Al igual que el cine constituye un vehículo inmejorable para contar historias, éstas, además de funcionar como multiformes senderos narrativos, pueden comportarse como una verdadera carretera, incluso en su sentido literal. Las road movies son aquellas películas en las que el relato se estructura como un viaje con escalas. Por lo general, son cintas donde un puñado de personajes recorre grandes distancias por carretera (como indica el propio nombre del género) persiguiendo un objetivo. La trama se arma en torno a los acontecimientos que tendrán lugar en cada parada, interrupciones que darán un ritmo y nutrirán la historia de temática. Así, es frecuente que las road movies se desenvuelvan sobre un tono humorístico, pues resulta una cómoda opción para lograr un tempo apropiado al estructurarse la película en pequeños episodios casi independientes, que se corresponden con cada alto en el camino. Pero, tampoco se echan en falta los dramas redentores que conceden una anhelada catarsis por etapas ni los viajes iniciáticos o espirituales -los cuales se ha encargado Arantxa Acosta de estudiar para este número- donde el guión persigue el único fin de atestiguar la evolución vital de un sujeto (maduración, resignación, despertar sexual o intelectual, etcétera).
Según esta definición de su apariencia, todos somos capaces de reconocer una road movie sin necesidad de aplicar un exhaustivo análisis. Sin embargo, me gustaría ceñirme al concepto espacial, el viaje como componente físico del filme. ¿Somos conscientes de estar viendo una road movie cuando el viaje no es tan largo como para apenas salir de una ciudad? ¿Y si ni siquiera se emprende un viaje?
Atendiendo a esta interesante propuesta, pasaré a desgranar aquellas películas más célebres o representativas -a mi modo de entenderlas- del género en las que el viaje no va más allá de unas cuantas bocacalles o manzanas. Pero, antes se debe destacar una particularidad de estas cintas: como ocurriera con el teatro clásico y su "regla de las tres unidades", la unidad de la acción y la del espacio, se presentan adheridas a la unidad del tiempo. Es lógico que un periplo fílmico con pretensión de viaje que tiene lugar en un radio muy reducido de movimiento, también maneje un intervalo de tiempo muy preciso. Por ello, los ejemplos que repasaré a continuación presentan el denominador común de transcurrir en una sola noche, en un día o en dos, a lo sumo -y bien podrían haber concurrido en una investigación independiente de la que hoy acontece.
Por empezar con películas en las que el recorrido se traza en vehículos: Training Day (Antoine Fuqua, 2001). En ella, Jake Hoyt, el novato policía de narcóticos, interpretado por Ethan Hawke, recibía unas cuestionables lecciones de autoridad de mano del corrupto agente Alonzo Harris (en uno de los pocos papeles de villano de la carrera de Denzel Washington, que le valiera un Oscar), en su primer día de trabajo. El joven Hoyt debe aprender que el peligro acecha en cada esquina y que la verdad de las calles de Los Ángeles es mucho peor de lo que la pintan. Con esta acelerada lección de vida, en veinticuatro horas hemos entrado de lleno en los viajes iniciáticos. Uno de los más conocidos es la terrible transformación psico-física que experimenta el taxista Travis Bickle en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976). Aunque este modelo no se ajusta estrictamente a la unidad de tiempo, los capítulos que se suceden a bordo de su vehículo de servicio público dan cuenta del poder de corrupción que puede llegar a generar el sistema sobre el individuo -en una primera instancia, teniendo la devastación social como fin ulterior.
Si rebuscamos un poco más en la filmografía del gran Scorsese no cuesta mucho reconocer este esquema en la divertidísima ¡Jo, qué noche! (After Hours, 1985). En esta ocasión, toda la trama transcurre en una ajetreada noche, en apenas un par de calles de la ciudad de Nueva York (dónde si no, tratándose de Scorsese), donde un triste oficinista ha conseguido una cita con una atractiva joven al salir del trabajo. El pobre no sabe la ristra de malos tragos que tendrá que pasar desde que se encuentre con ella hasta que amanezca. Por supuesto, y como aclaración para quien no la haya visto, esta película se enmarca dentro del género de la comedia, en una vertiente negrísima, aunque tampoco está exenta de crítica social hacia la alienación del hombre. Dentro de este humor macabro, se puede citar otro popular caso, muy comentado en EL ESPECTADOR IMAGINARIO: el mejor trabajo del español Álex de la Iglesia, El día de la bestia (1995). En él, un sacerdote que cree haber descubierto la fecha y el lugar exactos del nacimiento del Anticristo, el 25 de diciembre de 1995 en Madrid, une sus fuerzas a las de un vago aficionado a la música heavy para impedir que esa misma noche comiencen a consumarse las predicciones del Apocalipsis. También en las calles de Madrid, acaece el cuento agridulce de En la puta calle (Enrique Gabriel, 1997); Juan, un desempleado vasco, decide abandonar a su familia para emigrar a Madrid en busca de oportunidades. Allí conocerá a otro emigrante, el cubano Andy con el que experimentará, al igual que en las anteriores cintas citadas, los sinsabores de la dura vida en la calle.
