang y Wexley ubica a la figura del asesino Heydrich en un médico checoslovaco –luego se sabría que habían sido los británicos los ideólogos–, ya que en su esencia el filme es un homenaje a la famosa resistencia checa ante el nazismo. Tras el intento de suprimir su cultura y de convertirlos en esclavos por ser una raza inferior, el pueblo checo se mantuvo unido, creando una verdadero caos subterráneo de sabotajes, silencios y complicidades, que exacerbó las criminales intenciones de su Protector.

Con un modelo magistral de guion, el filme es una de las mejores piezas de la filmografía americana de Lang y le valió dos nominaciones a los premios de la Academia. Relata la historia del Dr. Franticek Svoboda, quien a través de una elipsis asesina a Heydrich y se refugia en la casa del profesor de Historia, Stephen Novotny, cuya hija, Mascha, lo había protegido en las calles. A partir de este momento, se desarrolla el aspecto verídico de los ajusticiamientos, a la par que los personajes desarrollan conflictos morales en un ambiente de terror y muerte. Historia fabulada en su mayor parte, la creación contiene profundas huellas de la épica brechtiana en la concepción dramática del texto, que determina las características de los personajes o ciertos diálogos permeados de un aliento reivindicativo, como el poema que el preso consulta al famoso poeta Novak o el monólogo del profesor Novotny ante su hija, despedida frente a su primera amenaza objetiva de muerte. El guion, cuya estructuración se encamina constantemente a la fabulación más que a la reconstrucción de una historia que, en realidad, aún nadie conocía bien, se concentra en la representación del pueblo como una unidad inquebrantable, el necesario destino fatal del traidor y en el intento de traducir en hechos el horror que significó la dominación nazi en Checoslovaquia.

Fotograma Los verdugos nunca muerenCon su maestría habitual, Lang desarrolla esta historia literariamente espectacular, dentro de las normas de un clasicismo fílmico, cuyo narrador cinemático se desdobla silenciosamente detrás de una narración lineal, ofreciendo un enriquecedor abanico de personalidades y proyecciones humanas, las cuales no alcanzan a verse proyectadas en filmes contemporáneos como Hitler´s Madman, de Douglas Sirk (1943), o la más reciente versión de este evento, Anthropoid, de Sean Ellis (2016). La voluntad del pueblo checo y la pesadez de un ambiente sembrado de odios se desdoblan en un estilo expresionista, que deja ver las influencia del cine negro, sobre todo, hacia la segunda mitad del filme, cuando los interrogatorios y el destino fatal de sus personajes va cerrándose sobre ellos mismos, a pesar de la obstinación y las habilidosas jugadas de la resistencia checa.

Ambientes cerrados, sofocados y terribles, la fatalidad como destino, la construcción de significados a través de la utilización de una luz punzante, frontal o que arroja en múltiples ocasiones las largas sombras del terror nazi. La caracterización un tanto caricaturesca de los personajes negativos, frente a la digna representación de los protagónicos y el final, una definitiva resistencia ante los establecidos hollywoodenses del happy ending, ha hecho de este filme un clásico del cine, sobre cuyo voluntarioso retrato histórico, a pesar de lo distanciado que está de la realidad objetiva, no se ha podido equiparar.

Fotograma Hangmen also dieMichael Töteberg presume en su libro El cine de Fritz Lang, que gran parte de las problemas surgidos en la construcción de la historia provenían de las diferencias radicales que sobre la concepción de sus respectivas artes tenían Bretch y Lang. El primero, creador del teatro dialéctico, profundamente vinculado al entorno social y las problemáticas de carácter político; el segundo, totalmente despreocupado por el relato y ciertamente, más interesado en el lenguaje cinematográfico y en lo que concierne y atrapa al espectador. La dicotomía era inevitable, sírvase la discordia una vez más, para generar una obra maestra del cine.

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En las estructuras típicas de los cuentos hay dos grandes categorías en lo que se refiere a los personajes: por un lado, están los buenos, mientras que por el otro, están los malos. Si los buenos ganan y viven, nos encontraremos ante una aventura feliz, mientras que si mueren (que logren vencer al malo o menos, no es importante), el resultado es un sabor de amargura. De todas formas, el concepto de héroe, una vez analizado en sus detalles, puede ser el centro de una reconstrucción simbólica, psicológica y hasta cultural: de hecho, si tomamos algunos elementos y los unimos a los de los malos, sin caer demasiado en las particularidades de lo negativo, lo que logramos crear es un antihéroe, mezcla esta que se supone capaz de abrir nuevos caminos ante una estereotipación que, a veces, nos resulta demasiado pesada (nos referimos aquí al bueno con su belleza divina y su necesidad cultural y social de ser el ganador, cada vez que pueda serlo en función de una moraleja bastante anémica).

El ladrón, entonces, se sitúa en una situación de colores grises, ya que, si por un lado forma parte de los malos sociales (nos roba nuestro dinero), por el otro sería imposible no darse cuenta de su inteligencia (cuando está) o, mejor dicho, de su astucia. Quizás esta sea la razón que llevaría al mangaka Monkey Punch a crear al nieto del Lupin francés, producto (el europeo) del escritor francés Maurice Leblanc. El gentilhombre medio parisino y medio japonés se pone así en una situación de actuar fuera del mundo normal en el que vivimos, en un contexto en el que ir contra la ley es la única posibilidad existente si el objetivo es sobrevivir. Sin embargo, detalle fundamental, lo que empuja a Lupin III para seguir robando es el acto mismo de substraerles dinero a los que ya tienen mucho, como si más importante que la riqueza fuera el acto de robar, usando aquellas estrategia típicas de quien conoce los mecanismos de la astucia.

En el caso de Cagliostro, el objetivo es doble: por un lado descubrir (y robar) el tesoro secreto de un pequeño estado europeo, por el otro ayudar a una pobre princesa para que el malo no logre casarse con ella. Cuento bastante simple, entonces, pero no por esta razón poco atractivo. Todo lo contrario, ya que no es el objetivo final lo que nos interesa en el mundo de Lupin, sino el viaje por el cual se mueve nuestro ladrón con su pandilla de amigos. La película logra así aceptar su reiteración masiva de un canovaccio que ya conocemos (no es posible olvidarse de que Lupin nace en el formato de la serie manga y que después se traslada al mundo de las series de televisión), permitiéndose una libertad creativa que se concreta en los detalles más que en la estructura principal.

Si la historia es modesta (y si, efectivamente, ya sabemos cómo va a terminar), verdad es también que la construcción de los personajes funciona en su reducción absoluta a una serie de rasgos definidos, lo cual hace que lo estereotipado se convierta en un inventario de arquetipos. Es aquí, entonces, que se mueve el concepto de antihéroe, personaje este que traspasa el borde entre lo justo (en el sentido de justicia y de ley dentro del contexto social en el que vivimos) y lo prohibido (en el sentido de lo que no está bien hacer, de lo que, si bien nos gustaría, no podemos hacer). Lupin concretiza con su presencia la posibilidad de otro mundo, de otra vida, fuera de los esquemas que nos separan de aquel anhelo por la libertad individual típico de las sociedades modernas.

Cagliostro demuestra por estas razones tener una relación madura con su público, relación que se define como tal, no porque hable de temas que los niños no podrían entender (de hecho, la película funciona también con un público muy joven), sino porque se reconoce en lo que es (un simple cuento de animación, no muy diferente de un simple episodio de la serie animada) y de allí decide explorar sus mecanismos y dejar que la fantasía corra a rienda suelta. Una perfección de la fuerza de la imaginación, entonces, acto debido de una explosión de ideas y de imágenes que casan perfectamente el dinamismo del ojo del director con los fluidos que resultan ser los movimientos de los personajes. Una joya, quizás en parte olvidada, de la larga historia de la animación no solo japonesa sino, sobre todo, universal.

Tráiler:

https://www.youtube.com/watch?v=wJudurbkv1E

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Lustrabotas aficheFilme emblemático del neorrealismo italiano;  drama de desencuentros que abre camino a la tragedia, en medio de un sistema social corroído por la miseria.

Es la historia de un niño y un adolescente que, sin saberlo, participan de una maniobra fraudulenta. Rápidamente serán puestos en prisión, y, de aquí en más, vivirán una serie de sucesos violentos  que desencadenarán un final inesperado.

Los valores de la época son crudamente retratados: familias pobres renuncian a ser condescendientes en el cuidado de sus hijos; cuestión de supervivencia que hace de la infancia un sacrificio.

Un guion que organiza perfectamente la historia, el recorrido es lineal de principio a fin, no hay saltos, el camino observa una progresión que se va escapando de las manos de los protagonistas.  Pocos y sutiles trayectos de cámara, que otorgan al montaje un mayor peso en movimientos escénicos. La dinámica de los personajes se acopla muy bien a planos de corta duración con puestas en escena bajo encuadres que empujan el desarrollo con naturalidad.  La contienda en las duchas nos sitúa ante el diseño de pocos planos, cuya adecuada alternancia genera la noción de un combate real. Le imprime una agresividad natural, en breves instantes de una acción entrecortada que no se capta como tal.

Inocencia y maldad se combinan al amparo y la justificación de la precariedad social. El Estado es insensible, aplica mano dura sin considerar particularidades, la pobreza no es excusa, el delito se califica desde la frialdad de lo institucional.

Puestas en escena en exteriores típicas del neorrealismo, pero también interiores carcelarios que denotan una precariedad vital y edilicia acorde a lo que se percibe en las calles: pobreza infantil por doquier. Se intenta sobrevivir a un desfasaje que pone en riesgo la libertad y la vida de los niños. Los estados de conciencia no cuentan con la madurez suficiente, no hay herramientas para enfrentar realidades de adultos  trasladadas a la infancia.

Una sutil y severa crítica al Estado, que apela a la represalia ante la mínima presunción de falta o  delito, con gruesas y facilistas categorizaciones que plantan severos estigmas en los sectores más vulnerables de la población. La violencia delata al violento, jamás se intenta comprender el porqué, el hecho habla por sí solo, y la defensa de oficio se remite a pedir clemencia hacia su defendido sin esgrimir mayor fundamento: el sistema judicial acompaña a las decisiones fáciles. La profundidad de campo aleja al ciudadano del proceso judicial, denota la ausencia de poder efectivo: no es posible incidir. Quedamos entrampados  en una lógica de violencia ejercida de múltiples maneras: desde la calle y desde el Estado; batalla por la resistencia, intento de vivir en condiciones hostiles y salir airoso. Una sociedad sin comprensión trae como consecuencia una sociedad sin niños: todos “iguales” ante la ley. La infancia, como fase evolutiva, no existe; los “derechos” y las obligaciones no incluyen la diferencia de los estados mentales.

El filme nos ofrece la historia de dos niños que piensan como tales y se comportan como adultos. Se ofrece un desfasaje en el actuar y el razonar que el sistema legal no considera; es demasiado complicado situarse del lado del débil.

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La desesperanza campa bajo la inocencia de dos niños que representan toda una generación de posguerra maltratada por la  miseria. La pitonisa es reticente a adivinar el futuro, como si no hubiese derecho a soñar; no hay visión de porvenir, el día a día es lo que importa. La aparición de un excedente monetario equivale al cumplimiento de un sueño presente, un caballo blanco.  Pensamiento inmediatista propio de la niñez, pero también, de una situación material acuciante, que no deja margen a la prospección; no parece lógico ocuparse de eso cuando hay que comer.

En la línea de una genealogía nietzscheana, como contrapartida al tradicional relato de hazaña y monumento, la caída del fascismo nos acerca el Lustrabotas como estampa de una cruda realidad de época; historia de personas comunes que marca y esboza un funcionamiento social en tiempos de crisis, más allá de cuestiones políticas, militares o de poder.

Es la reivindicación de una historia del pueblo, realidad que aqueja a las capas más sufrientes, en clave de neorrealismo, de intento de plasmar los hechos tal cual son. La óptica de un De Sica  que supo ser galardonado merecidamente con un Oscar a mejor película extranjera, en su primera edición. Es su debut en el neorrealismo, luego vendrán dos obras maestras más: Ladrones de bicicletas, también receptora de un Oscar y Umberto D. Tres relatos muy semejantes que narran historias de gente común en dificultades  donde  les va la vida.

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Lustrabotas, con o sin intención, hace fuerte hincapié en lo accidental, lo que depende de acciones pero las trasciende, genera historias de vida comunes por ser posibles en un contexto que las favorece. Es uno de los rasgos de la genealogía nietzscheana, ese discurrir de los sucesos con sus concomitantes efectos cuasi invisibles, por no considerados, y que terminan, no solamente siendo efectos de la gran historia, sino que contribuyen a construirla. Dialéctica del entramado social que convoca a hacer visible la realidad a pequeña escala, la de todos los días, que ubica al ser sufriente frente al desafío del destino.

De Sica, tal vez sin saberlo, cultiva la defensa de una línea filosófica que defiende la realidad del sujeto común, como productor de sucesos generadores de hechos significativos, bajo un contexto social que él mismo constituye.

El neorrealismo es eso, la exaltación de la realidad de lo cotidiano, el rescate del suceso que no suele ser considerado en detalle, aunque contribuya a la construcción de la historia de las naciones. Pequeños dramas que ejemplifican situaciones sociales; delatores de circunstancias que se dirigen  al espectador, en el afán de sensibilizarlo y comprometerlo.

Los efectos se van sucediendo más allá de las intenciones y dentro de un marco autoritario, cuya característica primordial es la insensibilidad. Los individuos se asemejan a marionetas que responden en función de lo instituido o de lo esperable bajo ciertas condiciones.

La institución está para reprimir todo tipo de recurso de sobrevivencia ilícito, sin tener en cuenta la gravedad de la circunstancia; el hambre, la precariedad, la inmadurez emocional, nada justifica la transgresión de la norma; si es violada, de inmediato viene el etiquetado que clasifica en categorías de las que se vuelve casi imposible salir. Un acto en defensa propia define de inmediato la naturaleza violenta; la circunstancia no es estudiada. Se debe ser eficiente en el control social, ser eficaz. La inmediatez atrae a la solución más fácil: la represión.

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LuzqueagonizaCartelSiguiendo con la producción cinematográfica excepcional que se creó en Estados Unidos en el año 1944, tras haber efectuado los reencuentros en números anteriores de la revista El Espectador Imaginario de las obras de Otto Preminger (Laura) y de Fritz Lang (La mujer del cuadro, The Woman in the Window), le toca el turno ahora a la también extraordinaria película de George Cukor, Luz que agoniza.

El film está basado en una obra teatral de 1938, Gas Light, del autor británico Patrick Hamilton, que fue representada en Broadway casi durante tres años seguidos, de 1942 a 1944, con el título de Angel Street, y que ya fue llevada con anterioridad al cine en 1940 por el también británico Thorold Dickinson, en una versión muy estimable, protagonizada por Anton Walbrook, más fiel a la obra teatral original, y que ha llegado hasta nosotros de milagro, ya que la Metro-Goldwyn-Mayer, con ocasión del estreno del film de Cukor, se ocupó, al objeto de eliminar la competencia en el mercado, de destruir todas las copias de la película británica. Afortunadamente, una de ellas pudo ser salvada por el British Film Institute. La obra de teatro y la película estadounidense consiguieron tanta fama, que incluso crearon y dieron popularidad al término “gaslighting” en inglés (hacer luz de gas a alguien en castellano), en referencia a intentar trastornar a una persona, procurando que vea o crea cosas que no existen.

