En un mundo globalizado como el de hoy, es difícil definir con claridad la independencia y, más si cabe, qué es una película independiente. Esta discusión, circunscrita al particular panorama del cine americano, era plasmada por los críticos de Cahiers du Cinema España en el número del pasado verano (nº 25, julio-agosto). En el debate se daban cita hasta siete puntos de vista diferentes, quizá complementarios, pero no excluyentes. La polémica sin respuesta, surgía a raíz del estreno retrasado en nuestro país de Paranoid Park (2007) de Gus Van Sant, uno de los más reconocidos cineastas independientes americanos. Jim Jarmusch es otro de los más célebres. La actitud ideológica original de ambos era muy similar: la pretensión de hacer un cine barato, artístico, de calidad y diferente, el que se viniera en gana a cada momento. El talento que posibilitaba su consecución era el único requisito imprescindible para el director-autor. La consagración dentro del medio cinematográfico, también supuso, para los dos, consecuencias análogas. La independencia de las majors se ha mantenido, por supuesto con menos ahogos, pero el éxito provoca, en ocasiones, un decadente desvarío en aquellas mentes con una desmedida pasión por innovar.
Jarmusch rompe en Los límites del control con la frescura y la originalidad de algunos de sus primeros trabajos (Extraños en el paraíso, 1984; Bajo el peso de la ley, 1986; o Noche en la tierra, 1991), y no por defecto, sino por exceso. Crítica y público le condecoraron en su momento con la etiqueta de transgresor posmoderno; ahora podemos afirmar que cuando dicho título ha sido asimilado por el autor, se ha sentido legitimado para acoger bajo esta cualidad toda filmación que llevara su sello. Pero el cine no funciona así. No se puede garantizar la validez de toda excentricidad por el hecho de haber sido producida por un director guay.
Si bien es obvio que se trata de una impecable, atractiva y muy cuidada obra visual, de gran valor estético que ofrece una auténtica lección de fotografía -cediendo el autor todos los méritos a su director de fotografía, Christopher Doyle, casualmente también responsable de la belleza poética de Paranoid Park-, no logra la coherencia necesaria para invitar al espectador medio a aceptar el film. El problema de concebir un argumento a base de anécdotas inconexas, es que presenta unas altas probabilidades de fracaso en su ensamblaje. Puede que esta carencia, a la que hemos de añadir una desatinada y cuestionable socarronería, se intentara justificar con la inclusión de algunos actores internacionales en pleno auge, pero, incluso esta jugada de socorrida comercialidad, fue más eficaz en su anterior Flores rotas (2005).
Sería desorbitado decir que el director de Akron ha vendido su alma, mas lo cierto es que la única partícula personal que permanece intacta en toda su obra es la figura del outsider escondido en un rincón del entorno urbano, que permanece en la sombra por miedo o por resistencia a encajar en una sociedad-masa desposeída de identidades y valores individuales. Aun así, esos instantes de ponderada cotidianeidad, costumbristas, y ya indispensables en su cine, han desaparecido, habiendo sido sustituidos aquí por un no-hacer general de Solitario, el personaje principal, interpretado por Isaach De Bankolé. ¿Por qué no nos mostró esta vez esa rutina intrascendente para el relato, pero empatizante con el espectador por su autenticidad vital? No sabemos, no ya si su protagonista se afeita, caga o se masturba, sino si acaso está vivo. Se comporta como una máquina antinatural, un androide metódico y mecánico -nada puede despertarle de su letargo disciplinario-. Se viste y se mueve como en los años 80, sobrevive a base de una dieta de cafés expresos, y no duerme, mientras vive expectante y en silencio, sin tensiones ni sentimientos, día tras día en la -tan representada en la gran pantalla- incierta espera del criminal antes de pasar a la acción.
Es evidente la deducción de que más allá del espejismo que conforma una irregular galería de personajes estrambóticos que hablan de las artes, detrás del agradable y truculento paseo por la geografía española, apartando a un lado diálogos en clave y una estructura de repetición -que dan cuenta de la configuración operativa tanto del protagonista como de su director-, olvidando cajas de cerillas con mensaje que tragar, todo el film recicla el espíritu y la vocación indie en una gran metáfora de dos horas.
Esta alegoría onírica y mental parte de la base del control artístico por las altas esferas del poder capitalista que condicionan, mediante un irregular mecenazgo, el potencial creativo y la libertad esencial del artista. En un gesto hipócrita -tal vez nihilista-, el cineasta americano plasma esta obsesión con un misterioso planteamiento poco madurado, cuyo objeto final es el cumplimiento de una misión utópica y ligeramente absurda, por imposible: acabar con ese control represor y opresor. Se aprecia, así, una involución en su filmografía en lo que se refiere a la representación existencialista: al principio era un adicto al hiperrealismo; ahora, sin motivo aparente, parece haberse trasladado al sinsentido surrealista. Solitario recibe, de manos de sus casuales y bilingües interlocutores, unas nociones culturales básicas, tan oscuras en su contenido como los cafés que bebe sin cesar, en materia de cine, ciencia, el origen del término "bohemio", drogas... y, sobre todo, música. Reconocido melómano, Jarmusch no desaprovecha la oportunidad de introducir una sesión de flamenco que completa el cuadro de lugares comunes y tópicos que se apretujan en un rodaje sobre nuestro país, junto a una banda sonora de tintes experimentales (a cargo de los japoneses BORIS) que guarda una tímida relación con las imágenes.
En conclusión, Solitario no es un reconocible gángster americano como señalan los niños sevillanos, sino un salvador de la erudición y el patrimonio cultural -aunque, no ha de entenderse según la acepción ambiciosa de la SGAE, sino en el sentido de la pureza del artista-. Como una infalible arma del sicario ilustrado, se alude únicamente a la imaginación de manera constante, siendo fundamental en su inverosímil y figurativa infiltración final en la supercustodiada sede de un Bill Murray que encarna la mano que mueve los hilos.
Hay que reconocer que la idea, a nivel conceptual, es buena y se antoja oportuna en tiempos de una crisis mundial. Pero la ausencia de honradez y el homogéneo desarrollo tonal de la trama, tan pobre, pausado, pesado, contribuyen a cosechar una cinta poco o nada digestiva para el gran público. Prosiguiendo con los tríos de adjetivos que empiezan por "p", más de uno se acordará de la familia de Jarmusch tildándole de pedante, pomposo y pretencioso. Como imagen esperanzadora, tras una resolución ridícula, queda el recuerdo de la blancura de una conciencia limpia, también símbolo abanderado de la libertad creativa.
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