Buenos Aires se despereza hacia el Río de la Plata, un no lugar que insiste en urbanizar. En un terreno ganado al río, crece sin mirar a sus espaldas, donde se despliega un país cuya inmensidad despoblada se contradice con el amontonamiento urbano de la gran ciudad. Buenos Aires es donde todos quieren llegar, la ciudad monstruosa que todo lo fagocita (donde llega y se pierde doblemente el personaje rural de El cielito). Crecida a la vera del puerto, gran boca que regula todo lo que entra y sale del país, fue poblada por oleadas de inmigrantes europeos. Sus habitantes, criollos educados allende los mares, configuraron una ciudad sin aborígenes (ilustrada poéticamente por el Martín Fierro y llevada a la pantalla con el mismo nombre del trovador por Leopoldo Torre Nilsson), ya que primero fueron arrinconados hacia el Oeste y luego, eliminados. Una manera elegante de decir asesinados, diezmados, desaparecidos..., una tradición que viene de lejos y que tuvo su plasmación más brutal en una época cercana y dolorosa para todos los argentinos (1976-1983), recreada por Marco Bechis en Garage Olimpo. Bajo el lema de Civilización o Barbarie, planteado por Domingo Faustino Sarmiento, uno de los primeros presidentes e ideólogos argentinos, se constituyó un modelo de país -que se construyó desde la educación y se diseminó a partir de la literatura-, inspirado en patrones europeos (civilizados) y desdeñando los autóctonos (barbarie).
En esa dicotomía nació la ciudad fundada, refundada y crecida como centro de la vida nacional, dejando el resto del país, incluso los suburbios, para las masas perdedoras, tan bien dibujadas por Julio Cortázar en "Las puertas del cielo". Con ese esquema se fueron diseñando sus barrios -lo de los cien barrios porteños no es una metáfora-, unos de abolengo, como Recoleta, Palermo, Belgrano o Barrio Norte (locaciones permanentes en la obra de Raúl de la Torre y eventual en algunas películas de María Luisa Bemberg); otros, proletarios, como Flores, Liniers, la Boca, las ambientaciones preferidas de La Raulito o Pizza, birra, faso... La Boca, hoy un suburbio destinado al turismo, ayer fue la puerta de ingreso de los inmigrantes italianos y españoles que llegaban empujados por la hambruna de la posguerra. Esos nuevos pobladores arribaban en grandes barcos, cargando en sus simples baúles sus escasas pertenencias. Venían a empezar de cero, habitaban casillas de chapa y madera entre varias familias, constituyendo los famosos conventillos, que pintaban con los estridentes coloridos de las pinturas de los barcos. Ilustra muy bien Vientos de agua, la serie dirigida por Juan José Campanella.
Buenos Aires ha crecido mirando al Este, con las torres más altas y lujosas erguidas sobre ese paraíso endeble, en lugar de internarse en las venas de su territorio más firme, aquel que sobrevive en el cine bajo la mirada amorosa de Carlos Sorin (La película del rey, Historias mínimas). Y el cine no hace más que reproducir ese esquema tan simple de ganadores y perdedores. Las películas con pretensiones festivaleras recurren a esas locaciones del Este, donde la plaza San Martín, Puerto Madero o el Kavanagh le dan la imagen de postal del nuevo milenio, mientras que los directores que buscan la autenticidad se internan en barrios de calles empedradas, amplias aceras y casonas viejas, sin dejar de lado el centro de la ciudad y su presencia vital, el Obelisco (El lado oscuro del corazón), en una calle Corrientes que antaño le daba el mote a la ciudad de la "que nunca duerme" y hoy es refugio de desplazados, desocupados o mendicantes (otra vez, Pizza, birra, faso). El nuevo núcleo de la ciudad se ha mudado al Este, a la city, donde las torres de Catalinas se yerguen sin complejos vetando la luz a la otrora céntrica Florida. Un puente de Calatrava, homenaje a la mujer y calles con nombres de señoras ilustres, unen el nuevo brazo de la ciudad, Puerto Madero, donde se imponen los hoteles multinacionales y una interminable variedad de restaurantes donde la mayoría de los argentinos no puede ir a comer. Esa postal está presente en Nueve Reinas, en la descolocada ubicación de unos personajes tramposos, que sirven a una clase a la que no podrán llegar por más trampas que hagan.