George Cukor, en su largometraje, aborda el drama victoriano de suspense original mediante una puesta en escena que destaca, tanto por sus interpretaciones, como en su barroca composición, y por el extraordinario juego de luces y sombras que acompaña a los gozos y penumbras asombrosamente. El filme se inicia en una plaza de Londres de brumosa y tensa atmósfera, cuando la joven Paula Alquist (Ingrid Bergman) sale anonadada y hundida de su casa, en donde acaban de asesinar a su tía, una famosa e idolatrada cantante de ópera con la que convivía, y es introducida en un coche de caballos, con el propósito de alejarse de los tristes sucesos que se han producido, e intentar rehacer y seguir su vida lejos de allí. Con un simple corte, transcurren diez años y nos situamos en Italia, penetrando junto con la cámara en una habitación donde un profesor de canto está dando una lección a Paula, con el acompañamiento musical de un pianista, Gregory Anton (Charles Boyer).

Luz que agoniza, película En unos años donde triunfaba el cine negro de violentos asesinatos, gánsteres, detectives avispados, chantajes, mujeres fatales y guiones enrevesados, Cukor, más conocido por sus comedias de ambiente refinado, apuesta aquí por un melodrama criminal, haciendo hincapié en su cara psicológica, en el desarrollo de un terror atormentado que tiene su origen en un enamoramiento absolutamente dependiente de la pareja. El punto de vista narrativo no es único, y va cambiando conforme evolucionan las necesidades del realizador en darnos a conocer nuevos elementos de la trama, lo que hace en los momentos precisos, conservando la intriga y elevando en cada escena el nivel de angustia, no solo de Paula, la protagonista, sino también del espectador. La posición que adopta el director con respecto a sus personajes no es neutra, y se ocupa de que lleguemos a odiar intensamente a Gregory, mientras nos solidarizamos con Paula y sufrimos con ella.

Joseph Cotten e Ingrid BergmanJoseph Ruttenberg, el director de fotografía de Luz que agoniza, que no era precisamente un desconocido, e incluso ya había ganado previamente dos Oscar por su trabajo, el primero en 1938 con El gran Vals (The Great Waltz), de Julien Duvivier, y el segundo en 1942 con La señora Miniver (Mrs. Miniver), de William Wyler, en esta ocasión también consigue un resultado muy destacable, iluminando las escenas con luces y sombras que combina según el momento de la trama, negro o alegre, esperanzador o turbio, denso y gris frente a blanco y luminoso. Le ayuda en ello la participación de la actriz Ingrid Bergman. No es su única película en la que nos parece que lleva incorporada una luz interior que se activa o apaga según su estado de ánimo. En esta ocasión, el efecto resulta casi mágico, y del máximo alborozo desprendiendo una radiante luz si vamos a una fiesta o al teatro, pasamos a irradiar tonos sombríos cuando dudamos de la veracidad de lo que vemos o escuchamos. A Bergman, persona de aspecto saludable y vigoroso, esta interpretación de mujer neurótica y frágil le valió el Oscar de Mejor Actriz. Cuenta su hija que su preparación para el rodaje incluyó la visita a hospitales psiquiátricos para estudiar las reacciones de los enfermos.

GaslightEn cuanto al resto de interpretaciones, también resulta muy convincente Charles Boyer, derrochando kilos y kilos de maldad en su papel de cruel torturador psicológico y sujeto obsesionado en un objetivo concreto. Joseph Cotten, como Brian Cameron, desarrolla un correcto papel de detective de Scotland Yard, preocupado y eficiente, además de sutil y contenido, y destaca igualmente la interpretación que hace de Nancy, la criada, Angela Lansbury, en su primer papel en el cine, con diecisiete años. Consigue reflejar una personalidad interesada, dominante, que si es consciente de lo que está sucediendo tampoco le importa demasiado, coqueta, pícara y descarada cuando le dan pie, y ocurrente en sus contestaciones verbales, muy consciente de qué es lo que realmente le interesa.

El film se rodó enteramente en interiores, habiendo sido reproducidos en su totalidad en estudio, los exteriores que se exhiben . Destaca el atrezo de las habitaciones, totalmente recargadas de objetos, mobiliario y utensilios diversos y dispersos, que logran reflejar una apariencia barroca y abigarrada. También diversos elementos en concreto van cobrando su importancia en la trama, como cartas, guantes, broches o piedras preciosas. La puesta en escena en todo su conjunto está tan cuidada, que incluso en la banda sonora se recurre a la escena de locura de la ópera de Gaetano Donizetti, Lucía de Lammermoor.

La película habla de emociones, de amores ciegos, pasiones obsesivas y frágiles caracteres, condiciones del ser humano que con un guion redondo y muy elaborado, sabe plasmar cinematográficamente de una manera admirable, ese director, George Cukor, que en un principio fue considerado de calidad menor al ser valorado solo como eficaz, creyéndose que el mérito de sus películas se debía a la circunstancia de tratarse de adaptaciones de grandes obras literarias, y que nos ha terminado dejando, para nuestra fortuna, obras con una calidad indiscutible, entre las que se encuentran, por ejemplo, Historias de Filadelfia (The Philadelphia story, 1940), Doble vida (A Double Life, 1947), La costilla de Adán (Adam’s Rib, 1949), o, por supuesto, la que ha ocupado las reflexiones anteriores, la inolvidable Luz que agoniza.

Tráiler:

 

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Cartel dela película Luz silenciosaLa elegante Luz silenciosa, de Carlos Reygadas, Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2008, nos habla de la infidelidad y sus consecuencias, en un bella pieza fílmica con reminiscencias dreyerianas.

El argumento es sencillo. Johan, el patriarca de una familia menonita, que reside en el estado de Chihuahua al norte de México, está casado con Esther. Tienen siete hijos. Desde hace casi dos años mantiene relaciones con Marianne, otra menonita de la comunidad. Johan sabe que, muy a su pesar, no puede seguir así y debe tomar una decisión.

El cine del mexicano Carlos Reygadas es poco convencional, y su obra ha sido reconocida por la crítica y consagrada en el Festival de Cine de Cannes. Historias muy personales, filmadas muchas veces con actores no profesionales, donde las relaciones familiares, la desnudez y el sexo sin tapujos, el paisaje y un sentir existencial forman parte de su narrativa.

El primer plano de Luz silenciosa, bellísimo per se, nos muestra con dilación un hermoso amanecer, acompañado de los sonidos de la naturaleza, que deja atrás la oscuridad de la noche. Así también, las indecisiones y falta de claridad de Johan (el actor no profesional Cornelio Wall), atrapado entre el deber y el amor, creará una situación emocionalmente difícil que tardará en ver la luz. Tanto para su esposa Esther (Miriam Toews), quien sabe de la aventura de su marido, como para su amante Marianne (María Pankratz), no es fácil vivir en el reducido espacio de la comunidad menonita esperando un desenlace que no llega.

Si hay un elemento que predomina en Luz silenciosa es precisamente ese, la luz. La historia se desarrolla casi siempre de día y las escenas están dotadas de una gran luminosidad y mucha profundidad, siendo muy escasos los momentos nocturnos. De hecho la película abre con un amanecer y cierra con un anochecer. Entre medio hay una única escena nocturna que servirá para que Johan llore sus penas, arropado por la oscuridad, sin que su esposa se percate de ello. El resto del tiempo, la luz y los blancos son protagonistas de una historia en la que, por contraposición, la oscuridad se ha instalado en Johan, incapaz de tomar una decisión que aclare las cosas. Todos sabemos que la oscuridad, a veces, puede ser muy cómoda.

Luz silenciosa, fotograma

Los menonitas son una comunidad campesina de costumbres sencillas y vida austera y así son las imágenes que nos devuelve Reygadas para narrar la historia. Planos limpios, ordenados, sencillos y sin alardes, en los que el ritmo pausado transmite paz, pese al drama que se vive en silencio.

Tal vez por eso, en una de las escenas emocionalmente más exaltadas y que más sentimiento transmite, Reygadas rompe la forma y el ritmo pausado para escoger un plano circular, en el que Johan, subido en su coche, canta feliz, mientras da vueltas alrededor de su amigo Zacarías, proclamando así, a los cuatro vientos, su amor por Marianne. También Reygadas utilizará un plano circular de 360 grados para contar la conversación que tiene Johan con su padre, en donde le pide consejo. Después de captar a ambos hablando, la cámara los abandona lentamente, mientras da la vuelta completa al espacio y nos muestra el punto de vista de ambos, es decir, los campos de cereales, a la vez que nos invita a reflexionar junto a ellos. ¿Qué consejo debemos darle a Johan? ¿Debe permanecer con Esther o debe irse con Marianne?

La historia que se nos cuenta es sencilla y simple, lineal, sin recovecos. Sobria, narrativamente, se podría contar en un espacio muy corto de tiempo, pero se perdería toda la magia y el hipnotismo que tiene la cinta. Son el ritmo pausado y el tempo que adquiere la historia los que le van dando sentido y peso dramático. El director se sirve tanto de los personajes como de su estar tranquilo para dilatar el tiempo. Las acciones se suceden sin prisas, para crear una atmósfera sosegada (ni la pasión de los amantes ni los niños y sus juegos la rompen). Los planos tienen cierta morosidad, cierta quietud. La cámara no se mueve o realiza zooms apenas perceptibles. El montaje estira los planos sin impaciencia. Las imágenes estáticas permiten momentos de reposo en los que todos, actores y público, reflexionamos sobre la historia de Johan y sobre nuestras vidas, acompañados por el silencio y la luz.

Pero Johan, sumido en sus indecisiones, no puede detener la vida del resto del mundo, y tanto Marianne como Esther reaccionarán. Ambas son conscientes de la necesidad de una resolución. Ellas precipitarán la historia, en un innegable homenaje al gran maestro Dreyer y a su película Ordet (1955). Es ahí cuando nos percatamos de que, de alguna manera, el espíritu de Dreyer ha estado sobrevolando durante toda la cinta, aunque fuera en la última media hora, cuando Reygadas le deja paso, de forma respetuosa, para que “resucite” y tome las riendas. De hecho, en la consulta médica, el director nos hace un guiño. Sobre la pared podemos leer un letrero que incluye claramente la palabra “Borgen”, que en alemán significa “prestado”, pero en danés (idioma de Dreyer) se traduce como “castillo”, justo el apellido de la familia protagonista de Ordet, los Borgen.

Luz silenciosa, imagen

Último plano, a modo de cierre, como partitura, se repite el motivo con el que se inició la película, pero si entonces amanecía, ahora anochece. La imagen bellísima, con los sonidos de la naturaleza, nos llevará a la noche. La luz, silenciosamente, llega y se va todos los días, independientemente de todos los dramas que nos acontezcan. Es ley de vida. Como es ley de vida que nuestros caminos no se detengan. Si no tomamos decisiones, la vida las tomará por nosotros.

 

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M, el vampiro de Dusseldorf - cartelEntrando la década de 1930, el cine sonoro no era solo una novedad técnica, sino que prácticamente se había convertido en una imposición de la industria a todos aquellos directores que quisieran mantenerse activos y en primera línea. El nuevo invento suponía también un desafío artístico y creativo al que los cineastas se enfrentaron desde diferentes perspectivas y actitudes. La aproximación de Fritz Lang puede considerarse una de las más interesantes y, claro está a estas alturas, que mejores resultados obtuvo. Y es que Lang lleva a cabo una producción extremadamente ambiciosa en todos los frentes, que hace del nuevo medio sonoro su razón de ser, y con la que logrará situarse a la cabeza de la vanguardia cinematográfica después de varios años de encadenar notables fracasos artísticos (ni Los Nibelungos, MetrópolisLa mujer en la Luna se acercan a lo mejor de su producción anterior). El resultado fue M.

Debe apreciarse en M un ejemplo canónico del género de terror y, seguramente, el que mejor supo aprovechar la combinación de recursos fotográficos expresionistas con las posibilidades que abría el uso del sonido para lograr una mayor eficacia. De esta manera, M desarrolla todos los elementos que definirían dicho género en los próximos años, pero activando un nuevo sentido, creando una nueva forma de horror mediante sutiles deslizamientos del significado de estos elementos arquetípicos con la finalidad de construir no una angustia genérica, de tipo metafísico, sino una angustia concreta y de índole social.

Así, Lang sitúa su filme en escenarios contemporáneos y urbanos de fácil reconocimiento por parte del espectador. No reproduce un tiempo pasado indeterminado desde una perspectiva neorromántica, como había hecho Murnau en filmes como Nosferatu, sino que emplaza su historia de horror en un ambiente urbano genérico y contemporáneo, en el que podía desenvolverse la cotidianidad de cualquier espectador del filme en aquel momento.

M, el vampiro de Düsseldorf, fotograma

El tratamiento de este espacio urbano no será, por supuesto, del tipo de exaltación de la ciudad como lugar del progreso, la racionalidad y la libertad que en los últimos años de la década de los veinte habían llevado a cabo autores de toda Europa bajo la forma de sinfonía urbana. Muy al contrario, Lang dispone todos los elementos típicos del género de terror para dotar a lo urbano de una opresión y una angustia similares a las que podían disponer localizaciones como los castillos, al mismo tiempo hace de la ciudad el ámbito de lo primordial y lo no racional, análogo a la función que jugaban el bosque o la naturaleza salvaje en otros filmes coetáneos. Esto se consigue aplicando los elementos formales del género del terror a un espacio diferente, desplazamiento que denota no solo el alcance de la concepción cinematográfica de Lang, capaz de apropiarse de los códigos y esquemas genéricos, reproducirlos en otros contextos con la misma eficacia y ponerlos al servicio de su expresión personal, sino que también amplifica el alcance del propio horror que puede llegar a producir.

Con todo, la actualización más interesante es la que lleva a cabo mediante el personaje principal. Este personaje, un abusador y asesino de niños, parte de la figura arquetípica del cine de terror que es el vampiro, pero sin embargo, en este caso, su carácter es absolutamente terrenal. Esta caracterización se apunta con una escena magistral en la que el protagonista se refleja en un espejo imitando las muecas típicas de este monstruo. Se apela así a los miedos ancestrales de tipo sexual que se relacionan tradicionalmente con esta figura, pero al actualizarlos, al convertir al vampiro en un asesino de niños contemporáneo, se amplifica en mucho el terror que produce, al mismo tiempo que se extrae el verdadero sentido social del horror al que se le asocia, que no es otro que el predominio de la libido sobre la represión ligadas a la cultura y la racionalidad. El vampiro es la encarnación de la máxima alteridad, la degeneración de lo humano en monstruo, lo que se relaciona con una representación de la libido en la que el deseo se convierte literalmente en deseo de posesión.

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Pero al tratarse de una forma actualizada de una figura del imaginario mítico popular que se encarna en un personaje real, Lang no deja de incorporar una importante lectura social, pues presenta su reinterpretación de esta figura como la concreción física de un ser humano monstruoso que necesita aniquilar a sus semejantes para sobrevivir como una emanación de la violencia social. De esta manera, el vampiro -asesino se configura como el individuo creado por la sociedad pero que al mismo tiempo es repudiado por ella.

Esta lectura se intensifica mediante el dispositivo formal elaborado por Lang, en el que, como ya se dejó apuntado, el aparato sonoro constituye el elemento más interesante de M. El uso del sonido es extremadamente descriptivo y expresivo. Como dice Quim Casas, los silencios y los sonidos de M proporcionan la pauta dramática del filme mejor que los juegos de luces o la exagerada interpretación de sus actores. Destaca, al lado de este enfoque naturalista del sonido, otro acercamiento más trabajado y de mayor carácter experimental que encadena planos y espacios tanto como contrasta lo auditivo y lo visual, hasta el punto de poder decir que toda la película se estructura sobre las rimas que se establecen entre la banda sonora y la banda visual, que periódica y sistemáticamente se transforma en narración en off. Un ejemplo de la funcionalidad estructural que adquiere el sonido en M es la melodía de Peer Gynt que el asesino silba en múltiples ocasiones, y que juega una función narrativa constante y de múltiples efectos, provocando desde situaciones de suspense, excitando el reconocimiento del espectador o constituyéndose en un elemento resolutivo de la acción. Así puede decirse que este despliegue técnico de la banda sonora tiene una funcionalidad inmediata, que no es otra que intensificar el miedo y el terror, algo en lo que el filme de Lang, como reconocía Kracauer pocos años después, no tiene paralelo.

