En la pantalla siempre vemos un mundo orgánico y articulado en el que viven los personajes bajo unas coordenadas espacio-temporales determinadas. El dispositivo cinematográfico permite una gran libertad para manejar dichos parámetros que sustentan los relatos y construir así instancias narrativas de una gran diversidad.
Sabemos que el cine contemporáneo (el cacareado cine posmoderno), desde la llegada de los Nuevos Cines, nacidos a finales de los años 50 y expandidos hasta finales de los 70, incide con especial insistencia en desarticular la unidad narrativa y la linealidad clásica. Dimensiones bifurcadas, alteraciones cronológicas y demás modificaciones estructurales para desarticular el concepto unitario del cine clásico. Pero no es cierto, que dichas perturbaciones no se diesen con anterioridad. Solo es una cuestión de énfasis. Las disposiciones temporales no siempre se han seguido linealmente y siempre existieron autores y creadores inquietos que se plantearon expresiones artísticas que rompían la vectorialidad tradicional.
Vamos a ver mediante cuatro ejemplos cómo el cine, cuando concibe el tiempo bajo una línea cíclica, permite describir situaciones de pesadilla. Unas, las de Perversidad y A quemarropa, como un elemento externo, el destino, absorbe y sobrepasa a los personajes embargándolos en un diagrama existencialista y pesimista. Otras, a través de Polanski con Repulsión y El quimérico inquilino, para comprobar cómo la oscuridad parte de nosotros mismos, por lo que la circularidad fatal, en Polanski, surge de una fractura interna.
1.- El círculo como fatum griego: Perversidad y A quemarropa
En el cine, y el film noir lo supo captar muy precozmente, dibujar el tiempo cinematográfico bajo una órbita elíptica, no solo da una firme sensación de clausura a la historia, sino que puede evocar un fatalismo del que no podremos escapar. El gran genio de Billy Wilder lo supo perfilar con meridiana claridad en su film capital dentro del género: Perversidad. El film se abre y se cierra con el memorándum a modo de confesión que recita nuestro malogrado protagonista, para embargarnos en un largo flashback, recurso distorsionador temporal favorito del género. Wilder combina los dos recursos retóricos prototípicos del film noir (el flashback y la voz en off) para configurar un tiempo subjetivo pautado por una enunciación. La voz de Walter Neff (Fred MacMurray) desgrana una cronología que lleva consigo una fatalidad interiorizada. Al cercarla en una estructura circular se enfatiza la inevitabilidad y con ella, Wilder le da forma al tropo del destino.
En A quemarropa, John Boorman recluye la trama en la misma localización, la vieja prisión de Alcatraz, para acentuar igual finalidad trágica. Pero aquí es un tiempo con tintes irreales, dada la condición de revenant de su protagonista. Es la puesta en escena de un regreso fantasmal, algo que John Boorman enfatiza filmando con frecuencia a Walker (Lee Marvin) detrás de telas, cortinas y pantallas que difuminan su silueta. Ese halo espectral de Walker da forma al dead man walking en el que se ha convertido, tras la traición de su mujer y de su amigo. También el Walter Neff de Wilder, otro traicionado por una mujer, nos dirá en un momento que ya no oye el ruido de sus pasos, cuando presiente el final al que está abocado. Por lo que, las muertes con las que se da fin a las historias son casi redundantes o, en todo caso, apuntalan los dos ejes desde los que se cose la esfera. Tanto Walter como Walker son muertos en vida. Mientras que el Walter de Perdición se deja caer en la inexorabilidad del destino para mostrarnos la fuerza de las redes maquiavélicas de una de las mejores femme fatale del cine, Walker nos indica que vuelve de la muerte para vengarse. Tal como le dice a Chris (Angie Dickinson), él ya murió en Alcatraz.
La misantropía de estos dos creadores no deja espacio a que sus taimados protagonistas puedan zafarse de un final al que están abocados desde el principio. Por supuesto, existe un fuerte componente moral, ya que ambos han sido corrompidos por la codicia del dinero. El vil metal les mete en una odisea sombría de la quedarán atrapados. Uno, el Walter de James M. Cain adaptado por Wilder, digamos que queda más o menos exime, por su docilidad estúpida al dejar seducirse por los cantos de sirena pérfidos de una Barbara Stanwyck inigualable. El Walker de Boorman, ya es impenetrable ante las mujeres. Su propia mujer, atosigada por la culpa, se da fin a sí misma y bueno, Chris es un mero objeto para sus fines. La mujer reduce su papel protagonista a ser una donante de Walker, porque la traidora no merece espacio. Solo para mostrarla en su acto vil y en su gesto final redentor. Puesto a elegir misoginias, mejor la de Wilder, ¿no?, que demuestra que la mujer, cuando el hombre va, ella ha vuelto varias veces.
