Antes de que su vida se apagara prematuramente a los treinta y seis años de edad, el realizador alemán Rainer W. Fassbinder llegó a decir que esperaba construir una casa con cada una de sus películas. Edificando sobre los cimientos de su desencantada visión de la sociedad alemana de posguerra y desde su vital encandilamiento por los melodramas de Douglas Sirk, el enorme realizador germano logró dar forma a su cometido en tan solo dieciséis años y a través de nada menos que cuarenta y un films, construyendo una majestuosa mansión donde muchos cineastas se hubieran encontrado muy a gusto en su interior. En su efímera existencia, fruto de vivir a la velocidad de sus sueños y deseos (en palabras del crítico norteamericano Kent Jones), Fassbinder ardió rápidamente en su propio fuego y dejó como principal legado una de las filmografías más coherentes, apasionantes y corrosivas del siglo XX. Se podría decir que el caso de Terrence Malick es bastante distinto al de Fassbinder. Su enigmática figura parece más cercana a la de un inquilino que a la de un propietario. En todo caso, si uno intentara adivinar en qué casa hubiera preferido vivir el cineasta norteamericano, se podría mencionar aquella que construía el protagonista de Badlands (1973) en medio de un bosque con troncos, maderas y arbustos, en lo que simbolizaba un refugio natural para una suerte de exilio que guardaría muchas similitudes con el que el mismo Malick emprendería pocos años después y que se extendería a lo largo de veinte años en circunstancias que dificultarían cualquier intento posible por diseñar una biografía concisa sobre el realizador.
La intermitente carrera cinematográfica de este elusivo y enigmático estudiante de filosofía texano empieza precisamente con Badlands, película que toma como base los acontecimientos verídicos que rodearon la vida de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate, los jóvenes amantes criminales que dejaron un tendal de cadáveres en su fuga por Nebraska y Wyoming, y cuya historia sirviera de inspiración a películas de culto como The Honeymoon Killers (1969, Leonard Kastle). En Badlands se narra la fuga del joven Kit (Martin Sheen), quien escapa de su pueblo natal en Dakota del Sur rumbo hacia los páramos de Montana (un destino que se explicita desde la voz en off pero que funciona más a modo intuitivo o admonitorio que como certeza o precisión), en compañía de su novia Holly (Sissy Spacek), luego de haber asesinado al padre de ella (el gran Warren Oates, emblema del cine independiente americano de los setenta). Sin escarbar demasiado en el aspecto violento de la anécdota, Malick prefiere ahondar en la visión algo fantástica del mundo, en la que pareciera encontrarse inmersa la aniñada Holly, quien lleva la voz cantante en la narración y que desde su pensamiento intenta dar forma a varias de las inquietudes emocionales e interrogantes existenciales que la acompañarán en su sangrienta aventura terrenal al lado de Kit. Es un hecho bastante visible que entre Kit y Holly la pasión no está del todo presente, o al menos no constituye un rasgo sobresaliente que el director quiera destacar por encima de otra cosa. Malick siempre demostrará tener un gran pudor a la hora de representar el amor entre sus personajes. Kit pareciera estar mucho más pendiente de construir un mito en torno a su propia persona que en demostrar una encendida pasión hacia la mujer por quien decidiera emprender su escape por el sur de los Estados Unidos. El mejor cumplido que podrá recibir en su violento itinerario será el del reconocimiento por parte de un policía de sus deliberadas similitudes físicas con la figura de James Dean. Como si asumiera de antemano que su paso por este mundo será más efímero de lo esperado, Kit siente la imperiosa necesidad de dejar un rastro visible de su existencia, aunque para ello deba valerse del insignificante hecho de apilar piedras a un costado del camino donde se producirá su detención.