Finalmente, ha de destacarse la forma en que M funciona como una radiografía social de los estertores de la República de Weimar, el inicio del ascenso del nazismo y su extensión en la sociedad alemana. Lang desliza temas importantes en su inmediato contexto social como la locura colectiva, la incapacidad de la policía por mantener la seguridad ciudadana o la ambigüedad de la autodefensa urbana al margen de la ley. Aun así, Lang no deja de mostrar, al lado de esta faceta de tipo político, otra más personal que se centra en la tragedia interior del asesino y el obseso sexual, presentándolo como un ser controlado por poderes irracionales, lo que en términos de representación se expresa por medio del predominio de objetos que saturan su imagen en la pantalla, lo que puede verse como una virtuosa alusión al id freudiano.

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Kracauer introduce la figura del asesino en una tendencia en el cine alemán de la época que se inicia en El estudiante de Praga y El gabinete del Doctor Caligari. Pero mientras que el Golem y Cesare se someten a un amo en su actividad asesina, en M este obedece a sus propios instintos patológicos y, además, es plenamente consciente de este sometimiento. Se refleja así la forma en que en los momentos iniciales de regresión social es inevitable la aparición de violentas explosiones de sadismo, de manera que se anticipa lo que habría de acontecer a gran escala.

Precisamente, el grado de genialidad de M reside en la capacidad para transformar una figura arquetípica en una figura que condensa el estado psicológico de una sociedad y tiene el mérito, además, de hacerlo en el mismo momento en que se revela este estado. Justamente, este paso de lo individual a lo colectivo es el grado de realismo que define el filme, por encima de sus vínculos con las narraciones genéricas y siendo así capaz de llegar mucho más allá de sus imágenes documentales en su capacidad de revelar un movimiento social de amplio alcance.

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Póster de Marcado para matarEl cine japonés tiene una lista de nombres propios que han sido referenciales para directores de todo el mundo, reivindicados y laureados hasta ser casi leyendas. En ocasiones, el brillo rutilante de las estrellas no deja ver otra clase de autores, más subterráneos, pero no menos influyentes en según qué círculos. Por su cine, por la propia marca de autor, por los géneros escogidos, estos egregios secundarios bien se merecen que sus películas no caigan en el olvido.

Entre estos fabulosos locos detrás de la cámara hoy ponemos la mirada en Seijun Suzuki, valiente y apasionado director que mezclaba sin tapujos la violencia, el colorido pop, la vanguardia y un espíritu contestatario que le costó no pocos disgustos. No pasaría de ignoto visionario para selectas minorías si no fuese por la reivindicación que de él han hecho primeras figuras como Quentin Tarantino, Jim Jarmusch, Nicolas Winding Refn, John Woo o Takashi Miike, captando muchas de las ideas sobre la estética de la violencia convertida en delirio pop de la que Suzuki hizo gala en sus películas más celebradas.

De entre todas estas obras, quizá sea esta Marcado para matar(Branded to kill / Koroshi no rakuin, Seizun Suzuki, 1967) de la que más ríos de tinta se han vertido, por las propias incongruencias del filme, que marcan la esencia rompedora (y totalmente kamikaze) del director japonés. Cuando firmó esta película, ya tenía una dilatada carrera a sus espaldas, repartida en diversos géneros populares en el país del sol naciente. Puso especial dedicación en el cine de Yakuzas, aunque pronto se desmotivó por la repetición de esquemas del cine criminal.

En lugar de dedicar esfuerzos a otro tipo de películas, decidió cambiar la pétrea formula y dar con variaciones sobre el mismo tema que cambiarían la concepción del género. El cambio llegaba con la seminal Youth of the Beast (Yaju no seishun, Seijun Suzuki, 1963), primera de una lista de imprescindibles que sacaban a la luz el particular universo de Suzuki y daban rienda suelta a su imaginación. El uso del color, composiciones imposibles, guiones plagados de giros locos que hacían de la película un baile entre géneros… los crímenes de la yakuza nunca se habían visto tan deslumbrantes.

Romance en Marcado para matar

Con El vagabundo de Tokio (Tôkyô nagaremono, Seijun Suzuki, 1966), el estilo de Suzuki llegaría al paroxismo pop. Estilizada violencia, secuencias de acción que bordeaban la coreografía de un ballet, estridencia colorista que emparentaba la mafia japonesa de la ficción con el western italiano o incluso el giallo… elementos que funcionaban como un todo en la locura kitsch traducida en delirio visual. La obra que supuso el reconocimiento total también significó el principio de la caída hasta el olvido, con Marcado para matar como último peldaño.

El enfrentamiento con la productora, que a pesar del éxito no terminaba de entender las vibrantes formas de Suzuki, provocó el choque entre la visión rompedora del director con las pretensiones más conservadoras de Nikkatsu, encargados de la financiación de sus películas. Ante el atrevimiento de Suzuki con El vagabundo de Tokio (que se conoció internacionalmente como Tokyo Drifter), los productores rebajaron el presupuesto de manera considerable para la siguiente aventura fílmica del inconformista cineasta, obligando al retorno del blanco y negro y reduciendo la posibilidad que Suzuki perpetrase otra estridencia colorista y excesiva.

Pero Suzuki era un artista indomable y recogió el guante de sus boicoteadores. Nacía Marcado para matar, extraña reimaginación del cine negro con influencias imprevisibles, que hacía de las vanguardias llegadas de Europa su bastión. Esto provoca los grandes aciertos de la cinta y sus muchas excentricidades, desequilibrio, diría yo, que forzado por el propio cineasta, se enfrascada en la reivindicación de su mirada tras la cámara.

Imágenes oníricas de Banded to kill

El resultado es la mezcla de las esencias del clásico cine yakuza con las influencias de la nueva ola francesa, en especial del Godard de Alphaville (Jean Luc Godard, 1965), y el desenfreno propio del sentido de la acción de Suzuki. Partiendo de premisas simples pero bastante desconcertantes (una especie de competición entre asesinos profesionales), la película ofrece tantos vaivenes que es difícil clasificar el resultado. Asesinos impertérritos, mujeres fatales, olor a pólvora y una desopilante segunda parte de película se despliegan ante el espectador sometido a una estética feísta de planos premeditadamente forzados, muchas veces incómodos, pero siempre pensados al milímetro, precisamente para desencadenar estupor ante el visionado.

Personajes casi caricaturizados se enfrentan a relaciones enfermizas entre ellos, extraño sentido del erotismo mediante. El espacio y el tiempo se desvanecen en la continuidad, rozando lo onírico de Marcado para matar, en donde las cosas se sostienen por la energía anárquica de este director en plena inmolación artística.

El desafío le costó a Suzuki su despido de Nikkatsu, la desaparición de su carrera que se vio limitada a producciones televisivas y el ostracismo durante años hasta la reivindicación de sus películas en los años 90. Quizá, el precio fue muy alto, pero los años han colocado Marcado para matar como el excesivo clásico incuestionable que siempre ha sido. A pesar de que muchas de esas modernidades de finales de los 60 son las partes que peor han envejecido, es imposible no verse hipnotizado por el estrafalario viaje propuesto por un director al que nunca pudieron domesticar.

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 Después de rodar una apreciable aproximación al universo de Raymond Chandler en Adiós, muñeca (Farewell, my Lovely, 1975), con toda su ornamentación estilística retro, puesta de moda en aquella época (Chinatown y Como plaga de langosta), el huidizo cineasta Dick Richards entregó un amargo retrato sobre la Legión Extranjera Francesa en Marchar o morir (March or Die, 1977), un filme de aventuras coloniales transfigurado en el último hurra de su personaje capital.

La película llama la atención por un reparto atractivo pero algo estrafalario. Dick Richards, buen director de actores, saca partido a su heterogéneo elenco, pese al choque de tonos y características interpretativas. Lo encabeza el rocoso y genial Gene Hackman, como el comandante Foster. El actor norteamericano se encontraba en un momento álgido de su carrera, en constante alza y con papeles de mucho peso temperamental. Aquí, con un aporte psicológico profundo, encarna a un oficial seco e introspectivo que lleva el aura militar muy comprometida. Hackman apuntala su rol en el ocaso de un hombre que ha cumplido con su tarea. Pese al carisma del actor y la ambigua significación de su propósito, cuesta desentrañar el misterio de su esquiva personalidad. El espectador no tiene datos sobre su pasado. Al comienzo de la cinta lo vemos regresar a París, cabizbajo y con los demonios revoloteando en sus entrañas tras participar con sus legionarios en la crudeza de la Primera Guerra Mundial.

Como contrapunto y contrapeso a Foster, demasiado impermeable, irrumpe el simpático y risueño Terence Hill, estrella del western europeo que encarna al truhán, seductor y landronzuelo Marco, alias El Gitano. Un tipo dotado para la acrobacia que se alista en el ejército para evitar una condena por pillo. El toque femenino lo aporta, con la elegancia y majestuosidad que la caracteriza, la gélida Catherine Deneuve, que da vida a la sofisticada y sensual señorita Pickard. En una actuación secundaria, Max von Sydow, recientemente fallecido, se mete en la piel del explorador y arqueólogo François Marneau, que busca incansablemente los restos de una mujer denominada la Juana de Arco bereber. En el bando de los árabes, el actor británico Ian Holm es El Krim, un mehib empeñado en unir a todas las tribus del desierto marroquí para pelear contra la invasión extranjera.

El ministro del interior francés ordena a William Sherman Foster viajar hasta la zona de Erfoud (Marruecos), protegiendo una actividad arqueológica después que una primera expedición fuera reducida por el levantamiento de las tribus que lidera El Krim. Foster se traslada a regañadientes y molesto por su cometido. Él está orgulloso de sus hombres y presume que la legión es el ejército mejor organizado del mundo. Su lema es «marchar o morir». Además de la tropa necesaria, en la que está incluido Marco, que se convierte en una figura pintoresca por su chulería, aplomo, osadía y sentido del humor, le acompaña Mademoiselle Pickart, con la intención de recuperar a un hombre y al buscador de reliquias y tesoros. Todos ellos estarán concentrados en la fortaleza que la Legión Ffrancesa tiene en Erfoud. Una localización en la que se desarrollará la parte más combativa del relato.

La película es una reflexión sobre el deber, la lealtad, el orden, la disciplina y la aplicación de las reglas del juego concernientes a los patrones que rigen en la legión. Por otra parte, el filme tiene su carga antimilitarista y denuncia la intervención del ejército de élite al servicio de misiones que quieren expoliar tesoros ajenos. Un bloque que plantea una hibridación entre el cine bélico y de aventuras sin descuidar el aspecto ensimismado que concierne al Mayor Foster.

Marchar o morir es un filme espectacular, muy bien rodado, con escenas de desierto estupendas, que toca asuntos mayores cuando entra en el terreno de la política y el colonialismo, que incluye un tontorrón affaire sentimental entre Deneuve y Terence Hill (que no se cree su valiente y obstinado papel) y que profundiza en la amargura de un personaje como Foster, al que el guion y la actuación de Hackman le proporcionan munición suficiente para componer un ser inconformista y rebelde, pero que acata las órdenes que le mandan.

El largometraje concluye con una sensacional secuencia de batalla con los legionarios asediados en un remoto paraje por todas las tribus comandadas por El Krim, dispuestas a no dejar que los invasores se lleven sus posesiones. Un enfrentamiento magníficamente filmado, con una estupenda coreografía de movimientos de masas y cuyo resorte humano vuelve a tener en Foster la clave del filme, al quedar paralizado justo cuando la turbamulta bereber acecha la posición defensiva de los soldados, sin tomar decisiones y retrasar la orden de combatir al estar inmerso en su encrucijada mental y moral.

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María Llena Eres De Gracia - CartelAntes de María llena eres de gracia (Joshua Marston, 2004), todo lo que se pensaba de Colombia era que estaba lleno de narcos y droga. No es que hubiera sido la única película que tratara el tema de las “mulas” del narcotráfico, esas personas que cargaban la droga en su estómago para pasar por inmigración sin ser descubiertos, pero sí fue una de las más exitosas. Y el secreto está en la forma en que se contó la historia, catalogada por Blake Snyder en el libro ¡Salva al gato!  como un ejemplo perfecto de película indie sencilla y llena de significado. La cinta cuenta la vida de María (Catalina Sandino Moreno, ganadora del Oso de Plata en Berlín y nominada al Oscar a Mejor Actriz por este rol), una joven colombiana como cualquier otra que trabaja en un cultivo de flores, quitándole las espinas a las rosas que serán enviadas al exterior (Colombia es uno de los principales exportadores de flores del mundo, con envíos a más de cien países).

Ella mantiene a su madre, su hermana y su sobrino con su trabajo, pero está agotada de hacerlo, eso no es lo que quiere de su vida, quiere superarse, salir del mismo destino que toda la gente de su pequeño pueblo… Y cuando descubre que está embarazada, se da cuenta que no quiere terminar como su hermana, Diana (Johanna Andrea Mora), una madre soltera que a duras penas puede sobrevivir. Cuando aparece una oferta, a través de Felipe (Charles Albert Patiño), para ser “mula” del narcotráfico, ella acepta. Claro, es ilegal y peligroso, puede morir en el intento, pero ningún trabajo le paga de esa manera: billete sobre billete, sin preguntas ni papeles. En el proceso se dará cuenta de que su mejor amiga, Blanca (Yenny Paola Vargas), también lo va a hacer. Ya no hay vuelta atrás, una vez que recibe la plata tiene que cumplir con lo que prometió.

María Llena Eres De Gracia - Fotograma

Más de un espectador (entre esos me incluyo) seguramente intentó pasarse las uvas enteras como lo hace María en una escena, mientras ensaya cómo sería tragarse pequeñas bolsas llenas de heroína para llenar su estómago y subirse a un avión como si nada pasara. Para esta escena, tanto Sandino como el director y libretista, Joshua Marston, decidieron que no se iba a ensayar con anterioridad, ambos querían que Catalina llegara igual que María, sin tener idea de a lo que se iba a enfrentar.

Así fue la preparación para este papel, lo que definitivamente incrementa la verosimilitud, María parece como cualquier otra adolescente que busca un mejor futuro para ella, como muchos, como todos. Además de los villanos “clásicos” (los narcotraficantes), la protagonista enfrenta al peor villano de todos: la vida. María tiene sueños, quiere salir de la pobreza, del lugar donde nació, de la realidad que le tocó de un país con profundos problemas económicos, políticos y sociales.

Ese es el verdadero valor de esta cinta, una historia que aunque no fue hecha en Colombia (fue rodada en su mayoría entre Ecuador y Estados Unidos) y fue rechazada en la entrega de los premios Oscar de 2005 para representar al país, por no ser “suficientemente colombiana” y tener la mayoría de los diálogos en inglés, es el ejemplo más crudo y claro del lado humano del narcotráfico. Acá escasean los clichés que predominan en el cine cuando se habla de este tema y abunda la realidad, las historias de la gente de carne y hueso que arriesga su vida por llevar drogas a otro país y ganarse más dinero del que pueden recibir en un año en un trabajo “tradicional”, haciendo las cosas de forma “honesta”.

María Llena Eres De Gracia - Fotograma

Esta es una cita que retrata un profundo problema social que, como dice el cartel en español, está “basada en mil historias reales”, esas personas que han muerto en el intento o están en una cárcel en algún lugar del mundo por ser un medio de transporte para un producto ilegal, mientras los productores de esas drogas siguen haciendo de las suyas sin temor ni remordimiento.

Toda esta atmósfera de autenticidad se logra precisamente por la escasez de recursos, en épocas en que las películas independientes se hacían con las uñas, con rodajes en exteriores e iluminación natural, para ahorrar dinero, además de la cámara en mano que le da un aire documental, auténtico, real, sin intenciones de exagerar. Los diálogos y las actuaciones tienden a lo natural, logrando así recrear acertadamente la realidad de los trabajadores de flores y de habitantes de cualquier pueblo en Colombia.

