Tengo que empezar con una confesión personal: durante unos cuantos años trabajé como operador de cámaras en la edición local de algunos reality-shows como Gran Hermano y Operación Triunfo (especialmente en este último). Tuve la posibilidad de ver desde muy cerca buena parte de los aspectos que hacen a la realización de este formato televiso tan particular, muy especialmente aquellos involucrados en el monitoreo de las situaciones que se van presentando durante la convivencia de los participantes dentro de la casa-estudio.
Años después y contando ya con cierta experiencia en el rubro, en algunas entregas posteriores la producción nos pedía a quienes ya hubiéramos trabajado en las ediciones previas que paseáramos por el interior de la casa -todavía desocupada- para generar situaciones que pudieran ser de utilidad durante el entrenamiento de aquellos operadores que empezaran a incursionar por primera vez en el ciclo, de modo tal que nuestras acciones pudieron ser registradas por las cámaras. Si bien en ningún momento esa cobertura tuvo posibilidades de ser emitida al aire -se trataba de un entrenamiento interno-, la sola experiencia de ver esas cámaras que tanto me había acostumbrado a manipular desde el control volviéndose contra nosotros me resultó lo suficientemente inquietante como para darme una muy vaga idea de lo que puede llegar a ser la exposición mediática (piensen en los cuatro o cinco meses que podría llegar a pasar el participante que resultara ser ganador del ciclo). Pero el principal aspecto a resaltar de la anécdota consiste en una idea sobre la mediatización que dominaba a la mayoría de los que estábamos involucrados en aquel programa y que funcionaba a modo de bálsamo legitimador de nuestro trabajo. De acuerdo a nuestra idea, se eximía de cualquier tipo de responsabilidad ética al formato atribuyendo cualquier reparo moral sobre el programa a quienes hubieran decidido participar del mismo, aceptando por su propia voluntad y por medio de contratos legales a exponerse en pantalla a lo largo de varios meses, aun a costa de violar su propia privacidad y de someterse a situaciones verdaderamente degradantes (y con esto no hablo simplemente de hacer el ridículo, que para el caso sería lo de menos). Es decir, el viejo y conocido "la culpa no es del chancho..."* que todos hemos mencionado en alguna ocasión. Hoy, algunos años después de aquellas experiencias, no puedo dejar de pensar que, después de todo, las responsabilidades sí pueden reacer en el chancho. Que haya gente dispuesta a darle de comer no exime al chancho de la responsabilidad sobre lo que ingiere.
El chancho de Videocracy es toda Italia, y quien le da de comer (y no precisamente una dieta balanceada) es Silvio Berlusconi. A la luz de los recientes acontecimientos mediáticos que involucraron al premier italiano en toda clase de escándalos sexuales relacionados con mujeres muy jóvenes de todo el país, la aparición de Videocracy podría ser interpretada como un acto de oportunismo destinado a un objetivo demasiado simple como para ser considerado atendible: que Italia está sometida al poder de un personaje siniestro cuyo nivel de influencia se debe, en mayor medida, a su condición de poderoso empresario de los medios. Ninguna novedad, vamos a admitirlo. Pero la realidad es que hay ciertas verdades que nunca está de más enunciarlas reiteradamente y en voz alta. Lo que Videocracy demuestra es, lisa y llanamente, que nada describe mejor a la sociedad italiana bajo la presidencia de Berlusconi que la calidad de su televisión local, la cual es controlada desde hace ya varias décadas por el premier italiano. A esta altura del partido nadie puede sentirse sorprendido de que uno de los mejores amigos de Don Silvio, el principal representante y agente mediático de sus cadenas de televisión, tenga como ringtone un himno de los Camisas Negras. Que haya gente dispuesta a cualquier cosa con tal de aparecer en televisión, tampoco. Pero el enfoque del realizador Erik Gandini parece estar dispuesto a no subrayar los aspectos más llamativos de la cuestión, centrando su atención en el fascismo cotidiano que sobrevuela en las imágenes que entrega a diario la caja boba italiana, sobre todo el que se vislumbra en el costado misógino que desborda de sus emisiones televisivas. Italia y Berlusconi son todas las secretarias felinas que bailan durante 30 segundos al lado de los conductores de aquellos programas. Italia y Berlusconi son las chicas que aparecen en ese monumento kitsch que son los spots publicitarios de campaña presidencial del premier (protagonizados por una mayoría abrumadora de mujeres que cantan en la verdulería, en las tiendas de ropa y en los shoppings). Pero hay algo que frustra un poco durante el visionado de Videocracy y que pasa por ciertas decisiones que su realizador no parece haberse decidido a explorar lo suficiente. Berlusconi podría haber representado un fuera de campo verdaderamente interesante en este documental que no necesitaba de su figura para sostener su tesis. En las sucesivas apariciones en pantalla de Ricardo, un joven italiano cuyo único sueño en la vida es abandonar su pasivo rol de espectador para ofrecerle a la sociedad italiana su incomparable cruza entre Ricky Martin y Jean-Claude Van Damme, aparecen ciertos indicios de lo que Videocracy pudo haber sido. Ricardo es un personaje tan ridículo como entrañable, que discute frente a su madre, reprochándole que haya aparecido justo en medio de una cita suya con una chica. Ricardo también es capaz de soltar una frase inocentemente lúcida y de reminiscencias bazinianas, al afirmar que la televisión es el único medio que permite resucitar continuamente la figura de los muertos. En la persona de Ricardo, un eterno postergado que cometió el único error de haber nacido varón en la lujuriosa Italia donde solo la mujer puede trascender mediáticamente, se concentran todas las responsabilidades de una generación que no vino a establecer ninguna ruptura con respecto a la hegemonía del imaginario berlusconiano, sino que solo busca perpetuar su estatus integrándose a su programa mediático. Ahí es donde Gandini da en el clavo y donde Videocracy encuentra la identidad que mejor le podría haber sentado, aquella donde se percibe de manera amarga la verdadera oscuridad de un documental que se termina perfilando mucho más como una tibia y ligera denuncia sobre la concentración de poder y su influencia social que como una satírica mirada sobre las responsabilidades compartidas.
* En referencia a un refrán argentino que dice: "La culpa no es del chancho (del cerdo), sino de quien le da de comer"
Ficha técnica:
Videocracy, Suecia-Dinamarca-Inglaterra-Finlandia, 2009
Dirección: Erik Gandini
Guión: Erik Gandini
Fotografía: Manuel Alberto Claro, Lukas Eisenhauer
Montaje: Johan Söderberg
Música: Krister Linder, David Osterberg, Johan Söderberg
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