Largometrajes de ficción Ocho largos de ficción se han podido ver a competición en la edición del 2009 del Festival Internacional de Cinema Gai i Lèsbic de Barcelona.
Abrió el fuego The Baby Formula. Se trata de un film que viene precedido por el Premio de honor al mejor film canadiense en el Calgary Fairy Tales International Queer Diversity Film Festival 2009. Y el Premio a la mejor interpretación y Premio del público al mejor film en el Inside-Out Toronto LGBT Film and Video Festival 2009.
Estamos ante una comedia en clave sarcástica que adopta la apariencia de falso documental para entretejer una sátira bien intencionada sobre las diversas formulaciones familiares que pueden plantearse desde el extrarradio de la familia heterosexual tradicional. El planteamiento del film conjuga sin valor jerárquico elementos de comedia excéntrica, melodrama y soap-opera televisiva. Para ello, despega desde una auténtica traición a la inmaculada concepción, en palabras de uno de los personajes más retrógrados que aparecen en el film. Las integrantes de una pareja lesbiana se quedarán embarazadas a partir de un semen artificial confeccionado desde células madres femeninas. Ello será obra y arte de dos científicos disparatados que no tienen nada que envidiar al Jerry Lewis de El profesor chiflado (The nutty professor, Jerry Lewis, 1963). Y si quieren leer más al respecto, les invitamos a que nos sigan en la crítica que le hemos dedicado.
También cuenta con dos créditos previos: Premio del jurado a la mejor actriz: Laura Harring en el Outfest 2009 y el Premio al mejor film de ficción en el Miami LGBT Film Festival.
Asimismo, se alzó con el Premio del jurado de este festival al mejor largo de ficción, dándose la curiosa circunstancia que se proclamase el premio justo antes de que el público la pudiese ver. Una vez vista, , y habiendo visionado todos los films a concurso, a este humilde cronista le encaja más que el premio hubiese sido el del público y no el del jurado.
Como en la anterior, en la película que nos ocupa, se establece una reconfiguración de la familia a través de una historia de amor interracial entre dos mujeres. Y nuevamente, en clave de comedia, se confrontan los diversos estamentos familiares de corte clásico para apostar por un nuevo núcleo sin necesidad del hombre, superando las viejas tradiciones enquistadas del patriarcado. Aquí, el hombre anula la personalidad de la mujer, al ser un profundo machista y misógino, que reduce a la mujer a un rol de sometida ama de casa, que no tiene voz ni voto y que no se le está permitido establecer una vida autónoma.
Desde El color púrpura (The Color Purple, Steven Spielberg, 1985), pasando por los melodramas de Douglas Sirk hasta llegar a la referencia casi demasiado pornográfica de Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Jonathan Dayton, Valerie Faris, 2006).
Como alforjas de viaje, Drool nos propone personajes excéntricos a la manera de una especie de Los Simpsons en carne en hueso, una road movie (tan del gusto del cine indie norteamericano), en la que los integrantes de la familia se van reencontrando a sí mismos, mientras un cádaver en el maletero les acompaña durante todo el viaje.
La comedia funciona especialmente por la actriz afroamericana (Jill Marie Jones), de la que nadie puede negar su efectiva vis cómica, recuperando esa sagacidad verbal de la mejor comedia clásica americana. Pero el problema del largometraje reside en esa sensación de que estamos ante algo ya visto demasiadas veces. Para aquel que esté fuertemente familiarizado con los cánones del cine independiente norteamericano, puede que acabe sumergido en una desoladora sensación de déjà-vu.
Desde que Peter Biskind cartografiara a golpe de chismorreo, el panorama del cine independiente norteamericano en los años 90 a través de su libro Sexo, Mentiras y Hollywood (Anagrama, 2004), es difícil establecer una delimitación actual de lo que queda de todo aquello que emergió a través de grandes personalidades artísticas hoy establecidas y de plataformas institucionales como Sundance. Las majors, viendo el negocio y canalizando así sus obras de prestigio (las que se destinan a cosechar premios) desde unos presupuestos más limitados, se dedicaron a crear filiales, las cuales, muchas de ellas, están procediendo a su cierre.