Trágica, negra o verde, lo cierto es que existe una abundancia de road movies cómicas enclaustradas en el tiempo y en el espacio. El encadenamiento incansable de gags que más adelante pueden emplearse como socorridos recursos para "saltar el tiburón" (del inglés "jumping the shark", expresión utilizada sobre todo en televisión para introducir un elemento sorpresivo en la trama que solucione una situación casi insalvable) hacen muy atractivo el género a los cineastas devotos del chiste atropellado. Es lo que debió de pensar Danny Leiner al dirigir la irregular Dos colgaos muy fumaos (Harold & Kumar Go To White Castle, 2004), otra producción menospreciada ya desde su traducción del título al castellano. Harold y Kumar son dos fumetas que en la impaciencia de un voraz apetito provocado por el consumo de cannabis deciden ir a comprar unas jugosas hamburguesas, sin saber que la llegada al restaurante les costará un poco más de lo que creían. En este filme, el actor Neil Patrick Harris, que se interpreta a sí mismo en una hilarante y falsaria parodia repleta de excesos, tras robar el coche de los protagonistas, reaparecerá en el tercer acto como deus ex machina para pagar el suculento Santo Grial de una pareja sin blanca. Lo mismo, pero a la inversa, acontecía en la entrañable Supersalidos (Superbad, Greg Mottola, 2007) donde el personaje de McLovin funcionaba como la excusa perfecta para que sus dos amigos, Evan y Seth, se vieran envueltos en un embrollo tras otro, viendo frustradas sus -las clásicas- expectativas de las comedias adolescentes de perder la virginidad.
Cintas como la exitosa Resacón en Las Vegas (The Hangover, Todd Phillips, 2009) u otra de Danny Leiner, Colega, ¿Dónde está mi coche? (Dude, where's my Car?, 2000) son otros válidos ejemplos de road movies estáticas, pero nada comparables al mejor modelo con la movilidad más reducida: mi favorita, la "multiautoral" y excéntrica Four Rooms (Allison Anders, Alexandre Rockwell, Robert Rodriguez y Quentin Tarantino, 1995). Fragmentada en cuatro episodios, cada uno filmado por un director y correspondiente a una habitación de hotel, sigue las peripecias de un botones a lo largo de una delirante Nochevieja. Los cuatro servicios harán aflorar el gran talento actoral de un Tim Roth que demuestra un exquisito savoir faire en el cambio registros: desde la desconfianza y el miedo, pasando por el enfado y la desesperación a la euforia y la locura.
Las derivas de la posmodernidad aplicadas al cine han dado lugar a novedosas y heterogéneas formas narrativas que también podrían acogerse a este género. Una de las películas más pragmáticas y descaradas que me vienen a la cabeza en este sentido es Viviendo sin límites (Go, Doug Liman, 1999). Tres historias se entrecruzan para relatar un viaje frenético, pendenciero y lisérgico de una noche eterna, tomando como idea central la pasión por las juergas. Pero, no todo es diversión en esta vida y si no, que le pregunten a Leonard Shelby, el protagonista de la compleja Memento (Christopher Nolan, 2000), embarcado en una confusa carrera por descubrir al asesino de su esposa con una dificultad añadida: un accidente le ha dejado amnésico, siendo incapaz de generar nuevos recuerdos. De esta manera, la lucha contra desconocimiento se encamina a tierra de nadie dividida en dos líneas temporales que avanzan en direcciones opuestas (como ya analicé en El rompecabezas temporal).
Está claro que uno de los lugares comunes sobre los que se cimientan las propuestas de estas cintas de movilidad reducida y tiempo concreto es la repercusión inminente que una acción tiene sobre la siguiente, dando lugar a un encadenamiento de equívocos. Y de ahí su predominancia cómica. En Nueve Reinas (Fabián Bielinski, 2000), el tono desenfadado de un relato de timos hacía despreocuparse de la importancia que podía tener una mala racha en un final inesperado. Por otro lado, el cúmulo de vicisitudes que sufría Frank en Pusher: un paseo por el abismo (Pusher, Nicolas Winding Refn, 1996), un camello de poca monta que endeudado con su jefe intentaba conseguir el dinero mediante un arriesgado negocio, no hacía presagiar un happy end, precisamente. Y ya sabemos cómo se pone esta gente si los negocios salen mal.... Moraleja de las road movies: si uno quiere ahorrarse problemas, cuanto más lejos, mejor.
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