Naturaleza muerta

Tokio Blues

Norwegian Wood-Noruwei no mori. Tran Anh Hung, Japón, 2010

Por Manu Argüelles

La muerte no se contrapone a la vida.
La muerte había estado implícita
en mi ser desde un principio.


Haruki Murakami. Tokio Blues.

La perfección puede resultar vacua y epidérmica. Podemos alabar el virtuosismo, pero no conmovernos con él. Es posible queTokio Blues admiremos una cara cuyos rasgos fisonómicos respondan con fehaciente exactitud los cánones de la belleza clásica, pero no despertarnos el más mínimo de turbación erótica. Tokio Blues, a pesar del meritorio esfuerzo de sus responsables, produce el mismo efecto. Lamento ser el portador de malas noticias pero no hay mariposas en el estómago ni opresión en el pecho. La emoción se nos ha quedado en el cascarón. Pensaba, y una vez vista todavía más, que la inmensa (pónganme en el bando de los damnificados por su penetrante aguijón emotivo) novela de Haruki Murakami podría ser un excelente material para que Shunji Iwai realizara la transposición en imágenes. No solo por la afinidad común con esta historia adolescente de iniciación a la madurez, sino porque la extremada delicadeza y sensibilidad de Love letter (1995) nos daría el crédito suficiente para saber que llegaríamos a esa hondura emocional que Tokio Blues precisaba como adaptación. No quiero ser excesivamente severo con Tran Anh Hung, porque todos los lectores de Murakami sabemos que no lo tenía nada fácil, habida cuenta que a mí mismo, pongamos por caso, el libro me cogió desprevenido. Uno se dejaba llevar sin saber muy bien dónde se adentra, gracias a esa prosa directa, ágil, rica, muy prosaica en muchas ocasiones, sorpresiva en su explicitud sexual y rebosante en detalles y descripciones; que no repara en comentarnos lo que comen, piensan, se dicen, escuchan, cantan, leen... Parafraseando la descripción que Watanabe hace de Midori al conocerla, Murakami nos permite sentir tal torrencial de frescura y vida que ni siquiera nos damos cuenta del enganche emocional que vamos fraguando con los personajes.

Tokio Blues nos habla del paso a la madurez de Watanabe, arrancando a finales de los convulsos años sesenta nipones. Kizuki, su amigo de la infancia, se suicida. Años después, una vez que se marcha a la universidad a Tokio, se reencuentra con Naoko, la novia de su amigo y se establece una convulsa relación de amor, marcada por los profundos desequilibrios psicológicos de ella. Mientras que Naoko acaba refugiada en un sanatorio, Watanabe conoce a una pizpireta estudiante, Midori, que le alivia la profundad soledad en la que vive.

Tokio BluesEl realizador ha querido desarmar las capas de esta historia y plegarse por completo al subtexto profundo y cavernoso. Ha desechado todo lo aparentemente trivial, frívolo y humorístico de la novela y ha borrado de un plumazo todo lo cotidiano y costumbrista. Hasta tal punto que este relato a pie de calle y tremendamente urbano parece haberse evaporado (como si viviesen lejos del bullicio de la metrópolis), para dar prioridad absoluta a la naturaleza, con el consiguiente paso de las estaciones, y a los fenómenos atmosféricos. Elementos que interaccionan en las secuencias, no como un mero contexto ornamental, sino con un claro cariz romántico, como si el marco fuese un integrante más de la temperatura emocional del momento. No negaremos las tremendas posibilidades que el cine permite a tal fin, mediante la principal paleta de trabajo que debe sustentarlo: la imagen. Un orden estético extraordinariamente cuidado con un armonioso y sensual cromatismo interno en cada secuencia. O su elaborado tratamiento de la luz para configurar una pátina cálida, acorde con el candor de los jóvenes protagonistas. El resultado es encomiable, pero se reduce a ser llanamente preciosista, sin ser intenso. Ha sucumbido a tal ejercicio de abstracción, que la historia de desgarro psicológico de Naoko y la desorientación de Watanabe adquiere unos visos casi místicos, acrecentados por una música no diegética que prefiere decantarse por un cuarteto de cuerdas, al estilo de un Schumann, antes que optar por cualquier canción pop mencionada en el libro. Es una lástima que deseche todo el potencial dramático que Murakami tan fácilmente pone en bandeja. No hay mejor muestra que la omisión que se nos da en el film para que desconozcamos el motivo por el cual la canción Norwegian wood da título a la novela: es la canción favorita de Naoko, con todo lo que ello conlleva.

