Takashi Miike en su segunda realización en el 2009 y presentada también en Sitges, acomete la secuela de Crows Zero (2007), vista en la edición del año pasado en Sitges. Adaptación de un anime exitoso en Japón, recoge la larga tradición fílmica de enfrentamientos entre bandas juveniles iniciado en aquellos años 50, cuando películas de serie B o de bajo presupuesto explotaron el filón de la delincuencia juvenil como material fílmico para aquellas sesiones de drive-in.
Y en una edición en la que Walter Hill recoge el premio La máquina del temps, al ver las dos películas de Miike es inevitable que nos venga a la memoria aquella película de Walter Hill, Calles de fuego (Streets of fire, 1984), en la que dos bandas se enfrentaban en un ambiente algo futurista y al ritmo de música rock.
Al realizar la secuela, Miike se olvida de aquella máxima que debe suponer toda secuela: más y mejor. Contra todo pronóstico, aunque varíe la mínima anécdota argumental, las dos películas son casi clónicas en lo que se refiere a aspecto formal y armazón narrativo.
Si en Crows Zero, Genji (Shun Oguri), hijo de un líder de una organización criminal de yakuzas, se enfrentaba a los diversos grupos que poblaban el instituto Suzuran para alzarse como líder, en la segunda, nos salimos de Suzuran para que se enfrenten a la banda rival del instiuto Hosen.
Para ello, Miike realiza un ejercicio de vaciado argumental de la primera parte y una concentración argumental. Desaparece prácticamente la figura de los adultos allí ejemplificados por los yakuzas o la policía. Si en dos películas fundamentalmente masculinas, la presencia de la mujer es casi inexistente, aquí sólo se articula para dar pie al episodio humorístico (una variación que ya aparece en la anterior) y la aparición de Ruka Aizawa (Meisa Kuroki) ¿novia de Genji? es casi testimonial.
Porque estamos ante una película que supone una exaltación de la condición masculina manifestada a través de la violencia, en donde la pulsión sexual está eliminada de la ecuación. Solo lo veremos manifestado en Takashi Makise (Tsutomu Takahashi) y precisamente para formular humor a través de un comportamiento ridículo con su ineptitud en el tratamiento con las chicas.
Así pues, esta revalidación masculina que roza peligrosamente la zona de homosexualidad latente (Miike incluso se permite hacer una broma sobre esa apariencia de sus personajes) se presenta a través de la lucha. Decimos peligrosamente porque tal sugerencia invalidaría el presupuesto heroico, manifestado a través de la hombría de la que hacen gala sus personajes. No es casualidad que uno de los más claramente andróginos y, como mínimo ambiguos, Ryo Urushibara (Go Ayano), que recuerda peligrosamente a una especie de Michael Jackson nipón, resulte ser uno de los rivales más peligrosos por su sadismo y psicopatía. De la misma manera, Tatsuta Bito (Maruma Miura), que es el hermano del líder fallecido de la escuela Hosen, se mantiene fuera de la acción. No quiere implicarse. Sus facciones delicadas tampoco le ayudan mucho. No nos preocupemos. Él también acabará demostrando su virilidad en el desenlace. Así, Miike elimina cualquier posible sospecha sobre unos personajes, que quieren definirse como muy machos.
La contienda es la razón de vivir de los personajes, pero estamos ante un combate que contiene su propio código deontológico. Sólo se acepta la lucha física, el mano a mano. Tal como se comenta en Crows Zero, el valor de un hombre solo se puede mostrar a través del puño. De ahí, que se rechace cualquier tipo de arma. De hecho, el detonante de la premisa argumental, viene motivado porque en el pasado, Noboru Kawanishi (Shinnosuke Abe) mató con un cuchillo al antiguo líder de Hosen. Salido del reformatorio, los de Hosen querrán su cabeza.
Un mismo personaje que le servirá a Miike para explicarnos cómo estos jóvenes son carne de cañón de los yakuzas. No obstante, en Crows Zero, ese moralismo ya aparecía desarrollado. Miike reincide en lo mismo, negativizando a los yakuzas, no solo por su espíritu criminal y asesino sino porque también utilizan armas de fuego.
Y es que de hecho, lo que se echa falta de esta secuela, es precisamente su nula capacidad de innovación o su voluntad de adoptar riesgos en un nuevo episodio. Desconocemos el margen de maniobra que tuvo Miike dictado por los condicionamientos comerciales (la anterior recaudó más de 25 millones de dólares), pero viendo Yatterman, nos hace pensar que allí Miike liberó todo lo que aquí parece constreñido.
Por tanto, Miike se pliega a su oficio con pulcritud y artesanía en la filmación de sus coreográficos enfrentamientos, pero a diferencia de la primera, la acción aparece dosificada, casi reduciéndose a un desenlace muy deudor de la secuenciación de un videojuego. Y es con Genji y Serizawa (Takayuki Yamada) a la cabeza, que nuestros chicos de Suzuran van subiendo las diferentes plantas del edificio Hosen, donde en cada planta se van encontrando con un rival cada vez más peligroso hasta llegar al enemigo final en el terrado.
No nos sorprenderemos a estas alturas, y más en una película nipona destinada a un público joven, que animé, videojuegos y cine acaben mezclándose en una mixtura muy de nuestros tiempos.
En definitiva, aunque nos extrañemos ante un melodramatismo un tanto histriónico, fruto de nuestra visión occidental de observador distante, los dos filmes de Crows Zero (lástima que los dos sean fotocopias) no dejan de ser un producto ameno en el que se habla de valores como la lealtad (gráficamente explicitada por una sumisión galopante al que se denomina como líder), la fortaleza y la sublimación masculina a través de la violencia.
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