Lo que sí nos ha dado es una evidencia clara, palpable en muchos filmes que se han podido ver en todos estos años. Y es que aquel fenómeno cinematográfico de los 90 ha llevado consigo una estandarización y un savoir faire que ha hecho demasiado reconocible aquella película bajo parámetros de cine independiente americano. La denominación se ha hecho mainstream, se ha tornado una marca, algo comerciable, asentada en fórmulas que se repiten sin cesar hasta que la audiencia se canse.
Drool, desgraciadamente, es prototípica en ese sentido. Incluso la directora en una entrevista a www.indiewire.com no niega que su película debut de un millón de dólares de presupuesto sea una lanzadera para alcanzar películas de mayor envergadura. Un dilema al que se siente empujada en su entorno y que evidencia asimismo la confección mercantilista de un film del que ya el espectador advierte rápidamente las costuras.
Aparte de lo que nos diga la película, no sé por qué, pero me lleva a la siguiente reflexión. En Imitación a la vida (Imitation of life, 1959) del ya citado Douglas Sirk, tuve serios problemas para creerme a Lana Turner en su doble papel. Como estrella (supongo que auto interpretándose) lo que quieras. Pero como ama de casa, ay, que se notaba en exceso donde nadaba con comodidad.
Rescatando a Laura Harring de Mulholland Drive (David Lynch, 2001), cuando nos la encontramos en su ensoñación como princesa del cuento, sí, de acuerdo, pero cuando hace de abnegada (y anulada) ama de casa, ¿en serio, que las amas de casas en situaciones tan apuradas están tan operadísimas y su rostro es una loa al botox? Dificultades de encontrar un rostro natural entre las actrices disponibles de cierta edad, supongo. Y si no, miren Mujeres desesperadas.
Película seleccionada en los premios Teddy en Bernilale 2009. Volvemos a una historia de amor entre dos mujeres. Pero esta vez dejamos de lado a la familia, suficientemente representada en los dos largometrajes anteriores. A caballo entre Taiwán y Alemania, se erige como una especie de cine transnacional en el que el cuelgue que le deja a nuestra protagonista alemana su anterior relación, ya fallecida, viene a simbolizar la fascinación que se presenta al occidental ante una ciudad como Tai-Pei.
Si la película es una excusa para realizar una bella postal de Tai-Pei, me parece perfecto. Pero no creo que sea motor suficiente para que la ficción resulte autosuficiente por sí misma. Siento decir que los elementos sobrenaturales personificados en una entrometida periodista taiwanesa, parecen más un recurso fácil para no calentarse mucho las neuronas en cuanto al guión, que una importación a la narración occidental de elementos espiritualistas del mundo oriental. No es que se advierta dejadez, pero este trasvase que comentamos, sí que está llevado con torpeza y desaprovecha las posibilidades que podían presentarse ante el cruce de culturas que la directora solo se limita a esbozar.
Que la película sea de misterio, o un thriller, debe ser una broma, porque hacía tiempo que no presenciaba un presunto largometraje de intriga con nulo suspense como el presente. Funciona gracias a una actriz principal que tiene mucha presencia y efectividad en su registro. A pesar de su negado pulso narrativo, interesa más o menos cuando el film quiere indagar en el vacío sentimental que deja a la integrante de la pareja que sobrevive. Pero no busquemos más allá porque naufragamos irremediablemente.
De todas formas, no es lo peor que hemos visto en el festival.
¿Se imaginan ustedes presenciar durante ochenta minutos un acuario en posición inmóvil? El microcosmos acuático al que asistimos puede tener su interés durante un tiempo, pero seguramente cuando llevemos más de diez minutos, querremos cambiar de vista. Similar sensación es la que nos embarga ante Boy del director Auraeus Solito.
Curiosa coincidencia internacional se presenta este año ante la asistencia de un emergente cine filipino, mostrándose en festivales como el BAFF, que ofreció una generosa muestra, Cannes o recabando en Sitges.