María Llena Eres De Gracia - Fotograma

“La procesión va por dentro”, como reza ese popular dicho, es lo que abunda acá, porque todos los personajes cargan el peso de sus vidas con entereza mientras ponen su mejor cara, como cualquier colombiano de hoy. Quizá sea por eso que en la escena final se ve en segundo plano una publicidad con la frase “It’s what’s inside that counts”, o mejor dicho, “lo que hay adentro es lo que vale”, como dice aquella canción de Aterciopelados, un grupo de rock colombiano.

Y a pesar de todo, el final nos da esperanza. María es la heroína que ha transformado al mundo con pequeños actos, la que va a sobrevivir, la que lleva la gracia por dentro, la que seguirá luchando contra lo que la vida le ponga y pondrá su mejor cara. Quizá por eso Colombia haya sido seleccionado varias veces como “el país más feliz del mundo”, según encuestas de Gallup Internacional, porque a pesar de los golpes seguimos manteniendo la esperanza y nos levantamos de todas. Quizá por eso María es el personaje que mejor representa al colombiano promedio. Y quizá por eso es bueno y necesario reencontrarse, una y otra vez, con María llena eres de gracia, para recordar cómo se pueden contar las historias de un país sin caer en violencia, vulgaridades o clichés.

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The Matrix aficheVisión apocalíptica que permite deslizar un as de la manga como última salida. En eso no difiere de una cinta convencional de ciencia ficción. Sin embargo, el tratamiento del tema sugiere la posibilidad desde una virtualidad, asociada a la inconsciencia, que no sería incompatible con la naturaleza humana.

La matrix como mundo virtual frente a la credulidad condicionada de un intelecto creador, a la vez que sometido. Es aquí donde se genera el espacio para lo de siempre, aunque, esta vez, bajo una impronta diferente. El “elegido”, el héroe, la potencia, lo que siempre puede ser, está en nosotros; su irrupción es actualización y, hasta tanto no suceda, deberemos convivir con la ignorancia.

Una visión relativista de las capacidades humanas que, sin desconocerlas, las condiciona a la propia decisión consciente. Más allá de pitonisas y destinos, Neo deberá demostrarse para demostrar, detalle sutil que nos reconduce a la confianza como categoría necesaria a la hora del éxito.

Uno de los mejores filmes de ciencia ficción de la historia del cine. Sin perder el gancho comercial sabe situarnos en el campo de la reflexión, ante la eventualidad de cuestiones que bien podrían llegar a ser posibles aguzando un poco la imaginación.

La matrix es un mundo virtual creado desde la inteligencia artificial en una época que denota la esclavitud del hombre. El poder cambió de manos, el excesivo desarrollo tecnológico se vuelve dominación. La última carta será “el elegido”, un hombre con la capacidad para aprovechar sus capacidades, el adecuado manejo de los mecanismos mentales le permitirá ir transformándose en algo que quizá pueda devolver a la humanidad una esperanza. La dificultad de configurarse como tal, más allá de quienes luchan por el restablecimiento de una libertad desconocida, irá generando el interrogante.

The Matrix fotograma

Imperfección y perfección se conjugan en un descubrimiento que exige desequilibrio y entrenamiento profundo. La inteligencia humana es puesta en entredicho, aunque no del todo suprimida. Un relato nivelador de instancias, donde la inteligencia artificial multiplica exigencias, lo casi invencible solo lo es en apariencia; la sabiduría se opone a la creencia para posibilitar el despliegue de un eventual triunfo final. Un universo dicotómico donde la posibilidad siempre está presente; la mente otorga significado, mandata destino; el relativismo navega en la ambivalencia que otorga seguridades solo en apariencia, quien mejor controle su mente podrá desplegar todas sus posibilidades. La liberación es sabiduría y viceversa; el error puede conducir a la catástrofe.

Lo humano es desdibujado de manera transitoria, más nunca desarraigado del potencial intelectual, ligado a programaciones mentales que despuntan en acciones físicas tendientes a fenómenos de precisión. Estos solo son extraídos de la experiencia para ser direccionados hacia la perfección, en tanto práctica de aprendizajes implantados en lo previo.

El juego de lo grandioso versus el caos de lo oprobioso y, en el medio, la inteligencia y sus posibilidades, lo humano desligado de lo humano puede ocasionar perjuicios severos: la mente como fuente, tanto de alienación como de realidad, pero, en última instancia, origen de cualquier eventual solución.

The Matrix escena

El filme dosifica, inyecta a partes iguales y de manera alternativa, componentes explicativos en combinación con acciones espectaculares y violentas típicas del género. Un híbrido que se sale de la regla. Fantasía sobria y razonable que se articula en la ficción típica del género. La materialidad se desdibuja, desde sí misma, para mostrar el poder que la trasciende. Los cuerpos virtuales son de segundo orden, mente preexistente que glorifica la naturaleza humana en sus posibilidades. Es la contradicción del hombre, nada pasa por fuera de él, todo está en un interior a descubrir y controlar.

El guion ofrece componentes diversos en dosis variables acordes a la importancia pretendida. Hay lugar para caracterizar el heroísmo desde diferentes dimensiones: Morfeo y su liderazgo altruista, el perfil mesiánico de Neo, el oportunismo rector de Trinity en su habilidad para disolver conflictos. Todo esto sazonado con un pequeño toque melodramático en clave de declaración amorosa para la supuesta comprobación de un “destino” puesto en entredicho.

The Matrix plano

Cypher introduce el necesario toque de maldad ligado a la esclavitud por el placer, noción que enaltece una suerte de sacrificio, en pos de la libertad, que solo los “elegidos”  logran comprender. La torpeza lo degradará, clásica versión del mandadero sacrificable, desde su ineptitud en franca apertura al combate final entre los guardianes del sistema y el “elegido”. Se retoman elementos típicos del género como fiel representante del esquema comercial.

Aventura para reflexionar atrapada en un montaje que, a pesar de la multiplicidad de vicisitudes explicativas, asigna claridad a la acción. El contenido se unifica sin perder de vista la necesidad de los excesos y espectacularidades propias del género.  Mención especial al trabajo de Zach Staenberg con un Oscar justificadamente asignado.

La verdad se define como conquista, no obstante, posee existencia propia como apertura de conciencias en el ejercicio de una naturaleza humana encandilada por la rutina y los placeres terrenales. El sujeto debe descubrirse en el marco de sus propias limitaciones, sin ayuda no podrá conseguirlo. Las imágenes deberán ceder ante lo real, una suerte de alegoría de la caverna en tiempos posmodernos deja entrever la necesidad del mesianismo como condición sine qua non. Neo es la carta final, su condición idealizada permite descubrir una gradualidad que articula relativismo, incertidumbre y heroísmo en dosis que humanizan al personaje; un intento de promover el manejo de la mente como única salida para la especie. No restringe, es apertura a posibilidades desarrolladas desde un entrenamiento correcto bajo la postura adecuada. Es cierto, hay un componente heroico exclusivo, pero también, la condición humana está presente, y, en tanto presencia, se torna capacidad a ejercitar para pasar a ser precondición de acceso a la libertad individual y colectiva. Todos podríamos ser y no ser Neo, depende de nosotros, la pitonisa es articuladora de posibilidades dependientes del tiempo, más no distribuidora de certezas necesarias. Su mensaje sagrado no debe ser compartido ni creído, solo ejecutado de manera personal.

Una película de culto necesaria en su momento, lo que luego vendrá, como conformación de una saga, ya será otra historia.

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Mélange es una palabra francesa que se traduce con “mezcla”. Se supone, entonces, que se han tomado diferentes elementos, cada uno con su proprio origen, y se los han mezclado (ils ont eté mélangés) para producir algo nuevo, algo que antes no existía de por sí y que ahora tiene una forma. El producto final, por esta razón, descuida de los cánones normales que se ponen en marcha a la hora de justificar la presencia de un objeto: el “esto es” se ve abandonado por un más preciso “esto, ¿qué es?”. Desde un punto de visa estético, una mélange puede llevar a resultados un poco negativos, ya que la estructura de la obra resultaría salir de la conformidad que una tipología (un genero) le otorga, pero, desde uno psicológico o más bien social, la imposibilidad de trazar unos bordes definidos pone de manifiesto la realidad del elemento al que nos enfrentamos, realidad que se define con la cercanía entre la obra de arte y la realidad que experimentamos. Nuestra vida, dicho de otro modo, es un mosaico que supone cierto grado de lo caótico.

La película de Bong Joon-ho supone así un acercamiento capaz de salir de las estructuras preconcebidas de las que tenemos no solo cierto conocimiento sino que nos llevan a catalogar cada producto según ciertos patrones bien definidos. Película divertida, película grutesca, película desoladora, película de terror, película histórica. Y mucho más. Se encuentran en ella casi todos los aspectos de la comedia humana, definición esta de una representación teatral (efectivamente, el guión está basado en una obra teatral de Kim Kwang-lim) en la que no siempre se puede prever cómo va a acabar la faena. La destrucción de lo que esperaríamos (decepción positiva) se une a una necesidad por parte de Joon-ho de cambiar las reglas de los juegos para que el juego mismo pueda seguir existiendo.

Película sobre el ser humano, entonces, aquí entendido en tanto ser capaz de pasar de un extremo al otro. Lo que pensamos ser y lo que realmente somos se desarrollan en un análisis psicológico de primer nivel, ya que los personajes pasan por una serie de experiencias que llevan a un cambio (o a una descubierta) radical en su manera de ser y de relacionarse con su contexto. Y, demostración de una estructura radicalmente excelente, este cambio es lo que pasa también con el público, ya que el espectador acaba en una situación de absoluta incomodidad mental, desolación esta al que se ve sometido por una dirección de absoluta perfección. Memories of Murder es entonces lo que se define como una obra de arte, un producto capaz de cruzar los bordes de las limitaciones temporales y geográficas, desarrollando un texto que sigue una voluntad de analizar los elementos básicos del ser humano, más allá de las posibles limitaciones culturales.

De obra maestra, por lo tanto, se trata. Lo que ha creado Joon-ho es un estudio pormenorizado de la psique humana, pero no tanto del serial killer sino de los policías que intentan detenerlo (¿lograrán hacerlo?). Y la falta de un camino perfecto, de un movimiento del punto A al punto B, la presencia de fuerzas centrípetas (acercarse al asesino) y centrífugas (alejarse del asesino) llevan a un laberinto del cual cuanto más intentamos salir tanto más nos encontramos atrapados, incapaces de encontrar una salida. Se complican las cosas y en esta confusión el espectador pierde sus coordenadas, aquellos elementos abstractos que forman parte de la estructura mental que rige nuestro comportamiento y, sobre todo, nuestra capacidad de leer y catalogar el mundo. Volvemos así a la mezcla, al concepto de mélange, y a como la forma final del producto, en su presentar una cara confusa, demuestra como la indisciplinalidad rebuscada, arquitecturalmente ideada, puede ser llevar a una excelencia artística en las manos de alguien que sabe cómo organizar el desorden.

¿Qué se le dona, al final de la visión, al espectador? ¿Qué es lo que le queda? Dejando por un lado la estética y el juego estructural, tendríamos que hablar del concepto de justicia, de retribución. Se trata, aquí, de una necesidad humana que va más allá del cliché de “el malo tiene que pagar” (con su muerte, con su derrota económica, con lo que sea). Defraudarle o premiarle al público, de todas formas, no supone una resolución clara, sino un acto de establecimiento de un diálogo más justo. Memories of Murder esquiva así la doble dificultad del final feliz o del final infeliz; la realidad de lo que vivimos, el escenario concreto en el que nos movemos, hace que se derrumben los cánones clásicos del cine de género (y no solo), e introduce la acción del remordimiento, de la impotencia, así como de la vida que tiene que seguir adelante. Obra inolvidable, entonces que sólo nos pide que la experimentemos en su inacabable perfección.

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El límite del género en tanto parte de una red de elementos fijos es tal que, si lo cruzamos, podemos darnos cuenta de cómo lo trágico muchas veces se vuelve ridículo en poco tiempo. Necesitamos, entonces, una destrucción de aquellos pilares sobre los cuales se basan nuestras expectativas, derivadas estas de una larga historia de cánones y de reglas a los que nos referimos si nuestro objetivo es el de formar parte, con nuestra creación o con nuestra lectura, de lo preestablecido, de lo normal. No es, de por sí, nada negativo, ya que el género funciona en tanto conjunto de coordinadas que nos guían activa y pasivamente, sin que por esto nos resulte limitada la fruición. Ni se trata de esparcir las obras con elementos que nacen de su contrario: una broma en un momento de alta tragedia no siempre funciona. Es necesaria, entonces, la mente (y la mentalidad) perfecta, aquella capaz de trabajar en los límites y no solo entre ellos, dejando que el barco se mueva un poco a la derecha, un poco a la izquierda, pero produciendo la sensación de que no somos nosotros a movernos, sino el mundo que nos rodea.

Esta pequeña obra italiana, transposición cinematográfica de una novela de Tiziano Sclavi, creador de uno de los personajes más famosos en la península europea (aquel Dylan Dog que lleva siempre la misma ropa), intenta situarse en aquella zona muy delicada que pone de manifiesto lo grotesco que los filmes de horror, a veces sin darse cuenta, poseen. El cinismo de nuestro protagonista, un sepulturero cuya cara es la de Rupert Everett (la misma de Dylan Dog, en un juego de citaciones que se amontonan las unas sobre las otras), nos permite así desatarnos de la pesadez de un mundo que nos impide tener una vida normal y que nos empuja a dejar que los muertos bajen al centro de la tierra, tan solo por aquellos pocos centímetros que nos les regalamos bajo el suelo. Sin embargo, en esta ciudad del norte de Italia en la que Dellamorte Dellamore (un raro doble apellido italiano para nuestro anti-héroe, sin necesidad de traducción para los hispanohablantes) vive, los muertos no quieren descansar en sus ataúdes. La (segunda) muerte resulta entonces necesaria, ya que este mundo no les pertenece a los que hemos aprendido a llamar zombis.

Hablar de una historia precisa, en esta película, de una estructura clásica que nos ayudaría a conformar nuestras expectativas en relación a lo que ya forma parte de nuestro modelo cultural, todo esto serviría solo a perder tiempo y energías. La falta de una tripartición concreta, de un esquema bastante bien claro, denota aquí la voluntad de desengancharse de lo ritual, de lo solemnemente litúrgico en lo que se refiere a la narración, y de poner en marcha una serie de situaciones que funcionan como detonante de unas situaciones de inestabilidad psíquica y existencial de Dellamorte, situaciones que resultan tan caóticas como necesarias. El juego, entonces, es tal que la estructura, desnudada y desmontada, tiene que reformarse con lo que queda, como si se hubieran perdido las instrucciones y se hubiera optado por un “vamos a ver qué pasa si esto lo pongo aquí”. Una visión anárquica, sin duda alguna, que responde a la cuestión más seria de la falta de sentido en (o de) la vida. La absurdidad no es casual, aquí, sino causal.

Es por esta razón, quizás, que el producto final resulta ser tan capaz de atraparnos, como también de dejarnos una sensación de imposibilidad de saber lo que va a pasar en la siguiente escena. La imposibilidad de una descripción neutra y clara se espeja en la necesidad de no formar parte de ningún género si bien, al mismo tiempo, toma en serio su pertenencia al horror. Absurdo, por cierto, una contradicción interna que podría derrumbar cualquier obra menos inteligente, pero perfecta, aquí, como explicación de un producto que, en su alma grotesca, logra hablarnos más directamente de la vida y de su falta de sentido. Los muertos vivientes vuelven a la vida, pero no se sabe por qué, mientras que los vivos parecen tener menos ganas de preguntarse qué es lo que les permite decir que, sí, ellos todavía tienen un corazón que late. El amor y la muerte, entonces, partes integrantes de una concepción de la vida que nos persigue hasta en nuestras horas de descanso, no son otras cosas que elementos vacíos, sinsentidos materiales de la estructura abstracta de nuestra existencia.

