A nadie se le escapa la apreciación de esa inclasificable (por estimulante, a la par que incómoda) moda del audiovisual de hoy, dedicada a la incansable reformulación de los clásicos subgéneros del terror protagonizados por criaturas sobrenaturales. Tras el antojo machacón que hizo del siniestro vampiro un producto candoroso y sensiblero -gracias o por culpa de la saga Crepúsculo, que contaría con una versión de dos rombos en la explícita True Blood- de exclusivo consumo juvenil, llegó el turno de los zombis. Pese a no focalizarse de una manera tan descarada sobre un tan limitado target, The Walking Dead no esconde la intención de aprovechar la boyante coyuntura catódica en materia de seriales (por otro lado, también consumidos en buena medida por un público joven) para lograr sobresalir gracias a la factura de unos excepcionales efectos especiales que, más que alimentar visualmente una ficción (y son los mejores zombis que se verán en largo tiempo), pretenden teorizar sobre las posibilidades reales de una futurible distopía -no muy lejana- donde el ser humano se halle al borde de la extinción.
El imaginario de The Walking Dead queda lejos de aquellos inicios de serie B donde los muertos vivientes solían aparecer vinculados al misticismo y la magia negra haitiana (bajo el paradigma de I Walked with a Zombie -1943- de Jacques Tourneur), para más tarde adquirir su propia personalidad cinematográfica y ganarse un hueco en la memoria de la cultura popular gracias al brío del gran George A. Romero. Pero, esa despreocupación con la que fue concebida la versión 2.0 de los chupasangres sirvió para que el desahogo cundiera en la promoción del subgénero zombi (variantes como la de los infectados aparte), que incluso ha llegado a tontear con más pena que gloria con la comedia (Shaun of the Dead -Edgar Wright, 2004- y Zombieland -Ruben Fleischer, 2009- conforman un oasis de eficacia en medio de un mediocre desierto).
Sin embargo, el éxito de la serie de Frank Darabont no se debe solo al proceso que pasa por desempolvar al tradicional "muerto viviente" para maquillarlo en una boutique de FX, sino sobre todo, a la fusión de dos de los medios que han experimentado un mayor desarrollo en los últimos años: televisión y cómic (se basa en la novela gráfica homónima de Robert Kirkman y Tony Moore). La prospección por la que ambos han llegado a erigirse como dos de los canales más solventes para el triunfo de las ficciones, incluso superando al cine en cuanto a producción, rédito y calidad narrativa, queda esbozada en títulos como The Walking Dead. Que una serie de zombis no se encuadre de manera automática bajo el género de terror, acaso bajo una adictiva combinación de drama y suspense (lo que le permitirá alargarse varias temporadas, en la estela de su longevo original) y que minimice la acción, al tiempo que es capaz de mantener unas cotas elevadísimas de share, son síntomas de una incuestionable trasgresión de firma autoral.
La segunda temporada se estrenará el próximo 16 de octubre y la expectación acumulada es enorme, debido a la escasa duración de su primera entrega, que apenas contó con seis capítulos (en esta temporada se han filmado trece). Por desgracia, el temor a no cuajar entre un público entregado al potencial televisivo y a la recuperación de los clásicos es el motivo por el que la minoritaria pero emprendedora cadena AMC, pese a haber cosechado grandes triunfos con series como Mad Men, Breaking Bad o la más reciente The Killing, aún no se siente con fuerzas para competir con las todopoderosas networks en la franja del prime time.
En cualquier caso, la exportación de un apocalipsis zombi al formato televisivo se antoja especialmente sugerente. El argumento es más que razonable: aparte de tratarse de una temática inédita para el medio, sería imposible pronosticar un desenlace asequible, es decir, la pérdida de la esperanza por parte del hombre le mantiene sin un objetivo vital más plausible que el de la mera supervivencia. Al mismo tiempo, entrarán en juego unas forzosas relaciones sociales entre un grupo de extraños que debe decidir entre solidarizarse con el bien común o mirar por sus propios intereses. Algo que ya nos suena por la definitiva incrustación del jugoso fenómeno del reality (por culpa de esa misma televisión capaz de lo mejor y de lo peor) en el espectro de la cultura popular del aún verde siglo XXI.
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