Una de las mayores indagaciones de la autoría contemporánea se articula en torno a la representación del cuerpo y su exposición omnipresente como síntoma y huella de las pulsiones y desgarros de la existencia humana. Cineastas como David Cronenberg, Claire Denis, Gus Van Sant, David Lynch, Kim ki-duk, entre otros, han centrado su corpus fílmico en él como realidad primigenia, ya que deviene inmediato símbolo de nuestra experiencia con el entorno que nos rodea. Steve McQueen con solo dos realizaciones viene a inscribirse en esta corriente, legándonos dos obras arrebatadoras. En la primera, Hunger (2008) -donde cuenta con el intenso y penetrante Michael Fassbender que repite también en Shame, papel que le valió la Copa Volpi en la última edición del Festival de Venecia-, a través de la huelga de hambre de unos presos del IRA en 1981, el realizador se adentraba en la violación del cuerpo como resultado de una patológica convicción política que legitimaba un proceso de autodestrucción plenamente consciente. En Shame, el físico humano no es objeto de alteraciones o manipulaciones voluntarias como resultado de una identidad quebradiza, pero se transmuta en un oxímoron de irresoluble resolución, en cuanto integra en sí mismo una fuente de placer y de dolor. El primer principio, el que referencia la satisfacción personal, alude a su propia dimensión corporal y febril como resultado de una impulsividad desenfrenada que devora la capacidad de elección. Es un hedonismo desbocado que monopoliza la actividad y el comportamiento actitudinal. El segundo, el malestar interno, se manifiesta en la misma superficie como vestigio de un bloqueo emocional, como síntesis de una incapacidad subyugante para poder manifestar su afectividad.
Steve McQueen, a través de la adicción al sexo, reflexiona sobre las obsesiones voluntarias en las que el hombre se sumerge, penetrando con precisión quirúrgica en una operación psicológica de suplantación. Brandon, su personaje principal, emborrona su identidad por elementos que pueden ser constitutivos de un orden organizado y estable, pero que en su aprensión desmesurada (el placer físico) o en su negación extrema (la expresividad sentimental) deviene una absoluta bajada a los infiernos. El esquema planteado no es novedoso en cuanto la codificación utilizada es la misma de la que tradicionalmente el cine se sirve para hablar de las adicciones, con el alcoholismo en la cabeza: como bien decía el ínclito Jaume Figueres, el Fassbender de Steve McQueen responde a las mismas coordenadas narrativas que el Ray Milland de Billy Wilder en Días sin huella (The lost weekend, 1941), donde se cambia el alcohol por sexo. Pero lo que testimonian las dos producciones del realizador británico es una preocupación por visualizar, mediante la ficción, tabús y temas controvertidos de nuestra sociedad contemporánea, imprimiendo un sello personal indeleble y distintivo que se hace patente en Shame.
Su dibujo del viaje hacia la entropía anímica, en clave de evolución ascendente, opta por la sobriedad expositiva. Su puesta en escena, en contraste con la condición compulsiva y frenética de su personaje, tiende a la planificación visual en aras de una purificación estética, donde el plano alude a un espacio minimalista que otorga aire a la composición de los elementos. Siempre se imprime un (inquietante) vacío, desechando, tanto una abigarrada plástica repleta de objetos y personas que saturen el marco visual, como una estilización trastornada como seña de identidad. El terreno del desconcierto, que siempre está oculto pero es inherente en cada paso que el protagonista da en su cotidianeidad rutinaria, está somatizado por una densa atmósfera que se construye mediante el implacable y certero trabajo austero de la disposición espacial de los cuerpos y objetos en el marco visual. Esta exposición, que tiende a lo mínimo para transmitir lo máximo, además se suele articular mediante la concatenación de prolongadas cápsulas espacio-temporales, que se constituyen mediante duraderos planos secuencias, donde la cámara permanece fija, para que el actor pueda desarrollar su trabajo con total libertad, sin manipulaciones fílmicas que adulteren, interrumpan o entorpezcan su actividad interpretativa. Facilita las mejores condiciones para que el intérprete pueda dar lo mejor de sí mismo. Y créanme, lo que realiza Michael Fassbender, mediante un rol que le exige un dibujo interiorizado, en un papel de puertas adentro, que no se expande sino que se contrae en un abismo interior, es magistral, justificando su premio en Venecia y cuantos más le caigan. Asimismo, Shame permite a Carey Mulligan que se quite de encima su rol de chica dulce, virginal y etérea a la que parecía estar confinada tras An education (Lone Scherfig, 2009), Nunca me abandones (Never let me go, Mark Romanek, 2010) o Drive (Nicholas Winding Refn, 2011), con el papel de su hermana, Sissy, una cantante díscola y en apariencia frívola y extravagante, pero con una alarmante tendencia suicida. Ella misma tiene una secuencia en la que canta íntegramente un cover de New York New York, porque Steve McQueen le da una importancia capital a la metrópolis, como si fuese la primera vez que la ciudad fuese descubierta para el cine, efecto conseguido muy destacable, dado lo acostumbrados que estamos a verla en la pantalla. Las noches de New York no están constituidas como un espacio moralizado, pero el entorno urbano, dividido entre la actividad diaria que se consume en el trabajo y la noche que se reserva al ocio sí que está remarcada, en su semblante dual, como un lugar propicio para consumar los vicios de la carne.
Shame, con su morosidad narrativa y su apelmazado desasosiego, siempre subterráneo pero dispuesto a canalizarse a través de nuestro subconsciente, consigue producirnos una desazón e inquietud penetrantes, gracias a la efectiva incursión psicológica y afectiva que se consigue a través de sus notables actores. Con ellos nos hacemos partícipes de las almas heridas, supurantes de dolor y desconsuelo.
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