La película vista aquí recoge ¿la tradición? de cierto cine filipino erótico de corte homosexual ambientado en las salas de strippers masculinos. Películas como Macho Dancer (Lino Brocka, 1988) o Midnight Dancers (Sibak, Mel Chionglo, 1994) partían de un softcore como principal reclamo comercial para narrar duros films dramáticos de adolescentes abocados a un ambiente suburbial y empobrecido.
Y a poco que se hayan podido ver propuestas desde Oriente, en las que la temática LGBT está presente, en las historias afectivas adolescentes existe una nota común predominante, salvo algún pequeño matiz. Y es que suelen ser films que se ambientan en zonas de riesgo social o en entornos al límite. Al menos uno de los personajes suele frecuentar ambientes de prostitución masculina o están embargados en situaciones difíciles, tanto anímicas como existenciales. La homosexualidad en la adolescencia viene representada así como una aguda perturbación que deja a los jóvenes en una peligrosa zona de disfunción.
Para trazar su historia de amor entre dos adolescentes, - uno stripper de un club, huido de su familia y viviendo en un complejo barraquil y otro con medios, pero con un padre ausente y refugiado en su coleccionismo de cómics y sus acuarios-, Auraeus Solito no obvia ninguno de los aspectos ya apuntados. Si bien, suaviza los términos de la estigmatización que supone la condición homosexual. Lima el tremendismo dramático por su voluntad de querer establecer un cuento romántico plausible pero aliviado de su dureza.
No obstante, nuestros chicos se nos muestran como dos seres pobremente socializados. Y desde un punto de vista chocante en una perspectiva occidental, se inicia el relato de amor a través de una transacción comercial que efectúa uno de los adolescentes con el stripper. A partir de aquí, Aureaus Solito quiere explicarnos un delicado cuento sentimental en vísperas de año nuevo. Y desde una a ratos tediosa mirada contemplativa, tampoco obvia el componente erótico de su largometraje. Si bien el lirismo se le escapa de las manos ante el abuso persistente de filmar a los jóvenes enamorados tras el cristal sucio de los acuarios, amén de algunos errores técnicos en la filmación de algunos planos detalle de miradas que se cruzan o una superflua cámara en mano siguiendo al padre del stripper, que no desvela intención anímica alguna.
De los posibles discursos existentes en películas que sitúan el protagonismo entre personajes LGBT, existe uno de ellos, que parece verse agotado en los tiempos que corren. Precisamente Mr. Right se acerca a dicho presupuesto. Frente a la vía intimista, que se inclina como un filón inagotable, centrando sus esfuerzos en la asunción de la identidad gay, en lo personal, con los consiguientes conflictos que ello plantea en su entorno más inmediato, existe otro carril más exógeno, que atiende a un aspecto más social y en donde entran en juego las actitudes de intolerancia y homofobia. Como veremos, Shank, conjuga ambas.
Y hay una ruta de carácter más costumbrista, que deviene un catálogo de actitudes relacionales y comportamientos gays en un grupo de homosexuales y/o lesbianas. Hay en estos largometrajes una intención clara de visibilidad y de normalización de estilos de vida basados en puntos de vista homosexuales. Existe así una cierta subcultura compartida por la comunidad gay y que es mostrada con total naturalidad en dichos largometrajes. Citemos como ejemplo películas como Go fish (Rose Troche, 1994) o El club de los corazones rotos (The Broken hearts club, Greg Berlanti, 2000).
El problema es que esta intención ha sido ya robada por los medios de comunicación generalistas y los diversos formatos audiovisuales. Hoy en día, un homosexual ya no resulta tan marciano a la vista del heterosexual y quien más quien menos, ya sea por series de televisión o por largometrajes que se apresuran a situarlos en roles secundarios, conoce más o menos el estilo de vida de un gay en un entorno urbano y occidental. Series como Will & Grace o presentadores de televisión manifiestamente gays han contribuido a una visibilidad más o menos estandarizada, más o menos estereotipada.
El cine de temática LGBT más militante, más restringido y limitado a un circuito más minoritario, ya no cuenta con un film como Mr. Right, fácilmente comercializable en los cauces del gran público. Si alguno de los largometrajes vistos en el festival tiene posibilidad de estrenarse en las pantallas, sería éste por su sintonía con los medios más genéricos.