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Mon oncleEl cine ofrece una gran oportunidad para examinar divertidamente la vida. Jacques Tatischeff (Jacques Tati) es considerado uno de los grandes del cine cómico. Fue un personaje de vida variada. De origen ruso, se desempeñó como artista de cabaret, atleta, jugador de rugby, guionista, actor, empresario y director de cine. Además de tener una vida tan rica, fue capaz de reírse del mundo y de sí mismo, asumiendo el papel de Monsieur Hulot, un personaje de gabardina, pipa y paraguas, lloviese o brillara el sol, que llevó al cine en cuatro películas. El espectador puede identificarse con Monsieur Hulot y disfrutar de sus ocurrencias o sufrir los efectos de las mismas, riéndose también de la vida, aprendiendo y disfrutando divertidamente de las extrañas situaciones cotidianas que se aprecian cuando las personas exageran sus posturas, sus creencias o sus costumbres.

En Mi tío, Tati nos entretiene con una historia decididamente urbana, en la cual hay al menos cuatro narraciones anidadas: la de una pareja ya madura, atrapada en las rutinas de una relación regida por el diseño, tanto de los actos que hacen, como del ambiente ultramoderno en el cual viven, como si se tratara de divertidas marionetas movidas por sus propias fijaciones mentales; la de una fábrica de plástico, cuyo ambiente es igualmente plástico y artificial; la del ambiente de un barrio adornado con pandillas de pillos infantiles y de perros callejeros y la de la vida de Monsieur Hulot, que transcurre entre su modesta casa de barrio humilde y las visitas y contactos con su sobrino, que vive con sus padres, la pareja ya mencionada de hogar ultramoderno, en la Villa Arpel.

Mon oncleLas acciones ocurren sin demasiado diálogo, basadas en movimientos alrededor de los ambientes mencionados. Tati se detiene obsesivamente en los distintos detalles, especialmente los de tipo arquitectónico, generando lo que podríamos denominar el ridículo y la exageración espacial. Los personajes centran sus movimientos de marioneta, gobernados por las formas de sus espacios vitales, de sus zonas de circulación. Unos niños, escondidos tras los matorrales de una pequeña colina, asustan a los peatones que cruzan por el camino adyacente, con un silbido inesperado, con la intención de hacerlos golpearse contra un poste que no habían visto y que se atraviesa súbitamente; acá, el ridículo surge cuando advertimos que la gente apenas si observa las cosas que los rodean, tan absortos van en sus propios pensamientos. En otra variación del mismo tema, los pequeños pillos disfrutan de los distraídos conductores que se paran enfilados, haciéndoles creer, súbitamente, que han recibido un golpe del carro que espera en su parte trasera, con lo cual proceden a discutir airadamente entre sí, sin observar lo que realmente sucede.

Mi tíoPero el protagonismo mayor lo tiene la casa del cuñado y de la hermana de M. Hulot. Es una vivienda ultramoderna, dotada de todo tipo de dispositivos automáticos, con un diseño de jardines y de espacios absolutamente geométrico y artificial. En ella hay tres ambientes que Tati usa con maestría para generar un humor lento e inteligente, no basado en risas o en dichos, sino en acciones ridículas por lo artificiosas, por rutinarias y por pedantes. La puerta automática que se abre y que se cierra a las órdenes de la hermana de Hulot, siempre pendiente de encender, ajustar y apagar, al mismo tiempo, una fuente en la cual un pez arroja un chorro de agua; la cocina automática, que produce y engulle alimentos en forma robótica, con espíritu de inteligencia artificial autónoma, más allá del alcance de los humanos; la nueva puerta del garaje, dotada de sensores que advierten al paso del conductor para abrirse y cerrarse, como símbolo de que todo será automático en los tiempos que se avecinan. Tati repite una y otra vez las escenas en las que los personajes se ven esclavizados por los dispositivos de la vida moderna, sin que ello realmente agregue mayor valor agregado a sus momentos cotidianos, no importa que celebren reuniones, movimientos e intercambios para ponerlos en marcha, exhibirlos y mejorarlos.  Con todo esto Tati predice bastante bien la tendencia de la sociedad moderna a enredarse y a confiar en aparatos, y eso sin que haya advertido el impacto del mundo digital en todo lo relacionado con la virtualidad y la información.

En medio de este ambiente de modernismo extremo, es evidente que no se logra la felicidad, al menos para el hijo de la moderna pareja, quien realmente disfruta de la vida con sus compañeros de pandilla infantil (quienes definitivamente no son bienvenidos a su casa) o con las visitas de su tío, quien es admitido en la Villa merced a la resignación tolerante de su exitoso cuñado, quien se preocupa de su hijo, pero solamente en cuanto a lo material. Es decir, según el mensaje de Tati, este ambiente ultramoderno engaña a las personas y las aísla, matando las posibilidades de la amistad cercana y duradera. En cambio, el sencillo interés mutuo humaniza y genera espacios divertidos e inteligentes.

Mi tioCabe resaltar que esta película es bien típica de lo que se podría denominar el cine de Tati, caracterizada por varios puntos: aunque sea sonora, tiene claras insinuaciones de cine mudo, ya que los escasos diálogos no son esenciales, siendo de mayor significación los gestos y las situaciones. En estas, se advierte la comicidad, no a base de movimientos de los personajes, sino del automatismo y la falta de conciencia que se advierte, además del manejo de los espacios y de los diseños, ricos en exageraciones y mensajes subliminales satíricos (pero no demasiado hirientes ni serios, sino divertidos y tolerantes). Sus tomas se recrean en el impacto espacial, siendo notables en Mi tío las escenas en las cuales M. Hulot entra y sale de su casa, atravesando a la vista del espectador una serie de escaleras y de vericuetos, en un ambiente de inquilinato; en cambio la mansión de la Villa Arpel es un paradigma de privacidad y de riqueza. En estos impactos hay una crítica mordaz a la  vida, al urbanismo y al diseño moderno, que aparecen impersonales, fríos y casi antiestéticos.

No dejan de tener actualidad las situaciones pintadas por Tati en Mi Tío. La modernidad sigue su marcha imparable y atractiva, invadiendo los espacios urbanos y comunitarios con todo tipo de dispositivos, sin los cuales no se puede vivir. Las comunicaciones y la amistad entre las personas están en abierta competencia con todos estos medios y automatismos, y pueden perder vigencia personajes como M. Hulot, con su naturalidad y sentido del humor, con su cercanía a los niños, sean estos sobrinos, vecinos o pequeños e inofensivos pandilleros. Quizás el cine podría ser una especie de tío inteligente, que nos ayude a navegar por la indiferencia urbana, hacia la amistad divertida con la vida y hacia un ambiente más humano

Trailer

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Cartel de la película Miedo y deseoStanley Kubrick fue un gran director de cine y este fue su primer largometraje. Al revisar los diversos comentarios que se han escrito sobre esta primera experiencia de largo alcance, se resalta que fue un trabajo de bajo costo, hecho en buena parte por Kubrick, quien asumió varios de los roles importantes, notablemente el de la fotografía. Si bien el filme fue bien recibido por la crítica, no tuvo éxito comercial y fue repudiado por el director, que trató de recoger las copias existentes. Es bien curioso este asunto, dado que se trata de una película valiosa que permite intuir y apreciar algunas de las notables cualidades de este mítico director de cine. Quizás este rechazo sea una indicación de su exigente obsesión por la perfección, una muestra de que para él solo es aceptable la máxima calidad. Quizás sea el resultado del fracaso comercial y de lo que ello implicó para un joven cineasta que seguramente puso todo su talento y esfuerzo en esta primera obra, financiada con ayuda de terceros. Quizás sea la manifestación de un modo de ser diferente, que ensaya las rupturas personales como laboratorio de las grandes transformaciones que traerá al mundo del cine.

Dejando de lado estas especulaciones, vale la pena detenerse en los aspectos notables de esta ópera prima. Está filmada en blanco y negro, en su mayor parte, en un bosque atravesado por un río, enfrentado a unos campos extensos, en los cuales hay una pista de aterrizaje y una casa de campo. Las escenas tienen que ver con la guerra, pintadas con las imágenes mentales de los protagonistas, un grupo de soldados que han quedado aislados de sus compañeros luego de un accidente de aviación, aparentemente en campo hostil. Al otro lado del río está un cuerpo de soldados enemigos, asentados en la casa de campo, bajo el mando de un supuesto general. En el río, que aparece intermitentemente, tres jóvenes mujeres surgen de la nada, fugazmente, sin explicaciones, como extrañas musas que rompen la monotonía. Una de ellas se desliza, sin saberlo, en el confuso mundo de los soldados aislados, para adquirir un callado protagonismo a base de expresiones y de miradas.

Miedo y deseo, fotograma

Los cuatro soldados conforman un cosmos de actitudes que vamos conociendo poco a poco, mediante los diálogos típicos de personas introvertidas, de pocas palabras, totalmente afectadas por las circunstancias que los rodean, no carentes de un cierto sentido filosófico, en medio de una general incoherencia. Cada uno de ellos vive su propia mezcla de locura y de racionalidad, que se va transformando en el sentir mismo del grupo, que se convierte en una especie de ser vivo que también oscila entre extremos y que da lugar a terribles escenas de muerte. Una lógica pervertida, al menos cuando se contemplan las cosas desde el humanismo, conduce inevitablemente a la violación, a la locura y a la muerte.

Lo más notable es la aproximación fotográfica a todas estas incoherencias y contradicciones humanas. La cámara registra en planos muy cercanos, muy íntimos, los pensamientos y las inquietudes mentales y emocionales de los personajes, en general relacionados con los miedos. No se trata de miedos atávicos o de los terrores de la guerra y del combate. Son resultados del enfrentamiento entre la racionalidad y la locura personales y grupales, exhibiciones de la propia mediocridad personal que no se pueden ilustrar con música o con efectos especiales, sino con expresiones y con miradas. Todos los personajes se revelan, fotográficamente, en su debilidad, no obstante que estén armados o que sean capaces de dar golpes de mano y de destruir al enemigo.

Es verdaderamente memorable la larga escena, llena de dureza y de frustrante locura, en la cual el más débil de los soldados queda a cargo de la desafortunada mujer que ha quedado atrapada por el grupo. Ella está amarrada a un árbol, no sabe qué es lo que pasa, no sabe cómo salir de la situación. Es hermosa, y una mujer así, entre hombres relativamente primitivos, se puede convertir en un objeto de deseo que despierta las energías machistas, tal como acostumbra suceder en la guerra. Pero ¿qué sucede cuando un tipo débil y tímido tiene una bella mujer a su merced? La fotografía nos va mostrando, a base de imágenes detalladas, la terrible y torpe historia que se desencadena.

Fear and Desire

En términos fotográficos, vale la pena destacar varios elementos que se convierten en personajes del filme, merced a la forma en que intervienen con protagonismo, pero con mesura, dando la sensación de belleza y de equilibrio, en medio del desorden mental. Uno de ellos es el río, que aparece como un ser sabio, que discurre, literalmente, en medio de los bandos guerreros, haciendo pensar que el flujo eterno del tiempo supera las momentáneas torpezas. Otro es el fugaz grupo de mujeres, asociadas también con el río, a modo de indicación de que en medio de la guerra hay siempre una población civil, indefensa, resignada, que continúa su vida cotidiana con la secreta esperanza de no ser tocada por las aguas turbulentas. Un tercer protagonista es el bosque, siempre una incógnita para el hombre, un sitio de escondite, un lugar que encanta y atemoriza, a la vez.

De nuevo, al terminar de escribir estas notas, me pregunto qué combate interior personal tenía Kubrick al menospreciar esta bella obra de su juventud artística y qué pensaría al cabo de los tiempos, cuando ha sido rescatada del abandono para espectadores como nosotros, capaces de imaginar y de disfrutar esta obrita como parte del magnífico conjunto de las obras de este gran director.

 

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El tiempo tiene cierto tipo de fascinación. Se mueve de por sí, sin que surja la posibilidad de detenerlo. Tenemos que vivir no solo con él, sino en él, hasta el punto de que pasa sin que lo percibamos, demostración esta de la naturalidad que se consolida con el habito. Pero el tiempo, a veces, puede ser analizado y, continuando en su incesante camino, hasta puede crear el desfase entre su movimiento hacia delante (movimiento natural, suponemos) y su movimiento hacia atrás. El encenderse y el apagarse de este desfase se llama, en palabras menos poéticas, recuerdos, acción esta que nos permite acercarnos a lo que, efectivamente, ya no existe. Se trata de nuestra única forma de lucha contra la muerte, ya que lo que ya no está puede volver a la vida; acción, esta, un poco débil, por supuesto, ya que estaríamos en el campo de lo virtual y no de lo real, y si nuestro objetivo fuese volver a tener el cuerpo de cuando éramos quinceañeros (¿por qué casi siempre queremos volver a nuestra juventud?) nos enfrentaríamos ante una serie de frustraciones. Recordar es entonces un acto humano (¿animal?) que supone cierta determinación para no dejarse ir hacia la pérdida de las coordenadas del aquí y ahora.

Sin embargo, recordar significa perderse en el caso de Millenium Actress, y lo que nos propone el director Satoshi Kon (1963 – 2010) es aceptar una estructura que mezcla lo real con lo ficticio, todo esto en un marco irreal (el marco de la fantasía creadora de Kon). El espectador se enfrenta así a unos diferentes niveles de lectura que en su conjunto funcionan, sin crear caos, si bien a veces el juego podría resultar un poco pesado mientras que, en otros momentos, se desarrolla en una arquitectura visual esmerada, en la que lo estético llega a su punto más alto de combinación con el pensamiento abstracto (la referencia es a la acción mental de representar y de leer el pasaje del tiempo).

El problema de la película se encuentra en el uso de los varios puntos de vista de lectura que podemos dar de ella. Un problema, que quede claro, que Kon logra resolver con mucha habilidad. Efectivamente, si el punto de partida son los recuerdos, estos se insertan en el doble sentido de historia personal e historia global (de todos los que forman parte de una comunidad, la japonesa, en este caso). Pero a Kon no le basta con esta dualidad, y opta por crear otro campo de lectura interno, la división de la historia global en historia del cine y en historia social, la de los cambios conectados con los eventos del siglo pasado (¿tiene sentido decir siglo pasado? ¿si alguien nos va a leer dentro de dos siglos, comprenderá nuestra referencia?). Viene así a crearse una serie de diálogos internos entre los diferentes personajes, así como externos, entre la obra y su espectador. Necesidad, esta, de poner en relieve el significado no sólo histórico, sino también profundamente personal de lo que es el mundo del cine en tanto producto de una determinada realidad cultural.

Y el cine es lo que une toda la historia que se va desarrollando ante nuestra mirada. La posibilidad de traspasar el tiempo y el espacio se debe a la presencia de una cámara que, desapercibida, lleva a los protagonistas como también a nosotros hacia aquellas zonas de cuya existencia solo podemos oír hablar (nos referimos, aquí, a las zonas temporales del pasado y, para que nada nos falte, del futuro). Una necesidad, esta, que no solo se une al punto de contacto entre lo ficticio y lo real, el diálogo de los recuerdos, sino también como afirmación del cine en tanto producto que ha conquistado su lugar en nuestra sociedad y que, además, ha logrado y sigue logrando ser parte de nuestra misma estructura personal: recordamos el cine así como se recuerdan los momentos más fuertes de nuestra vida.

