Aviso: si no ha visto el final de la serie, le recomendamos que no lea este artículo.
De unos años a esta parte hemos venido observando cómo la ficción televisiva, poco ha poco, ha ido sobreponiéndose al cine en éxito y calidad. Las series norteamericanas, gracias al apoyo de cadenas y productoras y, sobre todo, gracias a la aptitud de sus autores (actualmente se maneja el concepto "series de autor") para desarrollar nuevas formas narrativas y, en definitiva, un nuevo lenguaje dentro del panorama audiovisual, gozan hoy de un buen número de adeptos siempre en incremento, incluso una vez finalizadas.
Así las cosas, no es de extrañar que el reciente final de Lost suscitara tamaña expectación, de una magnitud mundial sin precedentes para un evento de sus características, seguido en directo por casi 60 países. Y, ¿cuál ha sido el resultado? Un fiasco menospreciante y generalizado. El objetivo de este artículo no es la defensa a capa y espada de un serial eminentemente tramposo ni el adoctrinamiento en sus dogmas, sino, más bien, la disquisición de los motivos que procuren desarmar los alegatos en que se basan esos súbitos y numerosos ataques reaccionarios sobre un producto que no merece, ni mucho menos, tanta iniquidad a causa de un cierre, a mi juicio, adecuado. Para comenzar a arrojar algo de luz sobre el asunto, quiero poner en marcha algo muy común en los foros durante esta semana posterior al desenlace, la elaboración de una retrospectiva de mi personal relación con Lost.
La variedad temática, la originalidad en la expresión -traducida en la completitud de la dimensionalidad de los personajes que aportaba una narración en diferentes líneas temporales- y los inquietantes misterios de las primeras temporadas consiguieron engancharme de forma enfermiza, hasta la conclusión de la tercera, la que considero la mejor entrega. La cuarta mantenía el nivel de adicción y suspense agregando una dinámica carga de acción, pero se vio notablemente reducida en extensión y eficacia, por la condensación de la trama a la que obligó la huelga de guionistas de 2008. Según una inteligente apreciación del periodista Hernán Casciari, la serie se iba adentrando en un género diferente cada temporada. Y, en la quinta etapa, llegó el turno de la ciencia-ficción. Aquí mi fidelidad a la creación de J. J. Abrams se tambaleó por momentos. La razón es simple. Se disipó la esperanza de que los enigmas tuvieran una explicación "real". Aún así, me conformaba con que se conservara ese aire de racionalidad que asegurase una respuesta, aún bajo el disfraz de fórmula científicamente hipotética, como las barajadas entonces, en torno al efecto Casimir (que pretendía servir de fuente al movimiento de la isla) o a la ecuación de Valenzetti (que entendía los famosos "números" como factores de una ecuación que predice el fin del mundo, habiendo sido el propósito de la Fundación Hanso alterar sus valores a través de las investigaciones de Dharma).
Sin embargo, esta ilusión terminó por irse al traste con el arranque de la sexta y última temporada -a mi entender, la más floja de todas-. La desviación de la exclusiva mitología de la serie hacia el misticismo y la magia de parentesco religioso eliminaron cualquier rastro de razón. Los guionistas fueron muy zorros. De un plumazo, tornaron la ciencia-ficción en fantasía pura. De ello se deducía una avispada maniobra para cubrirse las espaldas y escurrir el pesado bulto de los enigmas. En parte, así lo creemos todos. Pero, dentro del "todo vale", creo que la obtención de repuestas pierde su interés. Tras ver el final, es cuando interpreto la sexta temporada como una gran pista concluyente: querían alejarnos de la obsesión por los misterios, ahora percibidos como un mero pretexto que disimula la evolución de unos personajes -lo verdaderamente relevante de Lost- y su particular viacrucis (vida en la isla) para encontrar un lugar en el mundo, para hallar su redención. Quienes aún esperaban explicaciones -ojo, las ha habido, pero dosificadas y sin masticar- en el último capítulo (pobres ilusos, que no advirtieron la progresiva reducción reveladora en los episodios precedentes) deben de ser los mismos que no entienden que el conjunto de la serie funciona como una metáfora en torno a la soledad del hombre moderno. Todos los personajes, como bien apuntaba Jacob al justificar su elección de los candidatos, estaban perdidos, no encajaban en el mundo exterior. La isla es un espacio aislado y casi opuesto al mundo que les rechazó, que brinda a cada uno la oportunidad de encontrarse a sí mismo y de autorrealizarse. Una vez que liquidan este proceso de retroalimentación de identidades, pueden marchar en paz (pueden "dejarlo ir", en palabras de la serie). De hecho, la mayor parte de los personajes mueren en la isla y, curiosamente, la lista de excepciones la encabeza el verdadero Locke, por tratarse del único consciente de la coyuntura vital que suponía haberse estrellado en aquel inhóspito pero fructuoso paraje. Precisamente, su muerte fue el inicio de un gran cambio en la serie: la constatación de que la razón (o ciencia) sucumbía a la fe.
Metámonos ahora de lleno en la reflexión sobre The End, el capítulo final, que ha sembrado la semilla de la discordia entre seguidores y productores. Me consta que existen al menos tres tipos de fans que aborrecen esta resolución. En el primer grupo, aquéllos que no entendieron nada. Cuesta creerlo, pero hubo mucha gente que interpretó toda la trama isleña como un sueño o que creyó que ninguno de los personajes sobrevivió al accidente de avión original. No alcanzo a dilucidar las pesquisas que les llevaron a promulgar tal sentencia aunque, en el caso de España, quizá tuvieran algo que ver algunos de los ignorantes tertulianos matinales de Cuatro.