De la vitalidad que aparece en los detalles en apariencia banales de la vida se construye precisamente el poder del cine de Malick, quien concede al cuidadoso trabajo con las imágenes tanta importancia como al del tratamiento de las palabras. En este rasgo se encuentra presente uno de los conceptos más frecuentemente asociados a la fundacional visión del cine que tuviera el célebre crítico norteamericano James Agee, en cuya lucidez e influencia por la lectura de James Joyce siempre sobrevoló la noción de la epifanía, entendiendo por la misma el "proceso que permite descubrir el misterio escondido detrás de las cosas" (1), y en donde la palabra y la imagen funcionan como elementos significantes del lenguaje poético. Este es un concepto que bien podría aplicarse al cine del realizador oriundo de Waco, Texas, de cuyas películas se ha dicho en innumerables ocasiones que siempre plantean una relación antagónica entre los seres humanos y la naturaleza. Aquí es donde debería comenzar a enumerar los rasgos temáticos y estilísticos frecuentes en el puñado de películas que integran la filmografía del realizador texano, pero estaría llevando a cabo un reduccionismo peligroso que restaría poder al aura panteísta que parecieran desprender sus sonidos e imágenes. Sus obras exceden ampliamente cualquier premisa argumental y abren más sentidos de los que clausuran. El incendio de la casa del padre de Holly en Badlands, representación que se repetirá años mas tarde en el desenlace de Días de Gloria (Days of Heaven, 1978) con los incendios de los campos de trigo, alimenta una hermosa teoría del crítico australiano Adrian Martin, quien en un breve y bellísimo ensayo publicado en el sitio online Rouge (2), resalta la imposibilidad de los personajes de Malick de poder establecerse situacionalmente. Esta conflictiva visión del hogar y la familia, y el estado continuo de desplazamiento sumado a la sensación de desarraigo se encuentran presentes en casi todos los personajes relevantes de sus películas. En este sentido hay secuencias muy elocuentes en su filmografía, tales como aquellos inolvidables fuegos ya mencionados de sus dos primeros filmes, así como también en aquellos idílicos pasajes de La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998) en los que el soldado Bell (Ben Chaplin) intercambia correspondencia desde el campo de batalla con su esposa Marty (Miranda Otto), una mujer que reside en otro estadio de la narración, envuelta en un entorno de luz ámbar y cortinas blancas, una visión del Edén por parte del soldado que no logrará cristalizarse jamás en el plano de lo real. Adrian Martin describe que la preponderancia de exteriores en las películas de Malick es sintomática de esta visión pesimista sobre la posibilidad de consolidar un destino propio desde el hogar y la familia. Sólo la situación de las tribus nativas presentes en La delgada línea roja y El Nuevo Mundo (The New World, 2005) parecieran abrir una brecha de posibilidades para la idea de encajar con dicha noción, pero éstas se ven a su vez asediadas por la amenaza y hostilidad de los invasores provenientes de la civilización (los soldados de la compañía C en el primer caso, los colonizadores británicos en el segundo). La condición casi ermitaña y nómade de Malick y los enigmáticos trascendidos que envuelven su inactividad de veinte años parecieran ratificar la pertinencia de esta visión incómoda sobre aquellos modelos socialmente establecidos de bienestar personal.
El siguiente proyecto de Malick consistió en la ya mencionada Días de Gloria, película en la que el realizador pareciera acercarse a paso mucho más firme hacia las que serían las constantes en su obra posterior. El film está ambientado en Texas y "cuenta" la historia de Bill (Richard Gere) y Abby (Brooke Adams, un rostro escapado de la hoja de un ilustrador japonés, cuyas facciones parecieran encarnar una versión adulta del rostro empequeñecido de Ana Torrent en El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, una película contemporánea a Badlands y que quizás Malick hubiera deseado o podido filmar). Bill, su pequeña hermana Linda (la voz en off de la película) y su novia Abby escapan de Chicago tras un crimen cometido accidentalmente por el primero contra su empleador en una mina de carbón. Tras llegar a Texas, los tres empiezan a desempeñar labores en los trigales de un rico propietario de tierras (Sam Shepard), a quien su médico le diagnostica menos de un año de vida (otra vida efímera autoconsciente) y quien se enamorará de Abby, proponiéndole que acepte ser su esposa y se quede a vivir con él luego del fin de la temporada de cosecha. Ante el conocimiento del estado de salud del propietario, Bill convencerá a su pareja para que acepte su propuesta, haciéndole creer al engañado esposo que ambos son hermanos. Las estaciones pasan y la salud del terrateniente no parece dar indicios de ir empeorando, como si su amor por Abby le hubiera suministrado una energía adicional que le permitiera extender su tiempo de estadía en la Tierra (lectura que la película no enuncia en ningún momento y se corresponde más con una empalagosa visión personal de quien esto escribe). Bill empieza a impacientarse ante la situación y sus acercamientos falsamente incestuosos hacia Abby resultan cada vez más evidentes ante los ojos del propietario de las tierras. Estos roces prohibidos entre la pareja protagónica nos brindan los mejores pasajes del cine de Malick, con sus encendidos juegos banales propios de su poética, donde la pareja beberá vino y caminará sobre un río en la madrugada, donde esta vez será una copa de cristal volcada en el agua la que dará cuenta del paso de ambos por la existencia. El descubrimiento del fraude por parte del engañado marido desembocará en un violento desenlace que incluye, nuevamente, un incendio, esta vez en los campos de trigo de Texas, los cuales se ven asediados por una plaga de langostas de reminiscencias bíblicas (Adrian Martin afirma que la película es una suerte de relectura del Libro de Ruth, de La Biblia).
Película de una enorme delicadeza lumínica, la fragilidad que transmite es tal que uno percibe que de poder tocarse con los dedos, se partiría en pedazos como el cristal. Néstor Almendros, su director de fotografía, reivindica en su libro Días de una cámara el enorme margen de improvisación y libertad con el que fueron concebidas las imágenes de aquel film, afirmación que se contrapone a la idea de un planificado y riguroso control sobre la imagen que la cuidada composición de la película pareciera sugerir. La realización fue sumamente sensible a los cambios en las condiciones climáticas, debido a que Malick estimuló a Almendros a que rodara en su mayor parte con luz natural, en muy bajas condiciones de exposición. El propósito, en palabras de Almendros, era alcanzar la simplicidad e intensidad propia de los trabajos de iluminación del cine mudo, alejándose deliberadamente de los artificios y pintoresquismos en los que las locaciones del sur de la provincia de Alberta, Canadá, facilitaban la tentación de caer. La película fue rodada bajo las luces del crepúsculo y las de la "hora mágica", aquel acotado momento del día situado entre la puesta del sol y la llegada de la noche, lo que reducía notablemente el rango de trabajo de filmación a solo veinte minutos diarios por jornada.