Millenium Actress es una película cuya historia podría ser terriblemente triste como también inconcebiblemente positiva. Esta mezcla de dolor y de felicidad, esta incapacidad de llegar a una fase mental libre de sentimientos de conmiseración por sí mismos, es lo que le permite al producto llegar a una conclusión psicológica que abre paso a la lectura de nuestra vida (de nuestras vidas, cada una diferente pero al mismo tiempo igual), hasta llegar a capturar el sentido de la inutilidad universal de nuestra existencia y, por esta razón, la fuerza vital de nuestra imposición ante el niquilismo de la vacuidad real. Dicotomía absurda, entonces, lo fútil y lo necesario, que solo en su antítesis nos permite tener una respuesta a nuestra pregunta más profunda, la de la que casi nunca hablamos: ¿para qué vivir?

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Misterioso-asesinato-en-manhattan-cartelComo afirma Juan Cobos, “ha pasado el tiempo y Annie Hall ha regresado junto al hombre que mejor la amó y a quien, sin embargo, no pudo soportar”. Se refiere, claro está, al reencuentro en la pantalla entre Woody Allen y Diane Keaton, que dan vida en la ficción al matrimonio compuesto por Larry y Carol Lipton, una pareja de mediana edad, acomodada, cuya relación se encuentra en un punto muerto, ya que su hijo ha comenzado sus estudios universitarios y se ha marchado de casa. Ese es el punto de partida sobre el que Woody Allen, con la ayuda del guionista Marshall Brickman, con el que no colaboraba desde los tiempos de Manhattan (1979), crea un cómico‑policiaco muy divertido y repleto de homenajes cinéfilos.

Misterioso-asesinato-en-manhattan-fotograma01Quizás lo más sorprendente sea pensar que el papel de Carol lo escribió inicialmente Allen para Mia Farrow, pero, como quien lo interpretó al final fue Diane Keaton, tuvo que modificarlo y otorgarle a Larry la pasividad y apatía que había previsto para Carol. En el momento de su estreno, Misterioso asesinato en Manhattan supuso un interesante revulsivo dentro de la obra de Woody Allen, que acababa de pasar por uno de los episodios más dolorosos de su vida: su separación de Mia Farrow.

Misterioso-asesinato-en-manhattan-fotograma02Allen había concebido la película como un puro divertimento, un juego que le hacía regresar a su humor más disparatado y slapstick, el de los años setenta, el de Annie Hall (1977). Curiosamente, el resultado es un largometraje que, como los inmediatamente anteriores, Alice (1990) y Maridos y mujeres (Husbands and Wives, 1992), hablaba sin tapujos de la crisis de pareja, pero envuelta en una trama criminal que obliga a Larry y a Carol replantearse su relación, pues ella quiere investigar la misteriosa muerte de su vecina mientras que él prefiere continuar con su existencia anodina y burguesa.

Misterioso-asesinato-en-manhattan-fotograma03Si hay un auteur por excelencia en el cine americano, ese es, sin duda, Woody Allen, de ahí que llame más la atención, si cabe, este film de género en el que, no obstante, afloran numerosas pruebas de su indiscutible autoría. Lo que ocurre es que Allen, además de un autor, es un amante del cine, y, en este sentido, los referentes cinematográficos más o menos explícitos resultan imprescindibles en Misterioso asesinato en Manhattan. En un momento dado, la pareja protagonista acude a un cine de reposición a ver Perdición (Double Indemnity, 1944), el clásico del cine negro dirigido por Billy Wilder. Pero no solo eso, sino que, al final, el desenlace del film tiene lugar en el pequeño cine que regenta el presunto asesino, Paul (Jerry Adler), durante la proyección de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, Orson Welles, 1947).

Misterioso-asesinato-en-manhattan-fotograma04Independientemente de los homenajes, Allen y Brickman toman como modelo otro título clásico, con el que Misterioso asesinato en Manhattan comparte muchos motivos argumentales. Se trata, como ya habrán adivinado, de La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1957), aunque en la versión de Allen, como ya se ha dicho, se produce cierta inversión de los papeles interpretados por James Stewart y Grace Kelly. Misterioso asesinato en Manhattan sorprende, además, por el uso de la cámara en mano en algunos planos secuencia en el interior de los apartamentos. Del mismo modo, ha dado al cine una escena antológica en un ascensor, y otra de una conversación telefónica con una cinta de casete.

Hay una química tan perfecta entre Allen y Keaton que resulta difícil creer que no trabajaban juntos desde Manhattan. Al reparto se incorporaron también dos secundarios de excepción, que Allen ya había utilizado en Delitos y faltas (Crimes and Midsdemeanors, 1989), una de sus grandes películas. Son Alan Alda y Anjelica Huston, nada menos, que dan un auténtico recital de interpretación.

Misterioso-asesinato-en-manhattan-fotograma06Por último, Misterioso asesinato en Manhattan ofrece un retrato de Nueva York, pues aparecen lugares míticos como el Café des Artistes, el Club 21, el restaurante Elaine’s, el Madison Square Garden, el Lincoln Center o la fuente Bethesda de Central Park. La música, como ocurre en buena parte de la filmografía del director, es una selección de temas clásicos, entre los que destacan “I Happen to Like New York”, de Porter; “The Best Things in Life Are Free”, de DeSylva; “Take Five”, de Desmond; “I’m in the Mood for Love”, de McHugh & Fields; y “Misty”, de Garner. El resultado es una comedia deliciosa, con algunos de los mejores chistes breves del cineasta neoyorquino, llamados one‑liners. Despidámonos con el más famoso: “Cuando escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia”.

Premios: Nominada al César como Mejor Película Extranjera; nominada al Globo de Oro a la Mejor Actriz en Comedia/Musical (Diane Keaton); nominada al BAFTA a la Mejor Actriz Secundaria (Anjelica Huston).

Tráiler:

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Moulin Rouge - CartelCasi 20 años después, Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) sigue teniendo uno de los comienzos más anticlimáticos posibles. En los primeros minutos, después de que se abre el telón, nos enteramos que Satine (Nicole Kidman, nominada al Oscar por este papel) ha muerto, y su amado Christian (Ewan McGregor) la llora mientras escribe su historia de amor. Si ya tenemos el final, ¿por qué vale la pena verla? Porque el camino que recorre esta trágica historia de amor es un viaje frenético lleno de música, color y puro sentimiento, es tan emocionante que es imposible perdérselo.

Una vez que nos plantean este universo, una inyección de absenta se apodera del ritmo de la historia. La voz y las imágenes van a toda velocidad, pero claras y concretas: Christian llega de Londres a París, a la vida bohemia, para escribir y unirse a los hijos de la revolución. Vemos al padre diciéndole que ese es un lugar de pecado y quejándose de la ridícula obsesión de Christian con el amor, las calles de París y sus tentaciones. El techo se rompe y así entran a su vida el Argentino inconsciente/narcoléptico (Jacek Koman), Toulouse-Lautrec (John Leguizamo) y Espectacular, Espectacular, una obra que va a escribir pero aún no sabe. El plan de los recién llegados queda claro: van a presentar a Christian como un famoso escritor inglés frente a Harold Zidler (Jim Broadbent), pero utilizando a Satine. Cuando ella oiga la poesía de Christian, quedará encantada y convencerá a Zidler.

Moulin Rouge - Fotograma

Christian se niega, no sabe si es realmente un bohemio revolucionario. Aquí vienen las preguntas claves, “¿Crees en la belleza, la libertad, la verdad y el amor?” “¡Por supuesto!”. ¡Ese es el espíritu de los hijos de la revolución! Brindan con absenta y así aparece el hada verde (Kylie Minogue) que los lleva en un viaje sin regreso al Moulin Rouge, con las «perras de diamante», las bailarinas del famoso cabaret y sus clientes como poseídos, mientras repiten las líneas de la canción de Nirvana, Smells like teen spirit: “Aquí estamos ahora, entreténnos”, mezclada con el can can y Lady Marmalade, el gran éxito radial de la explosiva banda sonora que ganó el premios Grammy. ¡Y solo han pasado quince minutos de película!

El ritmo frenético es una montaña rusa sin freno que necesita verse en una segunda ocasión. Y después de todas las veces que yo la he visto, sigo encontrando más detalles en cada escena y quedo totalmente deslumbrado por el equipo que armó Luhrmann: la edición es impecable, la cámara vuela sobre París y dentro del Moulin Rouge con energía, la música provoca ganas de levantarse de la silla, el vestuario y la escenografía son impecables, hechos por su esposa, Catherine Martin, ganadora de los dos premios Oscar de las ocho nominaciones que tuvo. Parecen muchos elogios, pero siento que me quedo corto. Y de repente, el ritmo cambia radicalmente, los hombres voltean a mirar al techo y en un columpio baja ella, el diamante deslumbrante, la hermosa Satine con su canción Diamonds are a girl’s best friend con mezclas de Material girl de Madonna y un corsé que le lastimó una costilla.

Moulin Rouge - Fotograma

Aquí entra en juego El Duque (Richard Roxburgh), el gran villano, y con él la divertida confusión: el Duque y Christian tienen programada una cita a solas con Satine, y por culpa de Toulouse todo se enreda. Mientras Satine cree que está hablando con el Duque, Christian le ofrece su poesía, y ella entiende otra cosa. El doble sentido es hilarante, Nicole Kidman se revela ante todos como una genial actriz y descubrimos que Ewan McGregor puede cantar, y lo que interpreta es el primer gran éxito de Elton John, Your song .

Esta película que podría considerarse como el primer musical en cine que ha usado canciones preexistentes y las ha adaptado a una historia original, probablemente inspirado por el éxito teatral de Mamma Mia con las canciones de ABBA. La selección de canciones es una genialidad que le tomó al director dos años obtener los derechos de todas las canciones. Ver a Zidler recitar y cantar Like a virgin de Madonna con un coro de hombres haciendo una coreografía ridícula parece un número sacado de Monty Python, demasiado divertido y apropiado. La versión en tango del clásico del grupo británico The Police, Roxanne, goza de una coreografía poderosa. La embrujadora versión en ópera de The show must go on de Queen es sublime.

Moulin Rouge - Fotograma

Y la canción de los amantes, Come what may, ya es un clásico de la música que ha gozado de covers de Il Divo y Plácido Domingo. Esta canción surge cuando Satine quiere terminar su romance con Christian antes de que el Duque se dé cuenta, porque todos ya saben, y el futuro del Moulin Rogue corre peligro. Christian le pide que no lo deje y decide escribir en la canción de los amantes, para que recuerden su amor frente a todos, un mensaje oculto. La canción, que toma su nombre de una frase de Macbeth, estuvo nominada al Globo de Oro pero no clasificó en la competencia del Oscar a Mejor Canción Original pues fue compuesta para un proyecto anterior del director, su adaptación del clásico de Shakespeare, Romeo y Julieta de William Shakespeare (William Shakespeare’s Romeo + Juliet, 1996).

La película recaudó más de 170 millones de dólares en taquilla, fue nominada a Mejor Película en los Premios Oscar después de diez años de no tener a un musical en la categoría más importante, y preparó el camino para una nueva era de películas musicales que hoy seguimos gozando. Y a pesar de empezar y terminar de la misma forma, con la muerte de Satine, el mensaje es claro: «Lo más importante en la vida es simplemente amar y ser amado a cambio». Christian, con su «ridícula obsesión con el amor», nos enseñó a vivir con todas las ganas. ¿Lección aprendida? Si no, hay que volver a reencontrarse con este clásico.

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Cartel de la película Muerte en VeneciaMuchos de nosotros no reparamos en la distancia que separa las miradas de los individuos como un espacio donde se tejen y se tensionan la conexión de los miedos, los deseos, las inseguridades, la fuerza avasalladora de la voluntad e incluso la misma soledad. Para ir más lejos, podríamos representar ese momento cuando dos personas se cruzan caminando en direcciones contrarias y por espacio de milésimas de segundo sus miradas se cruzan, originando en ese explícito momento todo un mundo de sensaciones. Es aquí donde es necesario reparar en esta introducción en el análisis de la película Muerte en Venecia como un mundo donde la mirada del director vincula, hace propio, convierte, honra, maniata y disuelve en otro soporte y con el manejo de otros signos la obra literaria de Thomas Mann, creando e interpretando gracias a la cámara cinematográfica, la historia del descenso de Gustav Aschenbach al mismísimo infierno de sus pasiones.

Muerte en Venecia, fotogramaEl director italiano revela en diferentes sentidos aportes a la esencia narrativa del discurso literario, haciendo énfasis en el plano de la mirada fotográfica y de la imagen mediante diversas pinceladas del transcurrir del protagonista por los paisajes, laberintos y salones de la Venecia clásica y de su respectiva distinción, que a la par del drama del individuo/artista desciende hacia la miseria de la peste. Aunque las miradas del espectador pueden deleitarse con la belleza, sucedánea de lo sensual, de lo estético y de lo atractivo de la película, también revela al personaje que recorre a la distancia por el placer de no entrar en contacto con el objeto de su delirio. La escritura, transpuesta imagen, permite ofrecerlo todo, pues los diversos paneos, zooms, planos generales y primeros planos transitan a su vez el movimiento y la búsqueda de la totalidad emotiva de Aschenbach y representativa de Visconti, enfocada en diversos ejes fundamentales de la novela de Mann: las dualidades entre la esperanza y la muerte,  el amor y la muerte, la inteligencia y la pasión, la muerte creadora y la vida instintiva. El desenlace confiere, como una forma de lealtad con el original literario, el dominio de los instintos que lleva al personaje a vislumbrar la belleza final de su propia muerte. Es magistral la escena en la que Tadzio se da vuelta señalando tal vez el lugar de eternidad donde se encuentra y al que  Gustav se aferra para terminar  muriendo. Tadzio, en medio, entre la cámara y el barco, como símbolo intermedio entre la imagen fotográfica que eterniza, deteniendo el tiempo, y el barco de Caronte que transportará al protagonista al viaje hacia el averno.

Crítica de Muerte en VeneciaLa revelación del tejido individual referido al drama humano del protagonista admite incluir en forma de flahbacks la información sobre su pasado y las causas que originan el viaje y huida hacia lo exótico. Además, los monólogos y reflexiones  interiores sobre el arte, la belleza, la creación y la estética exigen que Visconti, en la película, haya creado un personaje/conciencia que debate y confronta las dudas del escritor/músico Von Aschenbach, haciendo gala del manejo de esas zonas de interés literario que pueden favorecer en el arte cinematográfico el diálogo y el contrapunteo actoral. La música de Mahler engrandece el sufrimiento, las postales y las miradas de los contextos espaciales e individuales, convirtiendo al espectador en un etnólogo del arte que une las múltiples posibilidades de la imagen y de la transposición cinematográfica.

Dirk Bogarde en Muerte en VeneciaEn este momento puedo recordar dos límites de lo anterior como formas creativas, donde el director de una película se somete y se libera de la trama literaria: Cometas en el cielo (The Kite Runner, Marc Forster, 2007) y Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966), creadas respectivamente a partir de la novela de Khaled Hosseinni Cometas en el cielo, y del cuento de Julio Cortázar Las babas del diablo. En la primera –ejemplo de retrato/pérdida-, se evidencia la dominación exagerada de la lealtad con el argumento de lo narrativo sin proponer ni evidenciar un manejo y amalgama de elementos artísticos a partir del cine; por el contrario, en la segunda –creación de imagen/ganancia-, se refleja  la posibilidad de enriquecer en una propuesta nueva y creadora que transpone lo literario mediante un acercamiento magistral al cuento del autor argentino.

Así pues, el director/libretista cinematográfico tiene a la mano varias opciones que suponen otras intermedias, entre las que podemos mencionar la ilustración de la obra literaria en imágenes sin tratar de interpretarla, la revisión de la obra como inspiración del nuevo autor cinematográfico, y repensar el contenido de la obra literaria para originar el nuevo sentido que exige el lenguaje cinematográfico creando otra obra. Ante estas posibilidades, debe ser claro para el espectador que se trata de dos sistemas de signos diferentes donde la adecuación se puede plantear como un absurdo. Sin embargo, el material y el contenido literario suponen la posibilidad de enriquecer la obra literaria mediante la imagen cinematográfica, y es aquí donde Visconti asume su papel para originar una obra que por su riqueza artística puede valorarse como única, nueva y ciertamente independiente de la obra de Mann.

