En la efervescente década del sesenta, el cineasta alemán Werner Herzog (1942) debutó con su opera prima llamada Signos de vida (Lebenszeichen, 1968); en ella narra la historia de un afligido soldado alemán, quien cae en una desenfrenada demencia. La elección de la temática y del tipo de personaje no fue arbitraria, al contrario, desde el inicio de su carrera cinematográfica, la desmesura y el exceso serán una constante; al igual que sus personajes. Seres marginales, sufridos y antihéroes, formarán parte de su universo y estilo cinematográfico. "Quedan muy pocas imágenes libres -dijo Herzog-. Todo está construido; las imágenes son casi imposibles. Veo algo en el horizonte que la mayoría de la gente no ha visto aún; busco plantas que no existen y paisajes que se sueñan. A menudo, por supuesto, esto entraña riesgos que yo no dejaría de aceptar. Ya no es fácil encontrar imágenes puras y transparentes en este planeta".
Esa búsqueda hacia nuevos horizontes lo llevó a construir un mundo formado por desenfrenos y excentricidades. La idea de ir más allá de los límites previstos en un rodaje fue uno de sus objetivos. Será precisamente por ese camino, que sus personajes tradujeron esa misma pasión hasta lidiar con el cinismo y la locura.
Durante su juventud, Herzog conoció al actor alemán Klaus Kinski (1926-1991), de quien supo de inmediato que sería capaz de interpretar sus fantasías, sus caprichos y excentricidades. Kinski no sólo era tan apasionado y desmesurado como él, sino que era un ser cólerico, egomaníaco, incisivo, adicto al sexo, pasional hasta el paroxismo, talentoso y obsesivo. Un hombre que, debido a sus exabruptos, se pedía a sí mismo clemencia. Pero también fue una persona capaz de amar a sus hijos y a la naturaleza hasta la exaltación.
A pesar y, gracias, a la volcánicas personalidades de ambos, la funcionalidad del tándem Herzog-Kinski demostró su éxito a lo largo de cinco films compartidos, los cuales lanzaron internacionalmente la carrera profesional de ambos.
El comienzo de su relación laboral fue a partir de Aguirre: la ira de Dios (1972), donde Kinski interpretó a un megalómano conquistador español, que en busca de oro se aventuró hacia tierras peruanas sin que nada ni nadie se lo impidiera. Las condiciones del rodaje fueron tan adversas como la experiencia de trabajar juntos. Años más tarde, Kinski en su libro biográfico Yo necesito amor lo relata de esta manera:
"Con toda la armadura puesta, me caigo en un charco pantanoso; intento liberar mi cuerpo del fango, pero me hundo cada vez más. Grito, inflamado de furia ciega:
─ ¡Yo me largo! ¡Aunque tenga que remar hasta el Océano Atlántico!
─ Si te largas, acabo contigo -dice ese calzonazos de Herzog, con cara de susto debido al riesgo que está corriendo.
─ ¿Cómo vas a acabar conmigo, bocanazas? ─le pregunto, con la esperanza de que me ataque y así pueda matarlo en defensa propia.
─ Te voy a disparar ─balbucea como un paralítico con el cerebro reblandecido─. Ocho balas para ti, y la última para mí.
El rodaje continó, y la ira de Kinski también. Así se refería a Herzog: "Es un individuo miserable, se me pega como una mosca cojonera, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de la cabeza a los pies. Su supuesto ‘talento' consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. Impulsado por un ansia patológica de causar sensación, provoca él mismo las más absurdas dificultades y peligros y pone en juego la seguridad e incluso la vida de otros, sólo para después poder decir que él, Herzog, ha domeñado fuerzas aparentemente insuperables. Para sus películas echa mano de personas poco desarrolladas mentalmente y de diletantes, a los que puede manejar a su antojo (¡y, supuestamente, hipnotizar!), y a los que paga un salario de hambre, y eso si les paga. El resto son tullidos y abortos de todo tipo, a fin de parecer interesante. No tiene la menor idea de cómo se hace una película. Ya ni intenta darme instrucciones. Hace tiempo que ha renunciado a preguntarme si estoy dispuesto a llevar a cabo sus aburridas chorradas, ya que le tengo prohibido hablar".
Según Werner Herzog, estos insultos fueron una maniobra publicitaria planeada por ambos. Tal vez lo fue, tal vez no.
