ET nos hace tantas demostraciones de ternura que tendríamos que ser monstruos, nosotros también, para no amarlo... Se puede tratar de olvidar los grandes ojos de ET. Se puede, pero es duro.
Serge Daney citado por Flavia de la Fuente en El Amante nº 17, julio 1993
De acuerdo con Serge Daney, es difícil ser severo con E.T., especialmente para aquellos de mi generación que hemos crecido con el cine de Spielberg, forjando un lazo íntimo personal con muchos de sus films, en claro correlato con nuestra memoria afectiva. Romanticismos aparte, el caso es que su estatuto fílmico, una vez que eres adulto y adoptas la necesaria distancia para enjuiciarla, se mantiene estable y férreo. Hay varios aspectos que certifican su validez y su calidad, al margen, de cómo consigue tocarte la fibra sensible, lo cual por supuesto, ya conlleva un valor positivo. Porque este bichito marrón creado por Marco Rambaldi le devuelve al celuloide la pureza de los sentimientos. Como ya pasaba en Wall E (2008), creo firmemente que su tremenda capacidad de comunicación se debe a que está creado desde los principios de humanidad del cine mudo, aquellos resortes que tan bien manejaba Charles Chaplin para que su vagabundo resultase irresistible. Su tremenda vis cómica y su competencia para robarte el corazón, pese a su aspecto de muñeco feo, creo que bebe mucho de esa construcción que remite al cine mudo.
Porque E.T. es posiblemente donde Spielberg deja correr de forma más manifiesta su cinefilia. Cuando afirma que es su obra más personal, no sólo se debe a su inspiración, extraída de su biografía personal, para configurar el drama de Elliot (Henry Thomas), pensando en cómo vivió el divorcio de sus padres, sino porque le define a él como un absoluto cinéfilo que ha conseguido colmar sus fantasías. De la misma manera que el ser del espacio exterior resuelve las necesidades afectivas de Elliot, el largometraje le devuelve al realizador cierta función catárquica, tanto desde un aspecto personal como profesional. Quizás eso hace que subliminalmente se nos instale en nuestro inconsciente, que no estamos ante un blockbuster calculado, algo que es inevitable pensarlo en Jurassic Park (1993), sino que no es más que una pequeña obra personal y sincera, al margen del arrollador éxito que obtuvo en todo el planeta. Pero no dejemos que los árboles no nos dejen ver el bosque.
Como decíamos, el cine primigenio aparece homenajeado desde el muñeco artificial. El cine clásico desde el sistema de representación que adopta: el régimen temporal y espacial subordinado a la lógica narrativa junto con el respeto por la continuidad. O su hábil uso de la regla de Hitchcock que utiliza para el personaje de Keys (Peter Coyote), nombre que fonéticamente en inglés corresponde al énfasis visual que se le da al personaje, al filmarlo en buena parte del metraje sin que se le vea la cara, y donde son las llaves que cuelgan de su cinturón las que aparecen en primer plano en sus iniciales apariciones, para así crear un aspecto amenazante, el cual, en los tres tercios del film, simbolizará con su presencia el asalto que se cierne sobre el universo infantil. O bien, la imaginativa y habilidosa forma de citar a El hombre tranquilo (The Quiet man, 1952) de John Ford, haciendo que la referencia interactúe con sus propios personajes. Es innegable que E.T. es soberbia en el aspecto narratológico y en su forma de trabajar los elementos que constituyen la organización dramática por antonomasia del cine norteamericano.
Y por supuesto, en este catálogo de pasiones no puede faltar su amor por la ciencia ficción, el núcleo cenital de la producción, aunque antes que una cinta adscrita al género, es un drama intimista sobre la pérdida de la inocencia. Aquí tocamos hueso, porque su apropiación, aunque sin duda plenamente personal, es donde ha provocado las mayores de las irritaciones. Su esculpido de los estilemas para subvertirlos, a costa de dulcificar los aspectos agresivos y corrosivos del género, ya fue ensayado con su visión mística y benevolente que llevó a cabo en Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977). E.T. parte de la misma línea e incluso recrea la misma composición familiar, pero en ésta desplaza su foco de atención del padre hacia los niños, lo que la vira hacia una dimensión intimista y sentimental: tres hermanos, siendo la menor una niña, aunque aquí falta el padre, detonante que sirve para justificar el aspecto melancólico, en cuanto no sólo acentúa el sentimiento interiorizado de soledad de Elliot, sino que sirve como catalizador de sus carencias afectivas, algo que acabará proyectado en el ser del más allá hasta extremos trágicos, ya que su unión es tan fuerte que si uno muere el otro también, tal es la intensidad que les une. También ese lazo tan vigoroso admite otra lectura. La fantasía, el reino de la infancia, viene representada por ese extraterrestre de enormes ojos expresivos. ¿No hay algo de querer aferrarse a ella como bálsamo para aliviar el dolor que nos producen los mayores? ¿No es el intento desesperado por no perder esos valores de fraternidad, solidaridad y tolerancia que anidan en los niños, los cuales demuestran en su lucha, los que se reclaman? ¿No existe cierto grito a no querer crecer, para no sufrir, al estilo de Peter Pan? El drama se desencadena cuando irrumpe el adulto, ambiguo e incomprensible, pero dispuesto a derrumbar y neutralizar ese pequeño mundo que han creado los hermanos. Porque es riguroso con la estilística tenebrista y la codificación prototípica de invasiones silenciosas. Pero en el momento en el que el extraño se deja ver, la luz entra y con ella la quimera adquiere forma: es el tesoro de la infancia, eso que a veces olvidamos que está en nuestro interior. Esa imagen icónica de la luna (símbolo de la ciencia ficción), traspasada por la bicicleta de Elliot, es la imagen culmen que sintetiza cómo Spielberg coge la imaginería sobrenatural que le hizo feliz y nos la devuelve con la misma ingenuidad con la que él la vivía siendo niño. La despedida del final es el fin de la inocencia y con ella, al son de la maravillosa banda sonora de John Williams, hemos tocado la magia del cine. Y por cierto, nunca un "auch" en la pantalla me ha dolido tanto.
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