No existe mejor arma para combatir la esclerosis en la experiencia fílmica que el cine de Claire Denis. Acercarse a sus propuestas supone todo un revulsivo para nuestras pupilas adormecidas y un potente estimulante de nuestros sentidos e intelecto. En terrenos domesticados y espacios acomodaticios, la obra de Denis, críptica y plegada al noble arte de la interrogación y el misterio, pero desbordante en su arrolladora fuerza visual y su profundo sentido musical, supone adquirir un estado de conciencia conforme el cine, anquilosado en narrativas tradicionales y productos de entretenimiento, avanza en su fuerza comunicativa y en su sentido artístico más auténtico. Completamente de acuerdo con Israel Paredes[1] no existe nadie como la realizadora francesa para filmar los cuerpos en el cine. Una mujer en África no será excepción. Aquí se da forma a un relato guionizado en una sencilla idea conceptual - una mujer se resiste a abandonar su plantación de café, pese al peligro que corre por encontrarse en un fuego cruzado-, que actuará en el film como una resonancia temática, ampliamente trascendida por la composición dinámica del personaje de Isabelle Huppert, en un permanente deambular sin rumbo, el cual transgrede cualquier atisbo de narrativa automatizada (inexistente en su cine), para ser el auténtico centro gravitacional, por encima de las connotaciones políticas del film, proclives al libre raciocinio del espectador. Sus personajes, y Huppert lo reafirma, son desprovistos de indicios psicológicos para exacerbar la fisicidad en el plano, y que sea ella, la presencia del material blanco (término despectivo que utilizan los negros para denominarla), la que sea la reveladora de los enunciados y de las sugerencias.
Aunque el lamentable título español quiera que el espectador la asocie con films tipo Memorias de África (Out of Africa, Sidney Pollack, 1985), la película de Denis se debe sobre todo a la propia realizadora, que fue criada en diversas colonias africanas. No sólo supone su regreso personal a Camerún, país en el que vivió, sino que además el film actúa como el reverso de su primer largometraje. Mientras que en Chocolat (1988), la protagonista rememora su infancia, evocando un pasado dominado por la hegemonía colonialista de los blancos con respecto a los negros, en Una mujer en África todo eso se ha disuelto para dar lugar a un espacio en descomposición. Incluso se permite una especie de diálogo metanarrativo al hacer confluir en ambos films a un mismo actor: Isaach De Bankolé. El que era fiel criado de la familia en Chocolat, Protée, pasa a ser en Una mujer en África el líder revolucionario, el boxeador, el cual es escondido por la protagonista en su casa, recordando la estrecha relación que tenía la niña con Trapé en su cinta de debut. De la misma parece que retoma el fragmento que lee uno de los personajes: "Entre caras bronceadas y africanas el color blanco de la piel evoca algo parecido a la muerte", ya que si algo se transpira constantemente en su último film es la idea de la muerte y de la destrucción. Isabelle Huppert, con su palidez y su cara sin maquillaje, al ubicarla en el centro de la historia y darle la predominancia por encima del artefacto narrativo, alude a esa figura simbólica que ha conducido al caos a un país desajustado. No hay mejor imagen que su rostro tapado por una polvareda, al ser alzada por el helicóptero de los militares franceses cuando se le pide que se marche. En este panorama, como no puede ser de otra manera, los pasajes fílmicos se agolpan como jirones, con esquiva ordenación lógica, ya que no hay posibilidad de volver a un orden estable. Un caos oscurecido por un tapiz musical, en su sexta colaboración con los Tindersticks, que anega el film en una oscuridad que ahuyenta cualquier tentación melancólica. No es extraño que resuenen entre sus texturas ecos de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, especialmente a través de la silueta de su hijo, cuando éste se despoja de las capas de socialización y se desnuda en un primitivismo animal que le funde con el paisaje africano en plena ebullición.
Dado que ha sido el primer film de Claire Denis escogido por la distribución española para que encuentre exhibición normalizada (eso sí, dos años después de su realización), uno podía pensar que Una mujer en África es un film más acomodaticio que sus precedentes. Bien es cierto que los suspensorios narrativos siguen siendo débiles, pero el espectador puede sumergirse en un film que resulta menos agresivo y abstracto que precedentes realizaciones suyas. Aunque con ello es justo reconocer que ha perdido cierta capacidad de arrastre emocional, a diferencia de Beau travail (1999) o Trouble every day (2001). No obstante, en equiparación a la terquedad de su personaje principal, Claire Denis sigue indagando sobre la alteridad y las tensiones que de ello se derivan, ya que ella se siente parte integral de un entorno del que se le expulsa. Los cuerpos se funden con el panorama agreste, mediante una cámara con corta profundidad de campo, donde rebosa el dinamismo por los marcos a la hora de seguir a sus actores. Ello nos permite que sintamos la violencia racial, que respiremos el sabor amargo de la superficie diezmada por la locura de los hombres, siendo ésta una película plenamente telúrica y sofocante, ya que se hace partícipe del sentimiento empecinado de una mujer por una tierra.
[1] Paredes, Israel: Imágenes del cuerpo. Ocho y medio. Libros de Cine, Madrid, 2007.
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