Muerte en Venecia, la películaMuerte en Venecia supone entonces la aprehensión de la “realidad” literaria y una reflexión sobre el valor de verdad de la imagen (la cámara cinematográfica no es una elección fruto del azar) aunque luche con los prejuicios relacionados con la traición al argumento literario, el reduccionismo de la escritura, la compensación e indemnización creativa que supone una nueva interpretación del texto de Thomas Mann. Además, revela la paradoja entre el olvido y la presencia, que supone una interpretación originada de la apropiación del material fundamental de la novela que permite originar la película de Visconti, en la que la fidelidad y el nuevo aporte del realizador (guionista/director/productor) tejen una película en la que la  puesta en escena, la  dirección fotográfica, el vestuario, la  banda sonora y el drama del ser humano revelan larga y eterna vida al lenguaje cinematográfico.

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Mulholland Drive aficheUn gran sueño en vigilia, con conexiones lógicas separadas entre sí, confunde al espectador desprevenido, aunque siempre al interior de un entorno agradable desde la familiaridad de una narrativa solo en apariencia convencional. Lógica truncada de manera permanente, nunca llega a exasperar debido a la introducción de familiaridades que permiten la conservación del interés. Nos mantiene en vilo ante la espera de una aclaración que nos llegará al final, en un segundo bloque, donde la ensoñación adquiere coherencia desde la materialidad de “restos diurnos” que permiten a la mente del espectador organizar el rompecabezas.

El examen debe ser tan profundo como la obra en sí. Estamos ante un gran sueño confundido en la realidad; la duda se genera a partir de necesarias dosis de lógica que nos mantienen dentro de lo posible. Una incomodidad psicoanalítica que desconcierta, una apariencia de accesibilidad que no es tal. Fragmentos de sueño y realidad se entremezclan para hacer posible una obra maestra que, a cada momento, se desvía de la “vía regia” hacia el inconsciente. Y es que, bajo la aparente coherencia de una narrativa lineal, se esconde la ensoñación de Diane -Naomi Watts-. Quedamos descolocados desde el inicio, deberemos esperar la aclaración que brindará el último tramo de la película.

Historia lagunera sin antecedentes explícitos, mezcla lo posible y lo extraño en medio de múltiples simbolismos presentados con arreglo a tradicionales mecanismos oníricos expresados por el psicoanálisis.

Sentimiento de extrañeza que no llega a ser confusión, la trama remite a lagunas del discurso, situaciones que intercalan lo extraño y por momentos son generadoras de cierta incomodidad.

La Sugerencia, que cabalga entre realidad y ensoñación, asegura una conexión final que clarifica contenidos y se las ingenia para no aburrir al espectador. En su lugar, sostiene una historia atrayente que en todo momento genera avidez de explicación. Lynch juega con fragmentos de coherencia que despiertan la expectativa de unión en algún punto. Quedamos a la espera del momento en que las relaciones se establezcan y la lógica se recomponga.

Mulholland Drive fotograma

Las piezas se juegan en un segundo momento para que el espectador las compagine. El final es un puzle para armar a partir de todo lo que venimos viendo. Es como si Lynch nos ofreciera las piezas que ya nos mostró, pero desde otra posible configuración que, dicho sea de paso, aparece como muy clara en lo global.

Dos historias en una, denotan la necesidad del uso de la imaginación como barrera protectora. El personaje que encarna Laura Harring sufre un accidente en la carretera, sobrevive pero no recuerda quien es; se encontrará con Betty -Naomi Watts-, quien llega a Hollywood para alojarse en el apartamento de su tía. A partir de aquí, intentarán reconstruir la identidad de Rita.

Campea la disociación como presentación de lo íntimo, aunque sin atisbos psicopatológicos. Lynch se esmera en mostrar, se empecina en decirnos cómo son los personajes desde una intensidad que no identifican como propia; nos sumerge en distorsiones narrativas que alteran la linealidad esperada. El guion juega con una cronología cambiante, demora en constituir una “historia unificada” que, en sí, no evoluciona, sino que termina presentándose en conexiones sueltas a establecer por el espectador, pero con la claridad suficiente como para que la mente pueda compaginar de forma coherente.

Un juego de continuas introducciones de referencias, disrupciones y digresiones, un constante apartarse del camino sin dejar de recorrerlo. La creación de una atmósfera de inminencia, donde parece que en cualquier momento algo va a suceder. Se hace explícita la incomodidad por la que discurre una historia enigmática que se ocupa de esparcir sensaciones varias. La inseguridad por el peligro se desprende de lo ominoso de figuras cuyo silencio en plano contrapicado, general y detalle (Mr. Roque) delatan un poder que se expresa por la potencia de un hacer que ni se molesta en anunciar. El personaje, tomado desde diferentes ángulos, representa el poder de lo oculto, lo secreto, lo peligroso, el enigma de las sombras. Lo extraño viene dado por las diferentes presentaciones de cámara, el hecho de estar en una silla de ruedas, pero sobre todo, por el enigmático silencio generador de incertidumbre. Vemos a Mr. Roque distorsionado a través del lente de la cámara. No sabemos con exactitud lo que sucede, pero advertimos el peligro: quién es ese individuo que parece tener tanto poder?  El discurso del Vaquero refuerza la sensación de riesgos potenciales que involucran comportamientos mafiosos. El relato introduce estos factores sin explicaciones, solo crea la atmosfera adecuada utilizando discursos vagos y planos en locaciones extrañas, que no mantienen solución de continuidad con lo que está ocurriendo. No se explica porqué citar a alguien en un racho por la noche para una breve conversación. El filme introduce una atmósfera de misterio asociado al riesgo inminente.

Mulholland Drive plano

Lynch nos traslada a la clásica experiencia onírica, donde la emoción es sustancial y mantiene un estrecho vínculo con un algo que subyace al simbolismo. Al final, tendremos la aclaración, sabremos cual es o era el peligro, pero eso será cuando el sueño se clarifique. Mientras tanto, el filme se encargará de multiplicar el interés a cada paso. La extrañeza de los protagonistas es la típica de  la experiencia onírica y es compartida con el espectador.

El sueño parece ser de Diane, en tanto ofrece situaciones que encajan con un ideal de deseos propios, que la realidad se encarga de contravenir. Una lujosa vivienda, que alberga una relación bajo cierto “control”, es la contracara de las condiciones de desorden y precariedad en el apartamento que nos muestra su realidad actual. Importante en relación a la figura del mendigo que, justamente, simboliza la dejadez y la barbarie, desde la indignidad de su estado. Por debajo de la caja azul (el inconsciente y sus secretos) emerge la pequeña pareja de ancianos, son los reclamos de la moral tradicional, un increscendo representado desde el gradual aumento de tamaño de las personas. La conciencia moral es asociada a contenidos inconscientes inadecuados que merecen castigo.

Mulholland Drive escena

Un capítulo aparte nos depara la escena de la transición entre fantasía y realidad. Es el espectáculo en un teatro, donde el maestro de ceremonias anuncia la ausencia de la banda, lo que suena es una grabación. El tono afectivo es el de algo que surge de una fuente no visible y provoca mucho dolor (interpretación de Rebekah Del Río). El pasaje a la realidad se desprende de un plano detalle; el zoom penetra en el interior oscuro de la caja azul, a partir de allí, tendremos los sucesos que ocasionan la ensoñación. Serán develados los secretos que originan el sueño.

El asesino del sueño es la torpeza de Diane en su accionar “liberador”, lo toma de un resto diurno en la cafetería al cual accedemos desde un flashback causalmente vinculante. Las razones de la tragedia son expuestas desde el juego de la imagen con el tiempo. El filme juega con el tiempo y los símbolos, pero no de forma hermética, sino creativa; no establece distancia, se ocupa de desperdigar relaciones en un incesante desafío a la inteligencia del espectador. Luego, tendremos al mendigo, síntesis de la circunstancia actual en términos morales y emocionales, símbolo que condensa componentes propios de la degradación humana.

David Lynch nos regala una obra maestra, lógica de contradicciones que marca un estilo narrativo provocador, atmósfera de ensueño recurrente que señala lo posible, el espectador siempre tendrá la última palabra.

Tráiler:

https://youtu.be/EjE_Q4oKHBs

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Cartel de la película Muñecos infernalesSon los años 30, una década compleja para el cine, por el advenimiento del sonoro. En esta casi cuarta década de vida del cinematógrafo, el avance técnico supuso un enorme retraso respecto a los logros que en términos de lenguaje fílmico se habían realizado. No obstante, géneros como el musical o el terror vivieron durante este período un esplendor que no habían conocido con anterioridad. Marca esta década, también, el final de la carrera de uno de los grandes directores del cine de terror, Tod Browning, quien rueda su último filme en 1939 tras el cual se retira, debido al descalabro, tanto de su carrera profesional como de su salud mental y física.

Muñecos infernales, de 1936, es el penúltimo filme del director, y su fábula se divide entre los deseos de un prófugo sediento de venganza y las elucubraciones de una pareja de Mad doctors. Paul Lavond (Lionel Barrymore) escapa de la cárcel con Marcel  (Henry B. Walthall), de quien desconoce que es un científico sacrílego que junto a su esposa Malita (Rafaela Ottiano) experimentan con perros y humanos, desafiando las leyes de la Creación. La única meta de Lavond es vengarse de sus socios, que le tendieron una trampa para robarle todo lo que tenía, y por esta razón ha perdido el contacto con su amada hija, quien cree que su padre es un ser monstruoso. Por su parte, el objetivo de Malita y Marcel con sus experimentos es conseguir reducir a una sexta parte de su tamaño a un ser vivo, manteniendo su cerebro en perfectas condiciones. Marcel, viejo y achacoso, sufre un ataque al corazón mientras experimentan con Lachna (Grace Ford), una joven campesina que Malita ha tomado como asistente. Muerto Marcel, nos quedamos –a pesar de que no era común ver a los mujeres en estos papeles– con una doctora loca con intenciones de continuar el trabajo de su vida. Entre miradas desorbitadas, tubos de ensayo, algodones y brumas químicas, se define el futuro de Malita y Paul, quienes acuerdan trasladarse a París para que juntos, y una vez perfeccionado el experimento, hacer justicia a través de estos muñecos infernales.

Devil Doll, fotograma

«La verba fantástica y barroca del realizador Tod Browning visiblemente influido por la escuela alemana» (Sadoul, 1972), se hace visible en un filme cuyo guion fue escrito por el grandísimo Eric von Stroheim, Garret Fort y Guy Endore, basado en una historia del director sobre la novela Arde, bruja arde, de Abraham Merrit. Especie de híbrido entre el terror y la fantaciencia, donde priman los típicos ambientes cerrados, oníricos y sombríos donde se moverán los prófugos con total holgura. Según Javier Memba: «El filme es un portento realizado en torno a otro moderno Prometeo, tiene en la muñeca apache cómplice de la venganza de Lavond, al homúnculo más hermoso que haya conocido la ciencia ficción hasta el momento».

Y es el aspecto técnico uno de los elementos más sorprendentes de este filme, que se ubica junto a otros como Dr. Cíclope (1940), de Ernest B. Schoedsack, El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold, Ataque diabólico (1958), de Bert I. Gordon, o La mosca (1958), de Kurt Neumman, entre las películas con personajes en miniatura que logran un nivel de elaboración en los trucajes verdaderamente admirable. La mezcla de la estética propia  de Browning, con las hazañas de la pequeña muñeca apache y el socio miniaturizado de Lavond dan planos tan clásicos como el de la muñeca bajando de la cuna, que recuerda en su expresionismo a filmes icónicos de ese movimiento como El gabinete del Dr. Caligari, otro mad doctor maestro de la hipnosis y la maldad telepática.

Muñecos infernales

Obra estupenda y divertida, el tema de las miniaturas es un interesante filo dentro del mundo de la fantaciencia, casi siempre acompañados de esos maravillosos científicos desquiciados y sacrílegos. Muñecos infernales, a pesar de la deriva hacia la historia de Lavond, que por momentos disgrega de la arista fantástica, es una pieza maravillosa de este pequeño mundo cinematográfico.

Trailer:

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Berta, Dios te hizo la fina garganta
con otro limo que no es doloroso:
te la ha amasado en un río gozoso
porque sería la “carne que canta”.

Eres la fronda que da sus acentos,
Rama de carne en que pone sus voces,
Dices “mensajes” que tú no conoces,
Das del oculto el estremecimiento.

“Berta Singerman”, por Gabriela Mistral

Berta SingermanLa reciente exhibición en Buenos Aires de una copia restaurada en 35mm de Nada más que una mujer, ocurrida en la primera edición del Festival Asterisco LGBTIQ, permitió rescatar la figura de una olvidada y legendaria recitadora argentina nacida en lo que en ese entonces se conoció como Imperio Ruso, la fascinante Berta Singerman. Esta producción de Fox rodada íntegramente en español como la versión latina de un título de clase B llamado Pursued (1934) no solo resulta atractiva como muestra de aquellas realizaciones de Hollywood destinadas exclusivamente a un mercado hispanoparlante y que precedieron a las versiones subtituladas vigentes hasta nuestros días. Se trata más bien de un vestigio de aquella Babilonia que representó Hollywood en el momento en que se disponía a tomar por asalto el mundo y hegemonizar por completo el alcance internacional de sus películas, de cara a la conquista de todos los públicos posibles. Con el cine sonoro dando sus primeros y significativos pasos, resulta casi milagrosa la presencia de esta hipnótica rapsoda del sur del Atlántico, en medio de esa emergente torre de Babel, en la que resplandece con luz propia a través de su voz, casi justificando la existencia del sonido.

La historia de la película transcurre en Borneo, una isla del sudeste asiático, donde desembarca Mona Estrada, una enigmática artista que se presenta en el burdel más cercano al puerto en busca de trabajo. Ante la pregunta de la dueña en la que la interroga sobre sus atributos físicos y sus habilidades escénicas, Mona responde que ella no canta ni baila, sino que recita. Su primera performance, efectuada magistralmente y sólo en presencia de la madama y una compañera es sometida a una inteligente elipsis por parte del director, que preserva la continuidad y por lo tanto los encantos y poderes de su recitación, trasladándonos hacia su primera noche en el cabaret, donde deslumbra a los encandilados marineros y empresarios con Pregones de Buenos Aires, de Alberto Vaccarezza. Para quienes vivimos en esa ciudad y conocemos esos versos, el extenso relato de Singerman resulta de una hipnótica familiaridad. La voz de la recitadora entabla un puente sonoro entre el sudeste asiático y el Río de la Plata, trasciende mares y océanos, invoca amables fantasmas porteños como si se tratara de una hechicera. La fotografía en blanco y negro del notable Rudolph Mate realza ese carácter de ensueño. Y del mismo modo que un rapsoda griego declamaba poemas épicos, evocando dioses y guerreros caídos en batalla, en esta película la voz de Singerman remueve los escombros de un cine mudo no hace mucho tiempo derruido, concentrando toda la razón de ser de un universo sonoro victorioso, pero todavía precoz para aquella época. Comprendiendo la fuerza del recurso natural que tiene enfrente, el director Lachman resuelve sabiamente cada performance narrativa de Singerman, manteniendo la continuidad de sus relatos, sin adornarlos con florituras innecesarias y manteniendo intacta su belleza y su poder.