El realizador vietnamita, en virtud de su motivación refinada y elevada, opta por una banda sonora de composición clásica (insufrible enTokio Blues el desenlace, llegando a incomodar por su excesivo protagonismo), porque está claro que no le interesa la inmanencia de Murakami sino todo lo contrario. En detrimento de la intencionalidad figurativa del escritor, que permite un rápido acercamiento a sus criaturas, elude los profusos diálogos del material original y opta por un reflejo contemplativo que dote al film de un curioso estado de flotación. Una liviandad delimitada por sinuosos movimientos de cámara, como por ejemplo, cuando Watanabe recibe la primera carta de Naoko desde el sanatorio, decide filmarlo con un contrapicado en travelling circular, mientras sube las escaleras del edificio para que, una vez que llega arriba, enlazarlo con un desplazamiento horizontal por las copas de unos árboles, en muestras de cómo Watanabe emprende su camino para ir a verla. Todo ello configura un espectro ingrávido que perfila unos cuerpos y rostros abstraídos, incapaces de controlar unas contingencias internas que les bloquean. Pero que, en su acercamiento mediante primeros planos, les otorga una densidad que permite encontrar ese vacío existencial y el alud de muros internos que los tiene atenazados.

Tokio BluesSiendo sumamente respetuoso con la novela original, refleja toda la misma ordenación de acontecimientos que se suceden en el libro, permitiendo además que no echemos en falta a nadie. Pero su proposición es la del trabajo severo de lo simbólico y en esa gravedad no es casual que personajes como Tropa-de-Asalto aparezcan tan episódicamente que parecen ser un guiño al lector. En esta asunción quien tenía todas las de perder era Midori. Aquí es donde nos hiere de muerte. Porque ese descaro y la chispa picante, junto con un vitalismo juguetón y un irresistible coqueteo, es devorado en pos de la anulación de correlaciones a base de impulsos. Mediante la victoria del espíritu contra la materia, Midori es un pálido reflejo del original, como también lo es Nagasawa, e incluso Reiko, los personajes con una savia más positiva.

Como decía Paul Auster en Leviatán: "en todos nosotros hay una parte que desea morir,Tokio Blues una pequeña caldera de autodestrucción, que está hirviendo siempre bajo la superficie". Midori (la vida) y Naoko (la muerte) son esas tracciones que viven dentro de Watanabe. Ese fuego que se abre en su seno, al estrecharse con Naoko, le permite procesar que la muerte forma parte de la vida. Por eso, Naoko no puede entregarse sexualmente. Pero si convertimos en una especie de esfinge a Midori, los dos polos que friccionan entre sí pierden su energía. ¿De qué sirve ese impuesto y falso happy end -de ahí que suprima el inicio del libro para romper el tono melancólico de la novela-, si esa propulsión ha sido deshojada? Ahí es donde el ahínco de Tran Anh Hung por aprehender lo intangible de Murakami convierte su film en una especie de bella naturaleza muerta.

Ficha técnica:

Tokio blues (Norwegian wood-Noruwei no mori), Japón, 2010

Dirección: Tran Anh Hung
Producción: Shinji Ogawa,
Guión:Tran Anh Hung (Novela: Haruki Murakami)
Fotografía: Ping Bin Lee
Montaje: Mario Battistel
Interpretación: Ken'ichi Matsuyama, Rinko Kikuchi, Tetsuji Tamayama, Kiko Mizuhara, Kengo Kora, Reika Kirishima.


Trailer:

 

 

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