El reciente estreno en España del último trabajo de Woody Allen, Conocerás al hombre de tus sueños, nos sirve de pretexto ideal para recuperar su anterior y excelente largometraje, Si la cosa funciona, film que no pudimos cubrir en su momento, pero que merece un lugar en nuestra revista.
Tengo una buena noticia que daros. Woody Allen ha vuelto. Pensareis que me he vuelto majara cuando lleva desde 1982 entregándonos una película por año. Pero no, no me refiero a su producción. Podemos convertir rotundamente el condicional en afirmativo. Sí, la cosa funciona. Está de regreso el mejor Woody Allen. El más ácido, caustico y radical. El del gag fulminante y que te provoca una carcajada instantánea; aquel que exuda una verborrea venenosa que no te deja ni respirar, con un caudal de monólogos misántropos. En esta ocasión, el realizador, con las sempiternas gafas de pasta, reparte estopa a diestro y siniestro, pero se niega a dejarnos al final con un regusto agrio. Parece áspero y furibundo pero en realidad es dulce y tierno. Estamos ante un Woody Allen kamikaze emparentado con el de Maridos y mujeres (Husband and wives, 1992), pero sobre todo con el de Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, 1997), una obra maestra incontestable. No creo que la mitomanía emborrone el criterio, porque esta vez, el amante de Nueva York, aunque vuelva a repetirse (¿cuándo no lo ha hecho?), nos trae sus mejores armas, aquellas que después han sido recogidas por el humor más sarcástico y agresivo, en series como Padre de familia. Reconozco que tengo debilidad por este Woody Allen frente a otras vacas sagradas de su filmografía como Hannah y sus hermanas (Hannah and her sisters, 1986).
El origen también es destino. Y en ese sentido Si la cosa funciona es el retorno del desterrado, tras su periplo por las Europas, donde nuestro genio bajito ha incursionado en dramas morales sobre el arribismo y aparentes comedias intrascendentes. La vuelta de nuestro Ulises neoyorkino a Ítaca resulta harto problemática y por ello, nuestro antihéroe conductor es un irredento anacoreta que se mantiene voluntariamente recluido en su muralla hosca y antisocial, como si fuese un extraño en el paraíso. Esa idea de regreso da forma a unos hechos narrados por Boris (Larry David) en forma de recuerdos. Y para ello, el largometraje, como gran parte de sus films, se trenza en un flujo reminiscente, donde esta vez las confluencias estructuran un aparato fílmico que seduce, convence y, en mi caso, entusiasma.
Comenzando por el fabuloso cómico, Larry David, que encarna el papel principal de Boris, como si fuese un afortunado cruce de ambos geniales comediantes. Tanto Allen como Larry David en su serie Curb your enthusiasm (alabado sea el film si también sirve para descubrir la magnífica serie de la HBO, todavía en antena), cuando interpretan, juegan con sus papeles como si fuesen la paráfrasis, en clave psicoanalítica, de su auténtica personalidad. Larry David sabe adaptarse al rol prototípico que se hubiese reservado para sí mismo Woody Allen, sin quedar eclipsado por ese aparente ejercicio de suplantación de personas. Consigue que Boris también parezca un trasunto del Larry David de su serie. En este caso, radicalizado y enriquecido por unas gotas netamente allenianas (la hipocondría, la sociopatía, etcétera). Para entendernos, justamente lo que no podía conseguir Kenneth Branagh en Celebrity (1998). Todo un pacto de caballeros. Porque si el humor de uno le debe en buena parte al otro, Allen le reserva un papel para él, y el otro se lo agradece interpretándolo. No olvidemos que Curb your enthusiasm no trata más que de las andanzas cotidianas de un humorista neoyorkino en un lugar tan inhóspito y tan alejado del savoir faire de la Costa Este como Los Angeles. Así, el Boris de Woody Allen conecta con la metáfora de sí mismo, desubicado tras el viaje, volviendo a su hogar, y con el papel que le ha dado fama al actor en su serie. No me negarán que el juego tiene su gracia.
