Lo difícil es no tropezar con el tópico y herirse de gravedad con la simplificación banal del estereotipo, clamar en el desierto con su reduccionismo vago y gratuito, mudo e inmundo. Ciudad de contrastes, Roma clásica y barroca, sobria y escénica, actual y eterna, impía y sacra, casa de putas y santos, fastuosa y derruida, imperial y decadente, musa, fotogénica, caos en la tierra y armonía en el cielo. Roma, jungla en la que esconderse (La dolce vita, Federico Fellini, 1960), muerte y renacer perpetuos (Roma, Federico Fellini, 1972).
En su carácter ficcional, como juego y representación cinematográfica, hay una ciudad a la hechura de Dios, del símbolo y el imperio, y otra, muy distinta, a la medida del hombre y sus miserias. El péplum ejemplifica aquel primer modelo, ciudad cuna de Occidente, que soporta (y finalmente sucumbe) el peso de la Historia. Es la Roma militar y bárbara, la ciudad del circo, de Gladiator (Ridley Scott, 2000) y Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951). Un tiempo pretéritamente actual que se encarna, se petrifica y se reconoce en cada esquina de una capital que conjuga fórmulas atemporales. Sueño imperial del que se nutre el fascismo y que, de una u otra forma, empapa la obra de intelectuales como Pasolini (Saló, 1975, puede entenderse como la máxima expresión en la caricaturización del fascismo) y Umberto Eco (La misteriosa llama de la reina Loana, 2004).
Acabada la guerra, desmontado el andamiaje fascista, el neorrealismo significó el redescubrimiento de la ciudad, la caída del mito, el ascenso de una nueva forma de mirar y sentir. La cámara en la calle tiene un funcionamiento práctico análogo a la plástica francesa del último cuarto del siglo XIX. La toma del espacio urbano, en contra del artificio que supone el estudio, tiene serias similitudes con la conquista del denominado plein-air por parte de los pintores impresionistas, acompañada por una cierta banalización temática en los contenidos, que en el caso del neorrealismo se traduce en la re-creación (en el sentido más extenso de la palabra) de una ciudad, Roma, que ha perdido su glamour, o que, por el contrario, ha encontrado otra forma, diferente, de manifestarse. Manet retrató a Olimpia en un prostíbulo, Monet se aproximó al trajín de la estación de San Lázaro. Cambian los espacios y se redefinen los gestos (pinceladas de la vida diaria) y el lenguaje. Luchino Visconti, Giuseppe de Santis, Vittorio de Sica y Roberto Rossellini modernizan su medio de expresión ético-artístico e influyen de un modo definitivo en la nouvelle vague francesa[1]. Con Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), Umberto D (Vittorio de Sica, 1952) y, especialmente, Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945), sientan las bases de un nuevo credo cinematográfico donde la ciudad pierde su carácter de escenario dramático para elevarse a la categoría de protagonista.
En el caso de Rossellini, las ruinas de la ciudad (Roma, ciudad abierta, 1945, Paisá, 1946, y Alemania año cero, 1947) conservan ciertas cualidades del expresionismo de entreguerras al evidenciar el estado anímico de una generación. El "miserabilismo" arquitectónico está en sintonía con la inestabilidad emocional de una sociedad mermada y traumatizada por la Segunda Guerra Mundial.
En este contexto se va a desarrollar la obra primera de Federico Fellini, aunque sabrá evolucionar hacia un estilo personalísimo donde lo onírico, el desorden y lo absurdo se mezclan con lo pictórico, lo escénico y el humor satírico (por momentos, surrealista) como claves o leitmotiv de auteur.
En Fellini hay una tensión constante entre su particular percepción onírica (ya citada), que otorga un nuevo y desconocido significado a la ciudad, y el carácter objetual, físico y permanente que Roma quiere aportar con su presencia más "clásica". Al margen de esa pasión desbordada por y para el cine[2], el cineasta descontextualiza elementos de la acción y personajes hasta crear situaciones que rozan el esperpento y el delirio surrealista[3]. Su cine repasa y profundiza las señas de identidad de un país que durante siglos ha llevado la batuta cultural y ha dictado las premisas estéticas dominantes. Los primeros compases de Roma nos remiten al imperio, al heroísmo, las huellas del fascismo (también visibles en Amarcord), el papado y la religión.
La complejidad de la ciudad se hace patente en todo su esplendor. La dolce vita, además de inmortalizar la divinización de Anita Ekberg en la Fontana di Trevi (léase como interpretación libre de El nacimiento de Venus y las repercusiones iconográficas que este tema ha gozado en campañas publicitarias recientes), reflexiona de forma prioritaria en la Roma pública, la vida exterior, la nocturnidad y el fenómeno, siempre actual, de los paparazzi. En cambio, Roma puede leerse en clave interior: la construcción del Metropolitano en el subsuelo, las catacumbas de la urbe, los estratos superados por la historia, el legado cultural perdido, el daño irreparable, la intimidad del desfile de moda sacra y las visitas al prostíbulo... En La dolce vita resplandece la superficie; en Roma aflora la esencia. Versiones que se complementan y, sin embargo, se unifican en la caricatura de la burguesía romana[4].
Desde el péplum a Fellini, pasando por el neorrealismo, Roma ha alimentado el mito de poder y fastuosidad, ciudad Eterna y, al tiempo, efímera. Ha cantado sus glorias imperiales; ha llorado la muerte y la ruina de posguerra y, finalmente, ha sabido renacer y reír con la sátira inteligente de un genio como Fellini. Movimiento, oscilación... Todo fluye en ese punto, en esta ciudad, donde convergen los caminos.
Filmografía citada
Alemania año cero, Roberto Rosseliini, 1947
Gladiator, Ridley Scott, 2000
La dolce vita, Federico Fellini, 1960
Ladrón de bicicletas, Vittorio de Sica, 1948
Paisá, Roberto Rossellini, 1946
Quo Vadis?, Mervyn LeRoy, 1951
Roma, Federico Fellini, 1972
Roma, ciudad abierta, Roberto Rossellini, 1945
Umberto D, Vittorio de Sica, 1952
[1] Sin el neorrealismo, cualquier aproximación a Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960) se convierte en mero intento fallido. Lo mismo puede decirse de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959).
[2] El recurso barroco del "cuadro dentro del cuadro" da lugar al "cine en el cine", constante en los principales títulos de Fellini (La dolce vita, 8 ½ y Roma, por ejemplo).
[3] En Roma (1972) un caballo recorre la autopista colapsada. Los conceptos de "lo inesperado", "lo absurdo" y "lo grotesco" llaman fuertemente la atención en otros filmes como Amarcord (1973).
[4] Los vicios y perversiones de la burguesía, presentes en los momentos finales de La dolce vita, pueden fácilmente recordar momentos "buñuelescos". Un esperpento equiparable a El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962).
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