América Latina. No futuro

Por Liliana Sáez

Secuestro ExpressEl cine de violencia se ha constituido ya en un género con cualidades propias. Surgido de esa barrera indefinida en la que lindan el terror y el policial, ha ido desarrollando personajes psicopáticos y situaciones extremas que muchas veces dejan de lado la compasión, logrando una gran descarga adrenalínica en el espectador.

Aunque si miramos hacia atrás, encontraremos, tanto en el western como en el cine de artes marciales, el germen de un género que se ha vuelto predilecto para un amplio sector  de público. Sin embargo, si comparamos, aquellas películas –en las que los malos eran malísimos y los duelos un espectáculo de destreza– empalidecen frente al refinamiento de las escenas que hoy vemos. Es en esos extremos en que se ha venido desarrollando el cine que hoy nos ocupa: Oriente/Occidente. Ambos hemisferios han brindado lo más sofisticado en torturas y asesinatos.

Existe, acerca de este tema, un cine más marginal, en el que el victimario ya no es un individuo (generalmente un psicópata), sino un ente con poder (habitualmente un gobierno), y las víctimas no se reducen a una serie calculada de personajes frágiles y débiles, sino a un colectivo, que integra poblaciones enteras.

América Latina es una región signada por los vaivenes de la política, con ejércitos elitistas, que creen que en sus armas reside la voluntad del poder. Estamos hablando de tierras colonizadas y explotadas más de una vez. Hay una corriente común que las recorre, donde la injusticia social, el analfabetismo y el hambre son las consecuencias de la violencia.

La toma de conciencia, en el cine, de esa situación violenta se llevó a cabo a finales de los 60, cuando Latinoamérica vio surgir una cinematografía que hablaba con voces regionales y particulares de un mismo tema. El brasileño Glauber Rocha teoriza sobre estos aspectos en sus textos "Estética de la violencia", "Estética del hambre" y "Estética del sueño", como los tres caminos para salir de una situación que cincuenta años después aún perdura: "El comportamiento normal de un hambriento es la violencia, pero la violencia de un hambriento no es por primitivismo: la estética de la violencia, antes de ser primitiva, es revolucionaria, es el momento en que el colonizador se da cuenta de la existencia del colonizado. A pesar de todo, esta violencia no esta impregnada de odio sino de amor, incluso se trata de un amor brutal como la violencia misma, porque no es un amor de complacencia o de contemplación, es amor de acción, de transformación" ("Estética de la violencia", Génova, 1965).

Así, Latinoamérica dio obras como Dios y el diablo en la tierra del Sol (Glauber Rocha, Brasil, 1964), Ukamau (Jorge Sanjinés, Bolivia, 1966), Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, Cuba, 1968), La hora de los hornos (Fernando Solanas, Argentina, 1968), El chacal de Nahueltoro (Miguel Littín, Chile, 1969)... verdaderos íconos de una cultura que buscaba la transformación de esa injusticia social, y lo hacía instando a la violencia para cambiar la situación de su realidad. Un llamado a armarse, a combatir, a subvertir un orden establecido.

La virgen de los sicariosLo dicho, han pasado cincuenta años y el cine latinoamericano sigue hablándonos de las mismas situaciones injustas. Cada país con su realidad, desde México hasta la Argentina, una gran injusticia infecta a la región. Si Arturo Ripstein, en La mujer del puerto nos narra la historia de una joven mexicana que aborta y en su ignorancia acude a rudimentarios sistemas quirúrgicos; si Jonathan Jakubowicz, en Secuestro Express, con su sino de agria comedia costumbrista, nos muestra una realidad que contabiliza sesenta muertos por día en Venezuela; si Barbet Schroeder en La Virgen de los Sicarios nos cuenta cómo se ha instalado el narcotráfico en Colombia; si Fernando Meirelles en Ciudad de Dios se interna en las favelas de Río de Janeiro para narrar la historia de  un grupo de amigos que pasan la frontera de la ley; o si Bruno Stagnaro nos acerca a la pequeña pero triste historia argentina de un grupo de seres desprotegidos en Pizza, birra y faso; digo... si estos autores y sus películas nos hablan de una situación conocida, con sus matices regionales, es que aún perdura aquel motivo que indujo a que espontáneamente surgiera paralelamente al boom latinoamericano de literatura, un cine regional que se expresaba sin copiar modelos importados, sino conjugando las estéticas de las grandes escuelas, más un ingrediente autóctono, que era el hambre de cada región. Los coletazos de aquel cine siguen permaneciendo en las realizaciones de estos cineastas.

