Alexander Sokurov, director ruso de larga trayectoria, con una prolífica filmografía tanto en ficción como en la realización de documentales, alcanzó la consagración internacional en un tardío 1996 con Madre e hijo (Mutter und Sohn). La que nos ocupa, vendría a complementar a ésta en una segunda exploración sobre las relaciones familiares. Director de fuerte raigambre pictórica, en Padre e hijo, excava en las profundidades del deseo como si estuviésemos en un sueño. Expresarlo en estos términos para hablar de una película que se cierra, y nunca mejor dicho, en la relación entre un padre y un hijo, puede deducirse un componente incestuoso. Nos cuesta entender una pasión amorosa desligada de una fuerza sexual. Esos cuerpos que se buscan parecen expresar una atracción. Pero, ¿puede expresarse ese amor en términos paterno filiales?
A ese interrogante nos adentra Sokurov. Y en ese misterio debemos quedarnos subyugados[1]. A través de formas capaces de evocar sensaciones mediante la abstracción del tiempo y el espacio. En esa indeterminación de las dimensiones que rigen la condición humana, la mirada detallista del físico no lo objetiva. Sino que abre la puerta a la emoción más extrema. Y con ella, el cuerpo se subjetiva en toda su plenitud para así expresar las pulsiones y latencias más profundas del ser. La secuencia de abertura, tremendamente provocadora, en cuanto nos introduce en el largometraje, es un claro ejemplo de lo mencionado. En ella vemos dos torsos desnudos presumiblemente uno encima del otro. El detalle se centra en unos brazos masculinos que tratan de retener los del segundo y donde oímos una respiración entrecortada. Unas exhalaciones que bien podrían parecer un aliento sexual. Pero lo que escuchamos no parece encajarnos del todo con lo que vemos. Esta fruición da paso a un primerísimo plano de una boca que se abre, emitiendo un profundo gemido. Todo parece indicar que son dos cuerpos que retozan en el acto sexual y uno de ellos alcanza el orgasmo. Para a continuación, dejarnos ver, como uno de los hombres semidesnudo mantiene en su regazo al más joven. Padre e hijo en una comunión absoluta y todo ello expresado mediante la parcelación del físico.
En ese sentido, la verdadera formalización de la subjetividad pasa por dos deseos primarios: eros y tánatos. Sokurov indaga sobre el primero mediante una expresión plástica, excelente y embriagadora, que se nutre de la luz radiante y cegadora del verano en su plena efervescencia. Por eso, aunque se encuentren sumidos en la absoluta oscuridad de su apartamento, sus rostros permanecerán invariablemente esclarecidos por los rayos de sol que se filtran por las ventanas. Pero no estamos ante un claroscuro tenebrista fruto de ese contraste. La oscuridad no borra los contornos de la habitación y los primeros planos de los rostros iluminados permiten que focalicemos nuestra atención en el fulgor de las caras. Es, como hemos dicho, una operación estética, que en su preeminencia sobre el aspecto corporal, permite la expresión suprema de un estado pasional. El cual se cataliza a través de una fisionomía fluida que parte de una (bella) masculinidad neoclásica. Por ello, son entes físicos en continuo desplazamiento. En el mismo apartamento, se mueven bajo una fuerza centrípeta sobre sí mismos, trazando en su oscilación, un ballet que recuerda a algo de la ritualidad del ejército, su contexto más inmediato. Y en ese flujo, cuando se detienen frente a frente, se manifiesta la vibración interna de las fuerzas que gravitan en su interior. Unas fuerzas que tienen algo de reto, en cuanto el descendiente desea romper ese vínculo estrecho. En ese momento, el hijo le tocará la línea de las cejas al progenitor, para acto seguido, tocarse la suya. Después la mejilla del padre, para reconocerse la suya. Hay una búsqueda en el contacto físico que responde a cuánto hay de pertenencia del vástago en el procreador. Lo hemos dicho, la clave, la esencia, es el misterio, no las respuestas. Lo que importa es la indagación a través de la expresividad del cuerpo como sustancia subjetiva que corporeiza los impulsos. Y dado que es un territorio difuso, en cuanto el latido sexual parece pedir protagonismo en el subtexto relacional, Sokurov lo visualiza mediantes filtros de cámara y lentes especiales que buscan dotar a la imagen de un halo onírico. Recuérdese esos primeros planos de padre e hijo en el mismo apartamentos visto tras una radiografía.
No estamos pues, ante un esteticismo brillante[2]y poético pero vacuo y artificial. Ya que niega la distancia de la observación. Nos interpela mediante la sensación. Los sentidos como fuente de estímulos que aviven nuestra propia subjetividad.
Este tratado majestuoso inusual y extremo sobre el cuerpo, bajo una sugerente estilística visual, puede verse emparentado con la cosmogonía fílmica de Claire Denis. Especialmente con Beau travail, (1999), ambientada también en un universo masculino en un entorno militar. Y como Sokurov, trata de escrutar el cuerpo mediante similares impulsos creativos, provocando una misma reacción en el espectador.
Y no, no puedo dejarme de lado el universo turgente, convulso y masculino de Jean Genet. Esa manera que tiene Sokurov de hacerle hablar al cuerpo. Esa forma de mirarse entre padre e hijo, para expresar una tensión soterrada que atenta con romper su unión. La forma de recorrerse, mirarse y explorar el cuerpo como catalizador de deseos prohibidos, puede verse en películas como Poison (1991) de Todd Haynes, director del que hablamos en este mismo número, de su último film, I'm not there (2007). O por supuesto, bajo un exarcebado kistch crepuscular, Querelle (1982) de Rainer Werner Fassbinder. Sokurov no implica su mirada de un alto contenido homoerótico como sí lo realizan las dos plasmaciones visuales más acertadas de Jean Genet. Pero como ya realizara Claire Denis, juega con la ambigüedad. La presencia del cuerpo masculino en lugar preeminente y esa factura visual plenamente sugestiva, sitúa su film en un enclave pleno de insinuaciones. Y el enigma del cuerpo sigue vivo para futuras exploraciones.
[1] El mayor daño que se le puede hacer a este film es leer peligrosas sinopsis que anulan el misterio, y con él, el poder de sugerencia que Sokurov trabaja tan magistralmente por la vía de la experiencia estética.
[2] Del que destaco, los planos filmados con una lente convexa desde el tranvía en movimiento, acompañando al hijo en su viaje por su localidad. Lo cual nos permite ver las calles de la bellísima Lisboa, donde estuvo rodada. Como si la imagen estuviese sometida a una anamorfosis.
Festival de Cannes, 2003. Premio FIPRESCI.
Ficha técnica:
Padre e hijo (Otets y syn), Rusia, 2003
Dirección: Alexander Sokurov
Producción: Thomas Kufus, Roberto Cicutto, Igor Kalyonov, Els Vandevorst, Ineke van Wierst
Guión: Sergei Potepalov
Fotografía: Aleksandr Burov
Interpretación:Alexander Rasbash, Andrej Shetinin, Alexei Nejmyshev, Martina Zasukhina, Fedor Lavrov
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