Esta feliz convergencia de afinidades tiene en este guión antiguo, al que Woody Allen le aplicó un lifting para actualizar los gags, un claro cariz de punto de partida. No es la primera vez que el autor revisita Annie Hall (1977), film que actúa como punto de inflexión en su trayectoria y da forma a los aspectos más característicos del universo alleniano. No solo volvemos al minueto del Pigmalión -aquí resulta muy divertida la ingenua Melody (Evan Rachel Wood), que habla a sus amigos de su edad como si fuese el mismo Boris-, sino que formalmente, Boris se salta el espacio diegético para comunicarse con los espectadores, tal como hacía Woody Allen en Annie Hall. Pero ahora el curso ficcional no se suspende para dar paso a la interpelación, sino que los mismos personajes que le rodean no entienden qué está haciendo Boris, al hablar solo. Es por ello, una reaparición que busca ser cercana, oscilante entre varios sentimientos encontrados.
Por un lado, el propio escenario urbano de Nueva York rehúye del frío y pijo tradicional Upper East Side de sus anteriores films, para ambientarse en un encantador Greenwich Village, un singular East Village o el mítico enclave étnico de Chinatown. Pero a su vez, con el pretexto de que Melody lleva poco tiempo en la Gran Manzana, y con la posterior llegada de Marietta -la madre sureña de Melody (estupenda Patricia Clarkson)-, la fisionomía cálida y entrañable de la urbanidad neoyorkina (hogar, dulce hogar) se mezcla con la turística y ajena al residente de toda la vida. De esta manera, mediante la selección de espacios para esta sucesión de enredos y cruces sentimentales, el demiurgo expresa con suma convicción esa mezcla de sentimientos contrastados del expatriado que regresa.
No obstante, su amor a la metrópoli sigue incólume en su férrea convicción política, netamente anticonservadora. Nueva York sigue siendo ese islote paradisíaco para aquellos norteamericanos que no congregan con los Estados Unidos más reaccionarios (aquí es el Sur). Fíjense en la divertida y perversa transformación de los padres de Melody, una vez que se instalan en Nueva York. Para no desvelar demasiado, nos quedamos con Marietta. Cuando llega, es una paródica mujer sureña, snob, clasista, religiosa y reprimida, para acabar siendo una fotógrafa liberada que vive feliz en un mènage à trois nada problemático. No necesita explicarnos qué ha pasado en ella para este cambio radical. Le entendemos: Nueva York.
Me dirán que carga las tintas en exceso, que la trama (mínima) pierde verosimilitud para perderse en el artificio, que todo es una débil e irregular sucesión de situaciones humorísticas, basada en demasía en los diálogos. Quizás sean de los que hubiesen preferido un poco más de sutilidad y no tanto brochazos sarcásticos en este claro vodevil[1]. Pero yo, ¿qué quieren que les diga?, con lo que me he reído (todavía me acuerdo del gag sobre que Dios es gay), en las treinta y tres películas de Woody Allen que he visto, Si la cosa funciona me sirve para comprobar que me puede seguir dando grandes alegrías en el presente. ¡¡Woody vuelve a Nueva York!!
[1] Al respecto, fíjense cómo entran y salen los personajes en el apartamento de Boris, con un marcado carácter teatral, por si les quedan dudas de que este es un Woody Allen netamente posmoderno y metalingüístico.
Festival de San Sebastián 2009. Sección Oficial. Fuera de Competición.
Ficha técnica:
Si la cosa funciona (Whatever works) , EUA, 2009
Dirección: Woody Allen
Producción: Letty Aronson, Stephen Tenenbaum
Guión: Woody Allen
Fotografía: Harris Savides
Montaje: Alisa Lepselter
Interpretación: Larry David, Evan Rachel Wood, Henry Cavill, Patricia Clarkson, Michael McKean, Ed Begley Jr., Cassidy Gard, Lyle Kanouse, Steve Antonucci, James Thomas Bligh, Chris Nunez
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