Como un mostacho en la Gioconda. La distopía como subgénero es para el cine la transgresión de sus principios fundamentales. Asociado, desde su nacimiento, al espectáculo de masas y concebido como instrumento de entretenimiento, muy pronto se consagraría el happy end como forma idílica de evasión, recreación de aspiraciones, pautas y modelos de conducta. El cine, a través del star system, no sólo es fábrica de sueños, sino que a su vez los democratiza y populariza. La star conjuga la inaccesibilidad y, con un golpe de suerte, la universalidad. En palabras del publicista francés Jacques Séguéla, la star significa, en su plano simbólico, el "comunismo de nuestros sueños"1.
La distopía (término no reconocido por la Real Academia Española), es un golpe frontal a los pilares básicos que soportan la civilización y la cultura occidentales. Es la negación de Tomás Moro (Utopía, 1516), un tirón de orejas al humanismo, zancadilla al optimismo de la Ilustración dieciochesca y bofetada a las tendencias positivistas del XIX.
La literatura ha creado algunos de los clásicos del género. Según la visión comúnmente aceptada, Frankenstein (Mary Shelley, 1818) constituye el punto cero de la ciencia ficción. La autora plantea un argumento que reúne parte de los ingredientes distópicos. Los peligros de la ciencia, la inexistencia de una frontera moral, la nulidad de cualquier límite ético, la creación ligada a la destrucción, son aspectos que más tarde se consagran en títulos como Un mundo feliz (Aldous Huxley, 1932) y que abren un interrogante acerca de lo artificial y lo vivo, la reversibilidad de los conceptos. Yo, robot, de Isaac Asimov (1950) y relatos como Los autómatas, de E. T. A. Hoffmann (1814), profundizan en una idea convertida en temática recurrente en el cine expresionista alemán, donde El Golem (Paul Wegener, 1920) y Metrópolis (Fritz Lang, 1927) constituyen los ejemplos más evidentes.
La noción temporal es una pieza clave en toda obra distópica. Los argumentos elaboran con frecuencia hipótesis de un futuro verosímil, creíble y a la vez indeseable, por lo que, en este sentido, la narración (fílmica o literaria) adquiere y se rodea de un tono de advertencia, de amenaza incluso, un didactismo convertido en llamada a la acción y a la reflexión como armas para despertar la conciencia que evite la ficción planteada. En El tiempo en sus manos (George Pal, 1960), adaptación de la obra de H. G. Wells La máquina del tiempo (1895), la amenaza futura es la destrucción atómica, de forma que este hito se convierte en punto de inflexión entre la sociedad pasada y la distopía presentada: la servidumbre de una sociedad hedonista y decadente, sometida a los designios de un gobierno animalizado (los morlocks) y antropófago. Una línea similar se desvela magistralmente en El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968).
La construcción del futuro como distopía suele estar vinculada a una valoración del pasado en clave positiva, una mirada retrospectiva de añoranza. Desde este punto de vista, los autores y, otras veces, los protagonistas, recuperan una ambigua actitud romántica que deambula entre el escapismo (la huida y la evasión necesarias, tan dramáticamente presentes en Un mundo feliz y THX 1138, Georges Lucas, 1971) y el compromiso activo y liberador (V de Vendetta, James McTeigue, 2005) que convierte al protagonista en héroe redentor.
Otro concepto básico en la distopía se encarna en el tríptico masa-individuo-vigilancia. En películas como Metrópolis o THX 1138 subyace la alienación individual y la disolución en la masa uniformada. Cualquier intento de distinción tropieza, de inmediato, con la represión oficial, fruto de la vigilancia. La jerarquía y la estratificación son pilares evidentes en las sociedades distópicas. El poder ejerce su tiranía basada en un control total, omnipresente y omnisciente. Esto sucede en el ejemplo clásico de 1984 (George Orwell, 1948), definición paradigmática del Gran Hermano, cuyos rasgos esenciales encuentran serios precedentes inmediatos en Metrópolis (1927) y Tiempos modernos (Charles Chaplin, 1936).
El autoritarismo no puede, a su vez, consumarse sin un férreo control sobre la cultura y los medios de comunicación. Las sucesivas dictaduras del pasado siglo XX (que en el campo literario encuentran dos brillantes caricaturas de la mano de Orwell y García Márquez, con Rebelión en la granja y El otoño del patriarca, respectivamente) dieron fe de ello, convirtiendo la censura y la manipulación informativa en una máxima de incalculable valor. En 1984, el control de la Historia, la reescritura de los acontecimientos, la conversión interesada del amigo en enemigo y viceversa, ponen de manifiesto no sólo la existencia de una sociedad desorientada, sino también la aniquilación de cualquier actitud crítica, de cualquier voz disidente, de cualquier documento comprometido.
En la historiografía tradicional se acepta el nacimiento de la historia con los primeros vestigios de documentos escritos. La escritura pone fin a la prehistoria y marca el nuevo rumbo. Cuando, en Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966, sobre la novela que Ray Bradbury publica en 1953), se procede a la quema masiva de libros, no se está quemando literatura... Se está destruyendo la Historia. De ahí que la huida, el refugio rousseauniano en la naturaleza primitiva, en la película de Truffaut y en V de Vendetta desempeñen un rol salvador, un último archivo, el último reducto del saber. La figura del intelectual, en la obra distópica, constituye un desequilibrio, una amenaza para la perdurabilidad del edificio oficial. La satanización del saber, retratada en Frankenstein, Metrópolis y El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1919) es un paso más en la construcción de cegueras masivas y tiranías absolutistas. La distopía, por desgracia, ha transitado de lo verosímil a lo real.
[1] Séguéla, Jacques. Hollywood lava más blanco. Barcelona, BBB (Barcelona Business Books), 1991, pág. 17.
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