Fotograma de la película Nada más que una mujerEl resto de la película se maneja en los conocidos territorios del melodrama clásico. Mona conoce y se enamora de un acaudalado propietario de tierras extranjero que ha quedado temporalmente ciego, víctima de un ataque traicionero perpetrado por un empresario local que acosa a la recitadora. Mona aprovecha la ceguera de su enamorado y haciendo otro uso privilegiado de su voz, le hace creer que es una mujer de clase, ocultando su verdadera condición. La historia presenta elementos propios de la mitología griega, al convertir un don natural de su protagonista en su principal maldición. La recuperación de la vista por parte de su enamorado implicaría su caída en desgracia si este no la reconoce como la mujer que ella afirmó ser. Cada estadio emocional de Mona obtiene su adecuada representación formal en las recitaciones nocturnas, que llegan a su punto más elevado en la escena donde la rapsoda argentina declama aquellos célebres versos de Sor Juana Inés de la Cruz, “hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…”. Sin embargo, sorprende el desenlace feliz, aunque también algo melancólico, de la película, donde Mona logra escapar de la isla en barco junto a su hombre, quien la ha aceptado más allá de cualquier engaño.

Nada más que una mujer fue rescatada por el historiador norteamericano Robert Dickson como parte de un programa de preservación de películas de la Universidad de California a fines de la década del 90. La película integró un tándem de aproximadamente 40 largometrajes hablados en español y producidos por Fox antes de su fusión con 20th Century, de los que solo un cuarto logró sobrevivir. Se exhibió en 1935 en la ciudad de Buenos Aires, y desde ese entonces la película pasó a ocupar un limbo del que solo logró salir gracias a la iniciativa de Dickson. Su rescate casi coincidió con la desaparición física de Singerman, de quien desconozco si tuvo noticia de este acontecimiento. El curriculum cinematográfico de esta notable recitadora que brilló en la radiofonía y el teatro argentinos consta apenas de tres largometrajes, pero solo Nada más que una mujer le brindó un papel protagónico. La exhibición de la película en Buenos Aires, a casi 80 años de su estreno, fue uno de los acontecimientos cinematográficos del año, más allá de su poca y casi nula repercusión mediática. La segunda proyección, realizada en el auditorio de la ENERC (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica) incluyó las colas de los rollos al final de cada acto, las cuales no pudieron cortarse debido a las demandas de los dueños de la copia restaurada. Lejos de representar una molestia, esta bienvenida desprolijidad acentuó el carácter casi mágico y evanescente de una película que no forma parte del patrimonio fílmico argentino. Tal como recalcó el crítico y coleccionista Fernando Martin Peña, uno de los responsables de la exhibición de Nada más que una mujer junto a la realizadora argentina Albertina Carri (directora del Festival Asterisco) y el crítico y programador Diego Trerotola, se hace indispensable la repatriación de una copia de esta película para que integre el archivo de una cinematografía con un historial demasiado herido en materia de preservación como el del cine argentino. Para los pocos que atestiguamos esta inolvidable y fantasmagórica proyección, la sola idea de la posibilidad de no recuperar jamás a Singerman de nuevo en la pantalla grande se asemeja demasiado a ese último plano donde la actriz, de pie y sobre la cubierta de un barco que atraviesa las aguas del Pacífico, observa con la mirada perdida hacia el mar, recitando melancólicamente versos de Gabriela Mistral.

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Noche en la ciudadConfinado en casa por culpa de la crisis sanitaria del Coronavirus, es momento de recuperar del ostracismo alguna joya incunable del séptimo arte y reparo en una pieza del cineasta, Jules Dassin. Hace unos días rescaté otra muestra de su talento y estilo innovador, La ciudad desnuda (1948). Ahora toca abordar una obra formidable y vibrante. Se titula, Noche en la ciudad (1950) y constituyó su primer trabajo fuera de los Estados Unidos, huyendo de la perniciosa y flagelante Caza de Brujas. Se trata de una producción de la Fox filmada en Londres. Parece ser que existen dos versiones de este título. Una para Europa y otra para el mercado americano. Por ejemplo, en la versión yanki, el compositor de la partitura es el maestro Franz Waxman, mientras que la copia para el continente europeo pertenece a Benjamin Frankel.

Noche en la ciudad es un poderoso relato, sombrío y desalmado, sobre la inconsciencia y desfachatez de un histérico arribista, obsesionado por encontrar el pelotazo de su vida que lo saque del fango y de los cutres arrabales de la ciudad. Este personaje está interpretado con chulería y cinismo por Richard Widmark, en un momento pletórico de su carrera artística. Encarna al ruín y amoral Harry Fabian, un tipo mezquino, canalla, sinvergüenza y chanchullero. El extrovertido actor, en la piel de este bribón y avaricioso conseguidor de clientes para un amigo, propietario de un local de copas, está que se sale, componiendo todo un arsenal de expresiones de variado pelaje. Su compañera de reparto y en el rol de amiga/novia, Gene Tierney, como Mary, una cantante de cabaret, enamorada de Harry, capaz de sacrificarse por él, a pesar de saber que las ambiciones de su amante pasan por otras preferencias materialistas y al filo de la navaja. Ambos tienen una escena final formidable, en un decrépito embarcadero, a orillas del Támesis, cuando Harry es perseguido por una banda de gángsteres a los que les ha arruinado un negocio que quería gestionar él con artimañas desleales. Agazapado y rodeado por hampones, irrumpe ella, como ángel guardián, para echarle un cable y respaldarle en una situación agónica. Momento sublime, rodado con ternura, pese a lo cochambroso del decorado.

La película comienza con una voz en off, introduciendo al espectador en la espesa noche de Londres y en las pulsiones y bajezas humanas que se desatan en su perversa orografía. Este inicio se parece al de La ciudad desnuda. Pero aquí, esa voz narrativa, solo hace la introducción. No como recurso omnisciente. Y cuando su eco se apaga, da paso a los hechos del argumento, que revelan una de las historias más amargas y desgarradoras que he visto. Un descenso a los infiernos, a las cloacas más negras de los instintos perversos del hombre.

Harry Fabian trabaja de gancho para un garito. Pero su meta es ser alguien, un ser de negocios turbio y acaudalado. Su inquieta mente no para de trajinar amaños sin descanso. Una visita a una velada de lucha greco-romana y el deliberado encontronazo con dos deportistas de esta especialidad le sugiere un lucro inmediato. Aunque entre en conflicto con el hampa local, capitaneada por Kristo (Herbert Lom), hijo de uno de los luchadores. Para montar y poner en marcha su tinglado, a Harry le hace falta dinero. Comenzará a contactar con amigos y allegados, y terminará engatusando a una amargada y frustrada mujer, esposa del dueño del garito donde actúa Mary, estableciéndose una red de intereses personales que está muy bien enmarañada por el guionista, Jo Eisinger.

Toda la enredada peripecia sirve para dibujar la fullera personalidad de Harry, capaz de vender a su madre a cambio de un golpe de suerte. Pero también capacitado para arruinar a cualquiera que se cruce en su camino. Es un hombre que busca atajos y se asocia a todo aquel del que puede sacar un beneficio, aunque sea con engaños y trampas. Es un ser desquiciado, con afán de protagonismo y sumido en una inmadurez desastrosa. Un rufián sin futuro, amoral, ventajista y uno de los grandes perdedores del cine.

El filme es un trajín continuo, filmado por Dassin con aplomo y sobriedad narrativa, extrayendo de sus actores su parte más oscura y siniestra, y componiendo una atmósfera chanchullera y turbulenta, en la que casi todos se mueven por el vil metal. Como contrapeso, la bondad, cariño, serenidad, belleza y pureza entre la maleza de Gene Tierney, una mujer que pudiendo salir con el desprendido y afable vecino, está enganchada (quizás una de la partes más flojas del libreto) a Harry, sabiendo que con frecuencia tiene que acudir a su lado para sacarle de algún apuro. Y con qué ternura e incondicionalidad lo hace.

Noche en la ciudad es un áspero largometraje negro, relatado sin descanso, con buen ritmo, tanto interno como externo, que habla de la ambición y avaricia, del desencanto y desengaño, de la rudeza y crudeza en la jungla de asfalto. Para ello, Jules Dassin, retrata en escenarios naturales, que dan un juego expresivo monumental, un hervidero de pasiones soliviantadas por el descaro y la codicia.

Me ha gustado mucho esta película. Tenía un recuerdo lejano. Pero al haber visto hace poco La ciudad desnuda, veo sus semejanzas, sobre todo en la persecución final, un sello de identidad, culminado con un clímax poderoso, rasposo y fútil para Harry, que se siente amortizado y expulsado del ambiente por su mala cabeza e infantil temperamento. Decepcionado, también, porque sus colegas no han tenido principios y lo han vendido por las 1.000 libras de recompensa ofrecidas por Kristo.

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NubespasajerasCartelNubes pasajeras pertenece a la trilogía de Aki Kaurismäki denominada “de los perdedores”, “del proletariado” o “de Finlandia”. A ella le seguirían Un hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002) y Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006). El director finlandés describía su estructura compositiva de la siguiente manera: “ Un 30% de Ozu, un 30% de Sica, 15% de Sirk, 20% de Hopper, 10% de Capra. ¡Eso hace 105! ¿Dónde estoy yo ahí dentro?”. El filme se sitúa en unos años en los que Finlandia atravesaba una crisis económica profunda. La desintegración de la URSS en 1991 le afectó intensamente, al tratarse  de un país con poca población y con enorme dependencia del exterior oriental. La pérdida de las relaciones comerciales más importantes para esta nación nórdica ocasionó su empobrecimiento, con cierre de empresas y consiguiente desempleo.

Los protagonistas son un matrimonio, Ilona y Lauri. La primera trabaja como jefa de comedor en un restaurante lujoso al que el paso de los años le ha dejado huella, y no ha sabido o no ha podido renovarse. Se denomina Dubrovnik, al igual que la ciudad croata en tiempos considerada la “Perla del Adriático”, urbe de élite y destino vacacional aristocrático. Trabaja concienzudamente y de forma eficiente. El segundo, su marido, es conductor de tranvías pero su empresa se ve obligada a realizar una reestructuración de plantilla, decidiendo que los afectados sean escogidos por sorteo. Ambos son despedidos y deben iniciar un penoso itinerario en búsqueda de nuevos empleos. El debilitamiento de la clase obrera golpeó con impotencia a dicha clase social ante la vertiginosidad del cambio de modelo productivo, originado tanto por la ya citada caída de muro de Berlín  como por la revolución tecnológica, la especulación financiera o el triunfo del capitalismo. Todo en camino hacia la globalización y  la transformación de la estructura en las relaciones laborales. La invisibilidad y desamparo cubrió y depositó en las sombras a muchos de los que se ocupaban de cimentar el edificio. En Un hombre sin pasado Kaurismäki se centrará en un varón que viaja a Helsinki en búsqueda de trabajo y recién aterrizado, es golpeado y asaltado perdiendo la memoria; y en Luces al atardecer en un vigilante de seguridad solitario que deja de serlo por una acusación falsa.

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En realidad, en Nubes pasajeras lo que de verdad le interesa al autor  no es analizar las causas del paro o identificar a los culpables, sino en describir el desamparo y la desolación que aqueja a sus víctimas. Quizás por ello elige protagonistas que no pertenecen al sector industrial, siempre más propenso a poseer sindicatos potentes en su defensa. Si algo distingue a los “héroes” del director es precisamente su dignidad, aún en las peores circunstancias. No son carismáticos o titanes como es posible encontrar en el cine de Robert Guédiguian, Ken Loach o Fernando León de Aranoa. Más bien se acercan a los desfavorecidos que retrataba el neorrealismo italiano, como los de Vittorio De Sica en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) o Umberto D. (1952). Destacan por su humildad, por su firmeza, por su perseverancia. Y como Lauri e Ilona, se resisten a sobrevivir del subsidio público. ¡Qué tiempos aquellos en los que algunos consideraban humillante no poder mantenerse del esfuerzo o de los recursos propios!

No se puede olvidar el humor negro que impregna la filmografía de Kaurismäki. Ya hemos apuntado que Lauri acaba desempleado por la mala suerte en el sorteo realizado al efecto, al escoger la carta de la baraja indeseada. La anécdota nos recuerda también al utilizado por Lars von Trier en El jefe de todo esto (Direktøren for det hele, 2006), al elegir un tiovivo para decidir el futuro de la empresa. También resulta surrealista la escena de Nubes pasajeras cuando el propietario de un restaurante en el que Ilona busca trabajo le achaca que comienza a hacerse vieja. Cuando la mujer indica que tiene 38 años, la respuesta del empresario es que puede caer muerta en cualquier momento, ya que él, a pesar de tener más de cincuenta, cuenta con “relaciones”. O cuando el protagonista se desploma al llegar a su casa, ebrio y derrotado en la búsqueda de nuevas oportunidades; o en los momentos en los que detalla que no ha pasado un test psicotécnico para camionero al descubrirse que está sordo de un oído y por ende, le retiran el carnet de conducir. 

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Uno de los rasgos más características del realizador en su capacidad de síntesis, lo que logra, entre otras herramientas, por una certera y sabia utilización de la elipsis. Sus películas difícilmente se alargan más de hora y media. Contribuye el sobrio y preciso lenguaje gestual y la utilización magistral del fuera de campo. La economía de medios entra en un juego en el que las omisiones de ciertos temas como la violencia y el sexo entran en escena. Así, a los inicios, mientras el cocinero alcohólico del Dubrovnik cae en un brote psicótico y amenaza a la plantilla con un cuchillo, la cámara permanece en todo momento estática, registrando a aquellos que observan los acontecimientos y eludiendo la lucha por la recuperación del instrumento. Ya hemos mencionado cuando Lauri se desploma. No hacen falta más explicaciones para dibujar el fracaso. El minimalismo del director, sus elipsis, sus fueras de campo, su economía narrativa, agitan la imaginación de los espectadores al obligarles a completar la información facilitada. Y por ejemplo, no necesitamos más que una fotografía y una visita al cementerio para cerciorarnos de la existencia de una pérdida demasiado dolorosa. 

Al inicio mencionábamos la influencia de Ozu que el propio director reconocía. Además de la omisión de la violencia, el minimalismo y otros rasgos comunes, podemos citar la importancia que otorgan ambos a los objetos, como esa tetera roja del maestro japonés. Automóviles, sofás, transistores, televisiones, mesas, gramolas… son recurrentes en las obras del finlandés;  algunos procedentes de la cultura de masas, otros producto de colecciones melancólicas o de ruinas del pasado desplazadas por la modernidad. Las cosas de Kaurismäki adquieren alma, se convierten en conceptos complejos exhibidores de la permanencia mientras su entorno se destruye o cambia. Objetos que siguen sirviendo a pesar del paso del tiempo mientras nosotros ya parecemos no servir para nada o para casi nada. Materialidades exentas del proceso destructivo en el que andamos inmersos los terrícolas. El autor convierte aquello que puebla nuestro horizonte doméstico en ideas simbólicas con profundas connotaciones.

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No resulta baladí que en casi todas sus películas el autor inserte la Patética de Chaikovski. Precisamente, centrándonos nuevamente en Nubes pasajeras, y en la banda sonora, la película se abre con un primerísimo primer plano del teclado de un piano. Shelley Fisher está tocando el instrumento en ese restaurante decadente que se ve obligado a cerrar sus puertas ante el impago a los acreedores. El título de esta película evoca la canción de un cantante de rock finlandés a cuya música recurrió frecuentemente Kaurismäki en sus filmes. Se trataba de Rauli Aarre Tapani Somerjoki, conocido como Badding. Y justamente, el filme se cierra con una escena en la que el matrimonio protagonista sale a las puertas del nuevo restaurante que han conseguido abrir, con el nombre de “Trabajo”. El día de la inaguración, tras una tensa espera, ha conseguido llenarse. Miran al cielo, que permanece fuera de campo. Intuimos esas nubes pasajeras pero desconocemos si son nubarrones de largo alcance. Solo disponemos de ausencia de contraplano y de un corte a negro que conduce a los títulos de crédito. 

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