Lástima que la pobreza del formato digital amateur, lejos de la maestría utilizada por Michael Winterbottom en Wonderland (1999) reduzca las posibilidades comerciales.
Película coral que nos narra las vicisitudes de varias parejas gays en la vida actual londinense, se presenta como una historia divertida muy a la manera y estilo de películas como Beautiful Girls (Ted Demme, 1996) pero en clave gay. Le cuesta arrancar, pero la película coge su ritmo desde la divertida escena de la cena en la que se reúnen las diversas parejas protagonistas. En ella también se cuenta la presencia de un chico, nuevo novio de la amiga de todos ellos, y ciertamente cohibido ante tanto homosexual en la cena. La comicidad de la situación vendrá desde el testigo heterosexual atónito ante el intercambio de puñales que se lanzan los comensales.
A partir de aquí y después de un principio desorientador, la película se encauza y hace pasar una velada agradable que entretiene, pero no trasciende más allá que el de pasar un buen rato, que no es poco.
Llegamos a la peor película vista de la sección. El film se presenta con el Premio a la mejor opera prima canadiense en el Inside Out Toronto LGBT Film and Video Festival.
La historia de amor de dos chicas, una de ellas casada y embarazada y otra que ya tiene consolidada su identidad sexual y no le provoca conflicto interior alguno, resultó una de las películas más almibaradas que servidor ha visto en mucho tiempo. Siento decir, que sufrí una especie de sobredosis de melosidad ante un largometraje que parecía no acabar nunca.
Un film previsible hasta decir basta, con nula originalidad en el tratamiento romántico y que rezuma de los peores tics de los dramas sensibleros norteamericanos. No hay problema alguno en que se recurra a las convenciones para articular una historia sentimental, si se saben sortear o manejar con habilidad. Pero Heather Hobin se deja llevar por la corriente y arrastra a su film por el lodazal de las narraciones más glucosas. Por favor, visionen Fucking amal (Lukas Moodysson, 1998) y contrasten. Lo que allí es frescura, viveza y verosimilitud, aquí es densidad dialéctica para conducirnos por un patrón narrativo que, de tan utilizado, nos hace rechinar los dientes.
Y es que realmente, poco importa que el amor sea establecido entre dos mujeres, que una no tenga asumida su homosexualidad por una castradora madre. No creo que sea necesario, para trazar un relato así, perderse en la más absoluta de las mediocridades, copiando los peores defectos de las películas norteamericanas confeccionadas y diseñadas para un público femenino.
Y si bien, no es sólo una resistencia que podamos encontrar en este largometraje (The Baby formula, por ejemplo también adolecía de este mal) en To each her own la situación se vuelve insostenible.
Aparte de que parece existir una aparente despreocupación por la puesta en escena (disponer de pocos medios no tiene por qué implicar un descuido de los aspectos formales), Heather Tobin ignora por completo las funciones del encuadre. No creo que sea de recibo, agotar la fuerza expresiva del primer plano, haciendo un uso abusivo de él. Hace sospechar que el cierre del plano al que nos obliga a situarnos, aparte de provocarnos una sensación de claustrofobia (la imagen, como el espectador, necesita respirar), parece más una estrategia para disimular carencias presupuestarias, que una implicación estética y visual. Cada momento de tensión dramática o de expiación sentimental (¿todos los sentimientos tienen que ser verbalizados? ¿la actuación es sólo palabra?) no puede venir con la consabida alternancia de primeros planos de las dos chicas protagonistas. Porque cuando llegamos a la décima escena construida de la misma forma, acabamos agotadísimos. La intimidad no se crea a base de un uso excesivo de primeros planos. Por favor, que alguien se lo diga a Heather Tobin y no se atreva a martirizarnos en su siguiente largometraje.
Película que cuenta con el Premio del público 2009 en el Toulouse Rencontres Cinémas d'Amèrique Latine Cinéma en Construction.
Y me he dejado las mejores para el final. Ésta es una película muy interesante donde demuestra que José Celestino Campusano debuta en la ficción con la lección aprendida.
