Al otro lado del rí­o

Los santos sucios

Luis Ortega, Argentina, 2009

Por Pablo Castriota

Hace unos cuantos años atrás y en ocasión de la exhibición en una edición del BAFICI de Monobloc, el segundo largometraje de Luis Los santos suciosOrtega, el director argentino Mariano Llinás escribió un extenso y desencantado texto sobre su visión del panorama que venía ofreciendo el cine independiente argentino de aquel entonces. En uno de los párrafos, mientras vertía una serie de argumentos bastante sombríos y pesimistas sobre la situación del cine nacional, Llinás aludía de manera muy curiosa a la figura de Luis Ortega, categorizándolo como una suerte de "contrarrevolucionario" de la causa que supuestamente defendían los cineastas independientes argentinos de la última década; es decir, al balance de por sí negativo que el director de Historias extraordinarias había realizado sobre el estado de dicha cinematografía, que desde su punto de vista adolecía de pereza intelectual, desidia institucional, conformismo estético y temor al riesgo, entre muchas otras cosas, se le sumaba el aporte desestabilizador de un realizador cuya curiosa caracterización lo ubicaba en la incómoda posición de doble agente, algo así como un cineasta que la jugaba de autor independiente pero cuyo trabajo solo escondía el siniestro fin de reivindicar los ideales de un cine vetusto que esta nueva generación de cineastas había venido a derribar.

Los santos suciosUn año después de la publicación de aquel texto, Monobloc se estrenó comercialmente en la Argentina obteniendo críticas bastante favorables de parte de los principales medios de comunicación. Vale mencionar que las pocas objeciones y críticas desfavorables que obtuvo la película se apoyaron principalmente en su condición de film críptico y suntuoso, y el peso de las acusaciones hacia su realizador recayó en su reiterada autorreferencialidad, que no solo involucraba a su aun menguada filmografía -hasta ese momento Ortega solo ostentaba la realización de una sola película, Caja Negra- sino también hacia su propia familia (Luis Ortega, por si no lo sabían, es uno de los hijos del "Rey" Palito, lo que le adjudica una pesada carga cinematográfica que no va precisamente de la mano con los méritos formales y, menos que menos, con el contenido, siendo de público conocimiento el carácter reivindicador que las películas de Ortega padre tuvieron con la Dictadura Militar). Pero los cuestionamientos hacia Monobloc poco tenían que ver con un ajuste de cuentas tardío o con la voluntad de endilgarle a Ortega hijo las (ir)responsabilidades éticas o cinematográficas de su padre. Los comentarios desfavorables hablaban de Ortega (h) como un habilidoso cineasta hermético, cuyo cine no refería a lo real sino a su propio universo personal, ofreciendo un muestrario casi incestuoso de su destreza como realizador (en la banda de sonido de aquella película Ortega utilizaba temas de su padre e incluía también a su madre, Evangelina Salazar, en uno de los papeles secundarios). A priori, debo decir que no veo en todo esto un elemento negativo a la hora de valorar una película o la visión particular de un cineasta; no creo que el cine tenga la obligación de referir constantemente a lo real, así como sí creo en la posibilidad de poder encontrar cierta fascinación en la reconstrucción de una visión personal, siempre y cuando esa mirada ofrezca una diversidad expresiva lo suficientemente rica como para posibilitar el goce o la empatía necesaria para la conexión emocional con ese mundo. Mi problema particular es que no encuentro ninguna de esas cosas en el cine de Luis Ortega, independientemente de si se trata de un agente del contraespionaje cinematográfico argentino o del supuesto hermetismo inherente a su obra. No me caben dudas de que se trata de un realizador bastante seguro de lo que quiere y que ha emprendido un camino solitario de por sí muy llamativo, a contrapelo de cualquier tendencia presente en la industria del cine argentino, ya sea del mainstream como del cine independiente. Que estos elementos no me resulten suficientes para valorar su universo personal representará un serio problema de cara al futuro visionado de alguna de sus películas, debido a que siendo Los santos sucios su tercer largometraje en ocho años de trayectoria y habiendo visto Monobloc hace muy poco tiempo atrás, puedo decir que he logrado disipar cualquier duda sobre cuál es el territorio donde este director se siente más cómodo a la hora de filmar.

Esta vez se perciben pocos elementos autorreferenciales en la trama, pero el cineasta sigue concibiendo historias que reniegan de la Los santos suciosnarración convencional, en donde abundan los tiempos muertos o estáticos, los personajes que se comunican en un registro de diálogo a mitad de camino entre lo poético y el habla cotidiana, las actuaciones algo recargadas en su artificialidad y la presencia de cierta iconografía religiosa en la puesta en escena (ecos mal digeridos del cine de Leonardo Favio, a quien Ortega no para de dedicar sus películas). La acción transcurre en un tiempo y lugar indeterminados, y digamos que a los fines de la película no se hace necesario precisar ninguno de esos datos. Alcanza con saber que hay unos pocos personajes que deambulan por un territorio destruido, como probable consecuencia de algún cataclismo, guerra o debacle de alcances universales. Como podrán notar, la información de la que nos valemos es mínima, lo cual de antemano podría representar un mérito (poner en escena un acontecimiento catastrófico de proporciones mundiales valiéndose de elementos mínimos y contribuyendo a la creación de un fuera de campo estremecedor). Pero como ocurre prácticamente con todo en esta película, lo que falta de información es falencia antes que sugestión. La narración en off (la voz del propio director) los describe como los pocos sobrevivientes de alguna catástrofe universal y cuyo propósito consiste en cruzar un río del que desconocen por completo lo que pueda haber del otro lado. El objetivo de los personajes es explícitamente difuso, digamos que se limita a la mera supervivencia: la narración misma se encarga de subrayar que la búsqueda es infructuosa y que detrás de ella no hay salvación asegurada, por lo cual deberemos centrar nuestra atención en el proceso. Pero en Los santos sucios el espectador solo tendrá la chance de compartir los devaneos mentales y territoriales de personajes que van de un lado para el otro sin llevar a cabo acciones significativas, ni siquiera como excentricidad. Por tomar un ejemplo, el Mudo es un personaje que -además de hacerle honor a su apodo- dispersa botellas de vidrio en los costados de la ruta por donde pasan unos velocísimos vehículos que uno podría presuponer de control o vigilancia. Lo mismo ocurrirá con el enano que se entretiene con un autito de juguete, con las discusiones de pareja entre Rey y Cielo (cualquier alusión alegórica, pregúntenle a Ortega); mejor ni hablar de Monito, un insufrible personaje femenino que solo parece destinado a incrementar el nivel de irritación hacia la película, y así con el resto. Honestamente solo me queda desear que el próximo microcosmos cinematográfico de Ortega nos pueda deparar, aunque más no sea, los perturbadores climas y tonos que, con todos sus defectos y fines conspirativos, ofrecía Monobloc.

 

Ficha técnica:

Los santos sucios, Argentina, 2009

Dirección: Luis Ortega
Producción: Diego Dubcovsky y Ignacio Rey
Guión: Luis Ortega, Emir Seguel y Alejandro Urdapilleta
Fotografía: Guillermo Nieto
Montaje: Luis Barros
Música: Leandro Chiappe
Interpretación: Alejandro Urdapilleta, Luis Ortega, Emir Seguel, Rubén Albarracín, Brian Buley, Martina Juncadella, Oscar Alegre

 

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