Intermedio -veinte años de oscuridad- Malick decide, por algún extraño motivo, alejarse de la actividad cinematográfica y hay pocos indicios de su propia vida en ese ínterin. Algunos sostienen que reside en París, participando de interminables diálogos sobre filosofía con sus seres cercanos, otros afirman que pasa largos períodos de tiempo avistando el vuelo de los pájaros. Se enumeran algunos proyectos frustrados (una biografía sobre Jerry Lee Lewis, un proyecto sobre los orígenes del Universo llamado Q y que pareciera haber encontrado forma en la reciente y última obra del realizador, The Tree of Life). Volviendo al crítico australiano Adrian Martin, el mismo sostiene que Malick, poeta de lo efímero, es un cineasta del antes y el después, pero nunca del durante, como si el cineasta padeciera de una especie de defecto paradójicamente mágico y poético. De ahí la imposibilidad para el espectador de poder percibir los hechos concretos en las acciones de sus personajes (el deterioro en la relación entre Bill y Abby, el razonamiento y la conclusión de Holly de que Kit se trata solamente de un loco en busca de fama). No podremos jamás vislumbrar el instante ni el acontecimiento, el momento donde las cosas adquieren nombre y espesor. Desde la visión de Martin, comprendo que todo este largo período de inactividad pareciera representar una película más de Terrence Malick.
Buenos Aires, febrero de 1999
Quizás haya sido bueno el haberme enfrentado con tanta inocencia a las primeras imágenes de su cine. Tenía dieciséis años y me encontraba en una sala repleta dentro de un complejo cuyo público, en su mayoría muy joven, ansiaba ver un enorme despliegue de producción con magníficas secuencias de combate y dramatismo exacerbado. Pocos errores de puntería iban a brindarme tantas satisfacciones en la vida como lo hiciera el haber estado allí presente, entre los bostezos, el tedio y las quejas de un público que se sentía enormemente defraudado ante las casi tres horas de tortura existencialista a la que Malick los había sometido. Yo no llegué a comprender bien en aquel momento lo que estaba ocurriendo. Nunca había enfrentado imágenes y sonidos como los de La delgada línea roja. La música de Hans Zimmer y la fotografía de John Toll dejaron en mí una huella indeleble. Los cánticos religiosos de las tribus de la Isla Melasiana, los haces de luz del sol filtrados por los agujeros de las hojas, la sangre en la maleza, el recuerdo de aquella mujer hamacándose en cámara lenta, los juegos que el soldado Witt compartía con las tribus en su breve exilio de la compañía C -otro exiliado, como Malick-, los cigarrillos cortados al medio que un soldado americano se metía dentro de las fosas nasales ante el hedor que desprendían los cuerpos de los japoneses caídos en la toma de la colina. Son todas ellas imágenes a las que me enfrenté hace doce febreros atrás y que aún perduran en el tiempo, que me permitieron comprender, en aquel momento de virginidad cinematográfica, que las imágenes entran como lo hace a veces también la letra: con la sangre. Debieron pasar muchos años, muchas otras películas, una lentísima digestión que me recuerda que no siempre sentimos en tiempo presente, y que lo trascendental puede pasar frente a nuestros ojos y oídos, y que quizás nos tome demasiado tiempo el entender lo que esto pueda haber significado para nosotros. Creo que el cine de Terrence Malick es lo más cercano a una posible representación de este desconcierto.
CODA
Pasó El Nuevo Mundo, con imágenes de igual estremecimiento e impacto, pero de fuegos menos recordables de los que ardieran en su obra previa. El romance entre el capitán John Smith y Pocahontas en el momento previo de la fundación de los Estados Unidos no ha logrado impresionar mi retina como lo hicieran sus películas anteriores. Ni la fotografía de Emmanuel Lubezki (efectivo heredero aunque algo forzado de Néstor Almendros, ya que no remite a la simpleza de aquel) ni la convicción de que ningún otro director podría haber dirigido esta película lograron quitarme la sensación de amarga decepción que me generó su visionado. Algún día encontraré las explicaciones necesarias, pero ahora quedo frente a la expectativa de que el inminente estreno de The Tree of Life me permita recuperar aquella sensación indescriptible que me tomara por asalto hace doce años atrás, y que lograra abrirme la puerta hacia ese eterno misterio que es y seguirá siendo el cine de Terrence Malick.
(1) Extraído del prólogo de Ángel Quintana en Escritos sobre cine, Ediciones Paidós Ibérica, S.A
(2) http://www.rouge.com.au/10/malick.html
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