The Road, Zombieland, Jar City y Fish tank
El apocalipsis está de vuelta en el cine. Ya sea como contaminación epidémica que hace de la alteridad una bestia que emerge inmoralmente de la muerte y es pura antropofagia visceral, o bien, como marco contextual que sirva de trampolín para desarrollar el escepticismo y el pesimismo del desaliento en torno a la condición humana. Hablamos de Bienvenidos a Zombieland (Zombieland, Ruben Fleischer, 2009) y La carretera (The Road, 2009) de John Hillcoat, respectivamente.
Y en ambos relatos, ya sea desde un tono humorístico y distanciado, o bien, desde un drama que se instaura en la decadencia del mundo perdido (el nuestro), la figura humana en toda su plenitud como epítome de la soledad. En ambas ficciones, también en constante huida como La mujer sin piano o Tenderness, hay una búsqueda de la felicidad recobrada. La road movie en sus diferentes variaciones, pero entendida como viaje de esclarecimiento espiritual, está compartida por los cuatro largometrajes, demostrando así, su vigencia como fuente creativa de historias.
El (competente) Viggo Mortensen de La carretera busca el edén perdido en los recodos de su memoria porque la lucha por la supervivencia, en un mundo sin futuro, sólo se puede adscribir a la descendencia, su hijo. El hombre desolado y hundido en el espesor agrio de la soledad, en su condición proyectiva, necesita de forma imperiosa creer en la continuidad de la vida. Una continuidad que pasa por la única esperanza de perdurabilidad que puede existir en un mundo en descomposición. Y ya no es a través de su cuerpo cansado y agriado. Es su hijo quien debe existir. La angustia de morir se basa en él, frente a la derrota (¿egoísta?) de su mujer.
En cambio, el entrañable y neurótico Columbus (Jesse Eisenberg, al que no pueden perderse en Adventureland de Greg Mottola) no tiene hijos y lucha por sí mismo, aunque nunca sintió conexión con nadie, ni con su propia familia. Y ahora que está rodeado de zombies, es cuando echa de menos estar cerca de alguien humano. Sus compañeros accidentales de viaje harán que encuentre aquello que no supo encontrar cuando el mundo estaba en orden.
Y es que, frente a la fútil existencia del alma humana impregnada de la sensación de desamparo en un mundo inhóspito, siempre se puede encontrar esperanza. Siempre hay algo por lo que vivir. Algo que tampoco falta en un thriller policial prototípico como Jar City (Islandia, 2006) de Baltasar Kormákur, en la que nuestro agente vive en una desahuciado aislamiento, en cuanto su hija está sumida en el suburbio de la droga. Este relato policiaco de absorbente atmósfera responde a las convenciones del cine negro trazando el perfil de nuestro personaje antiglamoroso y encerrado en su retiro como armazón frente a las heridas sentimentales. Un exacerbado individualista del que no vemos esposa o familiares cercanos salvo su hija.
El film consta de dos tramas paralelas que acabarán convergiendo en una sola con el desenmascaramiento del asesino. En una de las tramas un padre ha perdido a su hija, esta vez de forma física, por una enfermedad hereditaria, la neurofibromatosis. Un crimen turbio y sin sentido hará conectar una muerte con la otra, presentadas ambas al principio del film. Así, la soledad de ambos padres se presenta con connotaciones trágicas.
Y si la hija del policía de Jar city se adentra en un cosmos de drogas en el que se deja caer tal hoja en el viento, nuestra incesante bailarina de Fish Tank (Andrea Arnold, 2009) construye su fuerte en la soledad como repulsión al mundo degradado que vive con ella. La humanidad, ya sea en su familia, o en su barrio, le producen auténtico asco. Y esta joven airada sólo sabrá encontrarse a través del mundo animal, ya sea un pez o una yegua vieja y enferma encadenada. Al querer liberarla hay un ejercicio catárquico. Es un grito fuerte y agudo de sublimación de su propio cautiverio. Y como una anacoreta se aísla y se refugia en la única válvula de escape válida en un mundo que aborrece: el baile.
Y qué mejor forma para que el espectador sienta con fiereza ese destierro de la adolescente que realizando una aproximación cercana e inmediata a la realidad, donde la cámara sólo registra, y la objetividad científica del documental es la que permite expandir la dramatización sin sentimentalismos edulcorantes.