Roberto (Nehuén Zapata) es un adolescente homosexual que tiene la mala fortuna de enamorarse de Raúl (Oscar Génova), un duro traficante de armas que mantiene una relación sexual con Roberto, sin por ello renunciar a su masculinidad y heterosexualidad. Decide acogerlo en su domicilio para combatir la soledad en la que está sumido tras un matrimonio roto y una hija a la que no puede acercarse, pero la relación tormentosa entre los dos, desde un inicio con tintes sadomasoquistas, se irá gradualmente tiñendo de negra tragedia. Y es que si Raúl pretende situar a Roberto en un rol de absoluta sumisión y ser así como una especie de depósito para desahogarse, Roberto no tardará en resistirse a dicha función en la pareja, desatándose una actitud agresiva-pasiva que hará que la relación de los dos pase por momentos turbulentos.
Película valiente y atrevida, que se la juega con una explicitud en las escenas de sexo homosexual, las cuales pueden resultar perturbadoras para ojos sensibles. No obstante, aunque las opciones evidentemente, pueden ser diversas, no son secuencias que puedan considerarse gratuitas. Cuando Roberto folla con el gallego, es importante ver cómo se establece el acto sexual, porque precisamente con ello entenderemos la insatisfacción sexual de Roberto en su relación con Raúl. Y podremos establecer la contraposición que el director quiere formular en el plano sexual entre los personajes principales. Hay una provocación evidente en mostrar dicha escena con la mayor verosimilitud posible, sin tratar de ocultarnos las erecciones de sus actores. Pero no seremos nosotros los que censuraremos a aquellos directores que se atrevan a retar los límites de representación visual y con ello se desafíen los tabúes, especialmente en el sexo. Y si hablamos de sexo homosexual, el grafismo visual se convierte en manos del director en un arma política. En ese sentido, fueron divertidas muchas reacciones críticas ante Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006), film que mostró el sexo bajo una misma intención política.
Campusano parece ser muy consciente de dicho uso, situando su película en una situación incómoda. Porque trata de inquietarnos con una atmósfera enrarecida, en la que la película bebe de esa estética feísta tan del cine periférico y en la que los personajes son seres deambulantes y vagabundos que se sitúan en una especie de no-lugar (fuera de las concentraciones urbanas), yermo, vacío, en plena consonancia con la ingravidez anímica de sus personajes. Hay en ese discurrir vital, en ese desasosiego interno que les hace buscar un espacio en el que construir su identidad, una realidad dislocada, que les hace sentir plena conciencia de lo que no tienen y su lucha por alcanzarlo. A la manera de un Antonioni o el Wim Wenders de Paris, Texas (1984).
Roberto busca el calor y el amor como sentido a una existencia que no parece tener sentido. Y cuando cree haberlo alcanzado se aferra a él como clavo ardiendo, aunque Raúl no sea el prototipo de hombre que esté dispuesto a compartir y ofrecerse como estable resguardo ante las turbulencias que nos depara la vida.
Película, en definitiva más que interesante a pesar de contar con unos manierismos muy propios de aquel que debuta y decide experimentar con la perspectiva, angulaciones, y esta vez sí, con las funciones del encuadre.
Y llegamos finalmente a una de las perlas del festival parafraseando la famosa sección del festival de San Sebastián. Largometraje vibrante, subversivo y provocador que guarda conexiones con el cine de Larry Clark (especialmente con Bully, 2001) y que entiende el cine digital no como innovación tecnológica sino como expresión estilística, recogiendo así, la serie de largometrajes que experimentaron con el digital en los años 90, con un Lars Von Trier a la cabeza.
En la fenomenología de un realismo contaminado por las nuevas tecnologías según las tensiones del cine contemporáneo, Shank, desestabiliza la filmación para expresar la turgente agitación anímica de unos personajes enquistados en un entorno degradado. Para ello se sirve de un montaje que no sólo expresará la contradicción en la que viven sus personajes sino que además, Simon Pearce, sabrá encontrar intersticios en los que entregará secuencias impregnadas de un halo de sensualidad, quietud y recogida introspección. Pero no nos extendamos más, porque para ello le hemos destinado una crítica en profundidad que podrás encontrar aquí.