El cine español puede sentirse bien, de enhorabuena. Sus películas serán mejores o peores, pero sus premios se reparten con criterio, presentados, además, en una gala que se supera año tras año. Tras la elección de la cómica de moda Carmen Machi para presentar el acto el año pasado y la inserción de las descacharrantes piezas cortas de los chicos de Muchachada Nui, el listón estaba alto. Mas se rebasó, por el buen hacer y la desenfadada conducción del showman Andreu Buenafuente, copado por el diseño de cortinillas de conseguidos efectos especiales, como una impresionante riada supuestamente procedente de las cañerías del Palacio Municipal de Congresos de Madrid, o la entrega de un "cabezón" por parte del personaje de animación infantil Pocoyó. El evento se advirtió mimado por la sin par profesionalidad del gran Álex de la Iglesia, al que ya apuntan en muchos diarios y foros como el mejor presidente histórico de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. Las quinielas no se equivocaron. Pese a que Ágora meritaba un particular reconocimiento técnico, quedó, con siete estatuillas, a un premio de la gran triunfadora de la noche, Celda 211, que recogería los premios "gordos": galardones a la Mejor Película, Mejor Dirección, Mejor Interpretación Masculina Protagonista (para el Malamadre de Luis Tosar) y Mejor Guión Adaptado, entre otros. Una pronosticada victoria para la cinta de Daniel Monzón, que ve así ratificada la gran acogida que ha obtenido en la taquilla española.
El Goya a la Mejor Interpretación Femenina fue para Lola Dueñas, por Yo, también, que no dudó en dedicárselo a su compañero, el laudable Pablo Pineda (que ya fuera premiado en San Sebastián). Alberto Ammann y Marta Etura lograron sendas distinciones, por Celda 211, al Actor Revelación y a la Interpretación Femenina de Reparto. Los filmes peor parados, de entre los que portaban mayor número de nominaciones, fueron Gordos y Los abrazos rotos con una condecoración cada uno.
Tenía que salir premiada Planet 51, Mejor Película de Animación, aunque sólo fuera por tratarse de la cinta más cara de la historia del cine español. Como encarecidamente emotiva fue la visita de De la Iglesia al domicilio del director Antonio Mercero, enfermo de alzhéimer, para entregarle el Goya Honorífico que reconoce toda una vida dedicada al mundo audiovisual. Por su parte, la argentina El secreto de sus ojos rentabilizó dos de sus ocho nominaciones: Mejor Película Hispanoamericana y Mejor Actriz Revelación, para la ya consolidada Soledad Villamil.
Volvamos al flamante presidente de la Academia, que ofreció un discurso unificador y ensalzador de la labor cinematográfica española, atacando al persistente menosprecio que sufre. No fue sólo por esto por lo que se erigió, como antes mencioné, como el triunfador indiscutible de la ceremonia. ¿Por qué, sino? La culpa la tiene la práctica totalidad de los medios nacionales. Aparte de destacar como highlight de la velada la pornógrafa primera aparición en público de la pareja Bardem-Cruz, el titular del acto coincidió con la reconciliación de Pedro Almodóvar con la Academia, dos "grandes" logros bien atribuidos a la figura de De la Iglesia.
Adviértase que dejé este acontecimiento para el remate del artículo de manera intencionada. Me niego a darle mayor relevancia de la que merece. Lástima que esta perorata final parezca otorgársela. No quiero desacreditar la excelente gestión del presidente del órgano máximo del séptimo arte ibérico. Al contrario. Si Almodóvar acudió fue porque "tenéis un presidente muy pesao, muy pesao". También es verdad que su pantomimesco soliloquio dejó adivinar que se decidió, finalmente, por asistir cuando sospechó que no le entregaría el premio final al su "archicompetidor" Amenábar. Pero, lo de verdad indignante es que el retorno del enfurruñado hijo pródigo, que bien valía un abucheo con tomatada incluida, acapare la primera plana de toda la prensa nacional de gran tirada, eclipsando a los ganadores hasta el punto de prostituir la gala.
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