Como ya tuvimos ocasión de reseñar, Intruders, el esperado nuevo trabajo de Juan Carlos Fresnadillo, fue la película que sirvió para abrir la edición anual del Festival de San Sebastián. A ese respecto, es un film que puede traernos de vuelta las tesis que ya plasmó Tzvetan Todorov en Introducción a la literatura fantástica (1970), en cuanto el planteamiento conceptual del film en apariencia puede abrigarse bajo sus planteamientos teóricos. En su libro fundacional nos indicaba cuáles eran las premisas necesarias, perfectamente aplicables para el cine, para que una obra literaria pueda ser considerada fantástica. De forma muy resumida, el pensador ruso nos indicaba que, dentro de la ficción, forjada en un obligatorio entorno verosímil, debían confluir para un mismo acontecimiento una explicación sobrenatural y otra natural. Ello induce a que se cree un estado de vacilación que moldee el relato en términos de ambigüedad, donde suele existir un protagonista que es el que lleva consigo el peso de la duda, actuando así como figura con la que el lector/espectador pueda identificarse. Un largometraje ejemplar en ese sentido sería el excelente Suspense (The innocents, 1961), el cual finalizaba sin decantarse por ninguna de las dos opciones, siendo ambas igual de legítimas. Fresnadillo, como declarado admirador y conocedor del género, trabaja en esa tesitura, aunque no dudará en alejarse de ella, hasta el punto de subvertirla. El arranque aboga por imponer el aspecto extraordinario como única perspectiva, mediante un ritmo hiperacelerado que construye las secuencias a golpe de generar un suspense provocado por la amenaza de algo que se escapa a la explicación racional. Siempre las unidades narrativas son inconclusas, trenzándose en dos dimensiones distantes y alejadas, pero que guardan una agazapada relación. Un nexo que irá asumiendo un proceso de esclarecimiento gradual hasta su resolución, donde se produzca la inevitable confluencia de las tramas paralelas.
La estructura basada en senderos bifurcados gestiona las capas como espejos reflectantes, donde siempre se busca la asociación semántica de ambas láminas, muchas veces desde el efecto de inversión. Por un lado, en un lugar indeterminado de España tenemos un triángulo isósceles compuesto por una mujer, Luisa (una expresiva Pilar López de Ayala), su hijo y en el extremo, en cuanto su peso es secundario, un cura, el Padre Antonio (Daniel Brühl), que tratará de desentrañar qué sucede entre ambos. El personaje que gravita entre dos tipos de hipótesis y que aplica la lógica analítica-deductiva aquí no es el protagonista sino que se desplaza al margen. Mismo esquema se aplica para la otra médula, ambientada en Londres, donde se concretiza tiempo y espacio, compuesta por un padre, John Farrow (un Clive Owen menos brillante que en otras ocasiones), una hija y la esposa, Sue, que ostenta el mismo rol que el cura, pero en este caso el personaje está tratado con menos cariño, forzando la antipatía en el espectador. La intrusión de Sue en el vínculo estrechísimo que se establece entre progenitor e hija, en cuanto ambos comparten la misma experiencia aterradora por el acoso de un ser sin rostro, exactamente lo mismo que sucede en España, se dirime en términos invasivos, a diferencia del padre Antonio, el cual entra en acción con voluntad de ayudar. La negatividad vertida en Sue actúa como vía disuasoria para que el espectador siga alojado en lo fantasmagórico, como un anzuelo. Por tanto, parece que el aspecto irreal dominará y se impondrá a la esfera real, tanto en el espacio diegético como en el fílmico.
Este emborronamiento de las fronteras donde domina el espacio del inconsciente y se produce un desapego de la realidad inmediata, acrecentado con el peso de lo trascendente, simbolizado por la religión, poco a poco va graduándose hacia un desenmascaramiento y hacia una detonación de las doctrinas de Todorov, en cuanto al final solo una de las dos opciones será la válida. Así el film va soltando lastre genérico para llevarnos hacia los procesos mentales, delimitando los contornos de lo subjetivo. La incertidumbre, bajo los ropajes del cine de terror, se finiquita cuando el valor alegórico va ganando peso en la pantalla y la película se decanta hacia la dirección en la que sea el hombre el que encuentre la verdad en sí mismo.
Pero esta travesía, sugerente en su matriz y en su andamiaje, fracasa en su mecanismo cuando impone la intensificación de las sensaciones a golpe de metralla, acusando una sobrecarga repetitiva que encalla el film en su propio virtuosismo enfático. Es un espectáculo de superficie, una tensión impuesta a fuerza de noquear los sentidos. Fresnadillo dice que no es una película de terror y no lo es en cuanto el miedo es epidérmico, automatizado y anegado en su propia exhibición formal y en su desganado uso de los clichés, los cuales después serán repudiados en una hipócrita operación, ya que antes no ha dudado en utilizarlos para su aparatosidad estilística. El realizador quiere trascender el molde sobre el que construye su film para decirnos que Intruders es una cinta que responde a sus inquietudes personales. Pero hubiésemos preferido que la violación de los códigos no hubiese olido a pólvora mojada. No hay más que ver la cansina forma de integrar las inclusiones referenciales, como si fuesen tics del cine contemporáneo, desde Dark water (2002) a El sexto sentido (The Sixth Sense, 1999), por no hablar de la innecesaria desmitificación humorística de El exorcista (The exorcist, 1973), la cual se justifica narrativamente como un momento de descongestión, pero su operación de llevarla a cabo revela el carácter de su deglución: primero me sirvo de ello y después lo escupo. Y para más inri, este juego de prestidigitación acaba resultando totalmente insatisfactorio, en cuanto se descubren las costuras y se comprueba que no siempre se ha jugado limpio, demostrando su ineficacia a la hora de elegir una forma de contar compleja, donde tanto esfuerzo formal y argumental se vuelve totalmente inoperante por su incapacidad para rematarlo.
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