Tras las bambalinas de la comedia

El ilusionista

L'illusioniste. Sylvain Chomet. Francia-Gran Bretaña, 2010

Por Javier Moral

El ilusionista cartelCuando parece que la vorágine de las tres dimensiones ya ha terminado de acaparar por completo el género de la animación, y la escasez de ideas termina promoviendo disparatadas tramas, a menudo insulsas (tengo la firme creencia de que el éxito del que goza últimamente cada estreno de animación se debe a que solo llegan a nuestras salas las cintas de los grandes estudios o las pocas que pueden competir con ellas) y/o protagonizadas por bichos, consuela comprobar que aún operan los talentos que saben encontrar una combinación coherente y atractiva entre lo que se cuenta y cómo se cuenta, aunque las distribuidoras tarden años en darse cuenta. Desde que se mostraran sus primeras imágenes en el Festival de Cannes de 2008, El Ilusionista sufrió un enorme retraso en su estreno en Francia, y casi un año y medio después, por fin ha aterrizado en nuestra cartelera. La espera ha merecido la pena: se trata de uno de esos raros casos que dan sentido al medio, una de esas pequeñas obritas que hacen que ir al cine a ver dibujos animados (sin gafas) merezca la pena.

El ilusionista fotogramaNo tengo el placer de conocer personalmente a Sylvain Chomet pero me da la impresión de que es un tipo muy espabilado. Además de ostentar un don excepcional en materia de animación, habiendo obtenido un merecido reconocimiento al otro lado del charco en forma de dos nominaciones a los Oscar de 2003 -para su "multigenérica" opera prima Bienvenidos a Belleville-, sabe aprovechar esas ocasiones que se le suelen escapar a la mayoría: el gran Jacques Tati dedicó su carrera cinematográfica a perpetuar el legado de los cómicos mudos; por su parte, Chomet realiza una animación puramente visual, donde la palabra se obvia en una acción que se explicita exclusivamente por los gestos. Tati dejó escrita una carta que sería un regalo reconciliador para su hija Sophie, con la que no mantenía una buena relación; Chomet ha encontrado en este guión epistolar el definitivo nexo entre dos discursos paralelos y ha puesto en marcha una provechosa retroalimentación: Tati le brindaba una master class -con apuntes incluidos- en el arte del slapstick y él, a cambio, ha proyectado en imágenes un deseo aplazado al tiempo que, y esto es lo más importante, ha actualizado, lápiz mediante, un modelo que en la imagen real ya quedaba obsoleto.

El ilusionista fotogramaEl señor Tatischeff (nombre completo de Tati) es un mago torpe y altruista, que no tiene dónde caerse muerto, de ciudad en ciudad, de fracaso en fracaso. Es el Sr. Hulot coloreado (concretamente en Mi tío -Mon Oncle, 1958-, con alusiones a inolvidables escenas como el desastre de la fábrica, aquí trasladado a un taller mecánico, además de una nostálgica referencia intertextual en la proyección de un cine), mas en una suerte de caricatura inversa. Con un nuevo componente dramático y trascendental (como seguramente exigía la propia carta de Tati) Tatischeff es en realidad una versión comedida de su excéntrico original, mucho más seria de lo que pudiera parecer, pero comparte su desbarajuste existencial, esa horrible incapacidad de desempeñar un trabajo, en definitiva de hacerse un hueco en la vida adulta. Esta es la principal premisa de un film en el que cada detalle parece aludir a un firme propósito de reciclaje -que partiendo de la explicitud en las añejas técnicas del mago se traslada por metonimia a las cinematográficas-; donde la comedia cede espacio a las (agridulces) emociones y la moraleja es cruel, donde un par de guiños al 3D son suficientes para destacar su primacía en el género, y donde se dosifican los gags para que las cándidas reiteraciones de la comedia tradicional no agobien a una generación acostumbrada a un humor más díscolo, pero que, paradójicamente, gusta y abusa de una cargante redundancia en los mensajes.

El ilusionista fotogramaPrecisamente, la mejor baza que jugaba Mi tío no se hallaba en las continuas salidas por la tangente de Hulot, sino en esa despiadada condena de la sociedad de consumo y de su causa original que, lejos de desaparecer, se transformaba también en dolorosa y eterna consecuencia: las clases sociales. Donde la cinta de Tati bromeaba sobre una hipotética fantasía domótica, la de Chomet, con estilismo pictórico y grafías de fábula elegíaca y minimalista, retrata sin pudores el comportamiento y la evolución (egoístas) del individuo en una sociedad (de mitad del siglo XX) que se pisotea en su carrera hacia un incierto progreso. Que se perciba una factura imaginada desde el respeto, el sentimiento y la devoción hacia el maestro, no quita para que El ilusionista saque a la luz la depresión, la aflicción y la melancolía de la persona. El payaso triste, que es instrumento de ilusión, pero no cree en la magia.

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