Otro colectivo "lostie" de impresiones cercanas a la de haber sido estafado, sería aquel que quedó encallado en la superficie de la revelación sobre la realidad alternativa, la cual, hasta entonces, había aparentado formar parte de un nuevo arranque científico, en conexión con la Teoría de los Universos Paralelos que formulara Hugh Everett. Lo cierto es que el episodio doble venía meciéndose a la sombra de una previsibilidad muy dócil. Y aguantó así hasta los últimos cinco minutos, con una apoteósica conversación entre Jack y su padre cuando, tras un tortuoso éxodo, aquél termina resignándose a su destino. Sin duda, éste se ha erigido como el artefacto más truculento contenido en los 121 capítulos de la serie, puesto que, incluso, funciona como un ingrediente de felicidad postiza que pide el perdón del fan desconsolado. No obstante, al mismo tiempo constituye un justo premio redentor, tanto para los personajes como para el público. La exposición de x, ya haga las veces de purgatorio, ya de recuerdo imborrable, ya de estadio superior y postrero de la conciencia, donde los personajes se reencuentran al "aceptar" sus muertes, volviendo a constituir ese núcleo compacto que fuera aquella sociedad isleña que dio sentido a su existencia, no es un objeto imprescindible para un improbable final perfecto, pero sí el elemento más pertinente para el mejor colofón posible. Recomendaría no anclarse en el hecho, sino en sus connotaciones; una conclusión que ya estaba preparada desde hace tiempo tratará de comunicarnos algo más profundo. Los guionistas han tomado el relevo de las divinidades que ocupaban su relato para hacer justicia, como inscribe Nacho Vigalondo en su blog de El País (en una de las mejores reflexiones que he encontrado en la red sobre The End) a través de "la posibilidad, más allá del tiempo y el espacio, de que estos personajes, que aprendieron que si no vivían juntos morirían solos, encuentren lo que les prometió la isla, pero no terminó de dar: Después de vivir solos, al menos morir juntos".
Para cerrar el recuento de adeptos defraudados, citemos al cegado por el inexistente compromiso con los perpetuos interrogantes. Cada cual es libre de pensar lo que quiera; por si la disertación que vengo haciendo no le ha aliviado, quizá aún pueda abrirle los ojos. Considero imprescindible que el aura de incertidumbre que ha rodeado Lost desde su comienzo perdurase en el tiempo. Hacia mucho que no terminábamos un capítulo con un sentimiento en algún lugar entre la conmoción y el aturdimiento, siendo invitados, una vez más, a la revisión y a la meditación posterior sobre su contenido. La serie siempre se caracterizó por apoyarse en su comunidad virtual, ese inédito fenómeno que surgió en la red para complementarla y teorizar sobre los cabos sueltos. El final habrá podido gustar o no, pero lo que es seguro, es que ha cumplido con su propósito: mantener vivo el espíritu y ceder su legado a los foros de seguidores (por supuesto, al margen queda una evidente y suculenta ración de trascendencia mediática para los productores). No nos engañemos: es más deseable un final abierto que unas respuestas sin capacidad de convicción (hay que tener en cuenta que la expectativa inmoderada sólo conduce al desencanto) que, igualmente, hubieran abierto una brecha entre los "losties". Nunca lloverá al gusto de todos.
Las quejas de los más intransigentes arremeten contra la desproporcionada masa de enigmas sin solución y la falta de previsión por parte de los guionistas para darle respuesta. Reitero mi adhesión a la idea que alude a la incompetencia de todo mortal para desfacer tal congestión de acertijos. Mas, ante todo, lo concibo como un asunto de prioridades y, ese consensuado orden sí ha sido respetado (el humo negro o los números, como emblemas de las cábalas más desconcertantes para el fan). Pensemos. Si el final era una imagen fija en el cerebro de los autores, no es tan correcto decir que no hayan podido responder -ya sabían que no podían- como que, directamente, no han querido. La pescadilla que se muerde la cola. Me explico. Los fans, ya fuera de sí, podrían argumentar en su favor, que no tendrían que "haber hecho tan gorda la pelota", si no había respuestas. Si esto no hubiera sido así, ¿nos habríamos tragado sus seis años, proclamándola como la mejor serie de todos los tiempos, aún no pudiéndonos agarrar a certezas concretas?
En un alarde torpe y lento de ironía, muchos son los que profieren que el calificativo que atina a definir al espectador que se afanó en tratar de procesar las seis temporadas es el propio título de la serie. ¡Bingo! Sin querer, han dado con otro de los dispositivos de clara intencionalidad de los creadores. La metáfora también es aplicable al espectador, que tras un recorrido intenso y plagado de vacilaciones, termina viendo la luz y, como he comentado antes, será el único encargado de proteger "la luz interna" de Lost -al igual que los candidatos de Jacob, siempre con derecho a elegir si quiere o no-. Hay algo muy bonito en todo esto y es, por encima de incómodos fallos, imprecisiones y abandonos de tramas (ora por falta de tiempo, ora por planificación deliberada), el valor que los guionistas han sabido otorgar al fiel seguidor, hasta dotarle del rango de pieza clave al ser estimado como el digno interlocutor de su criatura. Pactaron un juego oculto simulando un desafío y recogimos el guante sin conocer las reglas ni presagiar consecuencias; nos extraviaron y, honestamente, nos han devuelto el camino para reubicarnos. Creo que aquél que ha sabido distinguirlo ha sido el más involucrado, el que ha vivido esta experiencia como un placentero viaje que hoy toca a su fin. Y, antes de que Jack cerrara junto a su ojo toda la saga, hacía un rato que había sido invadido por un vacío nostálgico de imposible reemplazo.
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