La influencia es evidente; aunque desprovista de la militancia política que tenían aquellos autores, mantiene las mismas inquietudes: mostrar la situación injusta, el poder de una fuerza superior, corrupta y represiva que intentará acallar esos gritos y esos desvíos que provoca la misma situación: el robo, el narcotráfico, la violación... La violencia se da en los 90 en dos vertientes estéticas, que parecen heredar aquellos parámetros del Cinema Novo (Brasil), de Un cine para el pueblo (Bolivia) o del Tercer cine (Argentina), pero despojadas del contenido político de los 60/70. Una de las líneas es el realismo más crudo y descarnado; la otra, la estilización de personajes, paisajes y situaciones, a través de la puesta en escena virtuosa, significativa, subliminal en algunos casos y literal en otros.

La herencia del venezolano Clemente de la Cerda está casi ausente en Secuestro Express, pero respira en la argentina Pizza, birra y faso. En el mismo tenor filma Arturo Ripstein La mujer del puerto. En cambio, Ciudad de Dios es un canto a la fotografía, a los encuadres audaces, que juegan con la verosimilitud de manera peligrosa. En este mismo sentido, Secuestro Express suele dejar en segundo plano la crítica social para demostrarse como un artificio genialmente armado. Y en el límite entre estas dos vertientes encontramos una mirada extranjera, la de Barbet Schroeder, que en La Virgen de los Sicarios adapta una novela del colombiano Fernando Vallejo, que guarda también un paralelismo con Memorias del subdesarrollo, de Gutiérrez Alea. Ambas historias centran su atención en el intelectual que, dada una situación social o política extrema, baja de su torre de marfil para insertarse en la realidad y verse transformado por ella. La violencia que le ofrece ese entorno es lo que le permitirá una reflexión, que se constituirá en el corpus del film.

Ciudad de DiosSi bien hemos hecho referencia a obras que retratan realidades muy diferentes, a todas las recorre una sola línea vertebral, la desigualdad económica, que lleva miseria para la gran mayoría, porque como dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano (entrevistado por TN el 3 de enero de 2010): "En la ley del Dios Mercado, las ganancias se privatizan y son de unos pocos, mientras que las deudas se sociabilizan y son de todos". Esto genera las consecuencias obvias: hambre, violencia, injusticia, delincuencia y la aparición de un fenómeno relativamente novedoso, las drogas, que en los 60/70 sólo servían como inspiradoras de nuevas sensaciones y hoy para paliar el hambre, el frío y el fracaso.

Las cintas más recientes nos ofrecen historias sin punto de fuga, no hay posibilidades para esas víctimas, están condenadas de antemano. Lo sabemos desde el comienzo del film, sólo vamos a ver cómo nos cuentan una realidad que está a la vista en los diarios de cada día, y no sólo en la página roja, sino en la primera plana. Muertes colectivas, secuestros extorsivos, robos armados, asesinatos inducidos por la droga, la violencia contra los viejos, contra hombres desarmados, contra las mujeres, contra los niños... situaciones incontenibles, que integran una espiral de la que no hay salida.

Mientras la industria norteamericana nos ofrece un muestrario de violencia gratuita, aparentemente injustificada, que satisface la fruición de cantidad de seguidores de lo bizarro, de lo espectacular o de lo perverso (aunque hay que reconocer que el cine oriental le ha servido de inspiración, a tal punto que la industria ha engullido a algunos de sus directores, como John Woo), el cine latinoamericano posa sus ojos en lo que tiene para ofrecer: una realidad que capta la atención de los jurados festivaleros, que a pesar de su envoltorio espectacular, mantiene un discurso tácito de no futuro.

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