Si nos adentramos en el barrio de casas bajas, de calles brillantes, extendidas cual escamas de piedra, con sus adoquines que tanto protestan los taxistas, encontramos historias más simples, de gente sencilla, con un universo interior mucho más dramático que los seres trasplantados a un sector que no les pertenece. Así, Leonardo Favio recrea la rutina de una pareja singular en El dependiente, transcurrida en un barrio de clase media, donde los portones están abiertos, un pálido farol alumbra la esquina y el almacén impone su presencia indispensable en la vida austera de sus habitantes. Falta sentir el aroma a jazmín en la primavera, o ver caer las hojas en otoño. Más real, más auténtico, más argentino.
La mirada bárbara, extraña, extranjera, la que llega para mostrarnos desde afuera prefiere la postal de La Boca, ese barrio con aceras altas para evitar la inundación del Riachuelo, de fachadas miserables, de ventanas que sólo ofrecen la decadencia de un barrio obrero que hoy sobrevive gracias a las camadas de turistas que consumen el tango que se baila en los restaurantes abiertos a la calle y su visita a los innumerables comercios que ofrecen postales de una época que no sabemos si realmente existió en una simple cuadra denominada "Caminito"; sí, como el tango...
Caminito que entonces estabas
Bordeado de trébol y juncos en flor
Una sombra ya pronto serás
Una sombra lo mismo que yo.
Tanto Wong kar-wai (Felices juntos) como Francis Ford Coppola (Tetro) imaginan sus historias en La Boca. Azul, húmeda, fluorescente uno; en blanco y negro, de fuertes contrastes, callejera de día, interna de noche, el otro. La Boca atrae la mirada del extranjero, porque es la postal que se vende. El oeste y el sur quedan en el olvido más extremo, cuando sus locaciones son mucho más cinematográficas, más latentes de vida propia, auténtica, porteña.
Una tercera mirada, la del hijo pródigo, la del exiliado que retorna a la tierra que lo vio nacer, tiene en Sur (Fernando Solanas) su máximo exponente. En ella está la bocanada del aire europeo que todo argentino desea respirar y la nostalgia de la patria irrepetible que ninguno puede negar. Allí el barrio vuelve a ser el protagonista, el empedrado de sus calles, pobladas de papelillos que reclaman un giro político (dosis sin la cual ningún argentino podría sobrevivir), los fantasmas de los que ya no están y las transformaciones de los que volvieron. El tango, que en juventud de toda una generación apareció como negado, ahora es rescatado desde lo más entrañable para protagonizar esas historias de despecho, dolor y rencor que habitan en cada argentino. Ya el tango no ilustra como antaño lo hacían las películas de Gardel, sino que acompaña la melancólica mirada del retorno, una mirada que nadie ha plasmado mejor que la plástica de un sufriente Ricardo Carpani.
Buenos Aires es una ciudad inmensa, trazada como una cuadrícula donde es imposible perderse, con unas aceras que invitan a caminarla incansablemente, árboles que se resisten al monóxido que lanzan los "colectivos", que tan fotogénicos le parecieron a Coppola... Sin embargo, la atención de propios y ajenos se centra en ese recuadro de una calleja con nombre de tango que más que narrar su historia, cuenta más bien una leyenda que ha dejado de ser propia para convertirse en una postal turística.
Filmografía citada:
El cielito, María Victoria Menis, 2003
El dependiente, Leonardo Favio, 1969
El lado oscuro del corazón, Eliseo Subiela, 1992/2001
Felices juntos (Happy together), Wong Kar-wai, 1997)
Garage Olimpo, Marco Bechis, 1999
Historias mínimas, Carlos Sorín, 2002
La película del rey , Carlos Sorín, 1986
La Raulito, Lautaro Murúa, 1975
Martín Fierro , Leopoldo Torre Nilsson, 1968
Nueve reinas, Fabián Bielinsky, 2000
Pizza, birra, faso, Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, 1997
Sur, Fernando Solanas, 1987
Tetro, Francis Ford Coppola, 2009
Vientos de agua, serie de TV dirigida por Juan José Campanella, 2005