A pesar de aquella experiencia, el segundo proyecto compartido fue una versión más libre de Drácula de Brian Stoker, llamado Nosferatu, el vampiro (1979). El film logró el merecido homenaje al maestro F. W. Murnau y reflejó la versatilidad de un Kinski que volvió a brillar en su caracterización romántica y tenebrosa del vampiro.
El tercer encuentro los lleva a filmar Woyzeck (1979) basada en una novela expresionista alemana, donde Kinski interpreta a un infeliz soldado continuamente humillado y sometido por sus superiores. Esa frustración lo llevará a sucumbir en una tragedia de locura y sangre.
Su próxima película los regresa, nuevamente, a Perú, a enfrentar el megaproyecto de Herzog, Fitzcarraldo (1982). El film narra la historia de Brian Sweeney Fitzgerald (Kinski), un excéntrico amante de la ópera del siglo XIX, que desea llevar la música de Enrico Caruso a los indígenas peruanos, empujando un barco de vapor por sobre una montaña que dividía dos ríos. El film resultó ser una proeza ambiciosa cargada de conflictos y tragedias durante el rodaje, que desgastó la relación entre el director y actor, y llevó a Herzog a sufrir una grave crisis nerviosa.
Su última y más turbulenta colaboración fue en el film Cobra verde (1987) donde Kinski personifica a un aventurero, Francisco Manoel Da Silva, traficante de esclavos; un hombre consumido por sus sueños y azorado por la vida que lo rodea. El más pobre entre los pobres, que consiguió convertirse en el comerciante de esclavos más importante de Brasil. Durante el rodaje, Kinski golpeó a Herzog y abandonó la filmación sin haber concluido la película. Dicho episodio dio fin a su relación de tantos años.
El repaso por la obra de Herzog es el repaso de la carrera actoral de Kinski como si fueran dos caras de una misma moneda. El fruto de una simbiosis, que pareciera indisoluble. Si bien, la categoría de actor fetiche funciona, generalmente, como el alter ego del director, en esta dupla no responde a esa premisa, más bien resulta ser un encuentro empático. Dos excentricidades frente a frente, que se admiraban y duplicaron sus egos hasta llegar a desvanecer el límite entre el amor y el odio.
¿La genialidad de un director puede estar potenciada, y amparada, por el desempeño de un actor, y viceversa? Podríamos pensar en voz alta quién fue fetiche de quién. Si bien sabemos que el convocado fue Kinski, también es cierto que ambos han visto beneficiadas sus carreras. Entonces, si el fetichismo, como definición, es una adulación hacia un objeto o hacia un ser, en este caso la devoción implica una declarada admiración hacia otro, que también puede ser recíproca, correspondida.
El fetichismo deposita la fe en el otro con cierta religiosidad. De ahí, su grado de continuidad y perseverancia. Toda relación fetichista va en busca de un beneficio, a partir del objeto admirado y utilizado como tal, a cambio de fidelidad y compromiso. En la relación entre un ser y su fetiche hay un intercambio de intereses. Un beneficio que puede llegar al usufructo del otro. Asimismo, el paso del tiempo, en una larga relación de fetichismo, sufre un desgaste que termina por separarlos. Tal fue el caso entre Herzog-Kinski.
Luego de ochos años de la muerte de Klaus Kinski, el director alemán realizó un documental a modo de homenaje, bajo el paradójico y comercial título Mi enemigo íntimo (Mein Liebster Feind, 1999). En él afirma que llegaron a amenazarse de muerte en varias ocasiones pero que, sin embargo, "nos respetábamos, incluso cuando queríamos matarnos"; también dijo: "A cada cana que tengo en mi cabeza la llamo Kinski". El documental se remite al inicio de la relación de ambos, cuando en la década del cincuenta el director compartía un departamento con el actor. En un arrebato de fuerza desatada, Klaus podía destrozar el mobiliario del apartamento sin causa aparente. Esa extraña personalidad del actor fascinó a Werner y devino en una fuerte amistad que con el paso de los años se convertiría en una difícil relación.
Herzog, a lo largo de su filmografía, dio muestras de una concepción poética de la belleza, del tiempo y de la naturaleza que ha conjugado con una grandiosidad única y que sólo un actor como Kinski pudo traducir. Ambos supieron ensamblar su concepción del arte y del cine, dejando un singular legado en la cinematografía alemana.
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