2.-Mentes quebradas en círculos viciosos: Roman Polanski. Repulsión y El quimérico inquilino
Polanski es el maestro de las atmósferas opresivas y claustrofóbicas. Entre la famosa Rosemary del edificio Dakota, nos permitió viajar a dos mentes dislocadas que comparten, en común, el desmoronamiento de la causalidad clásica. El curso temporal se disgrega en partículas desencajadas fruto de los delirios psicológicos de sus protagonistas. Pero en ambos casos, Polanski, muy dado a las estructuras circulares, la atomización paranoide, rica en delirios y alucinaciones, viaja siempre en una representación simbólica de lo que es el cerebro. Y para ello, a vueltas con la figura geométrica perfecta, para certificarnos que, en realidad, en ningún momento hemos salido de la cabeza de sus protagonistas. Así sucede tanto en Repulsión como en El quimérico inquilino (film al que hay que reivindicar desde ya). Ese regreso al punto de partida nos permite en Polanski, precisamente eso, viajar en un terreno acotado y definido, a pesar de su abstracción, por los vericuetos laberínticos de una subjetividad plenamente desestabilizada que no tiene fin.
En la adquisición que va adquiriendo el espectador, siempre se parte de un mundo ordenado que progresivamente va dando señales de disfuncionalidad. La turbiedad que cada vez se hace más irrespirable para sus protagonistas, enclaustrados en espacios cerrados, como son los dos apartamentos en los que se aprisionan tanto Carole (Catherine Deneuve) como Trelkovsky (Roman Polanski), construye una impresión en el espectador conforme estamos en un bucle sin fin.
No podrían concebirse los grandes logros expresivos de un David Lynch, si previamente no hubiesen existido esos mundos de Polanski, ambiguos y colindantes, que se diluyen en un magma que desencaja al espectador, sumiéndolo en una situación sofocante, en ese difícil discernimiento entre cordura y enajenación, entre lo que hay y lo que se percibe, donde vemos cómo la realidad física acaba contaminada por la interioridad. De hecho, si las he seleccionado es porque entre Repulsión y El quimérico inquilino existe una gradación ascendente de esa indeterminación que comentamos. En Repulsión, Polanski nos abre con un primerísimo plano del ojo de Nicole del que nos vamos alejando. Ese ojo, como compuerta entre el exterior y el interior de Nicole. Porque lo que veremos será eso, lo que Nicole siente y percibe de un mundo donde permanece ensimismada. Polanski, para acentuar esa circularidad por la que viajamos, finaliza con un zoom de acercamiento hacia esa foto familiar que acaba entrando en el mismo ojo de Nicole, cuando era niña. Aquí Polanski todavía permite al espectador que pueda distinguir entre las dos dimensiones, la externa y la interna, dado que los elementos oníricos van haciendo acto de aparición en una línea ascendente. La opacidad difusa contamina e intersecciona, pero el espectador queda asido cómodamente; nosotros nos quedamos fuera del dislate de Nicole. Y además con ese retorno al ojo de Nicole, nos permite concluir con una explicación del desequilibrio psicológico, fruto de una violación de su padre cuando era niña.
En El quimérico inquilino, la forma circular está más elaborada, sindicada por dos suicidios, el de Simone Choule y el de Trelkovsky, mutado en una reencarnación, en contra de su voluntad, del espíritu de Simone Choule, que le irá gobernando de forma imparable. Como, al final del film, comenta sarcásticamente, el policía a los miembros de la comunidad (que no tienen nada que envidiar a los posteriores de Alex de la Iglesia): ¿con ustedes, qué pasa, los compran al por mayor? Así, el rizo es más retorcido porque es como si en realidad fuésemos testigos dos veces del mismo suicidio. Y aquí Polanski se deja de explicaciones racionales y directamente nos inserta en un mundo plenamente incierto. Ya no tenemos el privilegio de quedarnos afuera para una mejor comprensión. Cada uno que interprete lo que quiera, porque el espacio ya es totalmente indiscernible. Ya no sabemos en qué plano nos movemos, por lo que el círculo vicioso ya nos afecta a nosotros mismos. Grande, genio Polanski.
Filmografía:
Perdición (Double indemnity). Billy Wilder, EUA, 1944.
Repulsión (Repulsion). Roman Polanski, Reino Unido, 1965.
A quemarropa (Point black). John Boorman, EUA, 1967.
El quimérico inquilino (Le locataire). Roman Polanski, Francia, 1976.
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