Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente - BAFICI 2011

Por Pablo Castriota

Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente BAFICI 2011

 

Mi historia con el BAFICI es discontinua, irregular, está plagada de interrupciones. Algo así como la filmografía de Orson Welles. Es un evento al que siempre me he acercado más con los dedos que con las manos. La inmensidad de su propuesta lo emparienta más con un océano que con un lago. El BAFICI ha sido, desde que lo descubriera y me acercara por primera vez allá por 2003, un acontecimiento inabordable, al que cada año me aproximo con demasiada timidez, como quien se ve intimidado ante el stand de mariscos en un tenedor libre y termina optando por el de las entradas de quesos y fiambres. En otras palabras, un poco con ese miedo hacia lo desconocido, pero también con una cierta prestancia a enfrentarlo.  

Mi recorrido por el BAFICI a lo largo de estos años se construye con imágenes inconexas, desde aquel primer acercamiento con la película de un tal Apichatpong Weerasethakul que, ocho años después, ya ostentaría una Palma de Oro en Cannes y un estreno comercial inminente en la Argentina. Con el humo que acechaba sobre nuestras cabezas, proveniente de algún pastizal incinerado en el Gran Buenos Aires y que amenazaba cenitalmente desde el techo de una sala del Abasto ante un furibundo Ken Jacobs, quien decía que era el humo del capitalismo al que él tanto odiaba, minutos antes de hacernos partícipes de su particular modo de destrucción del celuloide sobre un fragmento de película muda, expandiendo su furia cinematográfica y su apetito por la destrucción durante casi dos horas. Con el silencio que inundó la oscuridad de una sala mientras Harun Farocki analizaba exhaustivamente, con lucidez no desprovista de emoción, un fragmento de película filmada por los nazis en un campo de concentración mediante textos, en un film totalmente desprovisto de sonido. Con la perplejidad ocasionada por la sucesión y repetición de la imagen de una usina eléctrica de un barrio de París donde hubiera muerto un inmigrante argelino perseguido por la policía francesa, cortesía del ya desintegrado matrimonio Straub & Huillet. Con la fantasmagórica, abstracta y meticulosa penetración de la tierra, los sedimentos y minerales en 16mm que Betzy Bromberg proyectara sobre la pantalla del auditorio del Malba. Con la estimulante satisfacción primaria que me ocasionara el buen cine de género cada vez que se exhibió en estos eventos y el deseo de que pudieran salir a pelear con dignos guantes rojos en el ring de los estrenos comerciales de cada jueves (la australiana Blame este año, la noruega Reprise hace cuatro años atrás). Con la densa fascinación que emanaron de los sombríos cortos de animación hechos en yeso por el polaco Piotr Dumala, o con la alegría y vitalidad de los muñecos de trapo de la película checa Fimfarum 2. Con las imágenes del dictador rumano Ceausescu jugando en chomba y shorcitos blancos un partido de vóley junto a su mujer mientras, castigado por el hambre, me devoraba una bandeja de nachos con cheddar con el director sentado a mi lado. Con Patricio Guzmán diciendo que se arrepentía de ciertas decisiones no tomadas al filmar su legendario documental. Con la eterna incertidumbre y el arrebato sensorial que me genera siempre Godard en sus declaraciones filmadas. De muchas de estas experiencias hechas imagen en el tiempo supe reapropiarme en otras ocasiones, ya sea volviendo hacia estas películas por otros medios o reutilizándolas para trabajos propios, adueñándome de esos fragmentos de pasado que miran al futuro y que constituyen muchas de las películas exhibidas en el BAFICI. Sabemos muy bien, y quizás sea redundante señalarlo, que mucho de lo que se ve aquí (por no decir, la abrumadora mayoría) no encontrará un espacio en la oferta cinematográfica de los cines de la Argentina. Por eso la extraña mezcla entre euforia y desolación que se genera en uno cuando repara en el hecho de que todo lo que vemos aquí, quizás no podamos volver a verlo jamás. Por eso el fastidio ante la imbecilidad de esos institucionales del festival hechos por sus propios patrocinadores que insisten en señalar que el BAFICI es un acontecimiento para ver las cosas dado vuelta, una catedral del esnobismo o una cumbre de freaks que vienen a emocionarse con el plano fijo de alguna huevada experimental. El BAFICI es venir a recuperar un sentimiento perdido que el cine supo despertar en varias generaciones de espectadores a lo largo de su todavía no demasiado amplio recorrido histórico, más allá de vanguardias u operaciones de marketing. Los recuerdos que estoy evocando en este texto trascienden las categorías. Su esencia es la sensación de descubrimiento, la revelación de algo nuevo o la satisfacción de emociones primarias, y pudo haberla experimentado cualquier otro espectador cuando se asustó con la llegada de un tren a una estación a fines del siglo diecinueve, o cuando se sintió intelectualmente interpelado con el cine de autor europeo en los sesenta; los que se sintieron felices de tener una chica asustada en el asiento de al lado de su auto frente a algún programa doble de terror al aire libre en los autocines de los setenta, o los que se pusieron una máscara de Darth Vader al presenciar, en carácter de reestreno, un duelo con espadas láser un par de décadas después. Esos recuerdos hablan de un cine de su tiempo en conexión con sus espectadores.

Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente BAFICI 2011La posibilidad de ejercer mi cinefilia en su mejor forma revive en estos pocos días de abril, pero al mismo tiempo de generarme todas estas sensaciones, en todos y cada uno de mis BAFICI siempre queda un sabor amargo, persiste un gesto de derrota, la sensación de algo que se pierde, algo que queda afuera. Una melancolía propia de la estación que le da espacio (¿será por eso que el festival siempre se hace, sin excepción, en otoño?). El BAFICI permite rememorar y reivindicar ciertas experiencias que hoy no me acompañan en mi práctica cinéfila actual. Mi cinefilia tiene más que ver con Internet que con la boletería de una sala, con la geometría cuadrada catódica que con la rectangular panorámica, con el pixel de la PC que con el grano de plata del fílmico, con la iluminación de mi comedor que con la oscuridad de la sala, con las charlas en voz alta de mi vecino que con el silencio del anónimo espectador de al lado. Hoy ir al cine representa una experiencia más cercana a ir de compras a un shopping o al frío ejercicio cerebral disfrazado de acontecimiento artístico que es ir a un museo. Tanto el museo como el shopping son enemigos de la sala de cine. Son aliados circunstanciales dentro de un panorama de abandono donde la exhibición de cine no puede defenderse por sí sola, con sus viejas herramientas. Porque el museo lo acerca a la élite y al arte congelado, lo aleja de la gente. Y el shopping lo acerca al consumismo mas aletargado, bobo y ruidoso. Por eso la satisfacción de ver alguna muestra de este ciclo de movimiento perpetuo en el tiempo en el Atlas Santa Fe, lo más cercano a los palacios plebeyos (en palabras de Edgardo Cozarinsky) que podemos encontrar en estos días en la Capital Federal, algo que me devuelve una porción de aquellos recuerdos de templos de imágenes gigantescos a los que se parecían las salas de cine de la Capital en mis años de infancia.

El BAFICI puede abordarse de una manera desligada de su propio costado institucional. Uno puede acercarse a él ignorando discursos oficiales, ceremonias de premiación y demás protocolos propios de cualquier festival. Sé muy bien que el festival no se sostiene solo, que tiene un perfil artístico, que cuenta con la actividad de programadores, de la gestión de un director artístico, con seminarios, clínicas, workshops, una competencia oficial, certámenes, premiaciones, etc. También sé muy bien que el BAFICI ha sobrevivido a distintas gestiones políticas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a lo largo de sus más de diez años de trayectoria, lo que lo convierte en un acontecimiento realmente autónomo, que se sostiene mejor por el trabajo de selección de películas que lo conforman que por el prólogo de rigor escrito en el catálogo por el Jefe de Gobierno de turno, cuya mejor contribución será siempre la de dejar que el BAFICI siga haciendo lo suyo mediante quienes lo sostienen. Todos estos son aspectos importantes sobre los que llegaré a profundizar en algún momento, siempre y cuando eso no atente contra la inocencia que hoy me brinda la experiencia de hacer de un evento que involucra tanto trabajo y películas en su oferta una gentil práctica solitaria de ocho o nueve películas anuales (las que llego a ver cuando pongo mi mejor predisposición y administración de tiempo). Me gusta saber que mi balance final del BAFICI puede depender más de lo que me haya generado el visionado de cuatro películas de vaya uno a saber qué sección de programación que del seguimiento exhaustivo de la competencia oficial. De esa incómoda tarea se han encargado Liliana y Marcela (al parecer, por lo que se desprende de sus artículos, me la sigo llevando de arriba con mi criterio reduccionista y personalista).

Pero por sobre todas las cosas, el BAFICI me devuelve (o me brinda, si es que nunca lo tuve) el total entendimiento de qué es lo que representa la experiencia del cine visto en una sala. Ya no se trata de amplificar la experiencia de casa, de llevar lo cuadrado a lo rectangular, del sonido envolvente o de apreciar más la perfecta imperfección del fílmico por sobre la fría precisión de la reproducción digital sobre el LCD. Se trata de compartir con anónimos peregrinos de la imagen el carácter sacro del cine, del desconcierto, la incomodidad, la confusión, la indignación, la repulsión, o el placer, el encantamiento, la fascinación, la euforia, el enamoramiento que pueden generar las películas. De todo lo que hay dando vueltas por el mundo en términos de emociones humanas, el BAFICI toma más de cuatrocientas muestras anuales y lo inyecta en las pantallas, efímera y melancólicamente, por escasos diez días.

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